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  • EDICIÓN DE 13/09/2005
 
 

NADA SERÁ IGUAL QUE EN EL PASADO; por Javier Rojo, Presidente del Senado

13/09/2005
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Ayer, día 13 de septiembre, se publicó en el Diario El País un artículo de Javier Rojo, en el cual, el autor opina que el nacionalismo debe renovar su ideario político pero que debe hacerlo dentro, y no fuera de la Constitución.

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NADA SERÁ IGUAL QUE EN EL PASADO

La aceptación ciudadana del Estado de las Autonomías, con todos sus defectos, demuestra que éste es más eficiente que el Estado centralista y burocrático en la solución de muchos problemas inmediatos de los ciudadanos. No cabe duda de que la sociedad hoy percibe más cerca la solución a sus problemas cuanto más próxima está a ellos la Administración competente. Ha quedado demostrado en este corto espacio de tiempo que las autonomías son más útiles al satisfacer determinadas necesidades ciudadanas desde el poder más sensible a las mismas. Es decir, nuestras instituciones autonómicas son, a un tiempo, tanto la mejor solución a los conflictos heredados del pasado como un medio para manejar el futuro.

Junto a ello, sabemos también que la aparición de los poderes transnacionales ha desbordado las fronteras exteriores de los países. Todos los Estados del mundo, y en especial los de nuestro entorno europeo, han cedido parte de su soberanía a instituciones comunes de las que es un gran ejemplo la Unión Europea. En otras palabras: determinados asuntos van más allá de las posibilidades de las Administraciones autonómicas, aunque éstos afecten a sus competencias y requieran la participación de las instituciones estatales en foros transnacionales. El Gobierno del Estado, en el ejercicio de esta función, deberá tener en cuenta la posición de los distintos territorios.

Y todo esto no supone que deje de existir el Estado nación, ni tampoco resta importancia a las Administraciones autonómicas, porque compartir más allá de las propias fronteras no supone perder influencia, sino ampliarla. Lo que sí es cierto es que este fenómeno globalizador pone en evidencia que la mitificación de la historia patria, la utilización excluyente de la lengua y la homogenización étnica fueron instrumentos de un nacionalismo que hoy está fuera de la historia, y de cuyos peligros hemos tenido hoy demasiadas muestras. Por lo que, la realidad de un mundo global determina que nadie puede creerse independiente: para decidir sobre el propio territorio hay que participar en decisiones comunes que afectan a muchos otros. Si uno se excluye, se queda solo y limitado en su propia autonomía. Es decir, queda condicionado por lo que determinen los que sí participan en el mayor número de foros.

En el mundo que nos rodea no existen las fronteras herméticas en ningún sentido. Si un andaluz, un catalán, un madrileño o un vasco quieren realmente decidir sobre Andalucía, Cataluña, Madrid o Euskadi, deben de ser conscientes de que les resultará imprescindible participar en estos foros de decisión que superan con mucho las nuevas fronteras y dimensiones que se tratan de establecer. Como digo, gran parte de las decisiones que afectan a nuestras comunidades autónomas se toman en Madrid y más allá incluso en la UE. Por eso, decidir en tu comunidad significa decidir en España y en Europa. Y para participar en las decisiones del conjunto del Estado o de la UE hay que aceptar como regla los marcos de convivencia compartidos, el primero de los cuales es la Constitución de 1978.

En una palabra: la crisis del Estado nación centralista y jacobino de siglos pasados es la misma que sufren las ideologías nacionalistas que tratan de reproducir, en una escala menor, este esquema ya superado por la historia y, lo que es más importante, los políticos deberíamos de tener en cuenta que no forma parte de las preocupaciones prioritarias de los ciudadanos.

Los estatutos de autonomía no son el problema, no son instrumentos que limiten una supuestamente insatisfecha capacidad de decisión de los pueblos, no son normas que hayan de ser superadas a través de mesas con vocación constituyente como si nada existiese. Los estatutos son y siguen siendo el instrumento que permite el reconocimiento de los diferentes sentimientos de pertenencia, entendiendo la pluralidad de la sociedad como eje de la convivencia en democracia. Y esto se debe a que se parte de una premisa: existen sentimientos e identidades distintas, pero todas las personas, somos iguales en derechos y en deberes, principio que todo el mundo debiera tener claro.

El error que cometen quienes pretenden implantar el derecho de autodeterminación sólo se explica desde el agotamiento del discurso nacionalista radical. El nacionalismo que viene trabajando con la Constitución debe resistirse a la tentación de abandonar el autonomismo, que hace posible la convivencia entre personas de sensibilidades distintas, a favor del etnicismo excluyente. Creo honestamente que el nacionalismo debe renovar su ideario político, y debe hacerlo dentro, y no fuera de la Constitución. Dentro, y no fuera, de Europa. Dentro, y no fuera de España. Dentro, y no fuera de la voluntad mayoritaria de su propio estatuto. En suma, dentro, y no fuera, de la realidad política moderna y globalizada que representa la sociedad española. No tiene sentido pretender desbordar la Constitución para tratar de construir comunidades cerradas en sí mismas, excluyentes y con un futuro lleno de interrogantes, con el riesgo de confrontar entre ellas.

Los estatutos de autonomía han sido hasta ahora una pieza fundamental de nuestra convivencia y deberán seguir siéndolo. Ahora bien, no creo que deba interpretarse la defensa de la legislación vigente como inmovilismo de ningún tipo. Porque, con el tiempo, el Estado democrático de derecho no es inamovible y, por tanto, es susceptible de ser renovado y actualizado conforme a la realidad social y, sobre todo, al futuro que queremos construir desde la lealtad, con el objetivo de que siga siendo el marco que permita la igualdad de los españoles en este momento histórico concreto.

Con ello, aquellos que se oponen a todo con argumentos de antaño, debieran entender que nuestra Carta Magna, no es un símbolo, no es algo intocable. Antes bien, se trata de una obra rebosante de dinamismo, generadora de energía convivencial. Un texto que hay que leer, pero que es preciso sentir para comprenderlo y ponerlo en valor. No es, por tanto, un símbolo sagrado. Es una herramienta que sirvió para hacer de forma ejemplar la transición de una dictadura a una democracia, que ha permitido desarrollar la España en la que vivimos hoy y que, sobre todo, está cargada de futuro. Supone un compromiso basado en el Derecho, que instrumenta y hace posible la voluntad de vivir juntos expresada desde hace siglos, en condiciones de libertad. Es el mejor instrumento para la convivencia en el respeto a la pluralidad ideológica y la diversidad territorial.

No podemos seguir arrojándonos los símbolos a la cabeza unos a otros. Resolvamos nuestras diferencias y superemos el estado actual de confrontación política desde el diálogo. Todos debiéramos tener claro que una comunidad territorial en la Europa del siglo XXI no puede pretender abordar el futuro sin asumir el derecho de los que piensan diferente a vivir en paz en un entorno político que respete las reglas del juego que nos hemos dado. Y esto es posible mediante acuerdos en los que todos nos sintamos cómodos e incómodos a la vez, como resultado del consenso en una sociedad tan diversa y a la vez tan compleja como la nuestra.

Termino reconociendo las dificultades en el inicio del curso político, y quiero expresarlo con esperanza. Quizá podamos pronto decir, cambiando el sentido de la célebre frase de Lampedusa, que aunque nada parece haber cambiado, nada será igual que en el pasado.

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