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El principio de jerarquía de la Fiscalía; por Tomás R. Fernández, catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad Complutense de Madrid y abogado

03/03/2017
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El día 3 de marzo de 2017 se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Tomás R. Fernández en el cual el autor opina sobre la polémica generada en torno a la renovación operada en la cúpula del Ministerio Fiscal.

EL PRINCIPIO DE JERARQUÍA DE LA FISCALÍA

Entre nosotros es habitual resolver a manotazos las cuestiones más delicadas. Así está ocurriendo en este caso con la polémica generada en torno a la renovación operada en la cúpula del Ministerio Fiscal y en un buen número de altos cargos de éste, lo que ha venido a coincidir con las discrepancias producidas, al parecer, entre la Fiscalía y el juez competente a propósito de la imputación del presidente de la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia. Como siempre, el culpable es el Gobierno de turno y, en concreto, el titular de la cartera de Justicia, a quien se acusa de injerencia en la autonomía del Ministerio Fiscal.

Ninguno de los políticos que han formulado tales reproches y de los periodistas que les han servido de altavoz se ha tomado la molestia de leer el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, que regula desde 1981 las delicadas y no siempre fáciles relaciones entre los fiscales y el Gobierno. Si lo hubieran hecho, se hubieran dado cuenta de que las cosas no son tan simples como las presentan y que ni el Gobierno puede imponer sin más sus criterios a los miembros del Ministerio Fiscal, so pretexto de que es a él a quien corresponde elevar al Rey la propuesta de nombramiento del fiscal general del Estado (artículo 124 de la Constitución), ni aquéllos son absolutamente independientes del Gobierno por el hecho de que el artículo 31 del Estatuto Orgánico citado atribuya al fiscal general la competencia para proponer a éste los ascensos y nombramientos para los distintos cargos, previo informe del Consejo Fiscal.

Como no tengo tiempo, ni espacio para explicar aquí el sutil tejido de que está hecho el equilibrio que el Estatuto procura, me limitaré a recordar un episodio importante en la historia constitucional reciente de la carrera fiscal en el que tuve ocasión de intervenir profesionalmente hace ya treinta años por encargo de la Asociación de Fiscales, entonces única representación de aquélla.

Los hechos se desarrollaron así: El 17 de junio de 1983, el fiscal general del Estado, oído el Consejo Fiscal y “de conformidad con lo dispuesto en los artículos 13 y 36.1 del Estatuto del Ministerio Fiscal”, elevó propuesta al ministro de Justicia para cubrir una vacante de fiscal del Tribunal Supremo a favor de determinada persona (los nombres no hacen al caso), que reunía, por supuesto, todos los requisitos establecidos por la Ley. Al ministro no le gustó la propuesta y, sin expresar las razones de su rechazo de ésta, se dirigió al fiscal general del Estado solicitando su informe “sobre condiciones de aptitud e idoneidad” para el desempeño del mismo cargo de otra persona, a la que, una vez evacuado dicho informe, se nombró efectivamente por Real Decreto 2344/1983, de 4 de agosto.

La Asociación de Fiscales decidió recurrir dicho Real Decreto ante el Tribunal Supremo, ya que, no hacerlo, hubiera supuesto aceptar que el Gobierno es absolutamente libre para nombrar a quien quiera, puesto que puede desoír las propuestas del fiscal general del Estado cuando no le gustan y porque no le gustan y nombrar a quien más le acomoda, lo que, de ser así, dejaría en sus manos entera e incondicionalmente la carrera profesional de los fiscales, como lo estuvo en la Dictadura de Primo de Rivera y en la de Franco, bajo el imperio del viejo Estatuto de 1926.

Era evidente que en el nuevo marco de la Constitución de 1978 las cosas no podían ser así. En las Cortes Constituyentes se enfrentaron dos posiciones extremas, la de la absoluta dependencia del Gobierno y la de la decidida autonomía con respecto a éste del Ministerio Fiscal. Ambas fueron desechadas, zanjándose el debate, a propuesta de la UCD, que estaba situada entre ambos extremos, en un sentido intermedio o mixto, que la doctrina italiana llama de dependencia affievolita, es decir, debilitada en el que la dependencia del Gobierno se matiza y compensa con la afirmación de los principios de legalidad e imparcialidad que consagra el artículo 124 de la Constitución, cuyo respeto, igualmente obligado, modera la dependencia, limitando y contrapesando los poderes del Ejecutivo.

El Ministerio Fiscal depende, ciertamente, del Gobierno, que es quien nombra a los fiscales, pero no es una mera criatura suya, ni mucho menos, ya que ha de defender la legalidad de forma imparcial. Para asegurar esa imparcialidad que la norma constitucional exige el Ejecutivo no puede ascenderles con entera libertad, sino a partir de la propuesta del fiscal general, cabeza visible de la Carrera, y oído el Consejo Fiscal, órgano de carácter acusadamente representativo.

Ésta era la importantísima cuestión que en aquel recurso se planteaba. No hubo, sin embargo, ningún pronunciamiento sobre el fondo y el problema quedó por eso irresuelto. No lo hubo porque el Tribunal Supremo optó torpemente por inadmitir el recurso negando a la Asociación de Fiscales la legitimación para interponerlo por Sentencia de 8 de noviembre de 1985, que fue anulada por el Tribunal Constitucional, al que la Asociación recurrió en amparo, mediante sentencia de 25 de febrero de 1987. Ésta acordó la retroacción de las actuaciones al momento inmediatamente anterior a la sentencia anulada para que por el Tribunal Supremo se procediera a dictar otra en la que, reconociendo la legitimación de la Asociación de Fiscales, se resolvieran las demás cuestiones planteadas en el recurso. No hubo lugar a ello, sin embargo, porque la Asociación decidió desistir de éste, lo que dio lugar a que se decretara el archivo de las actuaciones por Auto del Tribunal Supremo de 11 de marzo de 1987.

La historia quedó, pues, incompleta, porque la Asociación de Fiscales prefirió no llevarla hasta el final, pero no por eso es menos instructiva. El ministro de Justicia y el fiscal general del Estado, que son los cauces a través de los cuales se hace efectiva la imprescindible comunicación que ha de mantenerse siempre entre el Gobierno y el Ministerio Fiscal, están obligados a dialogar y, por supuesto, pueden no entenderse, ya que dialogar no garantiza, desde luego, que quienes lo hacen lleguen siempre a un acuerdo.

Es, pues, perfectamente posible que se produzcan fricciones, pero no por ello puede afirmarse sin más que cuando se da una situación de este tipo es porque el Gobierno ha cometido una injerencia en la autonomía del Ministerio Fiscal. El Gobierno puede perfectamente “interesar del fiscal general del Estado que promueva ante los Tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público”, porque así lo autoriza expresamente el artículo 8 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal y el fiscal general puede, a su vez, oída la Junta de Fiscales de la Sala del Tribunal Supremo, resolver sobre la viabilidad o procedencia de las acciones interesadas y, por lo tanto, pronunciarse en contra de lo requerido por el Gobierno “en forma razonada”, como le permite el mismo precepto estatutario.

Corresponde al fiscal general del Estado, dice el artículo 13 del propio Estatuto, proponer al Gobierno los ascensos y nombramientos para los distintos cargos, previo informe del Consejo Fiscal, pero el Gobierno no está obligado a aceptar esas propuestas y podrá, en consecuencia, rechazarlas y solicitar que se le hagan llegar otras diferentes. Nada de esto es escandaloso, ni mucho menos, porque la película no es en blanco y negro, como nos la vienen presentando. Es en colores, en los colores que resultan del juego combinado de informes, propuestas y acuerdos que el Estatuto dibuja en cada caso y, por supuesto, del diálogo y a veces la confrontación que está necesariamente detrás de ese juego.

Antes de acusar de injerencias indebidas o de afirmar autonomías ilimitadas hay que echar una ojeada a las normas aplicables y saber de dónde vienen éstas para no confundir a la gente y no crear alarmas innecesarias.

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