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ABOGADOS AL “DETALL”; por Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

13/12/2005
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Ayer, día 13 de diciembre, se publicó en el Diario ABC un artículo de Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, en el cual, el autor analiza el problema de la extensión territorial de las leyes. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

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ABOGADOS AL “DETALL”

Una de las cualidades más preciadas de una norma radica en su eficacia. Una norma eficaz enaltece el Derecho. Una norma ineficaz es una burla del Derecho. Como los tratadistas indican, así Eugenio Robles, la norma jurídica es cumplida, bien cuando los ciudadanos realizan la conducta exigida, bien cuando, no realizando éstos la conducta que se les exige, un juez aplica las sanciones oportunas. La primera se denomina acatamiento de la norma, y la segunda, aplicación de la misma. De ahí que, en pura teoría, una norma alcanza el grado máximo de eficacia cuando todos la acatan y el mínimo cuando no se acata sino que se impone, cuando sea conocida la infracción.

Pues bien, para que una norma sea eficaz, además de ser justa, sabia y adecuada, es preciso que sea conocida por los destinatarios. Y en ese conocimiento juegan un papel importante el número de leyes y la extensión territorial de las mismas. Pocas leyes, y además de aplicación general, serán más fácilmente acatadas -y aplicadas- que cuando sean muchas y de aplicación territorial troceada. Una de las características clave de la ley es su aplicación universal. Es cierto que dicha universalidad puede concretarse por distintas características, y entre ellas la territorial, pero lo deseable es que ello ocurra en el ámbito aplicativo más que en el creativo.

Que tenemos muchas leyes, demasiadas leyes, es algo conocido por todos y denunciado de modo reiterado y brillante por los mejores juristas de nuestro país, sin hablar además de la baja calidad de las leyes, que padecemos desde ya hace años. Carl Schmitt ha calificado al siglo XX como el siglo de la “legislación motorizada”, sin que el XXI lleve camino de frenar tal torrente legislativo. Todo se ordena, se regula, se permite o se prohíbe. Es el Leviathan en estado de gloria. Y ello, como afirma Aurelio Menéndez, amenaza al mismo fin primordial de seguridad o certeza que todo ordenamiento jurídico debe cumplir, ya que tales principios no reinan en las “selvas jurídicas”.

Con tantas leyes, no ya el acatamiento, sino el mero conocimiento es una tarea ardua. Incluso suena a sarcasmo el mandato legal de que “la ignorancia de las leyes no exime de su cumplimiento”. Y suena a sarcasmo porque, con palabras de García de Enterría, “no hay persona alguna, incluyendo a los juristas más cualificados, que pueda pretender hoy conocer una minúscula fracción apenas de esta marea inundatoria e incesante de Leyes y Reglamentos, entre cuyas complejas mallas hemos, no obstante, de vivir”.

Todos los gobiernos, en términos parecidos, tienen al BOE como su becerro de oro al que adoran y del que se sirven, pues el afán regulatorio -revestido con el noble empeño del cambio- es algo casi congénito a gobernar. Ser liberal es un estado de ánimo, cuando se tiene, pero no se traduce en hechos. Y ese afán regulatorio ha llegado al paroxismo con las legislaciones autonómicas.

Aún no me he repuesto de la impresión que me produjo hace unos años -¡cómo será ahora!- ver en una librería los tomos de legislación autonómica que ocupaban varias estanterías. Cada autonomía legisla con verdadero entusiasmo sobre todo lo que tiene competencia -que es muchísimo- con un afán de diferenciación difícilmente justificable en muchos casos. Así, por ejemplo, el cazar tiene regulación distinta en cada comunidad, aunque sea colindante; nada digamos de vivienda y urbanismo, montes, agricultura y ganadería, gestión de medio ambiente, turismo, deporte, etc., etc. Singular relieve tiene la sanidad, pues con el traspaso de las competencias hace unos años a las comunidades autónomas, cada una de éstas regula una materia tan trascendental para los ciudadanos, con criterios autóctonos. Además, en esta materia se ha producido lo que Aurelio Menéndez denomina “leyes que funcionan en el vacío”, al menos de hecho, pues el traspaso de las competencias se ha realizado con mucha facilidad pero sin poner en marcha mecanismos adecuados de financiación. La variedad y realismo de las leyes puede ser positivo, pero ¿tanto? Es algo realmente alucinante: nada escapa al ojo vigilante de la administración autonómica, que ha dejado al Estado en una situación de anorexia.

La Constitución tiene tres artículos -148, 149 y 150- absolutamente relevantes en estos momentos de reformas estatutarias. El 148 indica las materias que pueden ser competencia de las autonomías, el 149 dispone qué competencias son exclusivas del Estado, y el 150 -que como otros de la Constitución se ve claramente que es una concesión al consenso- prevé que “el Estado podrá transferir o delegar en las comunidades autónomas mediante ley orgánica, facultades correspondientes a materias de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación”.

Debemos confiar en el sentido de Estado y en el sentido común de nuestros parlamentarios para que, al amparo de dicho artículo, no dejen desarbolado el navío jurídico de España. Si en materia mercantil, penal, laboral y procesal, comenzara a romperse la unidad del ordenamiento jurídico, sería el principio del fin. Del fin de la solidaridad, de la igualdad, de la movilidad, de la prosperidad y de la habitabilidad. Da vértigo pensar, por ejemplo, que haya una ley de sociedades anónimas por autonomía, o que los litigios tengan distinta regulación por criterios territoriales o que los delitos y faltas se tipifiquen de modo vario. En materia laboral y de Seguridad Social nuestra Constitución es clara al respecto, ya que la legislación básica en la materia es competencia exclusiva del Estado. Si estamos en una economía globalizada con mercados abiertos y de dimensión europea, causa miedo pensar que tengamos un régimen de despido o de los contratos de trabajo distintos para cada autonomía. Y en materia de Seguridad Social, que se rompiera la Caja Única o que la invalidez, la viudedad o la jubilación tuvieran regulación diversa según el territorio. Aunque sea posible, es absolutamente indeseable, entre otras cosas porque la inversión productiva se iría al garete y la vida en común sería insoportable.

En las Facultades de Derecho -en las que llevo enseñando cuarenta años- hemos intentado formar abogados universales, para ejercer en toda España. Pero no ya con lo que pueda ocurrir, sino con lo que ya tenemos, sobre todo en materia de Derecho Administrativo, los abogados van siendo “al detall” por la imposibilidad de conocer todo el acervo normativo de todas las autonomías. Así se formarán abogados catalanes, manchegos, navarros, andaluces, gallegos, castellanos etc., etc., expertos en su saber jurídico catalán, manchego, etc. Me parece que ese camino lleva a un empequeñecimiento en la personalidad y profesionalidad muy preocupante. Puede ocurrir como ya ocurre con los funcionarios autonómicos, que, prácticamente están condenados -aunque algunos puedan ser felices con tal “condena”- a la inamovilidad geográfica, de modo que la libertad de establecimiento, la movilidad profesional, sea sólo una quimera.

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