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  • EDICIÓN DE 19/09/2006
 
 

Discurso del Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Francisco José Hernando Santiago.

19/09/2006
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“Reflexiones sobre ética judicial”

§1019070

18 de Septiembre de 2006.

Majestad:

Afrontamos hoy, bajo Vuestra Presidencia, el inicio de un nuevo Año Judicial en este Tribunal Supremo de España. Estamos aquí nuevamente ante Vos y ante la sociedad española los Jueces, renovados en el ánimo de desempeño fiel y abnegado de nuestra compleja misión.

Como es ya tradición, deseo empezar estas palabras, con vuestro permiso Majestad, con el saludo a los Jueces y Magistrados que han accedido a la carrera durante este último año judicial. También, cómo no, con la despedida de todos aquellos compañeros que durante este mismo ejercicio han alcanzado el merecido descanso de la jubilación después de décadas de servicio a los ciudadanos. Por supuesto quiero dejar ahora constancia de recuerdo de los compañeros que en este año fallecieron, así como transmitir desde aquí un cálido y afectuoso saludo a sus familiares, que son los nuestros.

Como otros ejercicios, el concluido ha conocido un aumento de las cargas de trabajo que soporta la Justicia española. En el 2005 registramos así 7.728.699 asuntos, 275.955 más que en el año anterior. A ese aumento de carga hemos respondido los Jueces, una vez más también, incrementando nuestros ya intensos esfuerzos resolutivos. De hecho en ese mismo año 2005 pudimos resolver 7.628.067 asuntos, es decir, 141.752 más que en el año anterior.

Comparando datos provisionales del primer semestre de 2006 con el mismo periodo de 2005, puede afirmarse que se ha producido un incremento del 7,1% en los asuntos ingresados y del 5,6% en los resueltos. Debe destacarse el importantísimo aumento sufrido por la Jurisdicción Contencioso Administrativa, del 20,9% de los asuntos ingresados. Este fuerte incremento se debe principalmente a los procedimientos en materia de extranjería, que han tenido un incremento del 80% respecto a igual periodo de 2005.

Pese a los esfuerzos siempre crecientes de los Jueces, que deben ser aquí expresados y reconocidos, la verdad es que no hemos podido alcanzar en nuestras resoluciones la cota irrenunciable de los asuntos ingresados. Urge por ello, como vengo reiterando, acometer una reordenación científica de la planta judicial que permita acompasar el mapa de la Justicia española con el de nuestra sociedad. Sería una reordenación que nos permita ajustar, sin renuncias a la formación y profesionalidad de los jueces, que son garantía de su independencia y su acierto, y, en definitiva, del imperio de la ley, que nos permita, digo, compaginar de la manera más ajustada posible a la litigiosidad de la sociedad española el número de jueces, por supuesto, pero sobre todo su experiencia, su formación, su especialización y su responsabilidad. Obvio resulta indicar que sin esa acomodación de planta, el simple aumento numérico de plazas no mitigaría esa endémica carencia de nuestra Justicia. Fase anterior irrenunciable sería la elaboración de un estudio previo, a desarrollar legislativamente, sobre el deseable y efectivo modelo de la jurisdicción, acomodándolo a las prevenciones constitucionales de la tutela judicial efectiva que debemos dispensar a nuestros ciudadanos.

Seguidamente, Majestad, con Vuestro permiso, pasaré a ocuparme de la precisa cuestión que hoy estimo de interés. Hablaremos así en las palabras que siguen de ética judicial.

Asistimos en los últimos tiempos, no sin cierta sorpresa, a una eclosión verdaderamente llamativa de iniciativas generadoras de documentos oficiales que tienen por objeto esta precisa materia: la llamada “ética judicial”. Algunas de tales iniciativas han desembocado incluso en diferentes trabajos dotados de un corpus tal como para se generalice su denominación como “Códigos”, como Códigos de Ética Judicial.

Acaso la muestra más llamativa de esa misma corriente sea la que ha visto la luz en último lugar. Me refiero al Código Modelo de Ética Judicial que ha sido aprobado en la XIII Cumbre Judicial Iberoamericana los pasados días 21 y 22 de junio de este propio año 2006.

Entre los antecedentes más relevantes de esta reciente iniciativa, se cuentan el Código de Bangalore sobre Conducta Judicial, generado en el año 2002 en el seno de las Naciones Unidas, o el capítulo referente a la ética judicial contenido en el Estatuto del Juez Iberoamericano que fue aprobado en mayo de 2001 en la VI Cumbre Iberoamericana de Presidentes. Otros documentos de interés que merecen ser aquí destacados serían la Carta Europea del Estatuto del Juez, adoptada en Estrasburgo en julio de 1998, o el Estatuto Universal del Juez, de la Unión Internacional de Magistrados.

Esto por lo que se refiere a las iniciativas multilaterales o con pretensión de alcance a diversos Estados. Pero desde una perspectiva puramente nacional o interna, las referencias también existen y de hecho pueden ser incontables. Encontramos así Códigos de Ética en Estados Unidos, Italia o en multitud de países Iberoamericanos.

Ahora bien, toda esta llamativa coincidencia en tiempo y objeto no implica, en mi opinión, que las iniciativas surgidas respondan a una misma y común necesidad. Esta idea debe quedar bien patente sin más demora. Parece adivinarse, por ejemplo, que alguna de las normas incluidas en ciertos Códigos de Ética aprobados responda a una finalidad de suplencia de algunas carencias de los sistemas institucionales de los países para los que se elaboran. La lucha contra la corrupción, grave enfermedad donde las haya y en especial cuando alcanza el mismo sistema inmunológico del Estado, es decir cuando finalmente se instala y destruye los tejidos de la Justicia, es otra de las razones, a veces declaradas, de existir de los Códigos de Ética Judicial. Por último, frecuentemente, las iniciativas de elaboración de Códigos de Ética Judicial tienen una cierta finalidad legitimadora de los Jueces –no de la Justicia, sino de los Jueces- ante estados de opinión ciudadana francamente negativos.

Pero ni la primera ni la segunda de las indicadas causas se revelan como presentes en España con una intensidad que demande acciones precisas más allá de la serena y cotidiana aplicación de la Ley. Y con respecto a la tercera, en nuestro país, aunque la Justicia en su conjunto cosecha, como es tristemente notorio, unas tasas de opinión ciertamente negativas, esos mismos juicios de reproche no parecen extenderse tanto al Juez como persona, a su preparación, a su probidad, a su capacidad, como en realidad se dirigen a la eficiencia del sistema en su conjunto.

Pero, entonces -pensarán ustedes-, si el panorama que ante nosotros se descubre no resulta negativo, ¿Qué motivo aparece con una entidad tal como para dedicarle nada menos que el discurso de apertura de Tribunales ante Su Majestad del Rey? Y más aún, brota al instante una preocupación no pequeña: ¿No será arriesgada esta operación? ¿No ocurrirá que por el mero hecho de hablar aquí y hoy de ética judicial los ciudadanos colijan que lo hacemos porque tenemos graves defectos en este particular? ¿No nos crearemos un gran problema para conseguir una mejora acaso relativa?

Para empezar a despejar todos estos nubarrones del horizonte debiera bastar con decir que en el ánimo de los distintos representantes del Poder Judicial, y desde luego en el mío propio, nunca hubo otro condicionante que el deseo de mejorar hasta el extremo el funcionamiento de nuestra Justicia. Eso mismo ocurre aquí. Esa es la única razón, pero también la potente causa justificativa, de ocuparnos de todas estas cuestiones aquí y ahora.

Nuestro edificio institucional es, en este punto, satisfactorio. La vinculación de nuestros Jueces a la ley y al resto del sistema de fuentes, aunque perfectibles en la línea que ya expuse en mi discurso del año pasado, cuanto menos debe ser calificada de correcta y de equiparable con el estado de estas mismas cosas en los demás países de la Unión Europea. Y sin embargo, no nos debe bastar con todo esto para obtener la mejor justicia de la que somos capaces. En esta nueva etapa de su construcción, podemos ocuparnos de ampliar nuestras preocupaciones y nuestra acción sobre otras áreas cuya utilidad, no sólo intelectual sino práctica, en unos instantes quisiera dejar sentada.

Pondré algún sencillo ejemplo que nos ilustre sobre esa misma utilidad. Es obvio que la independencia judicial es una garantía institucional encaminada a la sujeción única y estricta del Juez al imperio de la ley. Es por tanto una técnica puramente jurídica. Pero también se hace evidente que en ella aparecen áreas personales que son forzosamente inmunes a la fuerza vinculante de las leyes; sin las cuales aquella misma independencia será más apariencia que realidad. Será pues garantía pero no efectividad.

Hace falta por ejemplo, que el propio Juez se sienta personalmente independiente. Hace falta incluso que se sienta orgulloso de serlo. Hace falta que quiera ser imparcial. Es oportuno además que en todos los actos de su vida, desde luego en los profesionales pero probablemente también en los otros, en los personales, el juez cultive su propia libertad de criterio, renueve su lealtad a la ley y exprese constantemente hacia afuera su imparcialidad. Conviene, si queremos seguir ahondando en esta dirección, que el Juez cultive un marco de relaciones personales que desde luego facilite y no comprometa su independencia.

Pues bien no parece necesario justificar en extenso que todos y cada uno de estos reflejos navegan fuera de la garantía institucional-normativa de la independencia judicial. Más aún, a todos ellos sólo podremos llegar a través de la ética porque de todos estos aspectos en realidad sólo responde el Juez ante sí mismo, es decir, ante su recta conciencia.

Por seguir añadiendo ejemplos que fortalezcan las razones justificativas de esta reflexión, diré que un aspecto absolutamente clave de la calidad de la Justicia como es la profundidad en la formación del Juez está atado con sutiles lazos a los campos de la ética. Por supuesto que un Juez puede extremar su propia formación por una pura pasión intelectual por el Derecho o hacerlo con una perspectiva simplemente utilitarista, sabedor de que ello puede beneficiarle en el futuro en el curso de su carrera. Pero sobre todo, la formación intensa y abnegada por parte de un Juez deriva –así lo sabemos todos- de un afán incoercible de servicio a los ciudadanos y de un deseo de prestación para con ellos de la mejor Justicia posible. La búsqueda de la excelencia por parte del Juez pasa a ser, por tanto, una virtud ética. Y es una virtud tan personal que, ante ella, cuantas iniciativas formadoras podamos desarrollar en el Consejo General del Poder Judicial se quedarán en un puro proporcionamiento de recursos materiales, es decir, en la instrumentalidad más accesoria.

La prudencia del Juez a la hora de formar su convicción, su fortaleza en el momento de llevar su decisión a efecto no obstante la oposición (a veces intensa) de los afectados, su sensibilidad y calidez para con los ciudadanos, su corrección de trato y su actitud de respeto para con las partes y los profesionales son todas, junto a otras muchas, áreas que hasta ahora han estado relativamente orilladas de nuestras reflexiones y que, desde luego, están ayunas de acciones decididas por parte de los Poderes Públicos. Y sin embargo, a poco que pensemos sobre cualquiera de ellas aceptaremos que el uso que de las mismas se haga será determinante de los niveles prácticos de calidad de nuestra Justicia.

Como en alguna ocasión he tenido la oportunidad de señalar, una de las particularidades de la reflexión ética es que, siendo filosófica, en modo alguno es exclusiva de los filósofos. De ella participa con naturalidad la comunidad, dado que en cualquier ser humano surge de modo espontáneo. La reflexión ética es, pues, una filosofía “cotidiana” o, si se prefiere, una “filosofía de lo cotidiano”. Esta cotidianidad no significa despreciarla en relación con otros de los ámbitos propios de la filosofía. Desde los albores de la civilización, desde Tales de Mileto hasta Habermas, siempre ha ocupado su lugar la reflexión moral y ética. Las grandes figuras de la Filosofía, en cuanto que han prestado en todo momento atención a las formas de vida y de conducta humana, no han pasado por alto todas estas cuestiones. Aristóteles, Guillermo de Ockham, Tomás de Aquino, Emmanuel Kant, Jorge Federico Hegel, entre otros, dedicaron gran parte de su obra a delimitar la razón ética del ser humano y las consecuencias éticas de su comportamiento. Por consiguiente, cuando hablo de la ética como filosofía cotidiana no está en mi ánimo, como digo, negar su valor ni la validez del esfuerzo de quienes han hecho de ella objeto de su reflexión, sino simplemente poner de manifiesto que, en nuestro mundo de todos los días, cada uno de nosotros operamos inconsciente, impremeditadamente, como profanos de la reflexión ética, nos convertimos en filósofos de andar por casa.

Difícil sería sin embargo someter a juicio nuestras propias acciones sin la existencia de un catálogo de conductas y comportamientos razonablemente aceptados que nos sirva como instrumento para medir lo que de ético hay en ellas: de ahí que haya que afirmar que la reflexión ética tiene algo de comparación, de subsunción de cada acto en un supuesto general.

Debe sin embargo notarse que en el caso del Juez los elementos de ese contraste son en buena medida diferentes a los del resto de los ciudadanos. Así ocurre fundamentalmente porque al estar sujeto el Juez únicamente al imperio de la ley, su principalísima dación de cuentas debe producirse por relación al acatamiento de esta forma de vinculación. También, por todo ello, porque la fidelidad en la sumisión a aquella regla de vinculación al ordenamiento pasa a ser un imperativo ético por sí mismo. Y finalmente debe quedar sentado, que si diferente y restringida es su libertad, también resultará modalizado su esquema de responsabilidad.

La Ley y el Derecho son por otra parte realidades impregnadas de una clara componente ética. Y eso sucede, por supuesto, porque en cada norma se insertan decisiones políticas que a su vez incorporan unos valores determinados políticos o sociales. Pero también ocurre por esa naturaleza ética de los fines a los que sirven tanto el Derecho como el mismo Estado.

¿Y qué decir sobre este preciso plano del Derecho y de la Justicia? El orden moral es el substrato esencial de toda norma jurídica. Entender lo contrario, concebir un sistema de leyes que se legitima tan sólo por haber sido creado de acuerdo con el procedimiento formal de formulación, sin más, sería tanto como concebir un ordenamiento jurídico sin raíces éticas, que es lo mismo que decir sin cimientos.

Es ésta una realidad tan evidente que a ella ni siquiera los mayores partidarios del positivismo legalista han podido sustraerse. Me refiero, insisto, a la existencia de una serie de universales éticos que permiten, en su formulación, conferir sustancia a la ley positiva; en otro momento, es decir, una vez promulgada, someterla a crítica y depuración; y en una fase final, que sirve para complementarla si se mostrase insuficiente para cumplir el fin último del Derecho, cosa que fundamentalmente ha de ocurrir a través de los principios generales del Derecho. Sin semejante substrato ético nunca hubiera sido posible, por ejemplo, celebrar los procesos de Nuremberg tras la Segunda Guerra Mundial al objeto de enjuiciar determinados hechos que, con el puro auxilio del Derecho positivo no eran enjuiciables por haber sido realizados de conformidad con la norma escrita y vigente.

Cuestión aparte es el problema de la norma jurídica que vulnera la regla ética. Extremadamente difícil de resolver es, en mi opinión, esta precisa cuestión, por lo que, sabedor de ello, en modo alguno pretendo aportar aquí soluciones o conclusiones definitivas sino sólo presentar reflexiones para el debate. La cuestión no sólo atañe al grado de vinculación que puede tener el sujeto con respecto a la norma jurídica inmoral sino también, previamente, a su puro carácter jurídico, es decir, determinar hasta qué punto puede condicionar el carácter jurídico de la norma el hecho de ser contraria a la regla ética. Pero de todo esto lo que más me interesa es lo que concierne a la actuación de los Jueces ante semejante panorama. Me quiero referir, insisto, a los casos en los que el Juez pueda estar en el brete de tener que aplicar una norma positiva eventualmente disconforme a la moral.

Pues bien, como jalón de partida de esta nueva perspectiva analítica no puedo sino referirme al notorio vínculo reforzado de sujeción a la legalidad que rige para con los Jueces en nuestro texto constitucional que es correlato de otra dependencia, única y exclusiva, de los Jueces para con el ordenamiento jurídico. Y claro, aquella independencia, instrumental de la dependencia única (a la ley), presupone excluir cualquier otra clase de vinculantes suplementarios que puedan enrarecer la pureza intraordinamental de la decisión. Entre estos que califico como “vinculantes suplementarios” están, por supuesto, o mejor dicho, sobre todo, los personales. Y es que cuando se suele enfrentar el deber del Juez de actuar siempre conforme a la legalidad y el interrogante de entonces qué ha de hacer ante una eventual inmoralidad de esa misma ley, se suele olvidar el fuerte revestimiento ético que también tiene la actitud que mantenga el Juez para con su estatuto de vinculación con la ley; para con el preciso mandato recibido de los ciudadanos para que resuelva sus asuntos al amparo de las normas que ellos mismo han aprobado y no conforme a su prudente criterio; para con su propia palabra y compromiso, en su juramento o promesa al iniciarse en su cargo, de asumir esas precisas reglas del juego. Y si a todo esto añadimos que, como luego se verá, difícilmente puede afirmarse hoy día la presencia de grandes principios éticos generalmente asumidos, sino percepciones en buena medida individuales, se me antoja claro que el primer deber ético del Juez será sujetarse férreamente a la ley. Y el segundo, aprehender, con un prudente ejercicio de introspección, cuáles de las razones de su decisión puedan proceder más de sí mismo que de la voluntad ciudadana legalizada; de modo que, una vez deslindados estos canales subjetivos y personales, debe excluirlos con humildad y leal servicialidad de su decisión, sabedor de que el ciudadano es para el Juez, y no él mismo, la medida de todas las cosas.

Sentado este conjunto de reflexiones debe a renglón seguido añadirse que la vinculación del Juez se produce también, por supuesto, para con la Constitución y con relación a los principios que son fundamento del orden jurídico y de la paz social; todos ellos de honda raigambre moral. Puede decirse, en consecuencia, que ante el debate sobre la aplicación de la norma jurídica contraria al principio ético pudiera, en ocasiones prevalecer éste, pero sólo cuando haya sido oportunamente normado, esto es, en la medida en que, sea como principio general del Derecho o por su carácter de derecho fundamental, principio o valor con la necesaria recepción constitucional, hayan sido introducidos en el ordenamiento.

Que la ética está presente en la norma jurídica, que la función de juzgar es una actividad ética en grado importante y que el conocimiento de todo ello nos puede servir para añadir elementos suplementarios al simple principio de legalidad al objeto de mejorar nuestra Justicia, son cosas que a estas alturas creo haber justificado razonablemente. Ahora bien, gran error sería afirmar seguidamente que existe un concierto pleno en nuestra sociedad en materia de valores, un acuerdo con respecto a cuál es la Justicia ideal o cuál el mejor Juez, que nos permita emplear tales referentes con certidumbre y eficacia.

Hay que dejar además sentada la propia evolución de los valores “tradicionales”, si los queremos denominar de esta manera, de nuestra sociedad. Este cambio además es multiforme. Las sociedades evolucionan, cambian sus necesidades y problemas, se transforman también sus prioridades y sus preocupaciones. Y todo ello incide en la determinación de los modelos de comportamiento éticamente aceptados y en su percepción por los sujetos. Pero esa realidad contrastable, natural incluso, es fuertemente llamativa en la sociedad de principios de un nuevo siglo debido al factores singulares como el crecimiento de los movimientos migratorios, la secularización de la población o la misma mixtura de los estándares culturales. De todo esto se deriva un difuminado de las pautas éticas tradicionales ante la inexistencia en la sociedad de un único parámetro de comportamiento.

Las naciones democráticas propugnan además entre sus valores esenciales el pluralismo político, algo que por supuesto es inherente a la democracia y que, como consecuencia, se traduce en la aceptación de diferentes modelos ideales de virtud o de diversidad de medios para la consecución del bien humano.

La sociedad tiene sin embargo, pese a esa pluralidad, denominadores comunes éticos que se presentan como síntesis de la tensión existente entre lo particular y lo universal. Para HABERMAS en los juicios éticos sedimentan las piezas más universales del saber práctico de una cultura, de modo que aquella comunidad de cultura se traduce luego en ese preciso sedimento común.

Todos somos, además, capaces de enumerar una serie de valores éticos de validez general, al margen de la pluralidad de pautas existentes. Sería así el reconocimiento del ser humano como persona, como ser invaluable, y el reconocimiento de su dignidad, cualidad que justifica el deber de respeto entre unos y otros, como consecuencia de nuestra condición final y no instrumental..

Palabras atrás me refería a la ética presente en la ley y aludía tanto a los fines últimos de esa misma ley como a la norma moral “legalizada”. Éstas serían las dinámicas, si se quiere, más usuales de penetración de la ética dentro de la norma. Pero erraríamos si creyéramos que con semejantes manifestaciones de habitualidad el diálogo entre norma jurídica y la norma moral se agota. Menos aún ocurre semejante cosa en tiempos de cambio como los que nos ha tocado vivir. En estos tiempos el relativo desacuerdo de la sociedad con respecto a los valores morales vigentes hace que la ley adquiera un valor pedagógico o ilustrador sobrecrecido; de modo que los ciudadanos pueden llegar a identificar lo lícito con lo correcto y lo permitido con lo deseable. El propio carácter intuitivo y prerracional de nuestros juicios morales, que HABERMAS ha destacado, también los hace, en mi opinión, débiles ante otras contraintuiciones de signo más intenso como la pura búsqueda del placer o la maximización del beneficio, y los convierte en volátiles ante el fulgor del pluralismo moral de las sociedades actuales.

En este estado de cosas la ley pasaría a usurpar huecos que la sociedad civil venía llenando de otra manera. Y la dinámica de depuración social de la norma jurídica por su conformidad o disconformidad con la moral y la justicia, pasa a ser sustituida por la franca hegemonía de la ley. Ésta llegaría, en los casos más extremos, a ser el vinculante social casi exclusivo. Y si eso sucede con la ley, también puede adivinarse que algo parecido, si bien con más tenue vigor, pudiera ocurrir con la decisión del Juez.

Cuando se habla de la ética profesional inmediatamente se nos muestra la imagen de una moral de obligaciones, no de virtudes, de una moral dirigida a responder no a la pregunta de quién es bueno sino a la de qué debo hacer para serlo. Pero para empezar este nuevo excursus, que se ocupará de las virtudes del Juez, creo que puede ser útil detenernos en la primera y conocida bipartición entre las llamadas “virtudes intelectuales” y las “virtudes morales”. Y así, principiando por esta primera categoría de las intelectuales, parece patente que el conocimiento del Derecho, más allá de lo que fue indispensable para incorporarse a la función jurisdiccional, es decir, para superar el proceso selectivo, es parte fundamental de la excelencia de un Juez, es también virtud profesional esencial para él y es, desde una perspectiva práctica o terminal, ingrediente fundamental de la calidad de la Justicia.

Poco discutible será, por otra parte, que aquel conocimiento del Derecho que vaya más allá de lo burocráticamente imprescindible, que vaya también más allá de un simple “salir del paso” en el procedimiento concreto, demanda en el Juez esfuerzos sin límite, sustracción de tiempo al ocio, al sueño o a la familia; frecuentemente incluso produce gastos directos. Estamos sin embargo ante un terreno forzosamente incoercible y resistente a cualquier actividad externa de medición por parte de los órganos de gobierno de la Justicia. Prende, en exclusiva, en el deseo del servicio al ciudadano por el Juez. Prende de su conciencia ética.

Las virtudes intelectuales del Juez no pueden sin embargo agotarse en el mejor conocimiento del Derecho. El Derecho mismo, y desde luego las resoluciones judiciales que son su concreción práctica, son también productos del pensamiento. Por tanto aquel Juez que busque en verdad la excelencia deberá, además de conocer el Derecho, extremar su rigor en el conocimiento y uso de la palabra y de las técnicas de la argumentación racional; deberá en suma afinar sus herramientas intelectuales al objeto de que, en efecto, sus resoluciones lleguen a ser un cauce claro y preciso de expresión al ciudadano de las causas legales de la decisión. Todo esto, una vez más, requiere autorrestricción, afinado, compromiso y esfuerzos constantes puesto que es evidente que más fácil resulta, y desde luego menos costoso, redactar una mala sentencia que otra buena. La decisión de esforzarse en dictar resoluciones de una calidad siempre creciente es, pues, una incontestable virtud en el Juez. Es una virtud además en su sentido más estricto pues si bien en origen pudiera responder a una pura decisión racional, con el ejercicio y el paso del tiempo se transformará en un hábito operativo inserto en el carácter del Juez. Será, a partir de ese momento, su modo de trabajar. Probablemente tenga además el saludable efecto convertirle en cautivo de sí mismo, pues difícilmente un Juez que está acostumbrado a emitir resoluciones de alta calidad se permitirá disminuirla para algún caso concreto o durante un cierto tiempo. Él mismo ha quedado así preso de los estándares de calidad que se había fijado racionalmente.

Otra virtud intelectual del Juez, de relevancia tampoco escasa, es su actitud de indagación y su capacidad de percepción de la realidad del mundo que le circunda. Esa capacidad de indagación muestra desde luego su eficacia cuando se trata de constatar una realidad social que puede penetrar en la interpretación del Derecho. Más aún adquiere importancia como virtud si se repara en la fuerza perturbadora de los valores propios del mismo Juez a la hora de hacer semejante indagación. Pero es que no se trata sólo de eso. Se trata también de alcanzar una perceptividad tal que permita aprehender cabalmente la situación en conflicto y que podrá traducirse después, por supuesto, en sensibilidad y empatía para con los ciudadanos a la hora de resolver.

Saliendo, sin embargo, de estas virtudes intelectuales pasamos al terreno, ya enunciado, de las llamadas virtudes morales. Se me ocurre en este nuevo ámbito que el catálogo de virtudes cardinales o principales, cuya tradición no se remonta al cristianismo sino al mismo Platón, puede sernos útil. Empecemos así, por ejemplo, por la prudencia.

El mero detenimiento en el concepto actual o coloquial de la prudencia goza, en el caso de los Jueces, de utilidad más que evidente. Así pues, conviene que el Juez sea prudente o cauteloso; cauteloso a la hora de llegar a conclusiones apresuradas tanto con respecto a la verdad procesal que pudiera obtenerse de sus inferencias probatorias como a la de delimitar el Derecho aplicable y su sentido. La prudencia del Juez en este punto no puede estar más alejada del apriorismo o la precipitación en sus conclusiones. No puede estar tampoco más alejada de una forma de administrar justicia acelerada y sujeta al único fin del cumplimiento de unos objetivos numéricos que, por otra parte, gozan de evidente justificación en otros terrenos.

La prudencia del Juez encuentra además un importante espacio en el diálogo consigo mismo. Y no me refiero otra vez a la aconsejable exclusión de sus valores personales para hacer prevalecer los de la ley, es decir, los de los ciudadanos, sino al pragmatismo que pueda llegar a alcanzar para con sus decisiones anteriores. Así, un Juez prudente aceptará, por ejemplo, ante un recurso no devolutivo, que pudiera haber errado en su decisión inicial. Un juez prudente será también más proclive a cambiar su propia doctrina plasmada hasta entonces en una generalidad de casos, como consecuencia de la presentación ante él de un argumento de parte dotado de la suficiente potencia correctora.

Pero podemos salirnos de este concepto tan actual de la prudencia sin que en modo alguno pierda fecundidad. La prudencia en su origen, la frónesis griega, viene a designar, según MACINTYRE esa virtud del que sabe cómo ejercer el juicio en casos particulares. No puede, a mi juicio, estar más cerca esa virtud originaria de la frónesis de aquella tarea en la que consiste la función judicial: la puesta en relación de los hechos de la vida cotidiana, obtenidos a partir de racionales inferencias probatorias, con el Derecho aplicable, previa selección de la norma procedente en cada caso.

Y qué decir de la justicia como nueva virtud cardinal del Juez; la justicia, primera virtud de la vida política para Aristóteles. Tiene tanta importancia en nuestro campo esta virtud, que por su concepto y en buena medida por sus contenidos se confunde con el objeto de nuestra actividad e incluso con el fin trascendente, el anhelo, que todos buscamos al aplicar el Derecho.

La fortaleza es también una virtud capital en el Juez. Basta con haber ejercido unos años esta apasionante función de servicio ciudadano, para darse cuenta de que en ella surgen constantemente circunstancias que, si no son arrostradas con fortaleza, es decir, que si en ellas uno se concede la más mínima tibieza o debilidad de ánimo la Justicia se volatiliza. Reparemos por ejemplo en las situaciones de riesgo personal de algunos Jueces por prestar su función en régimen de igualdad en la totalidad del territorio español o, más infrecuentemente, por la iniciación de acciones contra grupos delictivos organizados y poderosos. Esa primera situación descrita ha producido, como es trágicamente notorio, incluso la pérdida de su vida para algunos compañeros. Recordemos por otra parte los sucesos de los últimos días, en los que se han producido, ante las mismas cámaras de televisión, actos injustificables contra Jueces constituidos en Tribunal de Justicia.

Pues bien sólo con una intensa fortaleza puede el Juez hacer frente a su función en semejantes circunstancias; puede además desarrollar su vida privada; puede, en definitiva, resistir la presión del entorno y tener la suplementaria entereza de administrar recta e imparcial justicia y de garantizar los derechos fundamentales de todos, incluso de los que le agreden.

La decisión del Juez, especialmente sus sentencias, deben rezumar prudencia. Pero después de emitidas, esa prudencia debe ceder su primacía a la fortaleza en la fase de ejecución. La ejecución de lo decidido es así una fase, un nuevo juicio acaso, en la que es sumamente frecuente que surjan potentes resistencias por parte de aquellos que han obtenido una resolución adversa a sus intereses. Pues bien, para llevar a efecto la Justicia, para que ésta sea realmente efectiva y no una pura apariencia, el Juez debe estar dotado de unas dosis no escasas de fortaleza.

La templanza, por último, pudiera pensarse que fuera una virtud ajena al mundo judicial. Pero la templanza, además de otras acepciones, evoca dominio sobre uno mismo. Se aproxima también en cierta medida a la prudencia en lo que ambas tienen de serenidad de juicio. La templanza indica pues serenidad. “Sereno como un Juez”, dice la expresión popular. Pues bien, esa serenidad, esa capacidad de templarse a sí mismo y de templar las armas del extraordinario poder que los ciudadanos ponen bajo su custodia, son características, virtudes que adornan al buen juez.

Fuera de estas tradicionales virtudes cardinales podemos añadir catálogos de otras de indudable utilidad. Entre éstas citaríamos la sensibilidad, la humanidad, la capacidad de comprensión, la profesionalidad. En suma, estamos en este ámbito, como también ocurría cuando antes hablábamos de la ética de los deberes, ante terrenos a los que no puede ser ajeno el Poder Judicial. Son terrenos, sin embargo, en los cuales la reflexión y el estudio pueden proporcionar cuantiosos resultados en términos de mejora de la calidad de nuestra Justicia. Por ello nada mejor que salir de nuestro temporal encierro normativista para dedicarle, como hoy hemos hecho, unos minutos de atención.

Majestad, muchas gracias.

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