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Ideologías de la competencia; por Juan Ignacio Signes de Mesa, Letrado del Tribunal de Justicia de la Unión Europea

04/05/2015
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El día 4 de mayo de 2015, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Juan Ignacio Signes, en el cual el autor opina que la defensa de la competencia reabre el debate sobre distintas visiones de ordenación del mercado en nuestra sociedad y sobre el papel de las autoridades públicas a la hora de intervenir en él.

IDEOLOGÍAS DE LA COMPETENCIA

La Comisión ha anunciado recientemente la apertura de una investigación para examinar si las prácticas comerciales de Google, por lo que se refiere al sistema Android, constituyen un abuso de posición dominante en el mercado. Si bien esta noción podría resultar poco familiar para muchos lectores, lo importante es tener presente que la defensa de la competencia no es tan mecánica como habitualmente se concibe. En efecto, todo régimen de defensa de la competencia ha de definir si su finalidad inmediata es la protección de los competidores en el mercado o, alternativamente, la de los consumidores. La diferencia entre ambas opciones podría parecer superflua, pero tiene una incidencia cardinal en la configuración de los mercados y, en último término, en nuestra sociedad.

De acuerdo con la primera opción, proteger la competencia equivale a garantizar la presencia del mayor número posible de empresas rivales en el mercado a fin de evitar los riesgos de la concentración económica y de la monopolización. Ello no significa renunciar en sí mismo a la promoción de precios más bajos y a una mejor oferta para los consumidores. Ahora bien, tales objetivos son concebidos a título indirecto, esto es, como resultado de la defensa de los competidores y del proceso competitivo. En cambio, la segunda opción parte de que el régimen de la competencia ha de estar dirigido única y exclusivamente a mejorar el bienestar de los consumidores en el más corto plazo, sin tener en consideración necesariamente la suerte de los competidores. La concentración económica no habría de ser temida como tal, dado que podría dar lugar a precios más reducidos como consecuencia de la supresión de costes duplicados innecesarios y de la consecución de economías de escala.

El debate anterior sería irrelevante si no fuera porque, paradójicamente, determinadas prácticas de empresas, en especial aquéllas en posición de dominio, son susceptibles de ofrecer precios menores y beneficiar así a los consumidores, si bien, al mismo tiempo, pueden suponer la salida de sus competidores del mercado. En estas circunstancias, la línea que ha de establecer si dichas prácticas son modos legítimos o ilegítimos de competencia no es fácil de definir y está frecuentemente determinada por el planteamiento que las autoridades públicas decidan primar.

A modo de ilustración, en 2004, la sociedad informática Microsoft fue sancionada por la Comisión Europea por no permitir a sus competidores acceder a los códigos del sistema operativo Windows a fin de desarrollar programas compatibles con él. En 2009, la empresa Intel fue también multada, entre otros motivos, por aplicar descuentos a los fabricantes de ordenadores a condición de que estos últimos recurrieran a ella, con carácter exclusivo, para satisfacer todas sus necesidades de microprocesadores. A ambos respectos, ciertos economistas estimarían que las decisiones de las autoridades europeas fueron apropiadas, en la medida en que se encontraban destinadas a garantizar y promover la presencia de rivales en los mercados de la programación informática y de los microprocesadores. Por el contrario, otros tendrían probablemente más inconvenientes en asumirlas pues entendería que la Comisión no hizo sino sancionar y desincentivar a una empresa (Microsoft) que se limitaba a proteger legítimamente el producto resultante de su propia inversión e investigación durante décadas y a otra empresa (Intel) que, a través de descuentos en los microprocesadores, hacía que los consumidores disfrutaran de ordenadores más baratos.

En todo caso, la diferencia entre los dos planteamientos descritos no se limita a un mero desacuerdo sobre cuestiones técnico-económicas. En efecto, una opción que pretende defender la pluralidad de los competidores en el mercado, como la primera, ha servido históricamente de sustento para quienes consideran que las autoridades de la competencia han de velar, en el ejercicio de sus funciones, por la protección de los pequeños y medianos comerciantes frente a las empresas con mayor poder en el mercado, así como por la promoción de políticas favorables a la creación de empleo. Asimismo, la presencia de más rivales en los mercados contribuye por su propia definición a una mayor distribución de la riqueza y, en definitiva, a la limitación de la concentración del poder económico en menos manos privadas. Por el contrario, una opción que aboga exclusivamente por el bienestar de los consumidores, como la segunda, no solamente se muestra indiferente respecto de los aspectos anteriores, sino que pretende que la intervención de las autoridades de la competencia se limite a lo mínimo indispensable, entendiendo que cualquier exceso en este sentido resultaría contraproducente para el funcionamiento eficiente de los mercados.

En definitiva, la defensa de la competencia reabre el debate sobre distintas visiones de ordenación del mercado en nuestra sociedad y sobre el papel de las autoridades públicas a la hora de intervenir en él. En este sentido, las conclusiones de la investigación en el asunto Google nos brindarán una nueva oportunidad para debatir sobre la conveniencia de sancionar a empresas que, para unos, impiden, por su gran envergadura, el desarrollo y acceso al mercado de otros competidores, pero que, para otros, parecieran ser sancionadas injustamente por el mero hecho de haber batido a sus rivales basándose en sus propios méritos.

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