Sería un error entender la convocatoria por sorpresa de elecciones solo como una decisión táctica de Theresa May. Es cierto que la primera ministra se desdice de su anterior objetivo de no ir a las urnas hasta 2020 y aprovecha la llamativa ausencia de rival. Pero para May, lo primero es hacer los deberes y ejecutar las decisiones que ya han sido tomadas. Tras el referéndum ganado por los partidarios del Brexit, se da cuenta del fenomenal enredo de poder y derecho internacional que se le viene encima. Busca despejar de los Comunes de gente reticente a su mando y acopiar mediante un refrendo personal una autoridad no heredada.
Quiere además un triunfo personal, una carta más en la manga que facilite la complicada negociación a punto de comenzar. Es una visión coherente, seria, no exenta de complicaciones. La primera ministra ha dicho enseguida dos cosas relevantes sobre los comicios del 8 de junio: no hará debates con sus rivales y se empeñará de forma personal en llamar a cada puerta para conseguir todos los votos posibles. Al decir esto, subraya que la suerte está echada sobre Brexit. Estas no son unas elecciones para discutir la poco delineada estrategia de salida de la UE, sino para fortalecer a la primera ministra, que se ha puesto al frente de una misión muy ardua. También aspira a algo muy importante, conseguir más maniobrabilidad.
A cambio, asume toda la responsabilidad de que su país salga airoso de una partida sin buenas cartas. Al anunciar su implicación total en la campaña para aumentar los apoyos parlamentarios, emula la capacidad épica de Margaret Thatcher como candidata. Dispuesta a convencer uno a uno a cada simpatizante conservador, May ha hecho su primer alegato electoral rodeada de los suyos en Bolton, una de las ciudades más afectadas por el declive económico en el Norte del país. Es el comienzo político del Brexit. Justo cuando George Osborne, el sucesor natural de Cameron, anuncia que abandona el Parlamento, Theresa May hace de la conexión con el votante de a pie su primera fuente de poder.