Diario del Derecho. Edición de 03/05/2024
  • Diario del Derecho en formato RSS
  • ISSN 2254-1438
  • EDICIÓN DE 30/10/2017
 
 

Cataluña: un presente de excepción y un futuro de incertidumbre; por Vicente Álvarez García, Catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de Extremadura

30/10/2017
Compartir: 

El reto que se abre para todos los políticos catalanes y los del resto de España, y para toda la sociedad, es intentar que esa convivencia pacífica amenazada siga existiendo, y que no se tire por la borda el desarrollo político, social y económico que ha vivido todo nuestro país.

I. UNA INTRODUCCIÓN.

A comienzos del año 1991 empecé a estudiar en París los conceptos jurídicos de la necesidad y de la urgencia. Estos estudios, que luego siguieron en Alemania, concluyeron con la lectura de mi Tesis Doctoral, titulada “El concepto de necesidad en Derecho Público”(1), en los primeros días de la primavera de 1994.

La necesidad (y, su variante, la urgente necesidad –o urgencia-) es un fenómeno que, desgraciadamente, no es ajeno a la vida de todos nosotros, en tanto que miembros de un grupo social organizado, buena parte (por no decir todos) los días de nuestra existencia (piénsese, por poner tan sólo un ejemplo, en una ambulancia con un enfermo crítico camino del hospital, que rebasa una línea continua, a una velocidad superior a la permitida, para finalizar saltándose un par de semáforos en rojo). Lo que resultan más infrecuentes son, ciertamente, las situaciones de riesgo originadas por fenómenos naturales que provocan grandes catástrofes que no se resuelven mediante los medios ordinarios (las grandes inundaciones, los incendios, los terremotos), sino que requieren la activación de medios personales y materiales no ordinarios –y, por tanto, excepcionales o extraordinarios- (la incorporación del ejército a las tareas de salvamento, la habilitación de locales públicos para acoger a damnificados, el establecimiento de hospitales de campaña, las donaciones masivas de sangre, etc.).

Cualquier persona, desde que tiene uso de razón, sabe que tiene que convivir con estos acontecimientos que podríamos calificar de “excepcionales”. Pero cuando una persona como yo, nacida a mediados de los años sesenta, estudia las situaciones de necesidad de los Estados comprueba que a lo largo de la Historia los Estados (todos) han pasado por situaciones críticas, que han provocado el recurso a los poderes de necesidad, cualquiera que sea su específica forma de configuración. No voy a descender hasta la antigua Roma, pero sí vale la pena recordar que hay una serie de modelos históricos de configuración de la necesidad en todos los países más desarrollados económica y políticamente (democráticamente) de nuestro entorno europeo más cercano. Resultan bien conocidas, en este contexto, la doctrina alemana del “Staatsnotrecht”, la jurisprudencia francesa de las “circonstances exceptionnelles”, la técnica anglosajona de los “bills of indemnity” o el mecanismo del Derecho de excepción, en el que se ha enmarcado tradicionalmente nuestro Derecho, con una previsión positiva de las situaciones de necesidad por la Constitución.

Cuando estudiaba estas técnicas para hacer frente a las situaciones de necesidad siempre tuve la esperanza de no tener que ver a lo largo de mi vida acontecimientos como los que estaban detrás de mi Tesis Doctoral. Han traído siempre la desgracia y la miseria a las gentes y a los pueblos que las han sufrido. Creo que esa esperanza se ha demostrado con el paso del tiempo vana. Y es que la Historia parece que una vez más se muestra dispuesta, tozudamente, a repetirse.

Es cierto que el contexto histórico en el que se desarrolla hoy la “insurrección” de los políticos independentistas catalanes ha cambiado:

España, en primer lugar, es un Estado integrado dentro de la Unión Europea, que le asegura a nivel internacional un reconocimiento democrático tan alto como el que puedan tener Alemania, Francia, Reino Unido o Italia. Aunque creo, no obstante, que todavía tenemos un gran complejo democrático, que ha condicionado el comportamiento de nuestros políticos, por la necesidad de hacernos perdonar una Dictadura en la que cualquiera que hoy tenga más de sesenta años (casi todos nuestros gobernantes actuales) no participó ni por asomo. Claro que los complejos de la clase política, su precaución ante los acontecimientos o la pretendida oportunidad de su actuación pueden no ser compartidos por algunos jueces a la hora de aplicar el Derecho, estrictamente, sin ningún complejo histórico y sin detenerse a analizar la oportunidad política de su actuación, porque no consiste en eso su función jurisdiccional (ni en el caso catalán, ni, por supuesto, en ningún otro). Piénsese en la llamada “Operación Anubis”, mediante la que un Juez de Instrucción de Barcelona decidió atacar frontalmente la logística destinada a la organización del “referéndum” inconstitucional de autodeterminación catalán previsto para el día 1 de octubre de 2017, y suspendido por el Tribunal Constitucional. Los jueces, en definitiva, no responden a la lógica de los complejos o de la oportunidad política, sino del principio de legalidad y de la defensa del Derecho.

Es cierto, en segundo lugar, que nuestra historia como Estado unitario es larga en el tiempo, pero a diferencia de algunos otros de nuestro entorno, España no ha tenido un Napoleón francés o un Bismarck prusiano-alemán, que acabasen con las diferencias regionales. Y así nos hemos encontrado con innumerables conflictos que, en muchos casos, tenían un importante trasfondo territorial (las guerras carlistas o el cantonalismo en el siglo XIX; las rebeliones catalanas del siglo XX que, en su momento más extremo, llegaron a la declaración de la República Catalana por Companys, que algo tuvo que ver con la posterior terrible guerra civil; o, más recientemente, el terrorismo vasco de ETA, que a tanta gente ha asesinado, atemorizado y “expatriado”).

Y es cierto, también, en tercer lugar, que el cariz de las rebeliones ha cambiado: no porque no se atemorice (todavía no se ha llegado a más, a Dios gracias, como en el caso de ETA) a los disidentes que, en Cataluña, cometen el pecado de respetar la legalidad que da de comer a todos (incluso a los secesionistas, que han montado su rebelión aprovechado el dinero de esa pobre España que dicen que tanto les habría robado, aunque la realidad, también aquí tozuda, parece haber demostrado que han sido los mismos padres –y no sólo de la moderna “patria” catalana, sino también de unos hijos que se han mostrado grandes multiplicadores de fortunas, como si de panes y peces bíblicos se tratase-, ideólogos y gobernantes independentistas los que se han encargado de ello. Y, qué cosas, qué desgracia, ahí están todavía). Pero sí que ha cambiado el tratamiento de las crisis: los rebeldes secesionistas parece que campan por sus anchas por las calles catalanas, mientras que el complejo democrático español hace que el Estado parezca que tiene que pedir permiso por las medidas que adopta en defensa de la Constitución y, en definitiva, del Derecho. Las personas familiarizadas con el Derecho podemos comprender los “tiempos de la justicia”, pero quizá muchos españoles piensen que el Estado no parece mostrarse muy eficaz ante unos hechos que, en otras épocas (y, por cierto, la pregunta ¿y no también en la actualidad en países de nuestro entorno europeo occidental con unas democracias amplísima y larguísimamente consolidadas?) constituirían delitos de Alta Traición, pero que en la España de hoy se reducen a desobediencias o a prevaricaciones (o, en algunos casos, a malversaciones de fondos públicos). Y es que la Constitución, que los rebeldes menosprecian, les reconoce unos derechos fundamentales que les salvaguardan hasta tal punto que les han protegido a la hora de crear durante tantos años un caldo de cultivo preparatorio para la gran revolución final. La rebelión es mucho más rentable en el tiempo presente (o, al menos, tiene muchos menos riesgos e inconvenientes para los rebeldes) de lo que lo fue en el pasado. Aunque, y visto lo visto, no deja de ser verdad eso de que, al fin y al cabo, “la pela es la pela” (o, en versión actualizada, “el eurillo es el eurillo”).

II. LA TENTATIVA DE ASESINATO DE LOS PRINCIPIOS DE LEGALIDAD Y DE SEPARACIÓN DE PODERES.

Los estudios sobre los poderes excepcionales de los Estados (y, en nuestro caso, de España) son escasos y muy especializados(2). No ocurre lo mismo con los principios de legalidad y de separación de poderes(3).

Todos los estudiantes (españoles y de cualquier Estado occidental civilizado) que comienzan su andadura por el aprendizaje del Derecho Público conocen que la Revolución Francesa provocó una renovación de las bases jurídicas sobre las que se había asentado el poder público durante el Antiguo Régimen, a partir de ideas formuladas por personalidades tales como Montesquieu, Rousseau o Locke. Los revolucionarios franceses acabaron con una monarquía absoluta que producía unas normas que vinculaban a todos los demás, pero no a ella misma (el rey, repiten todos los libros para principiantes en el Derecho Administrativo, era “legibus solutus”), y que, además, concentraba todo el poder público en sus únicas manos. Nacieron, así, los dos principios sobre los que se han asentado los Estados democráticos desde entonces: el principio de legalidad y el principio de separación de poderes.

Las formulaciones básicas de estos dos principios resultan bien conocidas: El principio de legalidad, por un lado, supone la sumisión de los poderes públicos a la Ley –expresión de la voluntad general- elaborada por una asamblea legislativa, conformada por los representantes del pueblo –que es quien detenta la soberanía, y, en última instancia, el Poder Constituyente-. Y es que la Ley –el ordenamiento jurídico encabezado por la Constitución- es la fuente suprema del sistema. Y todos, hasta los más poderosos, le deben obediencia. Más allá de la Ley está el poder arbitrario de los más fuertes y, en última instancia, el caos más real y absoluto. El principio de separación de poderes abunda en la idea misma de evitar la concentración del poder público en unas únicas manos, para dividirlo entre tres sujetos (el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial), que, al ejercer de manera efectiva los poderes del Estado que tienen atribuidos, cuentan con un contrapeso en los otros. Y, en última instancia, hay uno de ellos que vigila el respeto de la Ley por parte de los otros dos, para evitar una eventual dictadura de cualquiera de ellos. Este tercer poder del Estado es el Judicial, al que se ha unido, desde la época de entreguerras, por la inspiración de Kelsen, un órgano (el Tribunal Constitucional) con una especialización del máximo nivel y que tiene encomendada la específica función de la vigilancia del respeto de las Constituciones estatales. El Tribunal Constitucional se configura, en efecto, como el máximo “Guardián de la Constitución”.

Sobre estos principios jurídicos fundamentales se ha construido el Derecho Público en toda Europa, y, por supuesto, en España. La peculiaridad de la actual rebelión catalana se basa en el absoluto desconocimiento de (en el más rancio y descarnado ataque a) estos dos principios, lo que causa necesariamente la perplejidad de todo aquel que sepa algo de Derecho (o, incluso, que tenga un mínimo sentido común jurídico), salvo, naturalmente, a los ideólogos de las disposiciones normativas y de los actos aprobados por el Parlamento y por el Gobierno autonómico catalán, que han redactado textos rupturistas “pseudojurídicos”, que serían merecedores de un cero en cualquier asignatura jurídica. Y que deberían provocar, además, todo tipo de bromas y de chanzas entre los juristas (y los aprendices de este noble saber), si no fuese por lo que significan: el intento real de asesinato de los principios de legalidad y de separación de poderes (en un Estado desarrollado económicamente y plenamente democrático en la Europa del siglo XXI). Contra este intento de asesinato habían advertido expresamente a los políticos independentistas perpetradores todos los órganos jurídicos (sin ninguna excepción) encargados de asesorar a las instituciones catalanas, o a lo que ya quedaba de ellas.

No vale la pena probablemente detenerse en demasía en el estudio de las normas catalanas secesionistas. No resisten la más mínima crítica jurídica, para el bochorno eterno de sus autores y, sobre todo, de su gran ideólogo y “jurista desleal” (como ya lo calificaba hace unos años uno de los iusconstitucionalitas más reputados e influyentes del país), pero sí que cabe destacar dos cosas:

En primer lugar, es evidente que debe importar poco a sus perpetradores la aberración jurídica de su contenido. Las leyes las leen muy pocas personas y la gran mayoría de la población se fía de lo que otras personas (políticos o periodistas, principalmente) les dicen que dicen. Hasta aquí nada anormal: lo que digan los constitucionalistas no es creíble si los sujetos que escuchan tienen inclinaciones separatistas. El problema palpable y bien, muy bien visible, que han revestido las normas aprobadas por el Parlamento de Cataluña para el mayor descrédito del “procés” y de los propios independentistas perpetradores del atropello ha sido su procedimiento de aprobación: a diferencia de lo que sucedía hace muy poco tiempo, ahora estos debates (llamémoslos “pseudoparlamentarios”) se han retransmitido en vivo y en directo por la televisión, y los pormenores del desarrollo de las sesiones parlamentarias han quedado grabados para siempre, para la mayor vergüenza y escarnio de sus autores ante todo el mundo (catalán, hispano, europeo y mundial). El golpe de Estado jurídico ha sido material, pero también lo ha sido formal. ¿No es cierto que Hitler hizo lo mismo en el año 1933 en aras a conseguir que se aprobase su famosa y terrible Ley de Habilitación, que le permitía aprobar normas legales sin necesidad de contar con el Reichstag, y que supuso el entierro de la democracia en Alemania y la muerte anticipada de la paz en Europa? Por cierto, Hitler y el partido nazi contaron con la inestimable ayuda del entonces Presidente del Reichstag (un tal Hermann Göring –de infausta memoria-) para conseguir la hipercualificada mayoría que constitucionalmente se exigía para que el Reichstag pudiese aprobar una ley de reforma constitucional como era la Ley nazi de Habilitación, mayoría que el partido nazi no había logrado unas semanas antes en las elecciones legislativas. Creo que es necesario preguntarse, en este punto, ¿cuál fue el concreto papel de la Presidenta del Parlamento catalán, la Sra. Forcadell, en la aprobación de las dos leyes de comienzos de septiembre, tan rupturistas como inconstitucionales? En todo caso, lo cierto es que ni Hitler ni Göring tuvieron la misma suerte con sus despreciables argucias que han tenido los parlamentarios secesionistas catalanes del directo televisivo, y que les asegura el paso franco y directo a la historia más negra del constitucionalismo universal. Cuentan las crónicas que tras el golpe de Estado parlamentario nacionalsocialista (muy apoyado, por cierto, por una gran parte de la sociedad alemana de aquel entonces) muchos diputados del Partido socialista alemán (otros –los comunistas- ya habían sido “represaliados” con anterioridad) lloraron amargamente en el edificio de la Ópera Kroll (que hacía de sustituto al incendiado edificio histórico del Reichstag germano) como presagio, quizá, del futuro que amenazaba a Alemania y a Europa y al Mundo. En la tele vimos hace unos días, con suma tristeza, cómo unos representantes del pueblo catalán silenciaron y relegaron a los representantes de otra parte del ¿mismo pueblo? ¡Terrible y tristísima vuelta a ocho décadas atrás en la Historia de Europa!

En segundo lugar, la terrible Ley del referéndum apela (al igual que lo hacen los políticos secesionistas) a una legalidad internacional que desconocen (en el sentido de que mienten) absoluta y descaradamente. Quieras que no, la población española general tiene un cierto conocimiento de que la soberanía nacional reside en el pueblo español y de que la unidad de España, al igual que el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones (también, por tanto, de Cataluña), están reconocidos por la Constitución Española. La única justificación que han encontrado los políticos independentistas para explicar la rebelión es que la legalidad internacional les reconoce un derecho de autodeterminación. Aquí la gente de la calle anda más perdida. No así los mejores profesores de Derecho Internacional Público del país que han alertado contra esta nueva manipulación de los políticos secesionistas catalanes. Pero, ¿qué podría tener de verdad eso de que existe una legalidad internacional justificadora de la ruptura? Son unos cuantos los estudios (y hasta artículos periodísticos) donde se repite hasta la saciedad que el derecho a la autodeterminación no está recogido en ninguna Constitución seria del mundo (y, supongo, de ningún Estado al que quiera parecerse remotamente una eventual Cataluña independiente), y que los textos internacionales que reconocen este derecho de autodeterminación son de los años sesenta del siglo pasado y se lo reconocen a las colonias y a los territorios donde se vulneran los derechos fundamentales de manera sistemática. Ni una cosa ni otra suceden en el caso de Cataluña. O al menos no sucedía hasta que se ha empezado una persecución contra los alcaldes y concejales no secesionistas que recuerda al País Vasco (y, naturalmente, a la España –incluyendo a la Cataluña-) de los ignominiosos años de plomo, tan bien reflejados recientemente por Fernando Aramburu en su novela “Patria”, que ha servido para que buena parte de la población española, europea y mundial que antes los imaginaba, ahora sepa cómo fueron a ciencia cierta esos terribles años; cómo fue esa aciaga etapa de nuestra reciente historia. Y ETA no sólo no se disuelve, sino que apoya el referéndum catalán Además, ¿por qué se esconde sistemáticamente lo que dicen el Presidente del Parlamento Europeo, de la Comisión o de los Gobiernos de nuestro entorno cultural (salvo la democrática Venezuela, evidentemente) sobre el futuro de una Cataluña independiente?, ¿por qué se esconde lo que opina sobre el referéndum rupturista catalán un órgano tan poco sospechoso de “antidemocrático” como la Comisión de Venecia del Consejo de Europa? En definitiva, la legalidad internacional a la que apelan los independentistas (como una mentirosa muletilla más de su argumentario) no les importa nada a los secesionistas. Tan sólo les importa la fuerza de los hechos consumados. ¿Y después? Pues, ya se verá

Aunque, como decía, no merece la pena pararse en el contenido de las normas y disposiciones secesionistas, creo que sí puede resultar interesante repasar cuáles son. Secuencialmente son de dos categorías “materiales”, que se reflejan en su fecha de aprobación:

La primera andanada “normativa” tiene fecha del 6 de septiembre de 2017: está presidida por la Ley del Parlamento de Cataluña 19/2017, de 6 de septiembre, del referéndum de autodeterminación, y que serviría de base jurídica, por un lado, al Decreto del gobierno catalán 139/2017, de 6 de septiembre, de convocatoria del referéndum de autodeterminación de Cataluña, y, por otro, al Decreto de ese mismo gobierno 140/2017, de 6 de septiembre, de normas complementarias para la realización del referéndum de autodeterminación de Cataluña.

La segunda andanada comprende una sola “norma”, que es la norma fundamental provisional de la República independiente catalana, y cuyo texto no tiene, “jurídicamente hablando”, ningún tipo de desperdicio. Me refiero a la Ley del Parlamento de Cataluña 20/2017, de 8 de septiembre, de transitoriedad jurídica y fundacional de la República (catalana).

Tenemos, en conclusión, cuatro “disposiciones”: dos de rango legal (aprobadas sin la presencia de la oposición, por una mayoría tan ridícula que no alcanza ni tan siquiera la exigida para la reforma del Estatuto de Autonomía o para la elección del director de la televisión pública catalana) y dos decretos gubernamentales. Pues bien, las cuatro han sido recurridas ante el Tribunal Constitucional, que ha suspendido su aplicación. Y aquí, en este punto, ha continuado el camino para la consumación del asesinato de los principios de legalidad y de separación de poderes por parte de las todavía (supongo) autoridades autonómicas catalanas: han decidido no hacer ni caso a un Tribunal Constitucional, que dicen no reconocer. Pero, gracias a esa Constitución que no reconocen (salvo cuando les viene bien a los separatistas), y a esas decisiones del Tribunal Constitucional (que no acatan, salvo cuando les ha convenido también a los independentistas), Cataluña ha logrado las mismas cotas de autonomía, al menos, que cualquier Región o Estado Federado del ámbito Europeo occidental, pertenecientes a un Estado descentralizado o complejo. Estaría bien que los independentistas hubiesen aclarado a qué Región de un Estado de la Unión Europea (alemana, francesa o italiana, por ejemplo) quieren parecerse, pero en su nivel competencial e institucional conjunto. A lo mejor ese hubiese sido (y podría ser) un buen camino para empezar a negociar sobre las cotas de autonomía alcanzadas y las que se pretenden conseguir en el futuro próximo.

En definitiva, se han aprobado unas leyes frontalmente inconstitucionales como han puesto de manifiesto todos los controles jurídico-institucionales catalanes y jurisdiccionales estatales, al carecer de la más mínima apariencia formal y material de constitucionalidad, y se han despreciado las decisiones del Tribunal Constitucional. ¿Qué otra cosa más aberrante puede suceder desde el punto de vista jurídico que la acaecida con el golpe de Estado parlamentario catalán y con la actitud abiertamente retadora del (¿actual?) gobierno autonómico catalán? ¿De qué instrumentos dispone el Estado español (incluyendo, obviamente, el territorio de Cataluña) para hacer frente a un pulso que atenta contra su propia existencia y, no debe olvidarse, para la defensa de los millones de españoles (incluyendo, naturalmente, a los catalanes) que no son secesionistas (y que están cada día más hartos de ver cómo “sus representantes”, sus derechos, su dinero y, en definitiva, su bienestar -en casi toda España considerablemente inferior al existente en los feudos secesionistas de Cataluña- son menospreciados un día sí y al otro también desde hace ya unos pocos años por los políticos independentistas catalanes-)?

III. SOBRE LOS REMEDIOS JURÍDICOS FRENTE A LAS SITUACIONES DE CRISIS: UN RECORDATORIO DE LA TEORÍA DE LOS PODERES DE NECESIDAD.

La historia de los sistemas jurídicos occidentales permite construir una teoría general de los poderes de necesidad en manos de los Estados frente a las situaciones de crisis (de origen natural y humano), cuyos hitos principales son, de manera muy simplificada, los siguientes:

1º) Todo grupo social mínimamente organizado (y, por supuesto, cualquier Estado occidental) persigue una serie de objetivos o de fines orientados a asegurar, en primer lugar, su propia supervivencia y, en segundo lugar, su correcto funcionamiento. En efecto, los grupos sociales organizados (al igual que todos los seres vivos) lo primero que pretenden es sobrevivir; y, una vez conseguido este fin básico, persiguen, en segundo término, vivir de la mejor manera posible.

Esos fines esenciales son, relativamente, fáciles de identificar en la Constitución Española de 1978: la conformación de España en un “Estado social y democrático de Derecho”, que cuenta con un catálogo de derechos y libertades fundamentales para todos los ciudadanos, homologable al de los Estados europeos más avanzados, con un sistema de protección de los mismos igualmente equiparable al de dichos Estados; el reconocimiento de que la soberanía nacional reside en el conjunto del pueblo español; y el reconocimiento de la “indisoluble unidad de la Nación española”, con el derecho a la autonomía de las regiones y nacionalidades que la integran.

La existencia del Estado y los fines que defiende se pueden poner en peligro por ataques provenientes del exterior o por amenazas interiores (con el uso de la fuerza física –por ejemplo, un intento de golpe de Estado o disturbios callejeros que ponen en juego la seguridad pública- o, incluso, mediante métodos no violentos físicamente que ponen en juego dichos fines). Pero, en suma, y repito, el primero de los fines cuya realización permite el recurso a los poderes de necesidad es la propia continuidad de la vida del propio Estado (esto es, su supervivencia), en tanto que grupo social organizado.

2º) Para asegurar la propia existencia del Estado y la realización de las tareas esenciales para el funcionamiento ordenado del mismo, la comunidad se dota de unos “Poderes Públicos”. Y es, precisamente, la realización de las referidas funciones lo que justifica la existencia de estos Poderes.

Los “Poderes Públicos”, por tanto, no están tan sólo facultados, sino que están obligados al cumplimiento de esta misión. Y, en la medida en que esto es así, resulta imprescindible dotarles de los medios suficientes para ello, puesto que no tendría el menor sentido crear unos órganos, encargarles unas funciones, e impedirles, a renglón seguido, su realización por falta de medios. En definitiva, si el Estado pretende sobrevivir y funcionar de manera mínimamente correcta, debe dotar a sus Poderes Públicos de los medios necesarios para lograr las tareas encomendadas. Esta obligación de los “Poderes Públicos” de realizar las tareas que tienen encomendadas, les diferencia de manera esencial de los sujetos privados. Cualquier ciudadano puede decidir si, en caso de necesidad, recurre o no a la legítima defensa. Los Poderes Públicos de un Estado no tienen esa opción: en caso de peligro para su existencia o para su correcto funcionamiento deben, a priori, y como regla general, adoptar las “medidas necesarias” para su defensa.

En otros términos, el Poder Ejecutivo estatal no tiene la opción desde un punto de vista jurídico de permitir (sin hacer nada en contra) una lesión de la soberanía nacional o de permitir la quiebra de la unidad de España, ni mediante un ataque exterior ni interior, ya sea con violencia o sin ella. Tampoco tienen las Cortes Generales esa opción. Y es que esa decisión tan sólo corresponde al depositario de la soberanía nacional, que es el pueblo español, en tanto que titular último del Poder Constituyente. El pueblo español, al aprobar la actual Constitución, no ha conferido esa facultad de opción a los Poderes Constituidos (Poder Ejecutivo y Poder Legislativo, fundamentalmente), sino que se la ha reservado él mismo, en tanto que titular del Poder Constituyente. En otros términos, ni el Presidente del Gobierno del Estado ni las Cortes Generales españolas pueden negociar sobre algo de lo que no son titulares (sino meros sujetos fiduciarios), como son la unidad de España o la titularidad de la soberanía nacional. Esto sólo corresponde al pueblo español a través de una eventual reforma de la Constitución, que se pronuncie en este sentido, siguiendo los procedimientos establecidos por la propia Norma Fundamental (léase por el pueblo español en el texto de la Constitución) para su reforma. Esto no es otra cosa que un mecanismo para evitar que reducidas mayorías coyunturales en las Cortes Generales (y los Gobiernos que en ellas también se sustentan coyunturalmente) puedan acabar con los principios jurídicos fundamentales sobre los que se asienta el ordenamiento jurídico presidido por la Constitución.

En todo caso, debe dejarse ya sentado, aunque en unos instantes volvamos sobre esta cuestión, que el fin no justifica todos los medios. El fin tan sólo justifica la utilización de aquellos medios que son efectivamente necesarios y proporcionados (entendido este último concepto en un sentido amplio) para su realización. Evidentemente, cuanto más valioso sea jurídicamente el fin que debe ser protegido, y más grave y acuciante sea el peligro para el mismo, más incisivas serán las medidas justificadas por la necesidad.

3º) Entre estos medios, y en lo que a nosotros atañe, se encuentra el Derecho, que no constituye, por tanto, un fin en sí mismo, sino un mecanismo para lograr la pervivencia ordenada del Estado, ante unas circunstancias de hecho, de una situación de peligro o de potencial amenaza (real, actual y con un alcance geográfico determinado) que pretende menoscabar o, incluso, acabar con la existencia de dicho Estado.

Todos los Estados occidentales, y que cuentan con las democracias más desarrolladas del planeta, han utilizado a lo largo de su Historia este tipo de poderes y, normalmente, los tienen recogidos al máximo nivel dentro de sus ordenamientos jurídicos. Antes me referí a Alemania, a Francia o a los Estados anglosajones, con sus específicos modelos de poderes de necesidad.

En la mayoría de los casos, los poderes de necesidad, decía, están positivizados por los ordenamientos jurídicos, en cuyo caso los Poderes Públicos pueden acudir a ellos para el desempeño de su función de asegurar la realización de un fin esencial (y, por supuesto, de la pervivencia ordenada del Estado, que es su fin supremo), superando la situación de peligro que lo amenaza, sin tener que buscar ninguna otra justificación suplementaria para su actuación. Pero la Historia ha demostrado que no siempre ocurre así. No siempre disponen los Poderes Públicos de específicos medios perfectamente juridificados para la realización de su misión. En todos los Estados occidentales se ha procurado positivizar los poderes de necesidad, pero la Historia se ha mostrado tozuda enseñando que es imposible prever ex ante todo tipo de amenazas contra los fines esenciales, por lo que a menudo se recurre a cláusulas generales de habilitación para el uso de los poderes de necesidad (en el Reino Unido, por ejemplo, se acudió a la legislación de plenos poderes para habilitar al Gobierno en aras a hacer frente a las amenazas del ejército nazi durante la Segunda Guerra Mundial). En estos casos de extrema crisis, existan cláusulas generales de habilitación (o no), el medio jurídico de cierre (y, por tanto, la justificación última) de los poderes de necesidad vendrá directamente determinado por el principio jurídico de necesidad.

4º) La necesidad no es, desgraciadamente, un concepto teórico, sino que, por el contrario, tiene unos efectos prácticos verdaderamente impresionantes. La necesidad, en efecto, tiene dos tipos de efectos fundamentales bien característicos: uno, negativo; y otro positivo.

Centrándonos en el primero de ellos, debe subrayarse que la necesidad permite excepcionar temporalmente la aplicación del Derecho “normal” u “ordinario”. La necesidad habilita, ciertamente, para remover todos los obstáculos jurídicos a la actuación de los Poderes Públicos cuando ello sea indispensable para la realización de un fin esencial para la existencia ordenada de la comunidad.

Este efecto negativo de inaplicación del Derecho “normal” se ve completado con otro de tipo de consecuencia positiva: la necesidad faculta a los Poderes Públicos para adoptar la regla concreta, el medio jurídico preciso, que, ante una concreta situación de peligro para el fin comunitario esencial (en particular, la propia existencia del Estado), permitirá la realización del fin, superando la específica amenaza contra el mismo. De esta manera, la necesidad se erige en una técnica de adaptación del Derecho a la realidad social amenazada.

Ambos efectos de la necesidad, el negativo o derogatorio, y el positivo o adaptador, encuentran una concreta proyección sobre las distintas reglas jurídicas que disciplinan la actuación ordinaria de los Poderes Públicos, permitiendo su alteración. La necesidad justifica, en efecto, una alteración de las reglas jurídicas de competencia (permitiendo, por ejemplo, un reajuste competencial entre diferentes Administraciones Públicas), de procedimiento (permitiendo su simplificación, su sustitución e, incluso, su supresión), de forma y de contenido.

5º) Los límites de los poderes de necesidad deben venir determinados por la idea de que éste es un concepto tan fundamental del Derecho Público, como peligroso. Así lo enseña la Historia, y lo hemos podido ver día a día con lo que lamentablemente sucede en algún país sudamericano presente constantemente en las noticias periodísticas y televisivas. Para evitar (o reducir, al menos) los riesgos de abuso en la invocación de la necesidad resulta indispensable establecer dos tipos de contrapesos. Por un lado, es necesario perfilar con rigor sus límites jurídicos, y, por otro, es fundamental establecer un sistema eficaz de control sobre la específica utilización de los poderes de necesidad.

6º) En cuanto a los límites de la necesidad, éstos se pueden cifrar básicamente en dos: por un lado, la efectiva existencia de una situación de necesidad, y, por otro, el principio de proporcionalidad en el uso concreto que se haga en cada caso de los poderes extraordinarios.

La existencia efectiva de los poderes de necesidad supone la concurrencia de un peligro grave y real para el fin comunitario esencial. Por ejemplo, un intento golpe de Estado contra la propia pervivencia del mismo o contra sus valores fundamentales. Cuando no exista una efectiva situación fáctica que haga peligrar la realización de un fin esencial, los Poderes Públicos no podrán invocar, evidentemente, el concepto de necesidad para justificar sus actuaciones. La apreciación de la existencia y del contenido concreto del peligro grave y real como de su amenaza al fin comunitario esencial está atribuida, en primera instancia, a los Poderes Públicos en el momento de adoptar y de aplicar la medida específica de necesidad. Pero, naturalmente, esas apreciaciones serán perfectamente fiscalizables, en segunda instancia, por los diferentes órganos de control.

La segunda categoría de límites, que opera cuando efectivamente existe una situación de necesidad, sirve para perfilar el contenido concreto que puede tener cada una de las específicas medidas de necesidad, o, lo que es lo mismo, para delimitar el alcance derogatorio y el adaptador que en un determinado supuesto puede revestir la necesidad. Todos los límites que integran esta categoría se reconducen al principio de proporcionalidad considerado en un sentido amplio, cuya función consiste en conciliar intereses contrapuestos, buscando un punto de equilibrio específico para cada situación de conflicto, punto de equilibrio que encuentra su reflejo en cada medida de necesidad. Este concepto de proporcionalidad en sentido amplio constituye, ya desde su misma configuración histórica por el Derecho de policía prusiano, un concepto complejo, integrado, a su vez, por otros tres (sub)principios de aplicación progresiva: en primer lugar, el de “adecuación” de la medida ante la situación fáctica de amenaza para al fin comunitario esencial; en segundo lugar, el de “intervención mínima” (esto significa que, entre las diferentes medidas adecuadas para hacer frente a la situación de peligro, los Poderes Públicos deben elegir la menos lesiva para los intereses de los particulares y de la generalidad); y, en tercer lugar, el de “proporcionalidad en sentido estricto” (o, lo que es lo mismo, la eventual lesión de los derechos e intereses particulares y generales provocada por la medida adecuada y menos lesiva no debe encontrarse “manifiestamente fuera de proporción” con respecto a los efectos beneficiosos derivados de la efectiva realización del fin, superando el peligro que le acechaba).

En conclusión, sólo estarán justificadas por la necesidad en cada caso concreto aquellas medidas que, dirigidas efectivamente a la superación de un peligro que amenace a un fin comunitario esencial, sean adecuadas para ello, lo menos lesivas posible y cuyos efectos negativos no se encuentren, además, manifiestamente fuera de proporción en relación con los efectos beneficiosos derivados de la realización del fin.

7º) Los controles sobre el ejercicio de los poderes de necesidad son fundamentales, dado que sería completamente inútil trazar unos límites precisos al concepto de necesidad si no existiesen unos órganos de control (tan vinculados por dichos límites como los propios Poderes Públicos titulares de los poderes de necesidad y encargados de aplicarlos en cada caso concreto) con una capacidad suficiente para hacerlos respetar, evitando o, al menos, reduciendo sensiblemente, los eventuales riesgos de abuso en su utilización.

El control de la necesidad debe ser encomendado a una pluralidad de órganos de diversa naturaleza. Con ello se posibilita, en primer lugar, la extensión efectiva del control a todos los intersticios del concepto de necesidad, cualquiera que sea la naturaleza y el rango de la medida en que ésta encuentre su expresión. La distinta naturaleza de los órganos de control hace, en segundo lugar, que se enfrenten a la fiscalización de las medidas de necesidad desde ópticas muy distintas. La multiplicidad de órganos de control, en tercer lugar, dificulta el hecho de que puedan hacerse realidad los potenciales intentos de los Poderes Públicos de necesidad de dominar o de acallar todas las reacciones contra los posibles abusos en la invocación injustificada de la necesidad o en la concreta adopción y determinación del alcance de cada una de las medidas de esta naturaleza.

En este contexto, el control de la necesidad se efectuará a través de tres tipos de órganos que se valen de parámetros o criterios distintos para el desempeño de su tarea fiscalizadora. En primer lugar, están los órganos políticos de control, entre los que destaca fundamentalmente el Parlamento, que utiliza para su función de control parámetros esencialmente de oportunidad (política); el segundo lugar está ocupado por órganos de naturaleza administrativa, que utilizan en el desempeño de su tarea fiscalizadora parámetros de legalidad (juridicidad), junto a los estrictamente de oportunidad (político-administrativa); y, en tercer lugar, y como mecanismo esencial de cierre, se encuentran los órganos jurisdiccionales, que son los que tienen encomendado en última instancia el control, basado en parámetros exclusivamente jurídicos, sobre la existencia o no de la necesidad –y de la proporcionalidad- justificadora de la medida, aun cuando ésta haya superado previamente de manera satisfactoria los oportunos controles políticos y administrativos.

8º) A partir de estas guías generales de funcionamiento de los poderes de necesidad (válidas para España o para cualquier Estado europeo de nuestro entorno más próximo), conviene recordar que los Poderes Públicos españoles cuentan con diversos mecanismos establecidos a nivel constitucional para hacer frente de una manera general a los supuestos de mayores crisis, de emergencias nacionales, pero no debe olvidarse que en otras normas de rango inferior existen mecanismos que sirven para adoptar medidas de necesidad en campos concretos. Y ello, sin olvidar, claro está, la técnica de los (Reales) Decretos-leyes, que se han convertido realmente en mecanismos de “gobierno ordinario” en nuestro país, por el abuso que se ha hecho de su utilización; en el Estado, pero también en la práctica totalidad de las Comunidades Autónomas que han incorporado a partir del año 2006 esta fuente normativa en sus Estatutos (entre ellas, Cataluña).

Entre las leyes estatales, menos conocidas y dotadas de un perfil quizá más técnico –y, por tanto, carentes del simbolismo que tienen las tradicionales normas constitucionales de excepción-, que permiten adoptar medidas de necesidad específicas en ámbitos materiales concretos, se encuentran muy significativamente dos:

Por un lado, la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, que ha servido de base jurídica para la intervención efectiva por parte del Estado de una hacienda pública tan endeudada como la autonómica catalana, mediante la adopción por parte de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos de un Acuerdo de medidas (hacendístico-económicas) “en defensa del interés general y en garantía de los servicios públicos fundamentales en la Comunidad Autónoma de Cataluña” y la publicación en el BOE de una Orden del Ministerio de Hacienda por la que se declara la no disponibilidad de créditos en el Presupuesto de la Comunidad Autónoma de Cataluña para el 2017.

Y, por otro lado, la más reciente Ley 36/2015, de 28 de septiembre, de Seguridad Nacional, que habilita al Presidente del Gobierno para que, mediante un Real Decreto, pueda proceder a la declaración de la situación de interés para la Seguridad Nacional, obligando, en su caso, a las autoridades competentes (también, eventualmente, a las autonómicas catalanas, así como a las locales dentro de esta misma Comunidad Autónoma) a la aportación de “los medios humanos y materiales necesarios que se encuentren bajo su dependencia, para la efectiva aplicación de los mecanismos de actuación” frente a la situación de crisis (art. 24.2, salvaguardando la interpretación conforme a la Constitución que se hace de este precepto en el FJ 7 de la STC 184/2016, de 3 de noviembre). Esta norma legal, en definitiva, pone bajo la dirección del Gobierno del Estado (en su caso a través del nombramiento de una “autoridad funcional”), y mientras dure la gestión de la crisis en la situación de interés para la Seguridad Nacional, los efectivos policiales autonómicos y locales (y cualesquiera otros, por ejemplo, de protección civil, sanitarios, etc.) necesarios para superar dicha situación. Conviene recordar, en este punto, la definición efectuada por la comentada Ley de “situación de interés para la Seguridad Nacional” como “aquella en la que, por la gravedad de sus efectos y la dimensión, urgencia y transversalidad de las medidas para su resolución, requiere de la coordinación reforzada de las autoridades competentes en el desempeño de sus atribuciones ordinarias, bajo la dirección del Gobierno, en el marco del Sistema de Seguridad Nacional, garantizando el funcionamiento óptimo, integrado y flexible de todos los recursos disponibles, en los términos previstos en esta ley” (art. 23.2).

A nivel constitucional se prevé otro mecanismo de necesidad más conocido (y de más amplio espectro) por la relevancia que se le ha dado en los medios de comunicación, que es el instrumento previsto en el art. 155 de nuestra Carta Magna, y que no constituye ninguna novedad en el Derecho comparado, puesto que no es otra cosa que la técnica de la llamada “coacción federal”, bien conocida en los Estados Unidos de Norteamérica o en Alemania. Ambos países, Estados complejos (federales).

Creo que debe tenerse en cuenta por quienes desprecian este art. 155 CE, por apreciar en él un carácter profundamente reaccionario y antidemocrático, que el art. 37 de la Ley Fundamental de Bonn sirvió de referencia a nuestros padres constituyentes para su elaboración y redacción final –aunque con alguna diferencia entre uno y otro precepto-. Los poderes ya no sólo de “coacción federal”, sino también de “intervención federal”, están previstos en la Constitución de los Estados Unidos de 1787 (art. 1, secc. 8ª, y art. 4, sección 4º). Tanto Eisenhower como Kennedy tuvieron que recurrir en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo XX a estos poderes de necesidad para conseguir, frente a la oposición expresa de los Gobernadores (y de las turbas incontroladas) de Arkansas y de Mississippi, que en dichos Estados se cumpliesen las medidas antirracistas dictadas por los Tribunales Federales (que, entre otras cosas, ordenaban la admisión de estudiantes negros en los centros de enseñanza). Las técnicas de la coacción y de la intervención federal habían encontrado más de cincuenta años antes, incluso, el respaldo expreso del Tribunal Supremo norteamericano en el asunto “Debs” (1895): “Todo el poderío de la Nación –afirmó este Alto Tribunal- puede usarse para preservar y hacer obligatorio en cualquier parte del país el completo y libre ejercicio de todas las facultades nacionales, y la seguridad de todos los derechos confiados por la Constitución a su cuidado. El brazo fuerte del Gobierno nacional puede emplearse para barrer todas las obstrucciones a la libertad del comercio interestatal o al transporte del correo”.

Dadas las innumerables referencias políticas y periodísticas sobre el art. 155 CE, creo que es conveniente saber qué regula nuestra Constitución en este precepto. Establece, en efecto, esta disposición constitucional (y, por tanto, del máximo rango, por voluntad no del actual Gobierno de la Nación, sino del supremo Poder Constituyente español) que:

“1. Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general.

2. Para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas”.

Este precepto regula la técnica de la “coacción federal” en nuestro país, bien conocida en el Derecho comparado, como ya he señalado hace unos segundos, permitiendo el reajuste competencial entre diferentes tipos de Administraciones Territoriales. Y, más en concreto, habilita al máximo nivel jurídico posible para efectuar una concentración de competencias a favor del Estado Central (o de la Federación) en detrimento de las Comunidades Autónomas (o de los Estados Federados o de las Regiones), que le permite “intervenir” en el ámbito de autonomía competencial garantizado por la Constitución (y por los Estatutos de Autonomía) a las Comunidades Autónomas cuando una de estas Administraciones Territoriales “no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España” (presupuesto material), y siempre y cuando concurran, además, dos presupuestos formales: por un lado, la desatención de un previo requerimiento dirigido al Presidente de la Comunidad Autónoma; y, por otro, la aprobación por mayoría absoluta del Senado de la adopción de las medidas de coacción “necesarias”.

Estamos, en mi opinión, ante una cláusula general de habilitación que, cumplidos los presupuestos materiales y formales para su aplicación, permite al Gobierno de la Nación adoptar las “medidas necesarias” de coacción, en principio parece que todas las necesarias y proporcionadas (pero, naturalmente, sólo las necesarias y proporcionadas), para obligar a la Comunidad Autónoma incumplidora al cumplimiento forzoso de las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan o para la protección del mencionado interés general de España. Y entre los mecanismos para la ejecución de estas medidas de necesidad, el propio precepto prevé un tipo específico de actuaciones: la impartición por parte del Gobierno de la Nación de instrucciones “a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas” (art. 155.2 CE). ¿Qué no permitiría la técnica de la coacción federal? Entre la doctrina española que ha estudiado este precepto(4), y que, en una buena medida, toma como base los trabajos académicos alemanes sobre esta cuestión, hay un acuerdo prácticamente unánime en rechazar que el art. 155 CE pueda permitir, por un lado, la utilización del poder militar, excluyendo también, por otro lado, la disolución permanente de órganos autonómicos o la revocación de sus cargos a sus titulares y, por supuesto, la disolución y declaración de extinción de una Comunidad Autónoma.

Esta habilitación general cuenta, además, con los mismos límites que cualquier poder o medida de necesidad prototípica: por un lado, tiene que existir una efectiva “situación de necesidad”, esto es, un grave e inminente peligro para los fines precisados en el propio precepto constitucional; y, por otro, el respeto del principio de proporcionalidad, en sus tres subprincipios de adecuación, de intervención menos lesiva y de respeto del principio de proporcionalidad en sentido estricto. Parémonos unos momentos en algunos aspectos de esta capital cuestión.

Una de las diferencias esenciales entre el diseño de la coacción federal por la Ley Fundamental alemana y por nuestro art. 155 CE es de naturaleza procedimental y consiste en que nuestra Constitución exige que el Gobierno de la Nación, antes de acudir al Senado para que autorice la utilización de esta técnica de necesidad, requiera al Presidente de la Comunidad Autónoma infractora para que subsane el incumplimiento. Esta exigencia no es, en mi opinión, ni más ni menos que una positivización en nuestra Constitución del principio de intervención mínima: el Estado debe acudir para subsanar el incumplimiento comunitario siempre al medio menos lesivo posible para el principio de autonomía, y qué duda cabe de que es mucho menos lesivo para este principio el requerir a la Comunidad Autónoma para que rectifique su conducta incumplidora por sí misma que el “forzarle” a ello. En otros términos, el uso de la coacción federal se configura como remedio jurídico último.

Debe recordarse, asimismo, que el principio de intervención mínima (junto, por supuesto, a los principios de adecuación y de proporcionalidad en sentido estricto) no sólo opera a la hora de juzgar la validez de tomar la decisión principal de recurrir (o no) a la coacción estatal por el Gobierno de la Nación contra una Comunidad Autónoma, sino que también debe tenerse en cuenta a la hora de apreciar la corrección jurídica de cada concreta medida de compulsión adoptada: de entre las diferentes medidas de compulsión posibles para lograr superar el incumplimiento de la Comunidad Autónoma tan sólo será válida aquella que afecte en la menor medida posible al principio de autonomía. Ello significa que preferentemente deberá procurarse que las medidas coercitivas vayan dirigidas a que sean los propios órganos autonómicos los que procedan a subsanar el incumplimiento y, tan sólo cuando estas medidas destinadas a conseguir la “autocorrección” por la propia Comunidad Autónoma no bastasen, el Estado podría realizar las tareas comunitarias por sí mismo, llegando, incluso, a proceder a la sustitución temporal (en tanto siguiese durando la situación de crisis) de los órganos infractores en la realización de las funciones incumplidas. Decía antes que la disolución de los órganos autonómicos o la revocación definitiva de los cargos regionales no sería justificable en base al art. 155 CE; y ello es debido al juego, precisamente, del principio de proporcionalidad: la disolución o la revocación difícilmente podrán llegar a convertirse, en efecto, en unas “medidas necesarias y proporcionadas”, porque con una medida menos lesiva (la sustitución temporal de los órganos o autoridades autonómicas) podría conseguirse el mismo resultado. Esto no significa que el encausamiento penal de las autoridades autonómicas no pueda provocar su destitución o su revocación definitiva. Ahora bien, este efecto jurídico final se produciría no por la intervención del Poder Ejecutivo, sino del Poder Judicial.

Aunque no hayan salido (todavía, al menos) a la palestra, ni política ni periodística, no conviene olvidar que, siguiendo la tradición constitucional española, nuestra actual Norma Fundamental ha “tipificado” una serie de estados excepcionales en su art. 116: los estados de alarma, de excepción y de sitio. Estas tres categorías del Derecho de excepción (prácticamente olvidadas en nuestra actual etapa democrática, si no hubiese sido porque el Gobierno, entonces encabezado por el Presidente José Luis Rodríguez Zapatero, decidió la aplicación del estado de alarma para hacer frente al caos provocado en el espacio aéreo español por la repentina indisposición de la mayor parte de los controladores aéreos del país en diciembre del año 2010) están reguladas con cierto detenimiento por la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de Alarma, Excepción y Sitio (LOAES). Téngase en cuenta que el recurso a las fuerzas armadas por parte del Estado para sofocar una rebelión sólo sería posible, en principio, mediante el recurso al estado de sitio ex arts. 116.4 CE y 32 y ss. LOAES.

Todas estas normas constitucionales y legales, dotadas de un mayor o menor espectro, están a disposición de los Poderes Públicos para que puedan cumplir con su obligación de hacer frente a situaciones de grave amenaza para la supervivencia ordenada del Estado español.

9º) Llegados hasta aquí, creo que no debe olvidarse, en todo caso, que los poderes de necesidad en general, y las concretas medidas de necesidad adoptadas en base a estos poderes en particular, constituyen un tratamiento de choque frente a una gravísima “enfermedad” de un Estado. Pero no curan por ellas mismas esa enfermedad, sólo evitan la muerte inmediata del enfermo. Por eso, terminado el tratamiento de choque, hay que diagnosticar acertadamente las causas de la enfermedad y proceder, en la medida de lo posible, a su cura. De lo contrario, la enfermedad volverá a agudizarse en un momento dado hasta la previsible muerte final del enfermo.

IV. Y AHORA, DESPUÉS DE LA “REBELIÓN” INDEPENDENTISTA, ¿QUÉ?

El golpe de Estado parlamentario producido en Cataluña durante el mes de septiembre de 2017, seguido por la manifiesta desobediencia a las normas fundamentales del Estado por el Poder Ejecutivo catalán (apoyados Parlamento y Gobierno autonómicos en unos textos “pseudojurídicos” -elaborados por unos sujetos que no merecen, precisamente, el noble apelativo de juristas-)-, constituyen la fase final de un abierto pulso de los secesionistas (que vienen sirviéndose de manera manifiesta de las instituciones públicas catalanas desde hace ya demasiados años con esta finalidad mediante el adoctrinamiento y la compra de voluntades –con un dinero ¿malversado?, por cierto, del que carecen-) al Estado. Pues bien, nadie puede echar un pulso al Estado y salir victorioso, porque ése sería el final del Estado: si ganan los incumplidores, ¿qué motivos tienen los cumplidores para seguir respetando las leyes que otros han incumplido con tan buen resultado?, ¿qué legitimación moral tiene el Estado para exigir el cumplimiento de sus normas a unos no (los incumplidores insurrectos) y a otros sí (los que siempre han cumplido –más o menos voluntariamente, con mayor o menor convencimiento-)? Si se desmorona el Estado, la convivencia del grupo social se hace virtualmente imposible. Basta con echar un mínimo vistazo a lo que ocurre en una parte significativa del continente americano, tan querida por los antisistema, que han conducido a la miseria a la mayor parte de la población de algunos de esos Estados latinoamericanos, sin que ellos sufran, al menos todavía, las consecuencias de sus desmanes y de su enriquecimiento a costa de la gente a la que han conducido a la más extrema inseguridad y pobreza.

Llegados a este punto, y antes de avanzar sobre el análisis de la situación que se abre estos días ante nosotros, conviene recordar el significado de dos palabras, sobre las que existen malentendidos (cuando no tergiversaciones dolosas) de tantísima profundidad que impiden un fluido intercambio de razonamientos sensatos:

La primera aclaración: Estado no significa partido político, al menos en la España actual. Un Estado no es, en efecto, un partido político que en un determinado momento tiene una mayoría parlamentaria más o menos sólida que le permite gobernar con una mayor o menor facilidad. Muchísimas personas confunden al Estado con el partido del Gobierno porque, más que a menudo, los políticos conducen a tal confusión. La derrota del partido en el Gobierno no supone el fin del Estado (otro grupo político victorioso en las elecciones gobernará); pero la quiebra del Estado no sólo supone la derrota del partido en el Gobierno, sino también la de todos los demás (los partidos políticos y, lo verdaderamente esencial, los ciudadanos) que viven dentro de dicho Estado. Y con ello, con la derrota del Estado, con su muerte efectiva, se instala el desgobierno, la inseguridad y la miseria de toda la población; con el final –quizá no nominal, pero sí real- de todos los derechos y libertades políticas, económicas y sociales de un pueblo (que ha dejado de tener un Estado efectivo y que ha quedado, consecuentemente, sin una dirección efectiva e instalado en la anarquía). En estos casos de caos, sólo ganan los déspotas y los antisistema, que son la otra cara –cuando no la misma- de la moneda. En definitiva, defender sin fisuras al Estado no es defender sin fisuras al Gobierno del Estado en un momento dado. Y así lo han aclarado, de manera correcta, los dirigentes socialistas, el máximo dirigente de Ciudadanos o el propio Presidente del Gobierno del Estado. Todos ellos se han mostrado dispuestos a defender al Estado español (con independencia del color de su gobierno –que en esta Legislatura está en manos del PP, pero quizá en la próxima no-) frente al órdago lanzado por los independentistas catalanes.

La segunda aclaración debe resultar más que evidente para las personas que tienen un mínimo sentido común: la significación del concepto de democracia. Más manido y distorsionado (consciente o inconscientemente) todavía que el concepto de Estado. Existen personas y grupos políticos que repiten machaconamente que democracia es sinónimo de votar. Pero, no es cierto, o al menos no es totalmente cierto: una parte de la democracia es, necesariamente, votar, pero también el respeto de las reglas sobre lo que se puede efectivamente votar y sobre cómo hacerlo. Y eso, afortunadamente para el conjunto del grupo social, lo determinan las leyes supremas de los Estados. La pregunta es sencilla: ¿dónde estaría la democracia en un país mayoritariamente de blancos (o de negros) en el que se organiza un referéndum para que esta mayoría decida si la minoría de negros (o de blancos) puede (o no) subir a los autobuses o entrar (o no) en los centros escolares? En ningún sitio, evidentemente, porque una Constitución mínimamente civilizada protege a las mayorías, pero también, naturalmente, a las minorías, y la igualdad de las personas y la prohibición de la discriminación por cuestiones de raza está absolutamente prohibida. Es cierto, que no siempre ha sido así: ha habido algún caso en el que un Estado Federal (piénsese en los Estados Unidos de Norteamérica) ha tenido que acudir a la coacción (e, incluso, a la intervención) federal para evitar que las autoridades de un Estado Federado, apoyadas mayoritariamente, por cierto, por la población descontrolada de ese territorio, impidiesen a los miembros de la minoría negra la asistencia a las escuelas y a las universidades –hasta entonces sólo para blancos-. No creo que muchos se atreviesen a tachar de antidemocrática la decisión del Presidente norteamericano de obligar a la fuerza al Gobernador del Estado federado (y, por cierto, a las turbas que esta misma autoridad “regional” había contribuido a agitar) a la admisión de la referida minoría en las escuelas y universidades. O, volviendo al caso catalán, ¿qué pensarían las desobedientes autoridades catalanas si se convocase un referéndum en toda España en el que se preguntase -prescindiendo de la Constitución, del Código Penal y de los Jueces- sobre el rigor que deben alcanzar las concretas responsabilidades patrimoniales y personales derivadas de sus ilegalidades? Quizás no haga falta demasiada imaginación para aventurar su eventual resultado Evidentemente este referéndum sería un disparate jurídico (porque prescindiría de la Constitución –y de la legalidad vigente en España- y pasaría por encima del Poder Judicial). No sería ni “constitucional”, ni “legal, ni democrático, como no lo es el referéndum secesionista que han convocado las autoridades independentistas catalanas.

Hechas estas dos aclaraciones sobre el sentido de dos palabras que utilizamos habitualmente, pero a veces, como ya he avanzado, con confusión manifiesta (imprudente o dolosamente), quiero poner sobre la mesa algunas apreciaciones modestas que creo que se deberían tener en cuenta a la hora de pensar en el futuro de Cataluña y del conjunto del Estado español:

1º) En primer lugar, resulta muy probablemente necesario proceder a un reajuste constitucional, al menos en lo que al tema de la organización territorial del Estado se refiere. Hay propuestas para ello, desde la genérica del PSOE sobre la federalización de España (el problema está en saber en qué consiste ese fenómeno para el propio partido socialista, primero, y para todos los demás, después), hasta propuestas técnicas concretas efectuadas por algunos de los juristas más relevantes del país. En el mundo jurídico son conocidas, por ejemplo, las propuestas de uno de los grandísimos conocedores de la arquitectura constitucional española y europea, como lo es el Profesor Muñoz Machado, con montones de contribuciones sobre esta cuestión (baste con citar su trilogía publicada en estos últimos años con los títulos de “Informe sobre España” –año 2012-, “Cataluña y las demás Españas” –año 2014- y “Vieja y Nueva Constitución” –año 2016-. Nótese que el segundo de estos libros se refiere a la cuestión catalana y contiene, incluso, una propuesta articulada para la incorporación de los hechos diferenciales de Cataluña dentro de la Constitución Española). No debe perderse de vista tampoco que se cuentan por decenas los trabajos que sobre la reforma constitucional han sido elaborados por buena parte de los mejores iuspublicistas del país, muchos de ellos recogidos precisamente en el Libro dedicado al homenaje al referido Profesor Muñoz Machado, y publicado bajo el título “Memorial para la reforma del Estado”. Y no es muy difícil pensar, asimismo, en estupendísimas cabezas (de juristas, de economistas, de sociólogos, etc.) que han reflexionado o pueden hacerlo sobre las necesidades que presenta en la actualidad nuestro modelo de Estado y que justifican la reforma –más o menos amplia- de nuestro texto constitucional. La cuestión que sensatamente podría plantearse, en todo caso, es si una eventual reforma constitucional permitiría resolver de manera duradera el problema de la organización territorial del Estado español.

2º) En segundo lugar, los problemas de Cataluña se han abordado siempre como una cuestión interna española. Y es cierto que esto es así. Pero España forma parte de la Unión Europea y dentro de esta organización supranacional se fijan las reglas esenciales de juego para buena parte de las cuestiones que afectan a nuestras vidas. Sabemos todos (menos los políticos secesionistas catalanes) lo que piensan las Instituciones europeas a través de sus Presidentes, y los Gobiernos de los principales Estados europeos, sobre el desafío independentista. Es posible que haya llegado la hora de que en el seno de la Unión Europea se fijen las reglas de juego sobre las cuestiones territoriales. España tiene este problema. Reino Unido tiene este problema. Bélgica tiene este problema. Italia tiene este problema. Pero, además, ¿qué pasa (o podría pasar) en Francia, o, incluso, en la mismísima Alemania? El proceso contemporáneo de construcción europea ha servido, al menos hasta ahora, para evitar enfrentamientos bélicos en una Europa destruida en tres ocasiones desde 1870 hasta 1945, para garantizar el desarrollo económico y social de nuestro viejo continente y, también, para facilitar la llegada a la democracia y la pervivencia de la misma en una buena parte de los países europeos (piénsese en nuestro propio país, pero también en Portugal, en Grecia –en la que los antiguos antieuropeístas, y antisistema en general, gobiernan ahora con absoluto respeto de las reglas europeas- o en todos los países de la vieja Europa comunista y ahora miembros de la Unión). A lo mejor ha llegado ya la hora de fijar, de verdad y con claridad, las reglas que deben regir la posición y el papel de las regiones que integran todos y cada uno de los Estados de la Unión. Los políticos secesionistas catalanes juegan a la ruleta rusa de que, si existe independencia, quizá Cataluña podría ser un Estado miembro de la Unión Europea, a pesar de que las instituciones y Estados europeos rechazan la independencia Citan el caso de Eslovenia, que, en nada, tiene parangón con el caso catalán (baste recordar que formaba parte de un Estado artificial, la antigua Yugoslavia, impuesto después de una guerra; como también pasaba con las Repúblicas bálticas anexionadas a la Unión Soviética). Pero, bueno, aunque ni los casos de la Historia reciente de Europa, ni el Derecho internacional que invocan, sirvan para justificar nada de lo que dicen estos políticos secesionistas, siempre les queda, en su ruleta rusa, la fuerza normativa de lo fáctico, que se impone, a veces, en la política internacional, y que algún Estado les reconozca. No sólo hay antisistema entre las personas, sino que también puede haberlos entre los Estados: ¿quién podría asegurar que, al menos la Venezuela de Maduro, no llegaría a reconocer a la República independiente de Cataluña? ¿Y Corea del Norte –aunque sólo sea por llevar la contraria al Presidente norteamericano en la ONU-?

El problema de la fragmentación de España, pero también de Europa, sólo tiene una solución a la larga: la determinación clara dentro del club europeo de cuáles serían sus consecuencias. De lo contrario, la secesión de una región europea traerá consigo, como un efecto dominó más o menos retardado, la separación de otras, con el incremento de los nacionalismos identitarios (que lo único que han traído consigo a lo largo de la Historia ha sido la destrucción de Europa cada poco tiempo). Si queremos que esto no suceda, la red que ofrece la Unión Europea para evitar la regresión de la democracia dentro de sus Estados debe extenderse también a la cuestión territorial. En definitiva, desde la Unión debe precisarse el principio de autonomía institucional de los Estados, deben fijarse sus territorios y deben determinarse unas reglas mínimas claras, al menos, de comportamiento no sólo económico, sino también político-institucional de los mismos, para terminar de una vez por todas con el riesgo de que las aventuras nacional-independentistas asolen nuestro continente, una vez más.

No son, en todo caso, tiempos fáciles para Europa: la moderación de unos partidos políticos (los democratacristianos y los socialdemócratas), que han construido el Estado del Bienestar tras la Segunda Guerra Mundial y han impulsado la idea de una Europa progresivamente más unida, ha dado paso a la reaparición de partidos extremistas en los Estados más prósperos del viejo continente, cuyos líderes ignoran las penurias de las guerras y de las postguerras europeas (que no han vivido), y se valen, además, de los privilegios que les ofrecen los cargos públicos que ocupan para atacar impunemente el sistema que menosprecian desde dentro del mismo y con los bolsillos bien llenos del dinero público que, sin ningún recato, reciben. El último y preocupante caso de esta situación acaba de acontecer este mismo mes de septiembre con la vuelta de la extrema derecha nacionalista alemana al Bundestag, después de que sus antecesores sembrasen la destrucción por Europa en los años treinta y cuarenta del pasado siglo XX. Francia tiene sus partidos extremistas de derecha (capaces de llegar a disputar la segunda vuelta en las últimas elecciones presidenciales) y de izquierda, que abogan por la deslegitimación del poder desde la calle. Lo mismo que hace, por cierto, la nueva extrema izquierda española de Podemos, que aliada a la extrema izquierda independentista, y blandiendo la bandera de la lucha contra la corrupción ajena (y ¿enmascarando la propia?), quiere sobrepasar a las instituciones: primero, desde dentro de ellas (e, incluso, inventándose instituciones paralelas); y, en la medida en que esto no está resultándole posible, centrándose en provocar la inestabilidad del país desde las calles. Parecería como si su fin particular de apoderarse del Gobierno bien valiese la utilización de todos los medios (y no precisamente parlamentarios) posibles. Se arrogan constantemente la representación y la portavocía de la calle, cuando apenas han alcanzado el veinte por ciento del total de los sufragios emitidos. Muy por debajo del PP y del PSOE, cuya historia particular sí que ha demostrado que son partidos políticos tanto de Gobierno como de Estado.

3º) En tercer lugar, los actuales protagonistas de la rebelión independentista son unos continuadores del proceso de construcción nacional de Cataluña, cuyo padre ha sido, sin ninguna duda, Jordi Pujol. Después del tremendo pulso al Estado, la creación de la República catalana ha fracasado (quiero imaginar cuando escribo estas líneas), porque, en mi opinión, no ha tenido tiempo de madurar lo suficiente.

El caldo de cultivo ha ido creciendo progresivamente de la mano, primero, del “patriarca” Pujol y, después, de sus sucesores; pero éstos se han arrebatado en la última época, y no habrían dejado el tiempo necesario para que el sentimiento independentista madurase lo suficiente dentro de la inmensa mayoría de la población catalana en el momento en el que se plantea la presente situación de pulso de los secesionistas catalanes al Estado. No se sabe a ciencia cierta cuántos son los partidarios de la independencia catalana, pero lo que sí se sabe es que se trata de una parte muy significativa de la población, pero no la inmensísima mayoría. De lo contrario, la independencia habría sido, de verdad, un hecho consumado.

Esta falta de maduración ha venido provocada muy probablemente por la necesidad de esconderse tras una bandera independentista para evitar tener que rendir cuentas de sus desmanes económicos (con la multiplicación de las fortunas de los prohombres políticos catalanes y de las de sus hijos, los escándalos del tres por ciento –o más-, y los escándalos que quizá se vayan levantando cuando exista algún tipo de interés real en hacerlo). El envolverse en la bandera independentista para tapar las vergüenzas propias (¿de corrupción?) durante los últimos años no creo que haya sido, precisamente, una novedad histórica: resulta bien conocida la victoria de Pujol sobre el todopoderoso primer gobierno de Felipe González en el caso “Banca Catalana”. Y después la negociación de todos los Presidentes del Gobierno de España con las fuerzas nacionalistas para asegurar la gobernabilidad coyuntural del Estado español, con el caso extremo del Expresidente Rodríguez Zapatero que, no habiendo aprendido mucho del histórico error de Azaña durante la Segunda República, prometió aceptar el texto del proyecto de Estatuto de Autonomía que viniese del Parlamento de Cataluña, sin pensar que podía ser plenamente inconstitucional

Aunque ahora no se haya producido la independencia, sí que habría que preguntarse abiertamente ¿cuánto tiempo hará falta -¿una, dos o tres generaciones?- para que la inmensísima mayoría de la población se transforme en independentista? El Estado (todos los gobiernos desde que España aprobó la Constitución de 1978) ha abandonado progresivamente la educación, los medios de comunicación y la cultura a lo que llamamos “nacionalismo” primero, y “separatismo” después. La ideologización de Cataluña no es un fenómeno espontáneo, sino perfectamente orquestado por la clase política independentista catalana, que siempre ha estado ocupando el poder para dirigir y para financiar el camino de la secesión. Sería bueno saber cómo se han financiado los medios de comunicación –no los públicos, que es evidente- y las asociaciones independentistas El clientelismo político de buena parte del entramado, al menos, social y cultural en Cataluña parece ser inmenso. Podrá decirse que como en otras regiones españolas. Y, muy probablemente, sería verdad en muchísimos casos. Pero el factor distintivo en Cataluña ha sido (y es) el hecho de que ha servido para fomentar el sentimiento nacional catalán –enfrentado al resto del país-; cosa que no ha sucedido en otras partes de España. Evidentemente no. Si la situación sigue así, la proclamación efectiva de una independencia real –que no ha sido ahora- será una cuestión de alguna generación. Claro está, si no se produce un fortalecimiento de la Unión Europea y el establecimiento de unas reglas supranacionales que lo impidan.

4º) En cuarto lugar, y ante esta perspectiva, el Estado tiene probablemente todavía algunos mecanismos para reaccionar. El primero de ellos es la vuelta del Estado a Cataluña, que obviamente no parece que sea tarea precisamente fácil. No se puede gobernar desde Madrid únicamente. Hay que hacerlo también (y todos los días del año) desde Cataluña, desde el País Vasco, desde Andalucía, desde Valencia, desde Navarra Centrándonos en Cataluña: este territorio no es sólo del Gobierno catalán, sino también del Gobierno del Estado. El Estado se ha retirado (casi) del todo en Cataluña. Es cierto que podría haber sido peor si se hubiese implantado la técnica de la Administración única. Pero, ¿qué queda del Estado en Cataluña? Y ya no en educación, medios de comunicación, cultura La posición de los Mossos d’Esquadra catalanes ante el referéndum ilegal y la necesidad de mandar a centenares de miembros de la Policía Nacional y de la Guardia Civil del resto de España quizá nos debería hacer reflexionar

5º) En quinto lugar, existe el riesgo de que, en la real sensación de vértigo y de emergencia que preside la actual situación catalana, se olvide que hay, asimismo, una parte del país que está pendiente del resultado de lo que allí ocurre. Y no sólo pienso en el País Vasco, sino también en el resto del país. Aunque probablemente la forma de enfrentarse al problema en las tierras vascas, en los territorios con una importante implantación de la lengua catalana (los països catalans, si se quiere), y en el resto de España sea muy diferente, quiero fijarme ahora en esta última parte del territorio. Quizá, además, no la más difícil de contentar

Dando por descontado el hartazgo y probable cabreo verbal de una parte de la población española ante la situación catalana, y la posición de los posibles votantes de Unidos Podemos que tampoco creo que pueda saberse cuál es (pero a lo mejor no tan cerca de lo que defienden sus líderes nacionales), el comportamiento de la “gente normal y corriente”, de la “gente de la calle” me parece que es bastante tranquilo y muy respetuoso. Quizá no hemos tenido tiempo de ser conscientes de la situación, pero llegará el día en que, quizá, lo seamos. La independencia posiblemente sería funesta, pero, ¿en qué situación quedamos, si no la hay? El Gobierno de la Nación y muy cualificados líderes del PSOE ofrecen un diálogo a cambio de la desconvocatoria del referéndum ilegal, dentro, siempre, de los límites de la ley. Es cierto que el Sr. Puigdemont (¿y qué decir del resto de los líderes independentistas catalanes?) no sólo no ha hecho ni caso, sino que ha demostrado con sus hechos que el ofrecimiento le importaba más bien nada. Y los desaires y las provocaciones hacia el resto del país no han cesado de reproducirse Supongo que el ofrecimiento va dirigido a evitar males mayores, pero tiene un alto “riesgo moral” para el resto de los territorios de España y, sobre todo, para los españoles.

El país (y no digamos Cataluña) está sumido en un monumental desaguisado por obra y gracia de los políticos independentistas. La cuestión, dando por sentado que no triunfa la independencia, creo que es evidente: ¿Puede asumirse por parte de los ciudadanos (la gran mayoría de los españoles y una parte de los catalanes) que no les pase nada a los artífices de la rebelión? La razón jurídica (otra cosa es quizá lo que dicte el imperativo político) parece indicar que debe evitarse a toda costa que cunda entre los ciudadanos (de dentro y también de fuera de Cataluña) la idea de que resulta gratis delinquir. Esa impresión existe tras el 9-N en una amplísima parte de la sociedad española (y, claro, catalana): la gente normal no entiende qué es eso de una inhabilitación; sí entiende bastante más que los protagonistas políticos de las irregularidades paguen, al menos, lo que nos constó a los catalanes y a todos los demás ciudadanos del país su actuación ilegal. Pero, ¿cuánto tiempo después? Y es que, detrás de esta cuestión, hay otra fundamental: si se da a los desobedientes una recompensa (aunque sea que no les pase jurídica, política y económicamente nada), ¿por qué no desobedecer? Y a partir de aquí, ¿por qué obedecer a unos dirigentes independentistas catalanes que han desobedecido ellos mismos a las leyes y a los que encima no les ha ocurrido nada malo ni social, ni económica, ni jurídicamente hablando (o, incluso, han salido reforzados) por desobedecer?, ¿por qué obedecer a unos Poderes Públicos estatales que no han sido capaces de hacerse respetar por los políticos secesionistas?

6º) En sexto lugar, el respeto a la Ley es fundamental para asegurar la convivencia del grupo social. ¿Qué puede pasar con la convivencia en Cataluña tras la desobediencia manifiesta de la Ley? Son múltiples los posibles escenarios.

Partamos de que se produjese la independencia de Cataluña: dando por descontada la salida (al menos temporal) de la Unión Europea (y del resto de los organismos internacionales), con las dificultades (o imposibilidad temporal) para la libre circulación de mercancías, de personas, de servicios y de capitales de la nueva República independiente de Cataluña con toda Europa (y, por supuesto, con España), existe un potencial riesgo de caos. Las primeras cuestiones: si ha triunfado la desobediencia para derrotar al Estado español, ¿por qué obedecer a los dirigentes desobedientes de la nueva República catalana?, ¿qué va a pasar con esa población contraria a la independencia del Estado catalán?, ¿van a tener derechos fundamentales o les va a pasar lo mismo que ahora a la familia de Albert Rivera o a los Alcaldes del PSC, o hace ya años a Albert Boadella, que osó ridiculizar nada menos que al padre de la patria catalana, al situarlo sobre las tablas de un escenario, manejando la bola del mundo como un globo que se puede lanzar por encima de su poderosa cabeza -como Chaplin imitando a un tal ¿Hitler? en “El Gran Dictador”-, en su excelente y profética pieza teatral “Ubú President”. Hay que reconocer que Boadella fue, entonces, tan extremadamente valiente como perspicaz visionario, pero ay, nadie (nuestros invidentes políticos) le hizo ningún caso(5). Pero continuemos con las cuestiones: ¿levantarán los secesionistas el impresentable asedio a los Tribunales de Justicia?, ¿a cambio de qué?, ¿quién puede respetar a unos Jueces a los que constantemente minan su autoridad?, ¿qué eficacia puede tener una policía –cualquiera que sea su nombre- a la que todos los días menosprecian?, ¿y los municipios no independentistas, por qué no tienen derecho a la autodeterminación, o sí que lo van a tener? Si Cataluña se erige en territorio soberano, ¿por qué no Badalona o L´Hospitalet o, el colmo, Barcelona? ¿Hasta dónde llegará la insumisión que predica y practica la Alcaldesa Colau, si los secesionistas, llegado el caso, la marginan, o es que constituye ya en este momento una pieza más –acomodada- del establishment nacionalista? La misma pregunta puede hacerse de las CUP o de las múltiples variedades de personas y grupos antisistema –que hay unos pocos que han campado por sus anchas en las calles catalanas y lo que es peor, supongo, en las instituciones catalanas-, ¿seguirán siendo grupos antisistema dentro de la República catalana o entrarán a formar parte de su establishment?, ¿con qué dinero podrán pagarse el seguir sin trabajar buena parte de sus miembros?, ¿con el dinero público -esto es, con el dinero de los impuestos de las personas que se levantan a las cinco o seis de la mañana para hacer un trabajo que ellos no hacen-?

Las autoridades catalanas pueden tener el buen propósito de que no les pase nada a los ciudadanos de la Cataluña independiente, pero, ¿cómo va a meter en sus casas a los grupos independentistas a los que han empujado a las calles y están acostumbrados a desobedecer sin que les ocurra absolutamente nada? No creo que ésta sea la democracia que quieren los Señores Puigdemont y Junqueras para Cataluña, ¿o sí? En todo caso, pobres de los que creen que el fin independentista justifica todos los medios, porque quizás el futuro independiente les regale la insumisión y el caos. O en una versión que quizá podría ser adecuada para la iglesia secesionista catalana: Bienaventurados los que creen en la República independiente catalana, conseguida con la desobediencia de las leyes de los hombres, porque quizá pronto vean una imposible convivencia y el caos provocado por los insumisos desobedientes, no temerosos de Dios Esos insumisos desobedientes, no temerosos de Dios, que desprecian lo que la Iglesia representa, y que precisamente abogan por quitar a la iglesia catalana todo tipo de privilegios fiscales, educativos y de cualquier otra naturaleza en su futura República independiente. ¡Qué gran coherencia y sentido común el de todos los independentistas catalanes –desde la extrema derecha a la extrema izquierda-; iglesia catalana incluida!

7º) La Cataluña unida a España tiene evidentemente muchos escenarios, imposibles siquiera de bosquejar en estas páginas. Pero, ciertamente, no parece que sea lo mismo tener que hacer uso de la fuerza como no tener que hacerlo, por ejemplo. Quizá pueda buscarse un nuevo marco jurídico que permita una convivencia más o menos temporal de Cataluña dentro de España. Yo confieso que no sé muy bien lo que pueda pasar (vamos, no tengo ni idea). Y supongo que, a estas alturas de la película revolucionaria, no habrá demasiada gente con una extraordinaria claridad de ideas sobre el asunto. Pero creo, no obstante, que hay un par de elementos claros:

La concesión de cualquier tipo de ventajas (pienso ahora en las económicas, pero hay muchas más) para los independentistas puede causar recelos más que serios entre los distintos territorios y ciudadanos españoles (hasta ahora tan pacientemente callados como calmados), aunque sólo sea por el riesgo moral al que me referí con anterioridad: los independentistas catalanes incendian Cataluña y obtienen ventajas, ¿por qué no lo vamos a hacer los demás? Todos los territorios de España tienen una historia y una cultura propia detrás, y en bastantes de ellos (ahora mismo, en la inmensísima mayoría muy probablemente) los servicios públicos son mucho peor que en Cataluña (y eso que no tienen “embajadas” propagandísticas –que no son precisamente gratis; más bien al contrario- en buena parte del mundo, y que los políticos independentistas catalanes se han despreocupado de ellos hace ya demasiado tiempo, ocupados exclusivamente en independizarse, unos por convicción, y otros para evitar la cárcel que puede llevar consigo la corrupción para, incluso, los nacionalistas catalanes). Y la pobre Extremadura, por ejemplo, sin un solo kilómetro de tren electrificado, para qué vamos a hablar de la alta velocidad...

Creo, no obstante, que el problema al que se enfrenta Cataluña, también el resto de España, pero, sobre todo, los catalanes dentro del propio territorio catalán, es el de recuperar una convivencia ordenada. Lo que es malo (o muy malo) para España, puede ser excepcionalmente terrible para la vida política, social y económica de Cataluña. En los últimos años se ha provocado un enfrentamiento social enorme y se ha trabajado en el descrédito de las instituciones y de las personas que no se han sumado a la causa independentista. Construir el prestigio de las instituciones cuesta mucho tiempo, destruirlo muy poco, pero con el paso del tiempo quizá se pueda restaurar, pero, ¿cómo se arregla el enfrentamiento social que han originado esos políticos independentistas?, ¿quién asegura que no habrá violencia?, ¿qué pasará después de las revueltas callejeras iniciales? No parece probable la vuelta del terrorismo, aunque sólo sea por el contexto europeo de absoluto rechazo a este odioso fenómeno –después de los atentados islamistas de Barcelona, Madrid, París, Londres, Berlín, Niza, Manchester-, ¿pero cómo pueden frenarse las amenazas –más o menos abiertas- y las “kaleborrokas”? No las tenemos tan lejanas ni en el tiempo ni en el espacio físico, como nos ha recordado a los que, como yo, no las hemos visto de primerísima mano, Fernando Aramburu en su ya referida novela “Patria”, tan magnífica como terrible y sobrecogedora. Y los alborotadores catalanes tienen para su insumisa lucha callejera unos notables maestros, ensalzados, además, por las instituciones secesionistas catalanas. Esos “chicos de la gasolina”, como los calificaba ese personaje inefable que fue Arzalluz, que servían en sus tiempos para remover el árbol para que otros recogiesen las nueces. ¡Qué tiempos aquellos tan deleznables! ¿Cómo les juzgarán las víctimas de ETA? ¿Cómo les juzgará la Historia? ¿Y cómo juzgará esa misma Historia a los maestros del terror y a sus nuevos aprendices “kaleborrokos”? Y, como decía hace unos instantes, pobres de los que creen que sus fines justifican las amenazas, el desorden, la violencia o el asesinato, y miserables los que los justifican y alientan.

8º) El reto que se abre para todos los políticos catalanes y los del resto de España, y para toda la sociedad, es intentar que esa convivencia pacífica amenazada siga existiendo, y que no se tire por la borda el desarrollo político, social y económico que ha vivido todo nuestro país (y, por supuesto, Cataluña) durante cuarenta años, tras la salida de una larga dictadura, también de otros cuarenta años. ¡Ojalá no tengamos que añorar en el futuro los años de paz, de libertad, de desarrollo económico y social, en los que hemos crecido con la Constitución de 1978!

NOTAS:

(1). El libro del mismo título vio la luz tras su publicación por la editorial Civitas en el año 1996.

(2). Los autores contemporáneos españoles que más profundamente han estudiado los poderes de necesidad son Vicente Álvarez García (“El concepto de necesidad en Derecho Público”, Civitas, 1996), Pedro Cruz Villalón (“El estado de sitio y la Constitución”, CEC, 1980, y “Estados excepcionales y suspensión de garantías”, Tecnos, 1984) y Francisco Fernández Segado (“El estado de excepción en el Derecho constitucional español”, Revista de Derecho Privado, 1977). Una muy interesante historia de la utilización de los estados excepcionales en el constitucionalismo español puede verse en el libro de Manuel Ballbé “Orden público y militarismo en la España Constitucional (1812-1983)”, Alianza Editorial, 1983.

En mi referida obra sobre el concepto de necesidad en Derecho Público recojo una amplia bibliografía sobre los poderes de esta naturaleza publicada en los países occidentales más significativos.

(3).  Todos los modernos Tratados y Manuales de Derecho Administrativo y de Derecho Constitucional que se estudian en nuestro país contienen numerosas páginas dedicadas a la enseñanza de estos dos principios. Cito, por todas, la monumental obra de Santiago Muñoz Machado “Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público General”, BOE, 4ª ed., 2015. Véanse, en concreto, sus tres primeros tomos dedicados a la “Historia de las Instituciones Jurídico-Administrativas” (Tomos I y II) y a “Los principios de constitucionalidad y legalidad” (Tomo III). Me parece de justicia mencionar también en este lugar, por la importancia que históricamente ha tenido para la formación de tantísimas generaciones de los mejores iuspublicistas españoles y latinoamericanos, el “Curso de Derecho Administrativo” de los profesores Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez. Véase, en particular, su T.I, publicado por Civitas/Thomson-Reuters, 17ª ed., 2015.

(4). Sobre el art. 155 CE son fundamentales los trabajos de Pedro Cruz Villalón (“La protección extraordinaria del Estado”, en el libro colectivo dirigido por Predieri y García de Enterría “La Constitución Española de 1978”, Civitas, 1ª ed., 1980), de Eduardo García de Enterría (“Estudios sobre autonomías territoriales”, Civitas, 1985), de Jesús García Torres (“El artículo 155 de la Constitución Española y el principio constitucional de autonomía”, en el libro colectivo “Organización Territorial del Estado (Comunidades Autónomas)”, T. II, Dirección General de lo Contencioso del Estado, Instituto de Estudios Fiscales, 1984) y de Santiago Muñoz Machado (“Derecho Público de las Comunidades Autónomas”, T. I, Civitas, 1ª ed., 1982; y 2ª ed. 2007 –en Iustel-). En relación con el encaje de este precepto constitucional dentro de la teoría general del Derecho Público de necesidad, puede consultarse mi libro “El estado de necesidad en Derecho Público”, Civitas, 1996.

(5). Precisamente Albert Boadella escribía hace muy pocos días un artículo periodístico muy revelador sobre lo que está pasando en Cataluña, titulado “El sentimiento catalán” (El Mundo, 22 de septiembre de 2017). Decía –y no me resisto a reproducir, aunque sean parcialmente, sus palabras- este expatriado Actor y Dramaturgo, con Mayúsculas, que:

“En definitiva, este es el núcleo del sentimiento catalán que alcanza una mayoría de ciudadanos del territorio regional, aunque -como suele suceder- adquiere mayor radicalidad en la parte rural de dicho territorio. Se adorna con castellers, diseño o exhibiciones pacifistas para encubrir las vergüenzas del odio y la xenofobia, pero la realidad de hoy se nos ha mostrado por fin descarnada. Cuando todavía no habían perdido el pudor lo disfrazaban con una supuesta cultura distinta y otros inventos, pero ha llegado el momento crucial. El momento de la venganza.

La Cataluña como arcadia feliz desprendida de España solo se la imaginan cuatro despistados. Para el resto de la población, no importa que el procés pueda significar ruina, enfrentamiento o un futuro problemático en Europa. La catarsis es irreprimible. Hay que desquitarse. Pasar cuentas. ¿Saben cuál es la diferencia entre el taimado Pujol de los años 80 y los destroyers actuales? Una sutilidad. Simplemente se han quitado la máscara.

Sepan el resto de los españoles tan sensibles al sentimiento catalán que amparan unos sentimientos proclives a la creación de víctimas. Unas por muerte civil y otras por muerte física. Esta clase de sentimiento ha producido en España innumerables víctimas del terrorismo. Esta clase de sentimiento ha tenido gran responsabilidad en las dos guerras mundiales del siglo XX. Millones de víctimas. ¿Bajo semejante advocación vamos ahora a justificar un cambio constitucional pensando que quizás incluyendo el sentimiento singular en forma de desigualdad se soluciona el asunto? El problema es que no es singular. Lamentablemente, su raíz forma parte de lo que el ser humano va mitigando a medida que crece y aprende a dominar sus instintos primarios.

Comprendo a los ciudadanos del resto de España cuando manifiestan su pasmo ante lo que está aconteciendo, aunque tampoco es una novedad. Las comunidades humanas enferman igual que las personas. El atrayente contagio de estos bajos sentimientos es causa de auténticas pandemias que alejan de la realidad a sus afectados. Puedo entender que, desde una democracia, es muy difícil responder seriamente a una ficción, pero no lo agravemos ahora con más ficciones constitucionales”.

Comentarios

Escribir un comentario

Para poder opinar es necesario el registro. Si ya es usuario registrado, escriba su nombre de usuario y contraseña:

 

Si desea registrase en www.iustel.com y poder escribir un comentario, puede hacerlo a través el siguiente enlace: Registrarme en www.iustel.com.

  • Iustel no es responsable de los comentarios escritos por los usuarios.
  • No está permitido verter comentarios contrarios a las leyes españolas o injuriantes.
  • Reservado el derecho a eliminar los comentarios que consideremos fuera de tema.

Revista El Cronista:

Revista El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho

Lo más leído:

Secciones:

Boletines Oficiales:

 

© PORTALDERECHO 2001-2024

Icono de conformidad con el Nivel Doble-A, de las Directrices de Accesibilidad para el Contenido Web 1.0 del W3C-WAI: abre una nueva ventana