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  • EDICIÓN DE 05/10/2005
 
 

RELIGIÓN Y OBJECIÓN DE CONCIENCIA; por Rafael Navarro-Valls, Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad Complutense de Madrid, Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y Director de la Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado de Iustel

05/10/2005
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Ayer, día 21 de julio, se publicó en el Diario El Mundo un artículo de Rafael Navarro-Valls, en el cual, el autor analiza la figura de la objeción de conciencia. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

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RELIGIÓN Y OBJECIÓN DE CONCIENCIA

El planteamiento de una secretaria judicial de objeción de conciencia a los matrimonios entre homosexuales ha levantado cierta polvareda. Por una parte, es la primera objeción de conciencia que se presenta sobre la colaboración en el proceso de celebración de matrimonios entre personas del mismo sexo. Se plantea cuando por cuatro conductos (un partido político y tres jueces) llegan al Tribunal constitucional dudas fundadas acerca de la constitucionalidad del la ley que los admite. En fin, se ha resaltado la motivación religiosa de la actuación de la objetora, ya que trae su causa en las últimas declaraciones de la Santa Sede y la Conferencia Episcopal española sobre el tema. No debe suscitar especial extrañeza ese extremo, si se conoce un poco el mecanismo histórico y actual de las objeciones de conciencia.

En la doctrina jurídica, es lugar común entender que uno de los criterios para considerar seriamente fundada una objeción de conciencia es, precisamente, el de las convicciones religiosas. La razón es doble. Por un lado, porque en el actual proceso mundial de “des-secularización”, el Estado es más proclive a respetar objeciones basadas en instancias de fidelidad a imperativos religiosos que a los derivados de la aislada conciencia personal. Entre otras cosas, porque la tutela de cualquier exigencia singular, no fácilmente generalizable, presenta un mayor riesgo de pulverización del tejido social. De otro lado, porque la protección de la conciencia de la persona incorporada a colectividades religiosas presenta las garantías que le ofrece el grupo en su conjunto. Por lo demás, la objeción de conciencia ha marchado históricamente en paralelo con la libertad religiosa, constituyendo una de sus dimensiones más destacadas. Esta es la razón de que se inserten en los convenios entre el Estado y las confesiones religiosas una serie de aparentes privilegios que son, en realidad, aceptación de previas objeciones de conciencia: reposo sabático, prescripciones en materias alimenticias y cementerios, peculiaridades en el servicio militar de los ministros de culto, etcétera. Así ocurre con los confirmado en el año 1992 por el Estado español con las minorías evangélica, judía y musulmana.

No se olvide que la objeción de conciencia a leyes del poder civil contrarias a preceptos morales o éticos tiene una larga tradición en las religiones monoteístas. Algunos ejemplos bastarán. En el libro de los Macabeos se relata la reacción contraria de muchos judíos a las leyes dadas por Antíoco, incompatibles con “las leyes paternas o las leyes de Dios”. Reacción que llega hasta el martirio en el caso, entre otros, de los siete hermanos Macabeos y de su madre. Respecto al cristianismo, recuérdese, entre otros muchos supuestos, el que narra el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando Pedro y sus compañeros son conminados por el Sanedrín para que dejen de predicar la doctrina cristiana y la respuesta de éstos es: “Juzgad vosotros si el justo obedeceros a vosotros más que a Dios”.

En realidad, muchos casos de matrimonio de cristianos durante los tres primeros siglos traen su causa a posiciones cercanas a los que hoy entendemos por objeción de conciencia. Las negativas de mujeres islámicas a despojarse de determinadas vestimentas en liceos o universidades son ya clásicas objeciones que han planteado conflictos de conciencia. Los casos de Balduino negándose a firmar la ley del aborto belga o el de Tomás Moro negándose a jurar el Acta de Sucesión a la Corona inglesa son, en fin, otros ejemplos.

En las sociedades democráticas más avanzadas, los problemas de libertad y de discriminación no suelen plantearse en términos de agresiones directas a la conciencia. Es en sede de agresiones indirectas donde las libertades corren peligro. Como escribe el profesor Rafael Palomino, de la Universidad Complutense, el Tribunal Supremo de EEUU ha resaltado que el libre ejercicio de las libertades –en particular la libertad de religión y de conciencia- puede verse amenazado no sólo por una legislación directamente discriminatoria de las creencias religiosas, sino también indirectamente, por leyes con propósito exclusivamente civil. Esto ha ocurrido en España con la ley de reforma del matrimonio en materia de heterosexualidad: su finalidad es secular, pero sus reflejos han herido las conciencias religiosas de muchos católicos, protestantes, judíos y musulmanes. No es de extrañar, pues, que plantee escrúpulos de conciencia en algunas personas obligadas a aplicarla. En realidad, un número muy apreciable de objeciones de conciencia planteadas en España tiene trasfondo religioso: la de los testigos de Jehová a las trasfusiones de sangre, la de los cuáqueros a la realización del servicio militar, la de los católicos al aborto, la de clérigos a formar parte de jurados, etcétera.

El problema en la objeción de conciencia a los matrimonios entre personas del mismo sexo se complica, porque, como pasa con la secretaria del juzgado aludida al principio, en algunos supuestos la planean funcionarios públicos. Desde mi punto de vista –ya lo he dicho en alguna otra ocasión-, las objeciones de funcionarios gozan de cobertura jurídica, constitucional y de legislación ordinaria. El artículo 444 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) atribuye al Cuerpo de Secretarios Judiciales los mismos derechos individuales, colectivos y deberes que los establecidos en el Libro VI de la citada Ley. A este respecto, el artículo 495.1.f) de la LOPJ (ubicado en ese Libro IV) reconoce a todos los funcionarios de carrera al servicio de la Administración de Justicia –también, por tanto, a los secretarios judiciales- el derecho “al respeto de su intimidad y a la consideración debida a su dignidad”. Y no hay que olvidar que el Tribunal Constitucional viene conectando la libertad ideológica del artículo 16 de la CE –base del derecho constitucional a la objeción de conciencia- con el contenido esencial del derecho a la dignidad de las personas (ex artículo 10 de la CE). De este modo, negar a esta secretaria judicial el derecho a la objeción de conciencia podría suponer una discriminación que contradice el art. 14 de la Constitución Española: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.

Recientemente, y desde instancias ministeriales, saliendo al paso de estas objeciones de conciencia de ha aducido que la “objeción de conciencia no puede tener sentido ni contra prestaciones patrimoniales (impuestos) ni contra el mero cumplimiento instrumental de lo deberes que la ley encomienda al funcionario público. Firmar la certificación de un acto jurídico entre dos personas que libremente consienten no exige ninguna prestación personal”. Y, más en concreto, refiriéndose a la planteada por la secretaria judicial, se ha dicho que es una “banalización de la objeción de conciencia”. Estas afirmaciones, respetando la indudable calidad jurídica de quien las pronuncia, y si se me permite expresarlo así, parten de una visión que podríamos denominar “arqueológica” de la objeción de conciencia. En concreto, parten de aquellas formas históricas de objeción que pasan por una prestación personal, es decir, a la objeción de conciencia al servicio militar o a las que se le parecen. Proviene del prejuicio positivista de reducir la objeción de conciencia a lo legislado. Examinada más despacio, con esta argumentación no cabría conceptuar como formas de objeción de conciencia algunas admitidas por la doctrina y el derecho comparado, como la objeción a formar parte de un jurado o la objeción de conciencia de adultos de someterse a ciertos tratamientos médicos, admitida por el Tribunal Constitucional en alguna de sus formas.

La objeción de conciencia nunca puede ser considerada una cosa “banal”. Al contrario, debe ser respetuosamente contemplada como una actitud “que trata de ver afirmados grandes ideales en pequeñas situaciones” (Bertolino).

La limitación al ejercicio de las libertades reconocidas en la Constitución debe interpretarse de modo restringido, precisamente porque la objeción de conciencia no es una “ilegalidad más o menos consentida”, sino un derecho constitucional que goza de una presunción de legitimidad jurídica. Nada impide que el Poder Judicial o el Poder Legislativo reconozcan una facultad a los funcionarios de este tipo. Esto acaba de hacer la ley canadiense de matrimonios de personas del mismo sexo, donde expresamente se establece que “nadie puede ser privado de los derecho que conceden las leyes federales ni se le pueden imponer sanciones u obligaciones por la única razón de que ejerza, en relación con los matrimonios entre personas del mismo sexo, donde expresamente se establece que nadie puede ser privado de los derechos que conceden las leyes federales ni se le puede imponer sanciones u obligaciones por la única razón de que ejerza, en relación con los matrimonios entre personas del mismo sexo, su libertad de conciencia y de religión..., o que manifieste, sobre la base de esa libertad, sus convicciones acerca del matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer, con exclusión de otras personas”. No se olvide que el Senado español aprobó una enmienda a la ley de matrimonios entre personas del mismo sexo en estos términos: “Las autoridades y los funcionarios de todo tipo que, debiendo intervenir en cualquier fase del expediente matrimonial entre personas del mismo sexo, adujesen razones de conciencia para no hacerlo, tendrán derecho a abstenerse a actuar”. Repárese en que se habla de “funcionarios de todo tipo”, incluidos, claro está, los secretarios de justicia que intervienen en varias fases del expediente matrimonial. Ciertamente esa enmienda no llegó a incluirse en la ley, pero en el ánimo legislativo estaba lo razonable de esa objeción de conciencia.

Desde el punto de vista constitucional, las líneas de fuerza por donde transita la jurisprudencia abonan la idea de que no es necesaria una ley especial que admita la objeción de conciencia, pues el art. 16 de la Constitución es suficiente cobertura jurídica. Lo demuestran estos ejemplos: a) El TC ha aceptado, en la STC 53/1985 de 11 de abril, la objeción de conciencia al aborto, con la sola cobertura del art. 16 de la Constitución, pues la vigente ley del aborto española, como es sabido, es una de las pocas leyes del mundo que no contiene cláusula de conciencia protectora del personal médico y paramédico; b) El Tribunal Supremo, en sentencia reciente de 24 de abril de 2005, acepta obiter dictum y sin mayor cobertura legal, que el artículo 16 de la Constitución, la objeción de conciencia de los farmacéuticos de la llamada “píldora del día después”; c) El TC en sentencia 154/2002, de 18 de julio, y sin más cobertura que el artículo 16 de la Constitución, acepta la objeción de conciencia de unos padres que se niegan a aconsejar a su hijo, contra sus convicciones, ha recibir un tratamiento hemotransfusional.

La actuación de la secretaria judicial viene, pues, a encuadrarse en un trasfondo social que intenta abrirse paso frente a una concepción totalizante del Estado, que tiende a mirar con sospecha las objeciones de conciencia. La libertad de las conciencias ocupa un lugar central, no marginal, en el Derecho, por la misma razón y de la misma manera que es central la persona.

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