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  • EDICIÓN DE 19/04/2005
 
 

UNA APUESTA IMPOSIBLE; por Javier Martínez-Torrón, Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad Complutense de Madrid y Subdirector de la Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado de Iustel.

19/04/2005
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Ayer, día 19 de abril, se publicó en el diario ABC un artículo de Javier Martínez-Torrón, en el cual, el autor analiza las técnicas electorales canónicas. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

UNA APUESTA IMPOSIBLE

Siendo la Iglesia Católica una confesión religiosa con una estructura jerárquica, a veces se olvida que el derecho canónico católico desarrolló durante la Edad Media, mucho antes que los sistemas jurídicos europeos, sofisticadas técnicas para la elección de cargos y para la toma de decisiones en órganos colegiados. Es más, siglos después, buena parte del funcionamiento práctico de las nacientes democracias europeas se inspiraría en las técnicas electorales canónicas.

La evolución de esas técnicas tuvo lugar, especialmente, en el ámbito de las órdenes religiosas y en el de las elecciones pontificias. Estas últimas han pasado a primer plano en el interés de la opinión pública desde el fallecimiento del Papa Juan Pablo II. Y quizá no esté de más recordar algunos hechos, y también algunas características del actual procedimiento de elección del Romano Pontífice.

La regulación de lo que llamamos cónclave se remonta al siglo XIII, y responde a tres intereses principales.

En primer lugar, asegurar la independencia de los electores en el cumplimiento de su cometido. De ahí su clausura en un lugar (cum clave, bajo llave), una praxis que se remonta a 1216, en la ciudad italiana de Perugia; o que, según otros, comenzó en 1241, cuando el senado romano encerró a los cardenales en el Septizo-nium de Septimio Severo (un impresionante edificio de tres cuerpos construido en el Palatino, que sería derribado por el Papa Sixto V en 1588). La reclusión del colegio cardenalicio durante la elección fue regulada con detalle por Gregorio X en 1274 y se ha mantenido, con diversos matices, hasta el presente. Las reglas dictadas por los pontífices del siglo XX han complementado el deber de clausura con una rigurosísima obligación de secreto sobre lo tratado en el cónclave; obligación cuyo incumplimiento es actualmente sancionado con pena de excomunión latae sententiae (es decir, inmediata y automática), y que permanece indefinidamente salvo que el pontífice elegido dispense expresamente de ella. Tan estricto es el secreto que, tras cada votación, las anotaciones personales hechas por los cardenales deben quemarse junto con las papeletas. Además, están prohibidos todos los instrumentos técnicos que permitan la comunicación de voz, escritos o imágenes.

El segundo interés tradicionalmente presente en la regulación del cónclave es evitar dilaciones en la elección del nuevo Papa, un problema que hoy no es tan frecuente, pero que se ha presentado históricamente en no pocas elecciones. El caso más famoso es el del cónclave de Viterbo, que se prolongó durante dos años y nueve meses a pesar de que eran sólo dieciocho electores. Los cardenales resistieron tenazmente el “incentivo” de unos severos recortes en su alimentación e incluso, durante un tiempo, la remoción del tejado del palacio donde se reunían, decretada por el corregidor de la ciudad después de año y medio de cónclave. Resulta explicable que el Papa elegido en Viterbo, Gregorio X, promoviese la que se considera primera norma histórica sobre el cónclave: la Constitución Ubi Periculum, que entre otras cosas disponía la reducción de los alimentos de los cardenales a una sola ración al día a partir del tercer día de cónclave, y a dieta de pan y agua a partir del quinto. Hoy día la agilización del proceso electoral no se lleva a cabo mediante restricciones alimentarias, sino mediante el número de votaciones diarias (dos por la mañana y dos por la tarde) y por la flexibilización de la mayoría requerida después de treinta y tres votaciones infructuosas.

Y es que el tercer interés central en la regulación del cónclave consiste en asegurar que el nuevo pontífice es elegido por una amplia mayoría. En principio se requieren dos tercios de los votos de los cardenales presentes, una regla que data del III Concilio La-teranense (1179). No obstante, las normas dictadas por Juan Pablo II determinan que, si esa mayoría no se alcanza tras cuatro periodos de votaciones separados por breves pausas para la oración y la reflexión, los propios cardenales podrán, por mayoría absoluta, decantarse por elegir al nuevo Papa por mayoría absoluta en lugar de dos tercios, incluso reduciendo las posibilidades de votación a un desempate entre los dos candidatos más votados (ballottaggió).

La normativa actual sobre las elecciones pontificias es la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, promulgada por Juan Pablo II en 1996. Viene a confirmar en gran parte lo dispuesto por los pontífices precedentes que, a lo largo del siglo XX, habían ido reformando la regulación del cónclave. Incluyendo, en primer término, la reserva de la elección a los miembros del colegio cardenalicio; en concreto, a aquellos cardenales que no hayan sobrepasado la edad de 80 años. Entre las novedades más relevantes se encuentran las nuevas disposiciones —más restrictivas— sobre las personas que pueden acompañar a los cardenales durante su encierro, la necesidad de que todas las votaciones se celebren en la Capilla Sixtina —con el imponente Juicio Final de Miguel Ángel como telón de fondo—, y sobre todo la reducción de los modos de elección al escrutinio, es decir, la votación directa y secreta de los candidatos. Lo cual implica el abandono definitivo de dos modalidades que habían caído en desuso: la elección por aclamación espontánea (hecha famosa en la ficticia elección narrada en “Las sandalias del pescador”) y la elección por compromiso, consistente en la designación de un número reducido de purpurados (entre 9 y 15, en número impar) a quienes se encomendaba la tarea de elegir al pontífice.

A lo largo de mi vida he tenido ocasión de presenciar la elección de varios pontífices. Viví con particular intensidad las dos últimas, siendo entonces estudiante universitario de un país predominantemente católico que se encontraba en un agitado, y todavía incierto, proceso de transición política. Recuerdo el constante baile de “papables” que aparecía en la prensa, manejando criterios de lo más diverso (y a veces de lo más exótico). He olvidado casi todos los nombres que entonces se barajaron, pero no he olvidado que ni Albino Luciani ni Karol Wojtila fueron mencionados una sola vez antes de su elección como Papa por el periodismo supuestamente especializado.

Impermeables a toda experiencia, como aquellos antiguos “hombres del tiempo” que persistían en transmitir con total seguridad predicciones meteorológicas que jamás se cumplían, algunos periodistas se han apresurado 'a elaborar listas de “papables” o incluso a vaticinar el resultado del próximo cónclave. Creo que se trata de una apuesta temeraria, y seguramente imposible.

Quizá lo mejor sería, para los creyentes, confiarse a la oración y a la acción del Espíritu Santo, que es quien se supone debe asistir a los cardenales. Y, para los no creyentes, respetar la autonomía de las iglesias, que es parte del derecho de libertad religiosa. No deja de sorprender que, a veces, personas que critican duramente a la jerarquía eclesiástica por manifestarse sobre cuestiones civiles —de relevancia moral— muestren la misma avidez para indicar quién o cómo debería ser, y sobre todo quién o cómo no debería ser, el próximo Romano Pontífice de la Iglesia Católica.

Creyentes o no, todos debiéramos tener presente que los cónclaves suelen guiarse por criterios que no son comprendidos, y que tal vez no resultan comprensibles, desde el exterior. Quienes en estos días han hablado, con seguridad casi dogmática, de la inevitable lógica que presidió la elección de Wojtila, nada predijeron en su momento. Siempre es fácil ser profeta a posteriori.

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