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El problema más grave; por Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional

30/05/2017
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El día 30 de mayo de 2017, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Jorge de Esteban, en el cual el autor considera que de nada serviría abrir la boca si las palabras no van acompañadas de medidas ejecutivas que detengan la escalada totalitaria de los nacionalistas catalanes.

EL PROBLEMA MÁS GRAVE

No; no me refiero a la versión clásica del problema catalán, tal como lo diagnosticó hace casi un siglo Ortega y Gasset, y que estos días parece que ha llegado a su paroxismo. Como es sabido, los nacionalistas ya han intentado por tres veces -en 1873, en 1931 y en 1934- la creación de un Estado propio, pero con la salvedad de mantener en las tres ocasiones alguna conexión con el resto de España. En efecto, en 1873 los federalistas José García Viñas y Paul Brousse proclamaron “el Estado catalán federado con la República española”; en 1931, Francesc Maciá, el mismo día que se proclamaba la II República en España, declaró “el Estado catalán, que libremente y con toda cordialidad, pedía a los otros pueblos hermanos de España su colaboración para crear una Confederación de pueblos ibéricos”; y, por último, Lluis Companys, el 6 de octubre de 1934, proclamó el “Estado catalán de la República Federal española”, es decir, un Estado dentro de otro Estado.

Pues bien, en los tres precedentes citados se pueden detectar fácilmente dos singularidades: por una parte, que no se atrevían a romper todos los lazos con España y buscaban así algún nexo de unión; y, por otra, que demostraban una enorme confusión en cuanto al concepto de Estado. Es sorprendente así que estos condicionantes se mantuviesen en el referéndum ilegal del 9 de noviembre de 2014 a través de las dos preguntas que plantearon y que fueron estas: “¿Quiere que Cataluña sea un Estado?” y, en caso afirmativo, “¿quiere que sea un Estado independiente?”. En consecuencia, la gran aportación de los nacionalistas catalanes fue plantear dos preguntas difusas, siguiendo la estela de las anteriores proclamaciones citadas, en las que lo único que quedaba claro en la consulta es que distinguían dos categorías de Estado: el Estado dependiente y el Estado independiente. Distinción de una clara altura intelectual, que rompía con la tradición del Derecho Constitucional y de la ciencia política. En efecto, cuando se utiliza simplemente la palabra Estado, que procede del italiano lo Stato utilizada por Maquiavelo en su clásica obra, lo que se quiere señalar es que todo Estado es soberano e independiente, es decir, que en el orden interno tiene la potestad de imponer sus decisiones a los gobernados y que en el orden internacional no está sometido a ninguna otra autoridad.

Por tanto, hablar de Estado independiente es un pleonasmo pues no hay Estado que no sea independiente. Ahora bien, cuando la palabra Estado va acompañada de algún calificativo como federado o asociado, lo que se está afirmando es que ese Estado no es independiente, porque forma parte de una federación o alianza que impide su total independencia, como ocurre, por ejemplo, con la Unión Europea. Sea como fuere, la cuestión es que en la actualidad nos hallamos ante la versión moderna del problema catalán, lo cual comporta que sea el más grave problema que debe superar España, y debe hacerlo cuanto antes. Por lo pronto, ya ni se usan los mismos medios, ni se busca el mismo objetivo que perseguían en las ocasiones anteriores, aunque como entonces lo que se quiere es doblegar al Estado español. Los dirigentes nacionalistas, con la ayuda de aventureros como Podemos o despistados ideológicos, parecen desear que Cataluña se declare unilateralmente independiente, lo cual provocaría una hecatombe en el resto de España. Parece insólito que, tal y como ha actuado hasta ahora el Gobierno, pudiera ser el primer caso en la Historia en que los gobernantes de una democracia constitucional acusen de “golpistas” a los dirigentes de un territorio del mismo Estado, porque están subvirtiendo el orden constitucional, y, sin embargo, no actúen en consecuencia.

En otras palabras, ante un epíteto de este tipo, el Gobierno, que, según el artículo 97 de la CE, tiene como tarea principal hacer cumplir las leyes y la Constitución, no puede permitir que los gobernantes catalanes actúen al margen de las leyes. Sin embargo, el Govern lleva procediendo así desde hace tiempo, hasta el punto de que se ha llegado a preguntar en sondeos públicos -verlo para creerlo- si en Cataluña hay que cumplir las leyes. No es extraño. Como ya sostuve hace meses en estas páginas, que lo que viene ocurriendo allí es un “golpe de Estado permanente”, al menos desde el año 1983. Está bien, al menos, que ahora varios ministros hablen del golpismo en Cataluña. Pero se supone que tienen preparado ya, para el momento en que den un paso claramente inconstitucional o delictivo, un conjunto de medidas que permite el artículo 155 de la Constitución, el cual muchos opinan que debía haberse aplicado con ocasión del 9-N.

De nada serviría abrir la boca si las palabras no van acompañadas de medidas ejecutivas que detengan la escalada totalitaria de los nacionalistas catalanes. El Gobierno es consciente de que no habrá más remedio que aplicar dicho artículo, llegado el caso, puesto que concurren las dos condiciones que se exigen: que Cataluña no cumpla las obligaciones que la Constitución y otras leyes le imponen, y que la forma de actuar de la Generalitat atente gravemente el interés de España. Por lo demás, no es necesario que este precepto, como dicen algunos, deba ser desarrollado por una ley orgánica, sino que es de aplicación directa, pudiendo ser susceptible de varias interpretaciones de acuerdo con lo que piense el Gobierno y la mayoría del Senado.

Por consiguiente, el Gobierno debe advertir a la Generalitat que actuará de inmediato y de forma resolutiva si se empeña en celebrar un referéndum inconstitucional, o, en su caso, si el Parlament proclama unilateralmente la independencia en 24 horas -algo digno del Guinness-, según una reforma inconstitucional de su Reglamento.

Una de las frases más tontas que he oído, pronunciada por Puigdemont, es la de que “el Estado no tiene tanta fuerza para detener a tanta democracia”. Si el presidente catalán tuviera algunos conocimientos de la historia del pensamiento político, no hubiera dicho semejante estulticia. Por una parte, porque el Estado democrático dispone para su conservación de la coerción legítima y si es necesario usarla, está reglamentada en normas. Y, por otra, utilizar la palabra democracia en sentido general es hoy una falacia en Cataluña. Primero, porque alrededor de la mitad de su población quiere seguir perteneciendo a la nación española y sería una decisión dictatorial que los que los que se consideran una nación catalana se impongan a la otra mitad. El Estado, por consiguiente, no puede dejar inerme a este sector que también vive en Cataluña.

Pero, volviendo al principio, lo que conviene resaltar es que esta versión moderna del problema catalán confirma que ya han aprendido, según el documento de la ley de ruptura que ha circulado, que lo que quieren ahora es un Estado independiente y sin ninguna clase de vínculos con el resto de España, a diferencia de lo que aspiraban en los tres conatos que fracasaron. Sea como sea, el hecho es que al socaire de este vendaval nacionalista, el ahora flamante neosecretario general del PSOE se ha pronunciado por algo insensato. Ha dicho repetidas veces que España es una “Nación de naciones”, lo que está muy bien para decirlo en los mítines, pero que jurídicamente es una barbaridad.

Ciertamente, lo primero que tendría que aclarar es cuántas y cuáles son las naciones que hay en España. En concreto, si Cataluña es una nación (como parece sostener), hay que reconocer en consecuencia sus símbolos nacionales; si se reconocen éstos, hay que aceptar la soberanía del pueblo catalán; si se establece que el pueblo catalán es soberano, hay que adoptar la bilateralidad en sus relaciones con el Estado español; si se acepta la bilateralidad, hay que reconocer que las competencias que regula el Estatut están blindadas y no se pueden modificar; si se blindan las competencias de la Generalitat, hay que asumir en consecuencia que la Constitución ya no rige en ese territorio y que tampoco son válidos los órganos constitucionales comunes, porque habría que crear otros exclusivamente catalanes. Cataluña tendría ya, por tanto, un Estado propio.

Como se ve, pues, la quintaesencia de esta disquisición es que considerar a un territorio como nación, es abrir la puerta a un nuevo Estado. Por eso, si de acuerdo con nuestra Constitución la soberanía nacional reside en todo el pueblo español, no es posible ni reconocer que España es un conjunto plurinacional, ni tampoco que un referéndum de una parte de ciudadanos de una solo comunidad autónoma, se arrogue una decisión que afectaría al conjunto de los españoles.

Ahora bien, pase lo que pase en estos próximos días o meses (ayer se reunieron los nacionalistas para hablar de la fecha y la pregunta del referéndum ilegal), hay una cuestión que está muy clara. El problema más grave que tiene hoy España es que el llamado Estado de las Autonomías ya no es válido para organizar nuestro futuro. Hay que reformar cuanto antes el Título VIII de la Constitución y hay que convencer a la mayoría de los españoles de que existen dos comunidades autónomas que no son iguales a las demás. Se quiera o no se quiera, es así. Por eso, esas dos comunidades, que podrían denominarse cada una Comunidad Nacional (nacionalidad dice el artículo 2 de la CE), tendrían que tener una situación constitucional diferenciada de alguna forma. Pero bien entendido que en toda España los derechos fundamentales serían iguales para todos y que no puede haber más soberanía nacional que la de todo el pueblo español, ni más representación exterior que la clásica de nuestras embajadas.

Hacer un documento racional que exponga estas ideas con rigor jurídico y seriedad política, en vez de esas chapuzas pseudojurídicas de la desconexión de corte totalitario, debería ser el reto de nuestros tres partidos nacionales en diálogo con los intransigentes nacionalistas y otros aventureros, a ver si acaban dándose cuenta de que es más fácil tomar la sopa con la cuchara que con el tenedor.

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