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¿QUÉ DIRÁN LOS SABIOS?; por Santiago Muñoz Machado, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid y Presidente del Consejo Editorial de Iustel

27/01/2005
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Ayer, 27 de enero, se publicó en el diario ABC un artículo de Santiago Muñoz Machado, en el cual, el autor realiza un pronóstico acerca del dictamen de la Comisión de sabios sobre la situación y reforma de la televisión pública estatal en España. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

¿QUÉ DIRÁN LOS SABIOS?

El dictamen de la Comisión de sabios a la que el Gobierno ha pedido que se pronuncie sobre la situación y reforma de la televisión pública estatal en España, está a punto de darse a conocer y nadie sabe, a ciencia cierta, cual será su orientación ni sus propuestas. Pero si el Gobierno hace a sus indicaciones el caso que ha prometido, es seguro que estamos a las puertas de una revolución en el sector audiovisual.

Este pronóstico, hecho desde el desconocimiento del contenido de un informe, no es, sin embargo, nada arriesgado porque puede tenerse por seguro que la Comisión dirá necesariamente sobre la televisión pública algunas cosas que son obvias.

Arriesgaré, por tanto, aunque poco, destripando el importante informe que se nos anuncia, tirando sólo de tres cabos que servirán para enhebrarlo.

Primero, la televisión pública es una empresa pésimamente gestionada. Esto se deduce no sólo de la escalofriante cifra alcanzada por su deuda, sino de un dato comparativo aun más elemental: la televisión estatal opera en un sector compartido con otras empresas privadas que ofrecen al público un producto sustancialmente idéntico, pero elaborado con costes muy inferiores. La eficiencia del gasto (al que, tratándose de una empresa pública, la televisión estatal está obligada: artículo 31.2 de la Constitución) es realmente deplorable.

Segundo, los poderes públicos no han entendido todavía en España qué significa el servicio público de la televisión. Desde hace más de un siglo las leyes administrativas usan el concepto de servicio público para referirse a establecimientos u organizaciones de titularidad de las Administraciones Públicas que ofrecen prestaciones de utilidad relevante dirigidas a los ciudadanos (del abastecimiento de agua, a la sanidad o la educación). Esa es la noción que el Estatuto de la RTV de 1980 utilizó para aplicarla a la televisión. Servicio público significa en la ley, por tanto, que la actividad es de titularidad pública y, en principio, se gestiona por organismos dependientes de la Administración Pública.

Aunque el Tribunal Constitucional ha colaborado con su jurisprudencia a mantener la confusión, es más que claro que el concepto de servicio público aplicado a la televisión no tiene nada que ver con cómo la televisión se organiza, ni siquiera con su vinculación al poder público, sino esencialmente con la función o misión que tiene encomendada, con el contenido de lo que edita y difunde. Al decidir la programación de la televisión pública no sólo se está utilizando la vertiente subjetiva del derecho a la libre comunicación, que el artículo 20 de la Constitución consagra, sino que también se han de respetar los contenidos objetivos de ese derecho: la programación, en este último sentido, debe servir para la formación de una opinión pública libre, con criterio, defensora de los valores de democracia, libertad y otros fundamentales que la Constitución proclama.

De esta concepción no orgánica sino funcional del servicio público de la televisión (que es, además, la única que, por razones largas de exponer, puede compatibilizarse con el Derecho comunitario), derivan muchas consecuencias, entre las cuales, las más elementales son: a). Un servicio que tiene que tener en cuenta la formación de la opinión pública libre ha de ser gestionado con suficiente independencia para evitar la influencia sobre los contenidos de la programación del Gobierno de turno. b). Incumbe a la televisión pública principalmente el cumplimiento de las misiones de servicio público, así entendidas, de modo que debe separarse de las prácticas de las empresas privadas, orientadas naturalmente al lucro, que desarrollan principalmente una programación-espectáculo que tiene como objetivo principal el entretenimiento. Y c). que no todo el sector de la televisión tiene que ser de titularidad pública ni, por tanto, las empresas privadas operar a título de concesionarias del Estado, sino como simples licenciatarias para desarrollar una actividad que el Estado puede, desde luego, supervisar y controlar, aplicando las condiciones de la regulación y de la licencia vigentes.

El pronóstico que sostengo sobre el contenido del informe de los sabios es el que acabo de relatar. Añadiré algo más para completarlo: un modelo de televisión pública como el descrito es bastante menos atractivo para los anunciantes que el de la televisión espectáculo-entretenimiento. Por tanto, el mercado de la publicidad sufrirá una fuerte reorientación que, en lo que concierne a la televisión pública, repercutirá en que tendrá que financiarse con recursos del presupuesto público en muy buena medida. Para que ello sea razonablemente sostenible la eficiencia de la gestión tiene que mejorarse mucho.

Suponiendo que estos sean los enunciados principales de la opinión que emitirán los sabios (mucho no han de separarse de ello, cualquiera que sea la orientación del informe), es notorio que acarreará consecuencias de primer orden para el sector televisivo.

Si bien se mira puede afirmarse que esa revolución que se avizora empezó en 2004. Aunque no se ha destacado bastante, este año se ha producido un acontecimiento de extraordinario valor simbólico: por primera vez en nuestra historia, una televisión privada, Telecinco, se ha puesto por delante de la televisión estatal en resultados anuales de audiencia. El mito clásico de que la posición de dominio de la televisión estatal es indestructible ha quedado hecho añicos. Es innegable que, de pronto, se ha hecho realidad una cierta rebaja en la cuota del mercado publicitario que ocupa y consume la televisión pública. Esta reducción, apenas apuntada ahora, tiende a multiplicarse con la ejecución de lo que los expertos opinen, si es que el pronóstico antes resumido es acertado.

Ante un mercado publicitario mucho más suculento se ha empezado ya a oír el ruido de los cañotes de los ejércitos del sector privado, que han empezado a ocupar sitio en el campo de batalla. De momento, todas las fuerzas están orientadas hacia el Gobierno, que es el árbitro de la nueva política, del que, hasta ahora, sólo se han conocido titubeos y proyectos de leyes, opacos y sin sentido aparente, que dan que pensar que algo se está cociendo en lo más recóndito de las cocinas ministeriales.

Porque lo que resultará inmediatamente inevitable es que si la televisión pública se retira parcialmente del mercado de la publicidad, liberará recursos que pueden aprovechar otras empresas privadas. En consecuencia, el número de operadores de la televisión debe crecer. Con esta conclusión parece estar de acuerdo todo el mundo. El problema es cómo y cuándo.

Hay una salida a este dilema que está prácticamente ocluida por razones de orden legal que impedirían utilizarla rápidamente. Como, de momento, las ventas publicitarias se producen exclusivamente en el campo de la televisión analógica, la ampliación de las ventas favorece principalmente a Antena 3 y Telecinco, que son las únicas emisoras que operan en abierto con tecnología analógica. Para situar en el mismo mercado más canales en competencia se podría, a), crear ex novo alguna más, b), autorizar la apertura de Canal Plus, y c), permitir que emitan en analógico Veo TV y Net TV, que tienen concesiones digitales.

Pero ninguna de estas soluciones es sencilla: la primera porque no parece claro que en el espectro radioeléctrico quede sitio para un nuevo canal; la segunda porque la apertura de las emisiones de acceso condicionado de Canal Plus, tiene que hacerse con sumo cuidado para que no se cambien sustancialmente los términos en que fue otorgada la concesión a dicha empresa. Tanto en las Actas de la Mesa de Contratación de 1989 como en la Sentencia del Tribunal Supremo de 22 de septiembre de 1997 se dice que se primó en aquél caso el modo de financiación y la técnica de emisión de la oferta presentada. Los cambios sustanciales en las condiciones del contrato de concesión sólo podrían hacerse efectivos en el marco de un nuevo concurso, según impone la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas. Aunque para la adjudicación del mismo siempre estaría mejor situada la empresa titular de Canal Plus que ningún otro grupo. Y la tercera solución de habilitar a Veo TV y Net TV para que emitan en analógico, además de que no parece técnicamente posible es un inequívoco cambio de las condiciones de la concesión que requeriría un nuevo concurso para legitimarlo.

Considerando todas estas dificultades para incrementar la competencia en el mercado sobre la base de la tecnología analógica, la salida que se presenta más transitable es la aceleración del proceso de migración de todo el sector hacia la tecnología digital, que permitirá la multiplicación de los operadores de televisión hasta ahora existentes.

No es probable que los estados mayores de los grupos empresariales que están siguiendo atentamente la previsible transformación radical del sector audiovisual español, tengan suficiente paciencia como para sentarse a esperar el apagón analógico que dará entrada definitiva al reino digital. Entraremos antes en la etapa de las escaramuzas y las ocupaciones provisionales de posiciones estratégicas.

Pero, cuando el Gobierno se disponga a ejecutar las previsiones del informe de la Comisión de los sabios, debe considerar que cualquier cambio debe ajustarse a la legalidad, a la seguridad y a las expectativas económicas consolidadas para el sector privado. Y, además, que conviene tener cuidado de que, al adoptar una reforma inevitable, no se causen daños irreparables a un sector de desbordante crecimiento en la economía española, que los poderes públicos deben contribuir a consolidar y apoyar, no a desequilibrar y destruir.

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