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  • EDICIÓN DE 17/03/2006
 
 

ESE PODER TERRIBLE ENTRE LOS HOMBRES; por Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

17/03/2006
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ESE PODER TERRIBLE ENTRE LOS HOMBRES

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Llevamos más de dos semanas escuchando los más dispares y hasta antitéticos pareceres sobre la obligatoriedad de comparecencia del presidente del Consejo General del Poder Judicial -que lo es también del Tribunal Supremo- ante la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados. La verdad, me había hecho a la idea de no escribir al respecto, pero a la vista del desarrollo de los acontecimientos, y hasta de las opiniones vertidas, no me resisto a realizar algunas reflexiones.

Primera. El Consejo General del Poder Judicial es un órgano constitucional. Un órgano que, de conformidad con la doctrina publicista más contrastada, se encuentra expresamente reconocido en el texto de la Constitución (artículo 122. 2); está situado en el vértice de la organización del Estado; es, incluso, consustancial a nuestro sistema político; y, lo que ahora es más relevante, incardinado en relaciones de estricta paridad con los demás órganos constitucionales (Corona, Tribunal Constitucional, Gobierno y, por supuesto, Cortes Generales -Congreso de los Diputados y Senado-). Dicho de otra manera, el Consejo General del Poder Judicial no se halla supeditado al Parlamento, por más que éste, y es cierto, disfrute de un plus de legitimidad democrática, y hasta de cierta autoritas, en la medida en que las Cortes Generales “representan al pueblo español” (artículo 66. 1) y sus miembros son elegidos por éste (artículos 68. 1 y 69. 2).

Otra cosa diferente es la valoración ciudadana de su no presencia o la posible sanción política de dicha negativa, esto es, aquella que no afecta a consideraciones de juridicidad, sino de oportunidad y conveniencia. Y aquí sí, efectivamente, tal conducta puede ser enjuiciada de forma controvertida; pero de ahí a hablar de rebeldía institucional, hay un trecho imposible de traspasar con la Constitución en la mano.

Segunda. En efecto, el artículo 109 de la Constitución prescribe que “Las Cámaras y sus Comisiones podrán recabar, a través de los Presidentes de aquéllas, la información y ayuda que precisen del Gobierno y de sus Departamentos y de cualesquiera autoridades del Estado y de las Comunidades Autónomas”, aunque de su lectura no se puede extraer la conclusión, sin más, de la imperatividad de la frustrada comparecencia en lo atinente, como veremos, a competencias específicamente judiciales.

Tercera. El control parlamentario, uno de los rasgos ineludibles en todo estado democrático de Derecho, y de manera especial en aquéllos configurados como un régimen parlamentario, como es el nuestro (artículo 108), es aplicable respecto de las conductas del Gobierno y de las Administraciones Públicas. Pero no procede respecto de las atribuciones jurisdiccionales, pues éstas son exclusivas, por expreso mandato constitucional, de los jueces, magistrados y tribunales: “La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del Poder Judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley” (artículo 117. 1). Si el juez es, decía el mismísimo Montesquieu, “la boca muda que pronuncia las palabras de la ley”, éste habla, precisamente, por sus resoluciones y, de forma especial, por sus sentencias. Así las cosas, tendría razón el presidente del Consejo -que ha visto refrendada su posición por la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo- en negarse a explicar el criterio de “aplicación de la ley en las penas impuestas por delitos de terrorismo”. Por lo demás, tampoco el Derecho comparado conoce presencias indiscriminadas, pues las comparecencias o hearings, como en Estados Unidos, son previas a la designación de los magistrados y jueces.

Unas materias en las que no cabe, por tanto, ni justificación ni exégesis de los criterios jurisdiccional interpretativos, rendición de cuentas, y menos coparticipación en la función judicial por otro órgano del Estado, aunque se trate del Congreso de los Diputados. Amén de otras razones complementarias esgrimidas desde el Consejo: que en un posible pronunciamiento judicial posterior en que pudiera intervenir el presidente -demandas, por ejemplo, de responsabilidad civil de presidentes y magistrados de Sala-, éste quedaría afectado por contaminación; que no caben explicaciones añadidas al margen de los argumentos descritos en las sentencias; y, por supuesto, la imposibilidad de precisar juicios de aprobación o rechazo sobre los criterios hermenéuticos seguidos. Otra cosa es la presencia, desde 1981, del presidente del Consejo para presentar la Memoria Anual, en cuanto que acto de rendición de cuentas, sobre las necesidades de la Administración de Justicia, ya que esta actividad afecta a los medios personales y materiales recibidos, pero no a la función jurisdiccional. No hay pues control parlamentario, sino marco de colaboración entre poderes del Estado.

Cuarta. El ambiente de tensión entre el Gobierno/Congreso de los Diputados y el Consejo General del Poder Judicial -las discrepancias sobre la ley reguladora del matrimonio entre personas de mismo sexo, sobre la reforma del Estatuto de Cataluña, sobre la futura revisión en la ley de Enjuiciamiento Criminal de las competencias de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, así como sobre el futuro funcionamiento y estructura del propio Consejo General del Poder Judicial, ahora que se aproxima una muy compleja renovación del máximo órgano de gobierno de los jueces- impide lo que en una situación de normalidad se debía haber producido: la comparecencia de su presidente. En este contexto de interpretaciones interesadas, y hasta de desafortunadas descalificaciones, las argumentaciones esgrimidas no pasan de ser disquisiciones semánticas: si se trata de una mera solicitud de información; si tal presencia no implica fiscalización, ni control efectivo; que se satisfaga, al menos, la comparecencia, aunque no se brinde la información; o la presentación del presidente por razones estrictamente pedagógicas. Y una aclaración añadida: el presente supuesto no es asimilable a la reciente comparecencia del fiscal general del Estado, que es nombrado por el Ejecutivo, está sometido al Gobierno por criterios de dependencia jerárquica (artículo 124. 4 CE y artículos 2, 23, 25, 26 y 29 del Estatuto del Ministerio Fiscal de 30 de diciembre de 1981), y que no es, de ninguna manera, miembro del Poder Judicial.

Y si ustedes se preguntan el porqué de tan diferente trato constitucional, la razón es de propio fuero: una consecuencia del principio de separación de poderes. Un sistema de checks and balances donde las Cortes Generales aprueban las leyes (artículo 66. 2), el Gobierno las ejecuta (artículo 97) y el Poder Judicial las aplica (artículo 117. 1). Por esto, las palabras del reseñado Montesquieu acerca de la naturaleza del Poder Judicial siguen siendo, al menos para el Gobierno, de máxima vigencia: “Un poder terrible entre los hombres”. El único poder, por cierto, al que la Constitución calificó como tal, abriendo su Título VI. Y es que, como señala Loewenstein, “la independencia de los jueces en el ejercicio de las funciones que le han sido asignadas y su libertad frente a todo tipo de interferencia de cualquier otro detentador del poder, constituye la piedra final en el edificio del Estado democrático constitucional de Derecho”.

Aunque, sea como fuere, lo que no deja de ser triste es la descarnada pugna entre poderes del Estado -abierta desde hace ya demasiado tiempo-, y lo que ésta transmite de inevitable desprestigio de sus instituciones. A mí, como a todo ciudadano, me hubiera gustado ver acudir, ¡claro que sí!, aun por razones de simple correttezza costituzionale, al presidente del Consejo. Hay que preservar siempre la colaboración institucional. Pero también tengo claro que el momento político la hace problemática.

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