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¿Hay o no libertad de voto?; por Antonio Torres del Moral, catedrático de Derecho Constitucional

03/11/2016
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El día 3 de noviembre de 2016, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Antonio Torres del Moral, en el cual el autor opina que el real funcionamiento del sistema político se basa, hoy más que nunca, en la disciplina de voto que imponen los partidos políticos a sus parlamentarios.

¿HAY O NO LIBERTAD DE VOTO?

El modelo de representación adoptado en los orígenes del constitucionalismo -y que aún perdura en los regímenes democráticos- es el conocido como mandato representativo, según el cual los representantes tienen garantizada su libertad de acción política y de voto en la Cámara sin estar sujetos a ninguna orden ni instrucción. Pero, como es notorio, el real funcionamiento del sistema político se basa, hoy más que nunca, en la disciplina de voto que imponen los partidos políticos a sus parlamentarios. Así pues, la democracia representativa se asienta sobre dos ruedas que marchan en direcciones diferentes. Esta contradicción interna, sumada a otros muchos factores cuyo análisis no vamos a hacer en este artículo, ha terminado por provocar un elevado grado de insatisfacción en los ciudadanos. Las críticas se dirigen unas veces a las potentes maquinarias de los partidos políticos, que casi llegan a anular a los parlamentarios, y otras veces a éstos porque desatienden las directrices de aquéllos.

Hace un par de semanas me preguntaba yo en este mismo medio: ¿qué fue del mandato representativo? Y unos días más tarde, coincidiendo con la segunda votación de investidura, publicó el profesor Jorge de Esteban, compañero, amigo y muy competente en estas lides por tantas razones, una extensa reflexión sobre dicho problema cuyo título, No hay libertad de voto, es muy expresivo de su contenido y conclusión: “Aquí no vale ningún tipo de objeción de conciencia: o se acepta lo que han decidido los órganos del partido, o se renuncia al acta, sabiendo que se está contribuyendo a la autodestrucción del PSOE”. En los siguientes párrafos trato de reflexionar sobre este asunto, que es central en la democracia representativa.

En primer lugar, si no hay libertad de voto, no habría necesidad de haber celebrado la sesión de investidura, toda vez que se conocería de antemano el resultado y no habría hecho falta montar la duplicada escenografía del Congreso de los Diputados, con lo que se habría conseguido disminuir el gasto económico y el desgaste político, que ha sido muy alto. Pero lo prohíbe el artículo 79.3 de la Constitución: “El voto de senadores y diputados es personal e indelegable”. De otra parte, que hay libertad de voto, aunque ordinariamente esté muy condicionada, ha quedado empíricamente demostrado, puesto que un puñado de diputados socialistas la ha ejercido desobedeciendo a su partido y votando conforme a los dictados de su conciencia (digámoslo así) sin desprenderse de sus actas. Y finalmente, que la desafección de dichos diputados signifique o no la destrucción del PSOE, más que un argumento jurídico es una valoración política que seguramente habrá pesado en el ánimo de dichos parlamentarios, porque son socialistas, pero no lo suficiente para quebrar su voluntad de votar contra las directrices del partido.

Por otra parte, tiene interés que se hayan producido al respecto dos conductas diferentes: en la primera sesión, Pedro Sánchez y los diputados disidentes (con todo el partido o el partido con ellos) votaron no a la investidura de Mariano Rajoy; pero, como había una orden de abstenerse en la segunda sesión, aquél no asistió y dimitió como diputado, mientras que los demás disidentes también desoyeron al partido pero han continuado en sus escaños. Pues bien, la Constitución respalda ambas opciones en su artículo 67.2, que consagra la libertad de diputados y senadores en toda su actuación parlamentaria. Los miembros de las Cámaras apenas hacen uso de esta libertad porque se ajustan a la disciplina del partido, pero esto no hace del precepto constitucional “una fórmula vacía” o “un absoluto eufemismo”, como con cierta exageración escribe el profesor De Esteban, sino que, por el contrario, es una garantía de imprescindible cumplimiento cuantas veces un diputado decida actuar libremente, como sucede ahora.

El quid de este problema, que dura ya dos siglos, reside en la enorme distancia existente entre los hechos y el Derecho, así como entre los argumentos políticos y los jurídicos. Por eso, cabe imaginar que la actual autoridad del PSOE se dirija a esos diputados disidentes reclamándoles la entrega de sus actas como gesto de responsabilidad política, pero no que la exija jurídicamente por la sencilla razón de que no podría apoyar dicha exigencia en ningún argumento concluyente en Derecho. Más aún: si el PSOE encontrara en tal envite el respaldo de la Presidencia y de la Mesa del Congreso y se diera de baja, de oficio, a tales diputados, éstos contarían con el inequívoco amparo del Tribunal Constitucional, que los repondría en sus escaños.

Por eso el partido y el correspondiente grupo parlamentario pueden adoptar algunas medidas políticas contra los diputados disidentes en tanto que militantes del partido o miembros del grupo, como, por ejemplo, aplicarles -ya lo están haciendo- sanciones económicas -multas- o políticas -pérdida de los cargos en el partido o en el grupo-, porque todo ello se realiza en el ámbito interno del partido y del grupo parlamentario. Pero no pueden destituirlos como diputados, ya que los partidos y los grupos parlamentarios son asociaciones privadas investidas de funciones públicas y no tienen competencia para nombrar ni destituir formalmente a los titulares de cargos estatales; menos aún pueden tomar medida alguna contra los dos diputados independientes que se han sumado a la indisciplina, porque apenas tienen poder coercitivo sobre ellos.

El problema, por tanto, sigue en pie: el sistema está jurídicamente construido sobre el mandato representativo o libertad de actuación y de voto de los representantes, sean concejales, diputados o senadores, pero, de hecho, funciona sobre el mandato de partido en casi el cien por cien de las ocasiones. En esa contradicción estamos y seguiremos estando mientras no tengamos imaginación suficiente para hallar una solución en la que converjan la práctica política y la norma jurídica. Andando el tiempo, es probable que la solución sea prescindir constitucionalmente del mandato representativo y montar todo el funcionamiento político sobre los partidos. Mucho menos probable es la solución inversa: prescindir de los partidos y dejar a los representantes políticos en una omnímoda libertad, dejándolos a la intemperie y a merced de los poderes fácticos, sean sociales o económicos; evidentemente retrocederíamos varios siglos en el asentamiento de una correcta representación política y, para remediar el problema, habría que reinventar los partidos u otras organizaciones similares. En fin, en cuanto a una eventual y acaso deseable solución intermedia, se hacen tanteos, pero no podemos aventurar su generalización a corto o a medio plazo.

Entre las medidas que se manejan en algunos círculos políticos destaca el voto revocatorio, esto es, la posibilidad de que la ciudadanía, convocada al efecto, vote la continuidad o cese de un representante político en un momento intermedio de la legislatura o de su mandato. Sin embargo, este procedimiento ha servido hasta ahora más como parche que como solución y no ha tenido una aceptación generalizada. No cuenta además con antecedentes presentables al ser adoptado por la Unión Soviética y por los países sujetos a su dominación, además de que su funcionamiento fue harto deficiente, políticamente muy sesgado y aplicado preferentemente a representantes locales y muy poco a diputados del Soviet Supremo. Por lo demás, su reciente incorporación al constitucionalismo de ciertos países iberoamericanos está todavía por ofrecer resultados elocuentes. Para conseguirlo debe estar revestido de garantías suficientes a fin de que el representante no dependa de las maniobras de los partidos, ni del propio -que puede tener interés en prescindir de él- ni de los adversarios. Pero éste es ya otro problema.

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