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EL LIBRO BLANCO: A LA BÚSQUEDA DEL TIEMPO PERDIDO; por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Jaén

04/08/2005
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El día 2 de agosto de 2005, se publicó en el Diario ABC un artículo de Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz, en el cual el autor analiza el Libro Blanco del sector eléctrico.

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EL LIBRO BLANCO: A LA BÚSQUEDA DEL TIEMPO PERDIDO

El día 26 de julio, a media mañana, se hizo público el tan esperado Libro Blanco. Un texto muy voluminoso y de contenido variado y heterogéneo.

El primero de sus autores, José Ignacio Pérez Arriaga, profesor de Ingeniería Eléctrica, había anticipado pocas horas antes un resumen del contenido: fue el artículo “El Libro Blanco y el mercado eléctrico”.

Sobre el largo y denso contenido del artículo podrá haber, por supuesto, opiniones unas y otras. Pero una cosa llama poderosamente la atención al lector, sobre todo si es un licenciado en Derecho: en el texto no se percibe la mano asesora de ningún jurista. Asesora en un doble sentido: en lo formal -aconsejando expresarse, cuando se diserta sobre un texto legal y sus cambios, con la jerga que es propia de ese oficio- y en lo material -previniendo al cliente o al colega sobre lo negativo, con la Constitución en la mano, de las consecuencias de determinadas propuestas-.

¿Qué es lo que, desde los anteojos de un abogado -un abogado familiarizado con el sistema eléctrico, claro es-, sorprende en ese artículo?

Para empezar, que se presente como novedoso y como un paso adelante lo que, palabras aparte, no es, en cuanto al fondo, sino un retorno a la situación anterior, cuando las inversiones en generación eran retribuidas (en poco o en mucho, que es otra cuestión) según se dijese desde el Gobierno. Ahora se emplea una expresión cosmética (se trata de contratos, aunque, eso sí, virtuales), pero bajo tan nobles e indoloros vocablos se embosca la vieja intervención: se trata de figuras jurídicas en las que, según se confiesa en el propio artículo, es el regulador quien imperativamente determina “precio y cantidad”. Como en el famoso Marco Legal Estable de 1987. Déja vu.

Pero al jurista, sobre todo si es persona avezada en las estructuras constitucionales, le sorprende en el artículo aún más una segunda cosa. Luego de diagnosticarse un mal -”el mercado mayorista español no funciona correctamente, como se ha repetido en innumerables ocasiones por expertos, agentes e instituciones”-, llega la hora de apuntar con el dedo índice al culpable. Todo resulta muy sencillo: no son ni el Parlamento (el que hizo la Ley de 1997 o el que no la modificó más tarde), ni el Gobierno (el de ayer o el de hoy), ni la CNE, ni ninguno de los dos operadores, el del mercado y el del sistema. Todos los cuales son maravillosos. Como tampoco alcanza a ninguno de ellos la responsabilidad de que el mercado tenga todavía un ámbito geográfico tan limitado. No: la única autoría de la infracción debe buscarse en “una estructura empresarial (...) excesivamente concentrada” y en la que hay dos compañías que tienen poder de mercado (esto es, de manipularlo) y, claro es, lo ejercen. Impunemente, hasta ahora. Porque, al parecer, el Tribunal de Defensa de la Competencia no existe o, por algún extraño conjuro, no puede hacer nada.

Siempre son difíciles de creer, para los seres adultos, las historias en los que los buenos son buenísimos y los malos malísimos. Muy en particular si se está en un contexto en el que desde antiguo el protagonismo, para bien y para mal, ha estado siempre del lado de quienes ahora se proclaman como enteramente inocentes y jamás causantes de disfunción alguna. Los gobernantes aciertan siempre y yerran nunca. The king can do not wrong. Tampoco esa manera de razonar (y de afirmar) aporta nada nuevo: se conoce hace varios siglos. Desde Jacobo I (en Escocia, el VI, como es bien sabido).

Pero el debate en relación con el aserto de Pérez Arriaga no es ese, sino, bajo la estructura lógica de los derechos fundamentales, otro: si por ventura tiene alguna validez lo que no es sino una suerte de pliego de cargos enteramente ayuno del debido aparato de acreditación de lo que se afirma. Si acaso puede resultar aceptable, en suma, una operación consistente literalmente en voltear la presunción de inocencia y además en un grado tan absoluto. Si los autores del Libro Blanco hubiesen contado con un jurista en sus cercanías habrían sido al menos más cuidadosos en los términos. En derecho las formas importan mucho.

Y luego queda otra cosa, que, si inicialmente es del campo del derecho, al final termina devolviéndonos al terreno de la propia economía. Las inversiones en generación eléctrica tienen un prolongado período de amortización. Y, como sucede en las operaciones de largo aliento, el cambio de las reglas del juego a mitad de camino no es, para el legislador (para el contribuyente, en suma, o para el ciudadano que da al interruptor para encender la luz), gratis. Los cambios normativos que ha habido en España en los últimos veintiún años han estado llenos de la mejor intención, pero sus mismos autores ha sido conscientes de que, con la Constitución en la mano (Art. 33.3 y 106.2), tenían que acompañarlos de las correspondientes medidas compensatorias: en 1984 y 1994 por el parón nuclear y en 1997 con los llamados costes de transición de competencia. La suma del importe de todo ello va ya, veintiún años después de que el contador se pusiera en marcha, por trillones.

El contexto de la sociedad española en 2005 es muy distinto (a mejor, en lo sustancial) y eso obliga -obligaría- a extremar el análisis, previo, de las consecuencias económicas de determinadas medidas normativas. También ahí, si en el Libro Blanco se hubiera intercalado la mano de un jurista, las cosas habrían sido diferentes. Todas las propuestas habrían venido subseguidas de la correspondiente advertencia.

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