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¿QUÉ ESPERAMOS DE UN GOBIERNO?; por Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

22/03/2005
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Ayer, 22 de marzo, se publicó en el diario ABC un artículo de Pedro González-Trevijano, en el cual, el autor, considera que se está degradando el poder democrático dando pie al nepotismo, la corrupción y el clientelismo. Transcribimos íntegramente dicho artículo.

¿QUÉ ESPERAMOS DE UN GOBIERNO?

Se habla mucho en la Ciencia política y en el Derecho constitucional del significado y el objeto de gobernar. O, en otras palabras, sobre los requerimientos de un acertado y adecuado gobierno. No extraña, por consiguiente, que Karl Loewenstein, uno de los más señalados politólogos alemanes, siguiera invocando la conveniencia de formular una kratología, es decir, de construir una moderna teoría del poder. Una reclamación que ha abandonado de esta suerte el ámbito más circunspecto de la Academia para hacerse habitual en el lenguaje cotidiano. De una manera u otra hoy la gobernación ocupa un lugar destacado en todos los territorios de España y en las preocupaciones del hombre de la calle.

Vienen estas reflexiones al hilo de ciertos asuntos de la política catalana que han desbordado, dada su naturaleza, los confines autonómicos, para saltar a las noticias de alcance nacional. Me refiero, de un lado, al hundimiento del barrio del Carmel y a la denuncia de una presunta fuente de financiación ilícita de CiU en tiempos del President Pujol -el 3 por ciento de cobro de comisiones de todas las obras ejecutadas-; y, de otro, a las consecuencias desencadenadas en la gobernabilidad de dicha Comunidad Autónoma. Esto es, la interposición de una moción de censura en el Parlament de Catalunya por parte del PP -aunque ésta finalmente no llegara a votarse- y la querella por calumnias e injurias de CiU -asimismo retirada por sus firmantes, que se daban por satisfechos con las disculpas de última hora del President Maragall-.

Y, por si ello fuera poco, hay que añadir además los desgraciados excesos verbales del President de la Generalitat. Unas desafortunadas declaraciones comparando las críticas recibidas de la oposición con situaciones pasadas de enfrentamiento propias de la Guerra Civil, y equiparando el estado de ánimo del actual Govern al de una mujer maltratada. Sea como sea, el caso es que los ciudadanos, al final de tan rocambolesca historia, nos hemos quedado, al menos de momento, sin conocer la veracidad -que de ser cierta sería gravísima- de las acusaciones reseñadas. Una circunstancia no deseable nunca en un sistema democrático caracterizado por las exigencias de transparencia y control de los poderes públicos. Esperemos, en cualquier caso, que, ya por obra de la Comisión de Investigación abierta en el Parlamento catalán, ya por la Fiscalía del Estado, en cuanto que defensora del principio de legalidad en un Estado de Derecho, se adopten todas las medidas necesarias para el esclarecimiento íntegro de tales hechos y la depuración de las posibles responsabilidades políticas y jurídicas (artículo 124. 1 de la Constitución y artículo 3, apartados cuarto y sexto, de la Ley 50/1981, de 30 de diciembre, que regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal).

Pero lo más llamativo es que cuando parte destacada de la clase política gobernante, tanto estatal como autonómica, parece ensimismada con políticas del más alto nivel -proceso de reforma constitucional y revisión de los Estatutos de Autonomía-, mira por dónde, el ciudadano diagnostica, con evidente sentido común, lo que debería suponer asimismo una acción de gobierno cercana y eficaz. O dicho en otros términos, la atención a cuestiones, sin desmerecer las anteriores, más allegadas y próximas a sus inquietudes y preocupaciones reales y diarias.

Estoy hablando, y no es un asunto baladí, tal y como de forma reiterada nos recuerdan las prospecciones del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), de velar por mayores cotas de seguridad y justicia; de la ordenación generosa, pero realista, de la incesante inmigración; de la mejora de la atención sanitaria y educativa; de la prestación de más óptimos y económicos servicios públicos; del impulso de una política más ambiciosa en materia de estabilidad laboral y de erradicación del desempleo; de facilitar el acceso a una vivienda inalcanzable para grandes sectores de la población; de propiciar una mayor participación ciudadana en todos los ámbitos representativos, tanto los del Estado (Central, Autonómico y Local) como de la sociedad civil; y, en fin, de la eliminación, más completa y radical, y de una vez por todas, de la lacra terrorista.

De no ser así, haremos de los gobernados y de los gobernantes, no sólo dos clases -en la clásica formulación del maestro León Duguit-, sino incluso dos castas impermeables. Seamos cuidadosos, por lo tanto, y no degrademos el poder democrático, dando pie al nepotismo, la corrupción y el clientelismo. No pospongamos a la ciudadanía al triste papel de las comparsas, impotentes ante la acción caprichosa de los poderes públicos. Ojo, en consecuencia, al desorden en el ejercicio del poder político nacido de la defensa a ultranza de los intereses de clase y del provecho personal. La corrupción es el peor de los lastres -nuestros países hermanos de Iberoamérica la llevan tristemente sufriendo mucho tiempo- en cualquier forma de gobierno, y especialmente en la democracia. No hagamos ciertas las reflexiones de Francisco Ayala, cuando en su magnífica compilación de cuentos, Los usurpadores, esgrimía con manifiesto pesimismo lo siguiente: “El poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación”.

Por todo lo afirmado, no es posible contraponer hoy el contenido de la acción de gobierno y el objeto de la actuación de la administración, por más que académicamente estemos ante realidades autónomas y susceptibles de análisis diferenciado. El primero centrado, se argumentaba, en la resolución de las directrices destacadas de la política nacional, mientras que la segunda se circunscribía a las necesidades más inmediatas y pedestres. No compartimos, en consecuencia, las tentativas francesas, ya en época de Napoleón, cuando asignaba al Gobierno el cuidado de los “grandes asuntos”, y a la Administración la de los “negocios corrientes”.

Hoy la buena gobernabilidad no permite una división antitética entre tales atenciones. Gobierno y Administraciones tienen el compromiso público de actuar al unísono y de manera integrada. Compartimos, por todo lo dicho, el criterio del profesor Garrido Falla (Tratado de Derecho Administrativo), cuando señalaba con razón que “gobernar es, en sentido amplio, conducir a la comunidad política al logro de fines esenciales, satisfaciendo sus exigencias, y esto, está claro, se logra precisamente dictando leyes como manteniendo servicios públicos, como haciendo justicia en los casos concretos”. Está bien, por tanto, y hasta es ineludible, la atención a los grandes retos constitucionales y estatutarios de los años venideros, pero no pospongamos nunca la vigilancia del gobierno del día a día. Si no, que se lo digan a los vecinos del barrio barcelonés del Carmel. ¡Y en cuanto a las mentadas reformas constitucionales y estatutarias -aunque, adelantamos, lo que vamos conociendo no hace sino incrementar nuestra preocupación-, ya tendremos ocasión de ocuparnos en un futuro, parece ser muy próximo!

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