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INGENIERÍA CONSTITUCIONAL; por Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

23/01/2006
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Ayer, día 23 de enero, se publicó en el Diario ABC, un artículo del Pedro González-Trevijano, en el cual el autor opina sobre el reconocimiento de la palabra nación en el Preámbulo del Estatuto de Autonomía para Cataluña y la asunción del catalán como lengua oficial. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

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INGENIERÍA CONSTITUCIONAL

Nadie pone en entredicho que gran parte del progreso tecnológico y de la transformación del mundo en estos, sobre todo, últimos ciento cincuenta años, debe mucho al desarrollo de las ingenierías. Pues bien, esta ejemplar labor de mejora de nuestras condiciones de habitabilidad -donde resaltan los emblemáticos nombres de Gustave Eiffel, Ernest Werner von Siemens, Orville y Wilbur Wright, Rudolf Diesel, Thomas Alva Edison o Guillermo Marconi y, entre nosotros, los de Agustín Betancourt o Leonardo Torres-, se transforma en manifiestamente perversa y harto peligrosísima, cuando se desea extrapolar sin más a la vida política el simple ejercicio de un discurso desprovisto de contenidos axiológicos. Dicho de otra forma, la realidad no es virtual; la realidad existe, y tarde o temprano explicita, sobre todo si no se afronta con rigor, su cara más agria. Por ello no se pueden ignorar en toda transacción política los fines últimos que deben justificarla. No son irrelevantes, ni fungibles, ni intercambiables los valores y bienes intangibles, o al menos esenciales, que hay que saber primero, identificar, y después, preservar, incluso en la más franca y distendida concertación.

El diálogo y la negociación son, desde luego, legítimos y consustanciales además a la propia democracia, pero no pueden terminar por configurarse, junto con la voluntad de pervivencia en el poder a cualquier precio, como sus únicos o primordiales objetivos. Es cierto, que la Política es la ordenada y pacífica canalización de resolución de los conflictos en una sociedad libre y que, en consecuencia, lleva también insitas las ideas de negociación y compromiso. Pero otra cosa es servirse del conveniente acuerdo y del adecuado concierto de voluntades para avalar o suscribir cualquier pacto. La transacción no es nunca un fin en sí mismo. Unas reflexiones que vienen a cuenta por las extemporáneas propuestas conocidas en el proceso de discusión del Proyecto de Reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña. Y es que la modélica acción de la ingeniería en el ámbito de la física no puede extenderse cuando de lo que hablamos, como en su momento aconteció también con la desafortunada ingeniería financiera -que disfrazaba el más burdo enriquecimiento personal-, es de ingeniería constitucional.

Nos referimos, especialísimamente, a dos aspectos. El primero, el reconocimiento de la palabra nación para Cataluña, pero eso sí, se nos dice, confinado sólo al Preámbulo del Estatuto; y, el segundo, que la asunción del catalán como lengua oficial, y de debido cumplimiento, no provocaría sino un simple y tranquilizador deber impropio y cívico.

En cuanto al primero, nada más falaz, sin embargo, que desvirtuar la relevancia de su inclusión. Aunque los preámbulos constitucionales, y en este caso los de un Estatuto de Autonomía, no disfruten de la misma naturaleza jurídica que su articulado, sí gozan de un importantísimo valor. De entrada, sus enunciaciones son material y formalmente constitucionales, es decir, tienen valor jurídico, por más que carezcan de contenido dispositivo y eficacia jurídica inmediata. Esto es, su objeto afecta a materias intrínsecamente constitucionales, mientras quedan también protegidos, si desean posteriormente modificarse, por las exigencias de rigidez preestablecidas.

Pero aún se debe decir mucho más, ya que poseen una indiscutible dimensión histórica y simbólica. Simplemente recordar aquí los importantísimos preámbulos que abren, por ejemplo, la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 -”Los representantes del pueblo francés... considerando que la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos...”-, como el de la misma Constitución norteamericana de 1787 -”Mantenemos, como verdades evidentes, que todos los hombres nacen iguales; que su Creador les atribuye determinados derechos inalienables, entre los que se cuentan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad...”-, bastante más conocidos, por cierto, y con semejante influencia que sus singulares preceptos. Pero aún hay que apuntar una circunstancia añadida. Los preámbulos son un auxilio indispensable para conocer la denominada interpretación auténtica, es decir, la última ratio del constituyente o del legislador en el momento de su elaboración. Y aún algo más. Éstos son un criterio hermenéutico de primer orden cuando se busca el espíritu y el alcance de ciertos artículos o la resolución de antinomias. Por esto, en suma, es sencillo rastrear en los preámbulos las ideas fuerza que definen el propio sistema político.

En consecuencia, no importa tanto que en nuestro régimen constitucional, a diferencia del caso de la vigente Constitución francesa de 1958 de la V República, el preámbulo no disfrute de eficacia jurídica inmediata -aquí sí disponemos de un Título Primero de la Constitución de 1978 que tutela los derechos fundamentales-, dada la relevancia de sus funciones. Los preámbulos no satisfacen pues un simple papel descriptivo en términos históricos, culturales o políticos. En la Constitución de 1978, Nación sólo hay, de acuerdo con su más recta interpretación -la cuestión no consiste en hacer un repaso sobre las diversas teorías esgrimidas en abstracto a lo largo de la Historia de las Ideas Políticas-, la Nación española (artículo 2), mientras que a ella se encomienda, con exclusividad, la soberanía (artículo 1. 2). Y esta es la razón por la que la Nación encuentra su lógica ubicación donde debe estar: en el Texto constitucional, y no en los Estatutos de Autonomía. España no es una Nación de naciones, ni una Confederación de naciones, ni un Estado plurinacional. En cuanto a las autonomías, el constituyente lo enunció con claridad, aunque el concepto acuñado fuera difuso, son regiones o nacionalidades, pero nunca naciones. La autonomía, afirmó pronto el Tribunal Constitucional, no implica soberanía en ningún caso (STC 4/1981). ¿Qué sentido tiene entonces ceder la inclusión de un concepto políticamente tan sobresaliente a unas formaciones que declaran su intención de ejercer un derecho de autodeterminación/secesión para organizarse, desde su arrancada condición de nación política, en un Estado independiente? ¿Para qué tratar de contentar, como decía el recientemente desaparecido Julián Marías, a los que nunca se contentan?

¡Y qué se puede decir, en segundo lugar, de una legislación lingüística que proscribe de facto el uso del castellano, a pesar de que el artículo 3. 1 de la Constitución disponga que es “la lengua española oficial del Estado”, mientras “los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho de usarlo”! “Sólo del castellano -reafirma el Tribunal Constitucional- se establece constitucionalmente un deber individualizado de conocimiento” (STC 82/86). Frente a tal mandato, reiteradamente incumplido por una cercenadora legislación de inmersión lingüística, se añade ahora la caracterización del catalán como deber, aunque eso sí, al no estar dotado de sanción jurídica en caso de incumplimiento, de un anestesiante deber impropio. ¡Como si las palabras, otra vez lo mismo, hormaran o desfiguraran, según el caso, la realidad!

Atención pues con la labor de negociación emprendida, y en parte acordada, no vayamos a terminar por desvirtuar, a través de una indebida mutación constitucional, esto es, al hilo de una reforma estatutaria, los principios nucleares que asientan nuestro régimen constitucional, que quedaría de esta suerte irreversiblemente alterado. Si me permiten una licencia literaria, aunque sólo sea por poner una nota de distensión, se cumple este año el trigésimo aniversario del fallecimiento de la gran dama del crimen británico, la sin par Agatha Christie, entre cuyas novelas destaca “Asesinato en el Orient Express”. Una trama donde, al final, todos los personajes son autores, en comandita, del asesinato del financiero Ratchett en su compartimento. ¡Espero que no nos pase lo mismo con la Constitución! Que entre todos, o mejor dicho, entre algunos, terminen bien por aniquilarla, o por desfigurarla gravemente, lo que a estos extremos es semejante.

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