No siempre se han podido juntar los dos sustantivos del título de esta página. Por fortuna, en la España que desde el último cuarto del siglo XX deja atrás, con Juan Carlos I, una alargada experiencia dictatorial, ambos han ido de la mano. Titular de la Corona y régimen de libertades han convergido: el primero contribuyó decisivamente al tránsito de una a otra época, presidiendo después el curso de los acontecimientos en un país renovado, y el afianzamiento de la democracia ha sido factor determinante para la legitimación social de quien asume la máxima responsabilidad del Estado. De un Estado cuya “forma política” será, consecuentemente, la “Monarquía parlamentaria”, según proclama el artículo 1 de la Constitución española de 1978. Un logrado cruce de destinos, podría decirse.
Así lo demuestra la obra de autoría plural que bajo igual título acaba de aparecer (Galaxia Gutenberg, 1.ª ed., abril, 2017), producto de un empeño académico motivado por una doble percepción. Primera, que a no pocas actuaciones con trascendencia histórica en las que Don Juan Carlos de Borbón ha participado activamente, antes y durante su reinado, el paso de los años las ha ido relegando cuando no desdibujando en la consciencia de los españoles; segunda, el riesgo de que al enjuiciar el papel histórico del hoy Rey emérito acabe pesando más lo anecdótico que lo fundamental, o lo privado frente a lo público. Por eso se estudian aquellos ámbitos de actividad que reúnen dos condiciones: relevancia para el interés general y acreditadas contribuciones en cada caso de quien se erige como protagonista. Sin pretender un tratamiento sistemático o, menos aún, exhaustivo, el propósito común de los ocho trabajos reunidos es captar lo más importante. Y sin desconocer lo más problemático o discutible, se hace hincapié en lo que resulta sobresaliente. Solo a la libertad y la verdad debe ser fiel el escritor, dijo alguna vez Camus: un mandato que han tenido muy presente los coautores, todos ellos -Juan Francisco Fuentes, Santos Juliá, Francesc de Carreras, Fernando Puell, Charles Powell, José-Carlos Mainer, Victoria Camps, Javier Gomá y Mario Vargas Llosa, que firma el epílogo- con bien ganado prestigio en sus respectivos campos de especialidad (lo que es extensible, desde luego, a Eduardo Arroyo, autor del retrato original que reproduce la cubierta).
Cada uno de ellos, a su vez, plantea y desarrolla un específico núcleo argumental, a modo de tesis personalmente defendida. La transición a la democracia y el afán modernizador posterior como tarea identificadora de la generación del Rey. Este hará posible una Constitución que, liberándolo de ataduras que se creía bien atadas, le asigna funciones y deberes sin otorgarle poder. La sólida formación castrense y la empatía con los altos mandos militares como clave del buen desenlace del paso de una a otra situación histórica. La preeminente contribución de Don Juan Carlos como embajador de la democracia. Un reinado que contemplará el amplio reconocimiento de libertades individuales y derechos sociales, y el despliegue de la creatividad en diversos campos de la cultura. Una etapa, en fin, que al conseguir la plena homologación de España con sus pares europeos, combatirá convincentemente la supuesta “anomalía” o “excepcionalidad” que tantos le atribuyeron.
Desde la perspectiva de la historia económica, una nota al menos cabe añadir a esa relación de planteamientos centrales. En la evolución de la economía española durante las casi cuatro décadas que suma el reinado, los tres hechos más sobresalientes están estrechamente relacionados con la Corona y con la actuación de su titular: primero, estabilidad; segundo, apertura exterior e internacionalización de nuestro tejido empresarial; tercero, voluntad de acuerdo.
En tanto que vector de integración y garantía de continuidad, la Corona ha sido soporte básico de la estabilidad institucional, y esta ha repercutido virtuosamente sobre la estabilidad económica (también social). En economía, la estabilidad es condición necesaria para el progreso duradero en tanto que aporta confianza, el mejor lubricante de tratos y contratos, de decisiones inversoras y de proyectos de empresa. La estabilidad, a su vez, no es ajena a la apertura exterior de España, que ha ganado interlocución con multiplicados países y presencia apreciada en foros y organismos plurinacionales. La economía española, desde luego, se ha insertado plenamente en el mercado mundial, alcanzando de paso un alto grado de internacionalización empresarial, acaso su rasgo más distintivo, por fecundo, desde el final del decenio de 1980; un logro que ha encontrado firme apoyo y colaboración activa en el Rey. Que también ha contribuido, por estilo y determinación, a la decantación de gobiernos y sociedad civil a favor de la negociación, a favor de la búsqueda de pragmáticas coincidencias en objetivos de interés común; una voluntad de acuerdo que remite a la naturaleza misma del proceso constituyente y al encuentro de soluciones pactadas para afrontar temas sustantivos.
Estabilidad, apertura internacional y el acuerdo como “bien democrático”: tres vértices de un triángulo que han interactuado virtuosamente. El primero facilitará ganar crédito en el exterior, encontrando a la vez en la mejor reputación externa un buen avalista. Por su parte, la predisposición negociadora ha contribuido decisivamente tanto a la estabilidad como a mejorar la imagen de España en el mundo.
Volvamos para terminar al principio. En una Europa que desde la segunda mitad del siglo XX ha conocido una combinación inédita de paz, libertad y prosperidad -por decirlo al modo de Tony Judt-, España no ha dejado de aprovechar la correspondiente alícuota, participando plenamente desde el fin de la dictadura en el avance conjunto por la senda de los derechos y las libertades individuales, del crecimiento económico y de la protección social.
El reinado de Juan Carlos I ha sido el marco temporal, y el Rey no ha sido un mero testigo. La severidad de la crisis que golpea el final y las circunstancias que lo rodearon, desembocando en un relevo -admirable, por lo demás-, no pueden velar el legado positivo que, desde uno y otro plano, nos ha dejado. Apreciarlo como merece incrementará, sin duda, nuestra autoestima para mejor afrontar el tiempo que viene.