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El fin de la ilusión francesa

03/06/2005
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POR JOSÉ MARÍA BENEYTO CATEDRÁTICO DE DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO Y DERECHO COMUNITARIO EUROPEO

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Todavía bajo la conmoción del “no” francés y en pleno proceso del análisis de sus consecuencias, la sociedad francesa y el conjunto de los países europeos perciben que el 29 de mayo se ha producido la señal definitiva de un cambio. La urgencia de un cambio profundo de época, de ideas y de personas. Se trata de la necesidad de ponerle punto final a la ilusión jacobina, a un modelo basado en las ambiciones de un Estado y una burocracia que históricamente han querido encarnar un proyecto universalista, una presencia y una misión especiales para Francia en el mundo como corolario lógico de la Revolución y de la creación de la República. Los resultados del referéndum ponen de manifiesto que una parte nada desdeñable de la sociedad francesa quisiera mantener in extremis una excepcionalidad para Francia, como si los relojes de la historia se hubieran detenido en los años setenta y fuera posible, en un contexto económico radicalmente distinto, mantener el corporativismo, los privilegios de los funcionarios o una soberanía cuasi colbertiana.

Paradójicamente, y a pesar del triunfo del “no” de la extraña coalición formada por soberanistas de derechas, antiglobalizadores y socialistas de izquierda, todo parece converger hacia ese momento decisivo que serán las elecciones presidenciales de 2007, en el que ya no habrá escapatoria posible: en ese momento los franceses tendrán que decidir previsiblemente entre el candidato de un centro derecha que apuesta por la modernización y la apertura económica y social -Nicolas Sarkozy-, el candidato de la nostalgia y del repliegue sobre sus propias fronteras -Le Pen o de Villiers-, o el representante de una más que posible reedición de un frente común entre un amplio sector del partido socialista, comunistas y fuerzas antisistema.

De manera que, si desde una perspectiva general, el gran perdedor en el plano exterior del resultado del referéndum ha sido el proyecto político de la Europa unida -la ambición secular de superar de una vez por todas las tentaciones de los nacionalismos europeos-, no deja de ser significativo que, en el plano interno, los dos grandes perdedores sean Chirac y el partido socialista francés. El referéndum lo ha decidido la escisión de los socialistas franceses. Ahora bien, mientras que el voto del “no” de la izquierda no alcanza a ser por ahora más que un slogan contra la Europa liberal y el capitalismo, pero no contiene una propuesta, quien se beneficia de manera más tangible con el antieuropeísmo es Le Pen. Durante la campaña del referéndum los dirigentes políticos y los electores franceses parecen haber olvidado el trauma del 21 de abril de 2002, cuando Le Pen consiguió con el 35 por ciento de los sufragios pasar a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, y únicamente el fantasma del triunfo del Frente Nacional consiguió movilizar a todas las demás fuerzas políticas en apoyo de un debilitado Chirac. Como ya ocurrió hace tres años, han sido los argumentos procedentes de la extrema derecha los que han acabado contaminando el campo del “no”, y esa tendencia podría continuar en el futuro y frente al 2007. Esta es la verdadera encrucijada de la política francesa.Como en otras múltiples ocasiones a lo largo de su extensa carrera política, con la convocatoria del referéndum que calculaba ganar, Chirac intentaba obtener ventajas inmediatas: la división de la izquierda, el marginamiento de Le Pen, su reforzamiento de cara a las presidenciales. Como en no pocas ocasiones anteriores, los cálculos electorales del presidente no se han visto coronados de éxito.

Tampoco el balance de los años de mandato es precisamente envidiable. El aumento del paro, el estancamiento del crecimiento, la creciente marginación y exclusión social o el incremento de la fractura social entre los cuadros superiores y los obreros y empleados, el doble déficit exterior (comercial y de balanza de pagos), corren vertiginosamente parejos con la extensión de la inquietud ante la posibilidad de perder el puesto de trabajo, el miedo a la inmigración y a los efectos de la ampliación al Este, las deslocalizaciones empresariales, y las incertidumbres ante lo que se siente como pérdida de influencia de Francia en Europa y en la escena internacional. En el camino quedaron las reformas económicas y sociales anunciadas pomposamente y una y otra vez pospuestas, así como el ambicioso programa de descentralización del fiel Raffarin. El 54 por ciento del PIB francés se sigue destinando al gasto público, con un muy sustancioso 14,5 por ciento asignado a la función pública, un 22,5 por ciento a las transferencias sociales, y solo un exiguo 2,5 por ciento a las inversiones. La Francia económica continua viviendo hoy de los grandes programas públicos de los años 70 (Ariane, Airbus, telecomunicaciones, tren de alta velocidad,...), en detrimento del espíritu y la innovación empresariales, y sin invertir en las actividades que serán decisivas en términos de competitividad en el horizonte 2010-2020. También la decisión más relevante en política exterior, la de mantener una artificiosa independencia en la política de defensa, o llevar efectivamente a cabo una política europea de defensa y seguridad que renueve el vínculo entre europeísmo y atlantismo que se encuentra en el origen de las Comunidades Europeas, continúa siendo evitada.

Es cierto que Francia da la impresión desde hace tiempo de no saber hacia dónde va, y hasta los analistas más próximos al presidente coinciden en que la renovación de la gerontocrática clase política francesa es urgente. Pero estos parecen ser problemas bastante generalizados en no pocos países europeos. Lo que ocurre en la política francesa es que la crisis de identidad es más profunda -por la fuerte identificación de las élites políticas con el Estado francés-, y que una de las sociedades más cultas y politizadas del Continente ha hecho del futuro de Europa el nuevo referente político. Desde Maastricht las batallas políticas en Francia se juegan entre, por un lado, los partidarios de la modernización y las reformas a través de Europa, y por otro, los defensores de los eslóganes políticos y la nostalgia del pasado.

Lo que el referéndum ha puesto sobre la mesa son los mimbres con los que la política francesa cuenta actualmente, y hacia dónde podría caminar. Es difícilmente imaginable que Henri Emmanuelli, Laurent Fabius o Dominique Strauss-Kahn, por no citar al incombustible Chévènement, todos ellos con una larga trayectoria salpicada de incontables saltos ideológicos dependientes de decisiones habitualmente tácticas, puedan ser en el futuro los líderes del partido socialista francés, o de lo que quede de él. Su actual máximo dirigente, François Hollande, sale bastante debilitado de la división actual. Tampoco parece que los hombres y mujeres más cercanos al presidente, como Michèle Alliot-Marie, la hasta ahora ministra de Defensa, o el ex ministro de Sanidad, Philipe Douste-Blazy, vayan a tener el camino allanado en el seno de la UMP. Solamente Le Pen y Sarkozy son los que cuentan con un aparato partidista unido y dispuesto a llevar a su respectivo candidato a las presidenciales.

¿Cuál es en este contexto el significado del nombramiento de Dominique de Villepin como primer ministro? Con la designación de Villepin, Chirac vuelve a premiar la lealtad personal y a confirmar su predilección por los mecanismos tradicionales de selección de las elites francesas. Es decir, gran parte de lo que no pocos ciudadanos franceses parecen rechazar abiertamente. Diplomático formado en la ENA, Villepin condujo durante siete años al frente de la Secretaría General del Elíseo los hilos del poder presidencial antes de ser nombrado ministro de Asuntos Exteriores y, posteriormente, en sustitución de Sarkozy, ministro del Interior. Consejero muy cercano de Chirac, sobre el que ha ejercido una considerable influencia particularmente en cuestiones de política exterior, Villepin, como el propio Chirac, ha defendido el sí a Europa con argumentos muy similares a los partidarios del “no”: la “Europa social” como mejor defensa frente a los peligros de la globalización y las temidas amenazas de la influencia anglosajona. Ello unido a las veleidades del brillante Villepin en favor de un extrañísimo eje París-Berlín-Moscú no parecen confirmar si no que el presidente francés ha apostado básicamente por su propia continuidad.

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