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Pobre Justicia; por Santiago Muñoz Machado, catedrático de Derecho Administrativo, académico de número de la Real Academia Española y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

21/12/2015
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El día 19 de diciembre de 2015, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Santiago Muñoz Machado, en el que se apunta como los medios de comunicación se acuerdan recurrentemente de la Justicia para vestirla, sin variación, con alguno de sus dos sambenitos: que es el servicio público más ineficiente y que está politizada. Sin embargo, según el autor, la primera crítica es infundada y poco seria; y la segunda, todavía más precipitada y especulativa.

La justicia no ha entrado en campaña. No se ha oído apenas hablar de sus problemas ni siquiera como argumento de segundo orden, para rellenar. Como si fuera un asunto menor o, peor, de imposible arreglo. Cuando faltaban tres días para las elecciones, el pasado jueves, todas las asociaciones de jueces y magistrados han firmado un documento conjunto (La Justicia no puede seguir siendo la gran olvidada) reclamando atención, un pacto de Estado y reformas elementales para remediar los peores déficits organizativos y económicos. Los medios de comunicación, sin embargo, se acuerdan recurrentemente de la Justicia para vestirla, sin variación, con alguno de sus dos sambenitos: que es el servicio público más ineficiente y que está politizada. Los políticos, según dicen sus cronistas, no hablan de estos problemas porque les interesa la situación y se mantienen al acecho para sacar de ella, cuando les toque, los mismos favores y ventajas que disfrutan quienes dominan las instituciones del Estado. Mejor para ellos que nada cambie.

¡Pobre Justicia desamparada y vilipendiada! La Justicia es, de los tres poderes del Estado, el peor dotado de medios, pese a que la garantía de nuestros derechos, que es la razón principal de que hayamos organizado un Estado que nos proteja, depende esencialmente de su adecuado funcionamiento. La española sobrevive envuelta en penurias y azotada por la necesidad, pero trabaja a destajo. El pasado año el conjunto de los órganos judiciales dictó 1.558.703 sentencias. Procedimientos no terminados con sentencia hubo muchos más, pero la cifra de los fallados es impresionante. Significa un millón y medio de procesos con demandas, querellas, instrucciones, contestaciones, pruebas, diligencias, estudio de inmensos expedientes y decisión final. Dividido todo ello por 5.362 jueces activos, resulta que, más o menos, cada uno dictó una sentencia al día. Conocidas estas cifras, no es seria la crítica a la ineficiencia de la Justicia porque, además de infundada, sirve para justificar el miserable trato presupuestario que recibe. Quien haya estado en algún juzgado infradotado, con expedientes apilados por todas las dependencias, o haya sufrido los descomunales retrasos en que incurren algunos procedimientos, estará tentado de aceptar que la Justicia española es un desastre. Pero debería pensar en los miles de jueces que suplen las carencias con una admirable laboriosidad.

El argumento de la politización es todavía más precipitado y especulativo. La inmensa mayoría del millón y medio de sentencias que produce cada año el sistema procede de jueces y magistrados de las jurisdicciones civil, laboral, mercantil, penal y de las primeras instancias de lo contencioso administrativa. Todos ellos tendrán, como cualquier ciudadano, sus preferencias políticas, pero no tienen ninguna posibilidad de hacer uso de ellas al fallar pleitos en los que han de decidir, por ejemplo, sobre herencias, contratos, despidos, concursos o estafas.

Los asuntos que dan que hablar sobre la politización de la Justicia son siempre las decisiones del Consejo del Poder Judicial sobre los nombramientos de algunos magistrados para cargos jurisdiccionales de los altos tribunales (Supremo, Audiencia Nacional y presidencias de los tribunales superiores de justicia), o los litigios, principalmente contencioso administrativos o penales, en los que está en juego la revisión de una decisión gubernamental económica o políticamente relevante (nombramientos, indultos, sanciones, regulaciones nuevas, contratos y concesiones públicas) o el enjuiciamiento de conductas delictivas de quienes ejercen el poder público, han tenido responsabilidades en cualquier instancia de gobierno o están en sus círculos de influencia.

Un problema aparece normalmente vinculado al otro porque se argumenta que la adecuada selección política de los altos magistrados servirá para utilizarlos, en caso de necesidad, para obtener sus favores en procesos en que hayan de resolver sobre cuestiones políticamente relevantes. Hace unos días recibí una petición de una periodista alemana que quería entrevistarme porque estaba preparando un reportaje para su importante periódico sobre la politización de la Justicia española. Invocaba dos asuntos, sobre los que anunciaba que me pediría opinión, que, según mi interlocutora, revelan a las claras la aguda enfermedad que, en este punto, aquella padece: la imputación del futbolista Messi por delito contra la Hacienda Pública y la persecución a Pujol y familia por un compendio incontable de desmanes. Para la periodista parecía evidente la conexión entre estos asuntos y el independentismo catalán. El Gobierno habría azuzado a la Justicia para que, como obediente perro de presa, mordiera los calcañales de dos símbolos del catalanismo: el Barça y la antigua primera familia del Principado.

Son nuestros propios medios de comunicación los que establecen, de vez en cuando, demostraciones sobre la politización de la Justicia que resultan peregrinas. La última se está refiriendo al cambio en la presidencia de la sala tercera del Tribunal Supremo. Un excelente y veterano magistrado, José Manuel Sieira, ha sido sustituido por otro más joven y no menos preparado, el magistrado y catedrático Luis María Díez-Picazo. Se está informando de que al primero le ha disgustado que no se le haya reelegido para ese cargo, que ha desempeñado correctamente durante algunos años, y cree que ello se debe al desafecto del presidente del Consejo del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, que además habría movilizado a toda la derecha del órgano que preside en su contra o, si se quiere, a favor de Díez-Picazo. Lo que, según los articulistas, persigue esta conspiración es el control político de la sala tercera, que es la que enjuicia las decisiones del Gobierno.

Esta conclusión es un monumental disparate. En la designación de Díez-Picazo y no de Sieira el órgano de gobierno de los jueces utilizó criterios de oportunidad, sin duda. Tratándose de dos candidatos idóneos, prefirió a uno y no a otro porque la ley no imponía criterios rígidos para la designación y eligió a quien consideraba que podría desempeñar el cargo de modo más adecuado. Si el desplazado considerase que no está bien fundada en derecho la decisión podría impugnarla ante el propio Tribunal Supremo y puede darse por seguro que resolvería con objetividad y sin titubeos el debate. Lo ha hecho ya decenas de veces en casos parangonables. Por demás, suponer que el presidente de la sala puede inducir a sus compañeros a que dicten sentencias políticamente condicionadas es un insulto a todos ellos verdaderamente inaceptable e insostenible. No solo porque tengan acreditada una sólida personalidad, sino porque los magistrados del Supremo deliberan en secciones que reúnen, al menos, a cinco magistrados para cualquier decisión importante y caben pocas interferencias para torcer sus convicciones. Podría esgrimir pruebas inacabables de la independencia de criterio y de la solvencia técnica de esa Sala, repleta de magistrados muy cualificados, porque conozco bien su trabajo.

No hay manera de evitar que algunos nombramientos como el que comento u otros de magistrados de órganos judiciales importantes sean decididos por autoridades que tengan una posición política caracterizada. ¿Por qué otro procedimiento serio podrían nombrarse? Desde que se fundó el Tribunal Supremo, hace poco más de 200 años, hasta la Constitución vigente a los magistrados los nombraba el Gobierno de turno. Y a muchos de mis colegas les sigue pareciendo una opción estimable porque la politización del nombramiento está contrapesada con la inamovilidad del designado que, como enseña la experiencia de todos los sistemas judiciales de los estados de Derecho, contribuye a que olvide inmediatamente al Gobierno que lo nombró y resuelva en lo sucesivo con independencia de criterio. Además, instituciones como la recusación facilitan que no participen en causas en las que tengan interés magistrados sospechosos de falta de independencia. A los jueces del Tribunal Supremo de los EEUU los nombra el presidente, y la gran historia de esa institución está llena de ejemplos de sentencias políticamente sorprendentes, inexplicables para quienes supusieran que los nombramientos marcan e imponen cualquier clase de lealtad.

La politización de la Justicia no consiste en nada de esto. Existe, aunque radica en un comportamiento bien distinto: la asunción por los jueces y tribunales de un papel que no les corresponde adoptando decisiones que se entrometen en los dominios reservados a otros poderes del Estado y crean normas, sustituyendo al legislativo, o adoptan decisiones políticas, o administrativas, desplazando al ejecutivo.

Este problema suele conducir a situaciones inadmisibles de gouvernement des juges (Edouard Lambert). Dicha tendencia ha aparecido cíclicamente en repetidas ocasiones. Los revolucionarios franceses la cortaron a base de leyes, y constriñeron a la Justicia a no salirse de su función. También lo hicieron los jueces del primer Tribunal Supremo norteamericano, inventando la doctrina de las political questions (Marshall), que ha seguido empleándose hasta hoy para poner frenos a la acumulación de poder por la justicia. Esta tentación de abarcar funciones ajenas ha de estar sometida continuamente a vigilancia. Lo peor ocurre cuando es el propio legislador el que impone a la Justicia la asunción de responsabilidades que deberían ser atendidas por otros poderes del Estado. Véase el incómodo papel en que se ha situado al Tribunal Constitucional, que ha de afrontar en solitario la respuesta al independentismo catalán.

Pero son estas cuestiones distintas de las que aquí he considerado, y dignas de ser tratadas aparte y con más dedicación en otra ocasión próxima, cuando las circunstancias lo reclamen; que lo reclamarán pronto.

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