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Hacia un derecho del ciberespacio; por Francisco Martínez Vázquez, profesor de Derecho constitucional

01/02/2018
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El día 1 de febrero de 2018, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Francisco Martínez Vázquez, en el cual el autor considera que el Derecho tiene que adaptarse a un mundo de relaciones sociales y económicas en el que se ha desvanecido la dimensión territorial.

HACIA UN DERECHO DEL CIBERESPACIO

Thérèse Humbert llegó a ser conocida a finales del siglo XIX como la Gran Thérèse, por el discutible mérito de haber protagonizado un escandaloso fraude financiero a través de la usurpación de una identidad ficticia. La ingeniosa señora, casada con Frédéric Humbert, hijo de Gustave Humbert, senador de la República, que llegaría a ser ministro de Justicia de Francia, relataba cómo en 1879, durante un viaje en tren, un caballero sufrió un aparatoso ataque al corazón. Thérèse asistió al caballero ofreciéndole sus sales aromáticas y logró evitar que el episodio cardíaco tuviese un fatal desenlace. Aquel hombre, explicaba ella, era Robert Henry Crawford, un multimillonario norteamericano que quedó eternamente agradecido y por esta razón, siempre según la versión de la estafadora, incluyó en su testamento a Marie, hermana pequeña de Thérèse, como beneficiaria de todas sus inversiones en Francia, con la condición de que se casara con uno de sus sobrinos, Henry Crawford.

La Gran Thérèse aseguraba que custodiaba en una enigmática caja fuerte los valores del difunto Señor Crawford hasta que su hermana Marie alcanzase la mayoría de edad y contrajese matrimonio. Aquellos títulos, que nadie llegó a ver, sirvieron al matrimonio Humbert como garantía para solicitar cuantiosos créditos y les permitieron alcanzar una posición social prominente en la III República francesa e incluso comercializar un ingenioso producto financiero, la rente viagére que, naturalmente, resultó ser una gigantesca estafa piramidal.

En diciembre de 1902 la familia Humbert era detenida en Madrid, tras desvelarse que todo había sido una gran estafa, organizada sobre una sofisticada usurpación de identidad. El escándalo alcanzó de lleno la vida política francesa pues el ministro de Justicia, Gustave Humbert, había respaldado públicamente la veracidad del relato de su nuera. La pista de la Gran Thérèse se pierde en Estados Unidos, donde se dice que viajó tras su condena y murió en el anonimato en 1918, en la ciudad de Chicago.

En julio de 2017 conocíamos la noticia de la usurpación de identidad sufrida por el CEO de una gran multinacional sueca. En marzo se había producido la suplantación de la identidad digital del directivo y en tan solo unos meses se había utilizado fraudulentamente dicha identidad suplantada para solicitar cuantiosos créditos que condujeron a que un tribunal declarase en quiebra al ejecutivo suplantado. La declaración judicial de quiebra sacó a la luz este gravísimo caso de robo de identidad, especialmente mediático por la notoriedad de la víctima en el mundo empresarial.

Lo que tienen en común el literario fraude de la Gran Thérèse y el robo de identidad del directivo sueco en 2017 es que en ambos casos se trata de delitos cometidos a través de una gigantesca mentira, consistente en usurpar una identidad falsa para tratar de conseguir beneficios económicos, provocando también efectos devastadores en la reputación y el honor de los afectados por la estafa.

Sin embargo, lo que diferencia ambos casos es que en el siglo XIX, las andanzas de la estafadora francesa no pasaron de ser un llamativo pero aislado caso criminal, con ribetes políticos y sociales. En 2017, la suplantación de la identidad del directivo sueco fue uno de los 12.800 casos de robo de identidad digital denunciados en Suecia. En el siglo XIX, la suplantación de la identidad ajena exigía una sofisticada manipulación de la realidad que convertía este tipo de delitos en absolutamente excepcionales y, en la mayoría de los casos, relativamente fáciles de detectar.

En la sociedad contemporánea el robo de identidad digital se produce desde el anonimato y de forma masiva, hasta el punto de que se ha convertido en un verdadero problema social y en uno de los grandes temores de los ciudadanos que habitan el mundo virtual y cuyos derechos se exponen a formas de vulneración inimaginables en el pasado.

La Universidad estadounidense Chapman realiza cada año una encuesta sobre los principales temores de los ciudadanos norteamericanos, cuyos resultados presenta con el título America’s Top Fears. En la encuesta de 2017, el robo de identidad aparece en un destacado puesto 14 del ránking de temores, pues un 41,9% de los encuestados reconoce estar asustado o muy asustado por ese fenómeno. El robo de identidad figura en la encuesta inmediatamente después de los ataques terroristas y seguido muy de cerca por fenómenos similares como el fraude de medios de pago electrónicos o la utilización de datos personales por organismos públicos o por empresas privadas.

Asimismo, el informe sobre riesgos globales del Foro Económico Mundial recientemente publicado (Global Risk Report 2018) identifica como riesgo tecnológico singular el fraude y robo de datos, que se corresponde con la preocupación expresada por la comunidad empresarial de muchos países al responder a la encuesta previa sobre las cinco principales amenazas de la sociedad contemporánea, en la que, por ejemplo, un 25% de las respuestas en China señalan el robo o fraude de datos o un 18,5% de los encuestados en EEUU responden en el mismo sentido. En general, entre las cinco amenazas que se repiten sistemáticamente en todas las respuestas y en todos los países aparecen los ciberataques. Para el 71% de los encuestados japoneses se trata del principal riesgo al que se enfrentan las empresas en la actualidad.

En la sociedad contemporánea nuestra identidad no es única, sino que utilizamos varias identidades digitales con diversos propósitos: comercio, ocio, relaciones sociales, etc. Un 64% de los ciudadanos norteamericanos reconoce haber sufrido algún tipo de fraude, robo o suplantación en alguna de esas identidades digitales. El robo masivo de datos sufrido por la compañía Equifax alcanzó un total estimado de 143 millones de víctimas en EEUU, con devastadoras consecuencias en diferentes planos. Los efectos de estos robos masivos de datos se proyectan más allá del ámbito económico, en el ámbito social, pues se puede afirmar, por ejemplo, que en la actualidad el número de seguridad social que en EEUU se utilizaba como principal instrumento de identificación personal ha dejado de ser útil para esta finalidad, dado que se estima que casi la totalidad de tales números han sido robados o suplantados.

En ese contexto, en el que los datos se han convertido en la mercancía más valiosa de la tierra y el tratamiento de los mismos permite aplicaciones imposibles de imaginar hace sólo unos años, es evidente que los ciudadanos del mundo digital buscamos en el Derecho una respuesta capaz de proteger todo aquello que se ve comprometido en este mundo de relaciones virtuales. No se trata sólo de derechos de contenido económico, sino también de derechos fundamentales como la libertad de expresión, la intimidad, la propia imagen o el derecho al honor, entre otros. En definitiva, buscamos un ordenamiento jurídico capaz de hacer realidad el “libre desarrollo de la personalidad y el respeto a la ley y a los derechos de los demás”, que proclama el artículo 10 de la Constitución Española como fundamento del orden político y de la paz social, en un mundo telemático en el que las vulneraciones de derechos son totalmente diferentes a las que imaginaron los constituyentes del siglo XX. Un ejemplo concreto de esta nueva construcción de derechos de la sociedad digital lo encontramos en la legislación de protección de datos, que despliega todo un conjunto de derechos de los titulares de datos personales, como los de acceso, rectificación, supresión, limitación del tratamiento, portabilidad y oposición. El contenido de estos derechos está regulado ya en el Reglamento europeo aprobado en abril de 2016, que entrará en vigor el próximo 25 de mayo de 2018, así como en el proyecto de ley orgánica de protección de datos de carácter personal que el Gobierno, tras un solvente trabajo en la fase prelegislativa, ha remitido al Congreso de los Diputados para su tramitación y aprobación. El reto del legislador será crear un marco jurídico de protección que sea completo y adecuado a las nuevas amenazas, evitando el riesgo de que a las tecnologías disruptivas le acompañen leyes disruptivas. El ordenamiento jurídico se pone a prueba en la aprobación de normas como la que acabamos de mencionar.

El desafío, no obstante, va mucho más allá de la protección de datos. El Derecho tiene que adaptarse a un mundo de relaciones sociales y económicas en el que se ha desvanecido la dimensión territorial. Un mundo sin fronteras y nuevas realidades que pujan por adquirir connotaciones propias de la soberanía. Un mundo de nuevas amenazas a viejos derechos que reclaman fórmulas ingeniosas de protección.

Es la hora del ingenio. Algo similar a aquella reflexión sobre el Ius Publicum Europaeum que Carl Schmitt realizó magistralmente en su obra El nomos de la Tierra y que podría ser ilustrativa para los nuevos desafíos: “en el mar tampoco pueden sembrarse campos ni grabarse líneas firmes. Los barcos que cruzan los mares no dejan huellas”, afirmaba Schmitt. “Sobre las olas, todo es ola”. Bien podríamos decir lo mismo de un ciberespacio en el que todos habitamos cada día con mayor intensidad.

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