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El primer monarca de la cristiandad; por Juan Carlos Domínguez Nafría, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y Rector honorario de la Universidad CEU San Pablo

19/10/2016
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El día 19 de octubre de 2016, se ha publicado en eldiario ABC, un artículo de Juan Carlos Domínguez Nafría, en el cual el autor considera que hoy, a quinientos años de apagarse el genio político de Fernando, hay quienes amenazan con una especie de Brexit neomedieval para devolvernos a la divisio regnorum propia de aquellos siglos.

EL PRIMER MONARCA DE LA CRISTIANDAD

España debe recordar a Fernando II de Aragón y V de Castilla en este quinto centenario de su muerte, pues falleció en la localidad cacereña de Madrigalejo el 23 de enero de 1516. Un “maestro del arte de reinar”, según Gracián, cuya conmemoración no creo que haya tenido la entidad y repercusión que merecía. Algo que produce cierto desánimo, porque deberíamos hacer mucha más pedagogía de la Historia que une a los españoles.

La figura del Rey Fernando es un gran símbolo de nuestra unidad política, pero también fue el monarca más importante de su tiempo renacentista. Maquiavelo escribió de él: “Nada hace tan estimable a un príncipe como las grandes empresas y el ejemplo de raras virtudes. Prueba de ello es Fernando de Aragón, actual rey de España a quien casi puede llamarse príncipe nuevo, pues de rey sin importancia se ha convertido en el primer monarca de la Cristiandad”.

Se ha escrito mucho en torno a la inspiración que su ejercicio político produjo sobre la doctrina del diplomático florentino. Sin embargo, un contradictor de la razón de Estado maquiavélica, como lo fue el padre Mariana, dijo de Fernando: “Príncipe el más señalado en valor, justicia y prudencia. Espejo, sin duda, por sus grandes virtudes, en que todos los príncipes de España se deben mirar”.

A la excepcional dimensión histórica de Fernando sólo hay otra figura capaz de hacerle sombra. Precisamente la de una mujer, su esposa, Isabel I de Castilla. Aquella unión se celebró por conveniencia política, pero también hubo amor conyugal: “Algún día tornaremos en el amor primero”, escribe Fernando ante los celos fundados de Isabel. En tanto que al morir la Reina, en 1504, manifestó: “El dolor me atraviesa las entrañas”. Y por la voluntad de ambos, sus cuerpos reposan juntos en la Capilla Real de Granada.

Dos reyes con personalidades muy distintas que compartieron coronas desiguales: la de Aragón, compleja y pactista; y la de Castilla, mucho más poblada, poderosa y autoritaria; pero gobernadas con una sola voluntad, según Pedro Mártir de Anglería: “Dos cuerpos animados por un solo espíritu, regidos por un solo pensamiento y un solo alma”. Imagen tal vez mitificada, pero que no dejó de ser realidad gracias al ejercicio de una prudencia constante.

No fue fácil mantener la concordia en aquel trono complejo, pero sus frutos fueron extraordinarios, de tal forma que se les considera fundadores del Estado Moderno. Pacificaron sus reinos, concentraron el poder en la Corona, sometieron a los señores, completaron la Reconquista, se repartieron con Portugal un mundo aún desconocido, establecieron los fundamentos del mejor ejército de Europa, reorganizaron eficazmente la administración y las finanzas, fortalecieron el principio de legalidad en su gobierno y, sobre todo, supieron elegir buenos oficiales y expertos letrados, porque “las leyes más santas sin jueces dignos, son frutos cadavéricos de la razón difunta”, como escribió algunos años más tarde Domingo de Soto. Una normativa legal que acogió en muchos casos concepciones sorprendentemente avanzadas de la dignidad humana.

Es difícil distinguir la aportación de uno y otro en este proyecto unificador, aunque sin duda la política exterior fue más fernandina. Sus instrumentos eran entonces los matrimonios principescos, la guerra y la diplomacia; y Fernando supo manejar los tres como auténtico maestro.

Aquel proyecto político de los Reyes Católicos, ejecutado de forma racional y metódica, también surgió de la necesidad de fortalecer la defensa común de los distintos reinos españoles. Es cierto que Fernando aportó una visión aragonesa más mediterránea y antifrancesa, pero no lo es menos que Castilla la asumió con plenitud de espíritu, dinero y armas, aportando, por ejemplo, a las campañas del Rosellón e Italia más del 85 por ciento de los costes y la inmensa mayor parte de los ejércitos y armadas. Sin embargo, aquellas campañas ya no defendían un proyecto exclusivamente aragonés, sino español, que a punto estuvo de malograrse, porque su gran debilidad era que sólo podía culminar con un heredero.

En esto escaseó la fortuna. Sobre todo por la muerte de Miguel de Paz, nieto de los Reyes Católicos, que durante algunos meses de su corta vida ostentó los derechos hereditarios sobre las Coronas de Castilla, Aragón y Portugal.

También es cierto que pudo ser peor. Sobre todo si Fernando, desconfiado de su yerno Felipe, hubiera tenido descendencia de Germana de Foix, a la que se unió en segundas nupcias como consecuencia de una pragmática alianza con Luis XII de Francia. Con ella ganaba Nápoles para Aragón y mejoraba expectativas con respecto al trono de Navarra, pero a costa de alejarse de Castilla.

Finalmente la unificación dinástica se concretó en Carlos I, aunque el Rey Católico hubiera preferido no vincular los destinos de España con el Imperio. Y no le faltaba visión de futuro, porque esta herencia europea lastró a la Monarquía española durante dos siglos.

Siempre resulta fácil dejarse arrastrar por el tono épico de estas figuras y de aquellos tiempos, sobre todo mientras se escucha alguna cantata palaciega de Juan de la Encina. Sin embargo, semejante banda sonora también debería estar acompañada por el ruido constante de los cañones, picas y arcabuces, y por el lamento de quienes padecieron la intolerancia. Una intolerancia que se practicó en todas partes, porque fue el signo de estos tiempos recios, en los que forzosamente había que profesar la religión del príncipe. Por eso la decisión de expulsar a los judíos en 1492 no obedeció a causas raciales. Es más, el mismo Fernando posiblemente tuvo alguna antepasada hebrea, como tampoco fue obstáculo tener sangre judía para formar parte del círculo de colaboradores más próximo a los Reyes.

Hoy, a quinientos años de apagarse el genio político de Fernando, hay quienes amenazan con una especie de Brexit neomedieval para devolvernos a la divisio regnorum propia de aquellos siglos. Retroceso histórico absurdo, que interrumpiría bruscamente nuestro actual modelo de convivencia. Mejorable, desde luego, pero el más libre, justo y próspero que nunca hayamos disfrutado los españoles: los de la Corona de Castilla, los de la Corona de Aragón y los del Reino de Navarra.

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