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Un serial interminable Corrupción; por Alejandro Nieto, Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

21/01/2013
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El día 20 de enero de 2013, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Alejandro Nieto, en el cual el autor considera que el remedio de la corrupción no es la represión de los corruptos sino que hay que apuntar más alto, a donde de veras está el mal, para prevenirlo de una vez por todas.

UN SERIAL INTERMINABLE CORRUPCIÓN

La corrupción está ahí, en todas partes, entre nosotros, cada vez más extendida, imparable, triunfante, todo lo mancha y a todos salpica. Cada día se exhibe en la primera página de los periódicos; a diario se nos sirve un escándalo. Es un serial interminable, cuyo desarrollo y fin se conoce de antemano: mucho ruido y pocas nueces. Torres de denuncias y para terminar el silencio y el olvido. Al día siguiente vuelta a empezar para repetir lo mismo.

Antes, al menos, los escándalos sacudían la opinión pública. Ahora es peor porque la cotidianeidad ha cansado hasta a los más curiosos. La historia, de puro repetida, ya aburre. Para llamar la atención es preciso aumentar el atractivo, hacer los episodios cada vez más picantes de tal manera que afecten a algún famoso televisivo, a un político de primera fila, a la Casa Real y, a ser posible, con incidentes de faldas. Sin un morbo añadido la corrupción ha perdido su interés. El fenómeno se ha trivializado, que es lo peor que podía suceder. Porque lo verdaderamente grave no es la corrupción en sí misma sino las reacciones que produce su denuncia.

La reacción social, acabamos de verlo, es la indiferencia y el hastío y se cierra con la resignada constatación de que “todos son iguales” y de que nada se puede hacer, que es un modo de justificar que nada se quiere hacer. La reacción policial es institucionalmente servil y deprimente para los individuos honestos. Porque los policías conocen millares de casos de corrupción y por lo común les ordenan que miren para otro lado, mientras que en algunos casos les encarecen que investiguen hasta el fondo sin reparar en la ilegalidad de los medios que hayan de emplear. Así se elaboran cientos de expedientes que las autoridades guardan para utilizarlos -como amenaza o como castigo- cuando y contra quien consideren oportuno. En los sótanos de los juzgados se almacenan centenares de sumarios que van recogiendo polvo año tras año y cuando algún día se despiertan ya es demasiado tarde. Pasividad que, a diferencia de la de los policías y los fiscales, no está justificada por la jerarquía: ellos sabrán por qué obran así.

La reacción electoral es bien conocida: los candidatos más corruptos, e incluso condenados, son reelegidos si vuelven a presentarse. Y la reacción de los políticos no es menos sonrojante. Los partidos protegen a los manchados y no puede ser de otra manera puesto que con frecuencia éstos actúan por su orden y en su beneficio. Ni castigo individual ni prevención general. ¿Quién va a querer cortar en su propia carne?

En definitiva, el corrupto es un salteador de caminos a quien aseguran la impunidad los hermanos de su cofradía -políticos, policías, inspectores, fiscales y jueces- con los que reparte el botín a la vista y ante la indiferencia del público. Aquí paz y después gloria.

Apurando las cosas, los culpables de la corrupción no son sus autores materiales -a veces simples rateros y a veces delincuentes de altos vuelos- sino los coautores tapados, los cómplices complacientes, los beneficiarios innumerables, los investigadores cegatos, los represores dormidos y en último extremo, y sobre todo, los espectadores indiferentes. De una manera o de otra todos somos culpables. La deseada regeneración no debe apuntar, pues, a los corruptos directos, porque si uno se elimina vendrán diez a ocupar su puesto, sino a los encubridores y a los beneficiarios por muy altos que estén. De ellos no cabe esperar nada pues es lógico que no quieran apagar la hoguera en la que se están calentando.

El remedio de la corrupción no es la represión de los corruptos sino que hay que apuntar más alto, a donde de veras está el mal, para prevenirlo de una vez por todas. La regeneración ha de partir de la propia sociedad y tendrá lugar el día en que ésta de un puñetazo en la mesa y diga basta. Todo lo demás es andarse por las ramas. Ahora bien, ¿cómo y cuándo podrá lograrse esto? ¿Habrá alguien capaz de despertar al gigante dormido? ¿Qué tendrá que suceder para que éste se levante? Es posible que mi sugerencia no pase de ser un pío deseo.

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