LECCIONES APRENDIDAS
La flema británica ha dado paso al nerviosismo ante el final de infarto del referéndum escocés. En Londres, tras presumir de fair play, se han hecho en el último minuto ofertas alocadas de autonomía a los separatistas.
En privado, el lamento de David Cameron, el atormentador de sí mismo, por haber llevado adelante una consulta mal diseñada. La diferencia de unos miles de votos puede mutilar para siempre al Reino Unido, uno de los países más exitosos del mundo y con una identidad plural más admirada.
Hace algunos meses se decía, quitándole importancia al tema, que la única forma de que ganase el sí a la independencia era permitir el voto a los ingleses en la consulta. La gran metrópoli de Londres puede arreglarse perfectamente sin Edimburgo, por su capacidad de jugar a ser una plataforma en la globalización económica, pero si se pierde Escocia el conjunto de la sociedad británica acusaría el golpe. Muchos ciudadanos se sentirían desconcertados, en especial porque el partido conservador juega la carta anti-europea.
Las lecciones aprendidas son varias: los referendos los carga el diablo, al final el placer de darle un susto al vecino poderoso y el momentáneo efecto liberador de la división hace que los partidarios del sí se crezcan. El no parece una postura fea y reactiva. En caso de perder, el sí puede seguir con la reclamación: desde su muralla escocesa, el habilidoso Alex Salmond sabe que un resultado ajustado en contra también es una victoria.
En el caso de ganar, la lista de europeos terceros perjudicados por el vaivén escocés va a ser impresionante. España por supuesto, esto sí que no son las distantes Malvinas.
Pero no todo es malo para los Estados con reivindicaciones separatistas. Todos aprenderíamos de un hipotético acuerdo de separación y quedarían claros los elevados costes así como el trasfondo ético: una secesión en un Estado miembro contradice de plano los valores cosmopolitas de la integración europea, incluso si responde a una fórmula negociada.