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Las naciones no se inventan

31/10/2005
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POR ANTONIO FONTÁN EX PRESIDENTE DEL SENADO

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EN latín, igual que después en nuestra lengua, “nación” equivalía a lo que hoy se entiende por gente, raza o pueblo, mientras que se les llamaba “populus” cuando habían alcanzado cierto nivel de organización política.

El español empezó a emplear la voz “nación” en la segunda mitad del siglo XV. El noble poeta y regidor de Toledo Gómez Manrique, tío del famoso autor de las “Coplas a la muerte de su padre”, en un libro que dedicó a los Reyes Católicos, dice que “perdió todas las Españas, el último rey Rodrigo, Señor de nuestra nación”. La ocasión de esta referencia y su contexto prueban que reyes, poetas y políticos entendían que las “Españas” eran su “nación” y que constituían una entidad unitaria y diferenciada de las otras naciones distintas de la “nuestra”. Pero esa “nación” eran “los españoles”, no su organización política o algo parecido a lo que hoy se llama “estado”. Eso, entonces, lo eran los reinos y, en su caso, las ciudades.

Los escritores del XVI y el XVII siguen empleando nación en el mismo sentido de la centuria anterior, más general que político. En la segunda parte del Quijote aparece un morisco, Ricote, que hablando con su paisano Sancho Panza de los de su raza, que habían sido expulsados de España, dice que son de su “nación”. En el Persiles, Cervantes menciona a la “nación portuguesa”, que tan gran primor tiene en componer epitafios, aunque Portugal entonces formaba parte de la Monarquía española y no era independiente, y en una de sus “Novelas ejemplares” dice de “los gallegos, que es otra nación, según es fama, menos puntual que la vizcaína”. También para Baltasar Gracián, los españoles son una nación, y los franceses otra distinta.

Pero todo eso cambia con las dos grandes revoluciones de fines del XVIII, la americana y la francesa. Después de ellas, las lenguas de cultura designan con la palabra nación una comunidad política unida, independiente y soberana. Los Estados Unidos -e pluribus unum- son varios estados, primero trece y finalmente cincuenta, pero “one nation”. Y en el tercer momento de la Revolución francesa, la asamblea titular de la soberanía es apellidada Convención nacional.

El 20 de septiembre de 1792 las milicias de esa “Convención”, mandadas por el general Dumouriez, el más versátil de los militares de su siglo, derrotaron a los prusianos en la batalla de Valmy. Este encuentro de más consecuencias políticas que bajas en uno y otro ejército se ha hecho famoso, no sólo por la victoria de los revolucionarios, sino también porque del lado alemán, acompañando al duque de Weimar, estaba Goethe, a quien produjo una profunda conmoción oír a los franceses gritar “¡vive la nation!”, lo que le hizo pensar que había estado asistiendo a un acontecimiento más histórico que militar. En el curso académico 1807-1808 de la Universidad de Berlín, el filósofo Johann Gottlieb Fichte, uno de los tres grandes poskantianos, pronunció y publicó sus “Discursos a la nación alemana (die deutsche Nation)”, que tuvieron gran repercusión política en toda Europa, y contribuyeron a la remoción de los espíritus de su patria disponiéndolos a encaminarse hacia la unidad de los estados y pueblos germánicos.

El primer documento normativo español en que se emplea el término “nación” para nombrar una comunidad política es la Constitución de Cádiz de 1812. En sus primeros párrafos se lee que “la Nación española es la reunión de todos los españoles”, y que “esta Nación es libre e independiente”, añadiéndose que “la soberanía reside esencialmente en la Nación” y por lo mismo “pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”.

Casi ciento setenta años después de la declaración gaditana, en el título preliminar de la Constitución española de 1978, hay unas definiciones que parecen un eco de lo que habían aprobado los diputados doceañistas. “La soberanía nacional -dice el artículo primero- reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. El segundo es todavía más preciso y tajante: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Estas palabras no son meras declaraciones protocolarias o cláusulas de estilo. Son el núcleo duro, la almendra, de la Constitución.

Tan enfáticas y enérgicas declaraciones no eran superfluas en el momento constituyente. Para los grandes partidos -UCD entonces y los socialistas- no habrían sido necesarias, porque unos y otros, por su filosofía y por sus antecedentes o precedentes históricos, daban por permanentemente válidos los principios de la unidad de la nación que nunca habían pensado en disolver. Pero fueron convenientes y oportunas, eficaces incluso, para comprometer con la comunidad de la Nación y del Estado a partidos y movimientos nacionalistas. Al mismo tiempo tranquilizaban a sectores políticos y militares que entonces temían cualquier asomo de resquebrajamiento del Estado. Pero esas declaraciones, al mismo tiempo, correspondían y corresponden a la realidad histórica y política de España.

Una secuela del Partido Demócrata de tiempos de Isabel II había sido el federalismo republicano de Pi y Margall, del que se desprendió, casi naturalmente, el “catalanisme” regionalista que encabezaba y expuso en sus escritos Valentí Almirall (1840-1904). Es notable cómo este ilustre político republicano y federalista, que es ahora menos conocido y recordado de lo que parece pedir su importancia en la historia del catalanismo, tenía ante sus ojos siempre la experiencia de la Confederación Helvética. (El “aranismo” vasco tiene otra historia y responde a una filosofía política distinta y no aparece en escena hasta final de siglo, cuando ya se ha retirado de la actividad política Almirall y el nacionalismo catalán exhibe un nuevo perfil con las “Bases de Manresa” de 1892). Pero con todo eso, ni Almirall ni los redactores de Manresa incurren en el error político de definir a Cataluña con el término “nación”, que desde Cádiz se aplicaba sólo a toda España,

Por eso los políticos que se llamaban y querían ser nacionalistas catalanes, porque aspiraban a colocar en el frontispicio de sus programas los intereses particulares de su comunidad, si eran prudentes y sabían historia, derecho y tenían una filosofía política, no postulaban para sus definiciones doctrinales de partido el término “nación”. El propio Prat habla de patria, Cambó de nacionalismo, pero para ellos la palabra “nación” no es un postulado ni un principio. La “Nación” es España y así se entiende en todas partes, desde que a principios del XIX empezaron a apuntar la democratización y la modernización del Estado al fin del “antiguo régimen”.

A algunos les gusta decir “nación de naciones”. Pero una nación dentro de otra es un despropósito. Los países y los pueblos no son como las muñecas rusas, las chicas dentro de las grandes, pero con el mismo diseño. Definir a Cataluña, o a cualquier otra de las comunidades autónomas de España, como una “nación” sería enfrentar la realidad histórica y social que así se quiera titular con la “Nación” de verdad que es la España total. Por eso no fue mala ocurrencia introducir en el lenguaje político y en el texto de la Constitución del 78 el término “nacionalidades”, para designar a comunidades o regiones que posean determinadas y reales particularidades históricas, o lingüísticas y culturales, e incluso instituciones jurídicas arraigadas y sólidas, aunque el empleo de la palabra en esta acepción no sea ninguna originalidad de los constituyentes españoles, sino un invento francés de tiempos de Napoleón III. Al ser reconocidas en sus estatutos como elementos sustanciales y específicos de una concreta comunidad, esas peculiaridades enriquecen al conjunto de la nación española.

Las naciones no se inventan. Vienen dadas por la historia y por la realidad. Se llama así desde hace ya dos siglos a los estados que en los grandes pueblos europeos existían como tales, desde el siglo XV o el XVI bajo la forma y con el nombre de Reinos.

Cataluña es una parte muy importante de la nación española. En ciertos momentos de la historia fue cabeza de los territorios cristianos de la península. A Ramón Berenguer IV, conde soberano de Barcelona y Príncipe de Aragón, también llamado “el santo” ( 1114 -1162), se le conoció en aquel siglo como el “Poderdador de España”.

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