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El poder judicial y la Constitución; por Jorge de Esteban, Catedrático de Derecho Constitucional

21/02/2012
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El día 21 de febrero de 2012, se ha publicado en el Diario el Mundo, un artículo de Jorge de Esteban, en el que el autor opina acerca de la reforma que plantea el Ministro de Justicia, respecto al modo de elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial. Transcribimos íntegramente el texto de dicho artículo.

EL PODER JUDICIAL Y LA CONSTITUCIÓN

En el mes de febrero de 1985, el entonces portavoz del grupo popular, Ruiz-Gallardón, declaró ante la reforma que introducía la nueva Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) respecto al modo de elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, que era inconstitucional <<de la cruz a la fecha>> y que, por lo tanto, su grupo pensaba presentar un recurso de inconstitucionalidad, como así haría después.

Ruiz-Gallardón se lamentaba de que una ley tan importante como era esa, se hubiese aprobado por medio del <<rodillo>>, esto es, de la mayoría absoluta de que disponía el Gobierno socialista de Felipe González, en lugar de haberse consensuado con la oposición, como había ocurrido en otros casos, y como exigía la naturaleza de esta ley. Por lo demás, aprovechaba para exponer así la diferencia entre las dos concepciones enfrentadas: <<la socialista, que desea una dependencia del poder judicial respecto del Ejecutivo, y la nuestra, que propone dejar en manos del órgano del gobierno fuertes dosis de autonomía para que haya una independencia auténtica>>.

En efecto, la Constitución en su artículo 122.3, y la Ley Orgánica del Consejo General del Poder Judicial (LOCGPJ) de 1980, que tuvo que aprobarse con urgencia para poder formarse el Tribunal Constitucional, en sus artículos 7 y 8, dejaban bien claro que de los 20 miembros que componen este órgano, sólo ocho, cuatro por cada Cámara, deberían ser nombrados por las Cortes. Los 12 restantes serían elegidos <<entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales en los términos que establezca la ley orgánica>>. Ahora bien, para entender lo que sucedería después en esta materia, conviene acudir al momento constituyente. La Constitución establecía un régimen parlamentario basado en una separación atenuada de poderes, por lo que no cabía aplicar en nuestro caso, de manera mecánica, la doctrina clásica de Montesquieu. Por supuesto, se debe mantener que es necesaria la separación entre el poder ejecutivo y el judicial, pero el poder legislativo, o más concretamente la mayoría parlamentaria en que se sustenta el Gobierno, se acaba fundiendo con él. Por consiguiente, cabría hablar únicamente del contrapoder de la oposición, pero no del poder legislativo en su conjunto.

Sea lo que fuere, la Constitución reconoce como único poder unitario al judicial, puesto que cumple dos funciones esenciales en un sistema descentralizado, como es el vigente. En efecto, por un lado, el Estado de las Autonomías ha dado lugar a que existan 17 Gobiernos y 17 Parlamentos de las comunidades autónomas, pero la concepción que se desprende de la Constitución es que esta descentralización gubernamental y legislativa queda embridada por el poder judicial, compuesto por jueces y magistrados independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley y que se integran en un solo cuerpo. Lo cual es lógico porque es el único poder, al margen de ideologías partidistas, que vértebra realmente a España. Y, por otro lado, su importancia se debe también a que se le puede considerar, especialmente, como el guardián del artículo 14 de la Constitución, que dice que todos los españoles son iguales ante la ley. Por supuesto, ese precepto obliga tanto al Gobierno como a las Cortes, pero es el poder judicial el que debe vigilar porque en todo el territorio nacional no haya ningún tipo de desigualdad ante la ley entre los ciudadanos españoles. Por eso, no cabe descentralizar este poder, ya que inevitablemente conduciría a crear diferencias entre los españoles de una misma nación.

Ahora bien, para llevar a cabo estas dos funciones primordiales, era necesario garantizar la independencia de los jueces y magistrados frente a los demás poderes, pues su única dependencia, que debe ser absoluta, es frente a la Constitución ' y a la ley. Lo que viene a significar que sería imposible hablar de un auténtico poder judicial, si se viese contaminado por la política partidista. Precisamente esa idea fue la que llevó a los constituyentes a definir al poder judicial como el único poder reconocido como tal en la Norma Fundamental, y a construir un órgano autónomo que asumiese las funciones de gobierno del mismo.

Se copió un modelo que ya había sido adoptado por las Constituciones de Italia de 1948 y de Francia de 1958. Nacía así el Consejo General del Poder Judicial, aunque, en el proceso constituyente, se debatió si la forma de elección de sus miembros debía ser regulada en la Constitución o, por el contrario, convenía dejarlo para que lo hiciese una ley orgánica, que era la tesis de la UCD. Sin embargo, los representantes de los otros partidos que formaban parte de la ponencia, y, especialmente, Peces-Barba, representante del PSOE, eran partidarios de constitucionalizar la forma de composición del Consejo, como así ocurrió después. Ahora bien, se dejó claro que 12 de los miembros, serían elegidos a propuesta y en representación de las distintas categorías de las carreras judiciales, y los ocho restantes por las Cortes.

Ciertamente, en una primera versión de la misma se mantuvo la fórmula de la Constitución y de la LOCGPJ, pero cuando se debatía en el Senado, J. M. Bandrés fundador y miembro de Euskadisko Ezkerra, presentó una enmienda (¿a cambio de qué?) en la que todos los nombres de los 20 consejeros debían ser propuestos por las Cortes, lo que evidentemente iba en contra de lo que señala la Constitución. Sin embargo, la enmienda fue aprobada sin debate en el Senado y asumida después por el Congreso de los Diputados, cuyo presidente era en esos momentos Gregorio Peces-Barba, el cual veía así cumplido su viejo deseo y sin haber arriesgado nada. Miel sobre hojuelas. Si el PSOE la aceptó de buen grado, no fue, como sostenía Peces-Barba, por el temor al corporativismo judicial, sino por otras dos razones diferentes. Por un lado, porque en esos momentos, a diferencia de los poderes legislativo y ejecutivo, el poder judicial, con la llegada de la Constitución, no partía de cero, sino que en su seno seguía habiendo bastantes jueces y magistrados franquistas. Y, en segundo lugar, porque a partir de ese momento se acabaría la independencia de los jueces y magistrados, ya que todos los miembros del órgano de gobierno del poder judicial quedaba en manos de los políticos, incluso aunque se quiso reducir esa pueda servir como excusa del prejuicio que mantenía el PSOE, no justifica en modo alguno que sirviese para que se perpetrase el primer atentado grave a nuestra Constitución.

Este entuerto sólo lo podía solucionar el Tribunal Constitucional, que para eso se había creado y, como era de esperar, el PP, fundado por Fraga, fue consecuente con lo que éste había defendido en la ponencia constitucional. Pero aquí nos encontramos con otro grave error, por llamarlo así, cometido precisamente por el órgano encargado de vigilar por la constitucionalidad de las leyes. Con la reforma que establecía la LOPJ, se habían puesto las bases para la politización de nuestra justicia, pero con la actuación del Tribunal Constitucional, que ya había cometido una primera equivocación con la sentencia de Rumasa, se comprobó que la politización no afectaba sólo a los jueces y magistrados, sino incluso al propio Tribunal Constitucional. Su sentencia de 29 de julio de 1986 desestimó el recurso de inconstitucionalidad que había planteado el PP pero demostrando un evidente complejo de culpabilidad y siendo consciente de la interpretación que se daba ahora al artículo 122.3 de la CE, señalaba que existe la probabilidad de que ese procedimiento de elección de los miembros del Consejo pueda llevar a una interpretación disconforme con la letra y el espíritu de la Constitución, <<aunque no es fundamento bastante para declarar su invalidez, ya que es doctrina constante de este Tribunal que la validez de la ley ha de ser preservada cuando su texto no impide una interpretación adecuada a la Constitución>>. En otras palabras, el Tribunal Constitucional se ponía la venda antes de que se produjese la herida. Pero la herida se acabó produciendo y no sirvió de nada la venda.

Desde entonces ha transcurrido más de un cuarto de siglo, periodo en que ha estado vigente un precepto inconstitucional, demostrándose que la famosa sentencia funeraria pronunciada por Alfonso Guerra, se acabó haciendo realidad, pues el poder judicial ha estado mediatizado por el poder legislativo y, en último término, por el ejecutivo.

Por eso, hay que felicitarse de que el ministro de Justicia, hijo de José María Ruiz-Gallardón, que fue quién denunció esta tropelía, como he dicho al principio, haya prometido enderezar lo que su padre denunció tan certeramente, retornando las aguas judiciales a sus cauces constitucionales. Pero, dicho esto, habría que plantearse la conveniencia de mantener o no las asociaciones profesionales de los jueces, magistrados y fiscales. Pues de nada serviría acabar con la intromisión de los partidos en el nombramiento de los jueces, si dejamos que se mantengan sus correas transmisoras, aunque hay que recordar que más de la mitad de los jueces y magistrados no pertenecen a ninguna asociación.

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