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  • EDICIÓN DE 11/09/2002
 
 

FORO IUSTEL DONDE PODRÁ DAR A CONOCER SU OPINIÓN ACERCA DE LA POLÉMICA SUSCITADA EN TORNO AL VALOR QUE DEBE DARSE A LA JURISPRUDENCIA

11/09/2002
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Se abre en www.iustel.com un nuevo foro en el que se podrá debatir sobre el valor que debe darse a la Jurisprudencia, a propósito del debate planteado por los insignes juristas, Don Eduardo García de Enterría, Don Francisco José Hernando Santiago, Don Luis Díez-Picazo y Don Santiago Muñoz Machado, en relación con la previsión de otorgarle carácter vinculante en una eventual reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Desde ayer, martes 10 de septiembre, permanece abierto un foro en nuestro portal jurídico, www.Iustel, para que todos aquellos que lo deseen, formulen sus opiniones acerca del objeto del debate que entre los Maestros del Derecho, Don Eduardo García de Enterría (con su artículo, “¿CAMBIO RADICAL DEL SISTEMA JURÍDICO ESPAÑOL?”, publicado en el Diario ABC el 6 de julio de 2002), Don Francisco José Hernando Santiago (con su artículo, “JURISPRUDENCIA Y SEGURIDAD JURÍDICA” publicado en el Diario ABC el 19 de julio de 2002), Don Luis Díez-Picazo (con su artículo, “JURISPRUDENCIA Y SEGURIDAD JURÍDICA” publicado en el Diario ABC el 31 de julio de 2002) y Don Santiago Muñoz Machado (con su artículo, “EL ESTADO DE LOS JUECES AUTÓNOMOS” publicado en el Diario ABC el 4 de septiembre de 2002), se ha suscitado y que hemos venido publicando estos días en estas mismas páginas: el valor que una eventual reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial pretende darle a la jurisprudencia del Tribunal Supremo.

A continuación publicamos los textos de tales artículos así como la aportación, que la destacada Catedrática de Derecho Civil de la Universidad de Santiago de Compostela, D.ª María Paz García Rubio, ha realizado a través del foro que precisamente anunciamos.

EDUARDO GARCÍA DE ENTERRÍA de la Real Academia Española

¿CAMBIO RADICAL DEL SISTEMA JURIDICO ESPAÑOL?

Entre las noticias que se avanzan sobre los proyectos que va a desarrollar el Pacto para la Justicia de los dos grandes partidos políticos hay una que juzgo verdaderamente preocupante. Se pretende hacer, según parece, un cambio sustancial del sistema jurídico español, que pasaría de fundarse, como prescribe el Preámbulo de la Constitución, en “el imperio de la Ley como expresión de la voluntad general”, a ser un orden jurídico gobernado por la jurisprudencia de un grupo de altos jueces, los que componen el Tribunal Supremo. Para ello se declararía que la jurisprudencia de éste sea rigurosamente vinculante para todos los demás jueces y tribunales. También la Constitución dice algo bastante diferente, art. 117.1, como principio básico del sistema, que la independencia de los jueces y magistrados supone que éstos estén “sometidos únicamente al imperio de la Ley”. La jurisprudencia no ha sido nunca en España fuente directa del Derecho, como precisa el art.1° del Código Civil, en su primer apartado.

Lo más notable es que el formidable cambio que, al parecer, pretende implantarse está enteramente basado en una idea concreta, y más que discutible, sobre el papel del Tribunal Supremo. De nuevo se buscará en vano en la Constitución el intento de hacer del Tribunal Supremo lo que, con toda explicitud, se pretende: el definidor último del Derecho aplicable. El art. 123 se limita a decir que “el Tribunal Supremo es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes jurisdiccionales, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales”. No dice que sea el que defina, en su alcance preciso, el Derecho que ha de vincular a todos los jueces y tribunales y, por tanto, a todos los españoles. Más bien parece inferirse lo contrario del art. 118: “Es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales”, lo que se refiere a quienes han sido parte en los procesos respectivos; no se dice que tal obligación alcance también a los terceros, que resultarían vinculados por la doctrina de tales sentencias. La facultad de crear Derecho se reserva en el art. 66 a las Cortes Generales, “ representantes del pueblo español”; en parte alguna, ni por mera alusión indirecta, se atribuye esa función suprema a los jueces.

Por lo demás, en el panorama del Derecho comparado el modelo está perfectamente identificado por teóricos y juristas: es el sistema común a los Estados europeos continentales. Sólo los países del common Law, Inglaterra, Estados Unidos y los Estados que fueron antes colonias inglesas, difieren de ese canon y reconocen el papel creador de Derecho objetivo de sus tribunales, por encima de la resolución de los conflictos concretos propios de cada proceso.

¿Es que se pretende cambiar radicalmente nuestro sistema para situarnos, por un sorprendente acto de voluntad, en el anglosajón? ¿Puede hacer algo tan trascendental una simple ley, aun orgánica? Pocos cambios normativos justificarían más una obligada remisión al poder constituyente.

Pero resulta que idea tan notable tiene un origen mucho más modesto: se trata, al parecer, de justificar que la jurisdicción del Tribunal Supremo llegue a ser una jurisdicción facultativa y no preceptiva, gobernada por la decisión soberana de sus Salas para determinar cuál de los recursos que llegan a ellas tiene o no “interés casacional”, interés orientado únicamente por su capacidad para dar lugar a esa “doctrina legal” erigida en fuente del Derecho (No ignoro que esta idea está preparada ya en la reciente ley de Enjuiciamiento Civil, que aún parece inaplicada).

De nuevo es el modelo anglosajón el que se tiene ala vista. Sólo los órganos judiciales supremos (no formados por jueces “de carrera”) tienen en Gran Bretaña y en Estados Unidos esa facultad selectiva de casos, a la que se conoce con el nombre histórico de certiorary (en origen una potestas avocandi del King's Bench premoderno). En virtud de esa facultad, la Cámara de los Lores dicta al año apenas un centenar de sentencias y la Corte Suprema de los Estados Unidos (nueve jueces con competencia universal) unas ciento cincuenta. Pero es que eso ocurre precisamente porque son órganos de creación del Derecho, cuya doctrina se impone a todos los órganos inferiores en virtud del principio de stare decisis (principio, por cierto, lleno de matices en su aplicación, con una casuística que aquí desconocemos, dada la tradición de la vinculación exclusiva del juez a la ley).

Debo decir que el modelo que, por simples razones prácticas, según parece, intenta establecerse resulta escasamente prometedor para los juristas españoles y me atrevo a decir que también para sus ciudadanos. Investir de potestad creadora de Derecho objetivo, vinculante para todos, a unas docenas de jueces, resulta más bien preocupante. Nuestro respeto más sincero por los magistrados del Tribunal Supremo, que hacen, en general, una labor encomiable. Pero todas mis reservas respecto a su instauración como legisladores generales. Llanamente dicho, me siento bastante más tranquilo con el monopolio legislativo atribuido a las Cortes Generales, cuyos miembros son designados por el pueblo y son responsables de sus políticas, sistemáticas, discutidas públicamente y negociadas.

Diré más: si lo que en el fondo se estuviera pretendiendo, con un precio exorbitante, es reducir el número de recursos de casación que hoy inundan las Salas del Tribunal Supremo, me intranquilizaría menos, sin vacilar, que se introdujese cualquier género de limitación convencional, incluso el simple sorteo, me atrevo a decir, para determinar los recursos que merecen ser resueltos, frente al modelo con que, según parece, se está trabajando, de un cambio radical y absoluto en las esencias mismas del sistema jurídico. Mientras el art. 24 de la Constitución siga en vigor, la justicia es un derecho de los ciudadanos a que se decidan sus pretensiones mediante el Derecho, no un atributo personal de nadie, como era una potestad regia en el Antiguo Régimen y que ahora sería, sorprendentemente, la coronación final de una carrera funcionarial.

FRANCISCO JOSÉ HERNANDO SANTIAGO Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial

JURISPRUDENCIA Y SEGURIDAD JURÍDICA

En estos días, cada vez más inmediatos al paréntesis vacacional, buena parte de la comunidad jurídica se halla inmersa en la valoración de un borrador de anteproyecto para la posible reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que ha sido confeccionado por un grupo de expertos designados al efecto por el Ministerio de Justicia. Como planteamiento previo, creo que la razón del considerable interés que ha suscitado ese texto debe responder más a la magnitud del sector que pudiera terminar siendo reformado que a un pronóstico serenamente meditado sobre la vocación de aceptación íntegra del trabajo. Y es que aquel documento (por demás meritorio y al que han dedicado sus mejores esfuerzas profesionales del máximo nivel) no ha sido aún hecho propio por el Ministerio de Justicia. Tampoco ha sido objeto de negociación con los partidos, políticos, sindicatos o Comunidades Autónomas, extremo éste por demás transcendente ya que toda reforma de esta área debe buscar los niveles de consenso alcanzados por el Pacto de Estado de Reforma de la Justicia. Por último, no se ha debatido, para la aportación de sugerencias de mejora, con la Carrera Judicial, sus asociaciones o cualquiera de los cualificadísimos profesionales del Derecho que trabajan día a día en nuestra nación. Creo por ello innecesario decir por evidente a tenor de lo expuesto que a partir de ahora se han de empezar a quemar, sin prisas pero sin pausas, todas aquellas etapas de reflexión, concertación y consenso con el fin de lograr entre todos un texto de Ley Orgánica del Poder Judicial riguroso, moderno y que tenga vocación de perdurabilidad.

Una de las apuestas que se contiene en dicho documento de trabajo, contra la que ha reaccionado el siempre admirado profesor García de Enterría en otra Tercera de este diario (véase ABC del sábado 3 de julio de 2002), es el valor vinculante que la jurisprudencia del Tribunal Supremo pueda tener para can los Juzgados y Tribunales inferiores. Dicha opción, según el querido profesor, supondría no sólo traicionar nuestro modelo de justicia, aproximándola al anglosajón, sino que, más allá, quebraría en cierta medida la división de poderes al convertir al Tribunal Supremo en legislador. Desde el máximo respeto hacia el autor de las críticas citadas (en cuyas fuentes, como administrativista que soy, me deleito con frecuencia); no puedo estar de acuerdo con el núcleo central de su reflexión. Creo firmemente por el contrario en las cuantiosas bondades que para la seguridad jurídica, para la justicia y la sociedad española en su conjunto tendría ahondar en aquel valor Indicador de la más correcta interpretación de la ley que posee la jurisprudencia.

La seguridad jurídica es un valor esencial para el funcionamiento del Estado de Derecho. Por ello el art. 9.3 de la Constitución no sólo se ocupa de reconocerla sino que incluso afirma garantizarla. La seguridad jurídica, entre otras cosas más, como han declarado el Tribunal Supremo y el Constitucional, consiste en la expectativa del ciudadano, razonablemente fundada, sobre cuál ha de ser la actuación del poder en la aplicación del Derecho. Facetas esenciales de la seguridad jurídica son, pues, la previsibilidad y la certeza del Derecho, tanto en su formulación como en su aplicación. A la primera de estas facetas claridad y calidad del redactado de las leyes como ingredientes de la seguridad se han referido el Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional y el propio Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pero es a la certeza y previsibilidad de las resoluciones judiciales a las que deseo referirme ahora.

Probablemente por una no demasiado aquilatada definición de nuestro sistema de fuentes, han podido detectarse en el pasado algunos defectos de funcionamiento del aparato de Justicia en este preciso aspecto. Son desde luego infrecuentes, pero han tenido la capacidad de afectar a los litigantes con extrema intensidad. En los casos límite, incluso,. se ha podido llegar a evitar comparecer ante la jurisdicción ante la incertidumbre sobre la predecibilidad del resultado respecto a un derecho subjetivo que parecía asistir al interesado en el texto de la ley. Opino además que la certeza y previsibilidad de los pronunciamientos judiciales estimulan inversiones en el mismo grado que la desconfianza las desincentiva. La clara definición de los contornos del Derecho, labor en la que colaboran el Legislador a la hora de hacer las normas y los Tribunales a la de interpretarlas, permite desarrollar actividades económicas que no surgirían si esos límites de legitimidad fueran ignorados: La seguridad jurídica opera por tanto como un factor dinamizador de la economía y de la creación de riqueza. Pero encuestas ha habido en, el pasado que han arrojado resultados poco satisfactorios en este terreno. Más aún, en fechas no demasiado lejanas el profesor García de Enterría publicaba en este mismo periódico otra Tercera, titulada Derecho, Política y subjetivismo, donde alzaba su nítida voz contra aquel subjetivismo en la aplicación del Derecho. Allí afirmaba ser “necesaria una interpretación uniforme del Derecho para todo el pueblo, exigida por los básicos principios de igualdad ante la ley y de seguridad jurídica”, e introducía una afirmación que suscribo en su plenitud: ano puede depender el alcance de la ley del talante personal de cada uno de sus aplicadores”. No es posible estar más de acuerdo, como digo, con tales afirmaciones. Así lo expresé en el acto de entrega de despachos a la última promoción de la carrera judicial. Discrepo con él, sin embargo, de que la solución contra un excesivo arbitrismo del juzgador o contra la existencia de márgenes interpretativos singularmente amplios corresponda a la ciencia jurídica. Sin negar en modo alguno el valiosísimo valor ilustrador de la doctrina, creo que esa tarea le debe corresponder y le corresponde a la jurisprudencia. Nada defiendo por otra parte que no esté ya presente en .el artículo 1.6 del Código Civil donde, como todo jurista sabe, se dispone que la jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la Ley, la costumbre y los principios generales del Derecho. Tampoco pretendo cosa distinta de lo ya dicho en el artículo 493 de la recientísima Ley de Enjuiciamiento Civil o los artículos 100 y 101 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso Administrativa de 1998 respecto de la vinculación a la jurisprudencia, Por tanto, probablemente ese debate sobre el efecto vinculante de las sentencias no deba estar en su misma presenciaque no nos es extrañacomo trasladarse a la definición, por la norma procesal, de la clase de recursos de casación que permitan producir jurisprudencia vinculante por ser su finalidad central la defensa del ordenamiento. Aquella función nomofiláctica (de nomos y filaké) de la que hablaba Calamandrei al resaltar el doble papel de la casación como defensa de la norma y como unificadora de su interpretación.

En modo alguno se trata, pese a haber sido sugerido en ocasiones deseo que esto quede meridianamente claro, de convertir al Juez en creador del Derecho para un caso concreto con el fin de, después, generalizar su decisión para qué rija en casos similares. Ni la labor de creación libre del Derecho se corresponde con nuestro modelo constitucional de Juez ni la generalización de esa decisión puede ser aceptada sin ruptura de nuestro sistema jurídico. Pero para conjurar los riesgos de aparición de tales deformidades contamos desde hace mucho con los resortes siguientes: primero, la necesidad de que la decisión jurisprudencial respete las fuentes primarias (ley, costumbre y principios generales del Derecho) ya que eso es lo que dice el artículo 1 del Código Civil; segundo, que el complemento del ordenamiento nunca puede derivar de una resolución aislada sino de una “ doctrina constante y reiterada”; de ello se obtiene que la regla no puede derivar de la dinámica creaciónextensión sino de la indagación leal en la voluntad de la ley, pues sólo a través de ella se obtendrá el mismo resultado para casos distintos (la tarea no sería pues innovar Derecho sino declarar el ya existente); tercero, que la asignación exclusiva al Tribunal Supremo de aquella función de complemento del ordenamiento evita la inseguridad y dispersión que sin duda brotarían de su atribución a cualesquiera juzgados y Tribunales; y, por último, aunque en este caso ya sea más una regla general inspiradora de la total actuación de los Jueces y que está en el frontis de su quehacer diario, jamás de una actitud de lealtad para con la Ley podrá derivarse una sustitución subjetiva de sus determinaciones.

Se trata, pues, de unificar el sentido de las decisiones judiciales en armonía plena con lo dispuesto en la ley; por más que sea cierto que, en ocasiones, en un análisis externo y posterior, la detección de diferencias entre una regla obtenida directamente de la ley y otra en la que la ley sea empleada como excusa para una decisión previamente tomada, pueda ser, como aquel puente que para Mahoma deben recorrer los justos para adentrarse en el paraíso, delgado como un cabello y afilado como un cuchillo. Una distancia que sin embargo debe convertirse en insalvable para cualquier tentación de apartamiento de la ley.

LUIS DÍEZ-PICAZO de Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

JURISPRUDENCIA Y SEGURIDAD JURÍDICA

Las noticias que han saltado en las últimas semanas a los medios de difusión hablan de un pretendido borrador, anteproyecto, o lo que fuere, de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, en la que se trata de introducir un profundo cambio de perspectiva en la concepción y en el dibujo del Tribunal Supremo de Justicia. Ello, naturalmente, ha abierto alguna dosis de polémica de la que no parece justo que se mantenga aparte (porque podría ser interpretado como aquiescencia) quien, como el autor de estas líneas, ha dedicado muchas horas y esfuerzos a tratar de desenmarañar y, desentrañar estas cuestiones. Si al mismo tiempo estas líneas ayudan a reforzar la primeras y, hasta ahora, únicas voces de alerta, dadas por uno de los pocos grandes maestros que tenemos, habrían cumplido su objetivo.

Dos son, según se dice, las líneas maestras de esta tentativa: dedicar al órgano fundamentalmente a la creación de jurisprudencia e imponer, rudamente, a todos los demás jueces y tribunales (y quién sabe si al resto de los ciudadanos) el deber de observar, de cumplir o de aplicar estas, así llamadas, doctrinas de la jurisprudencia, consumando, de este modo, una línea de evolución a la que algunos siempre nos mostramos contrarios, que quiere convertir la jurisprudencia en una fuente de Derecho. Las viejas opiniones son muchas veces poco conmovibles y, muchas veces, uno se mantiene, pese a todos los embates, fiel a sus más viejas ideas, que, para aclarar la discusión, tal vez convenga reordenar.

Lo primero que hay que decir es que la pretendida (o supuesta) reforma es un ataque despiadado a la independencia de los jueces y tribunales (tal como ésta se encuentra reconocida en la Constitución), lo que, dicho sea de paso, haría la reforma inconstitucional. Se sustituye la susodicha independencia, que no es otra cosa que una directa vinculación de cada juez con el ordenamiento jurídico, por una férrea dictadura jerárquica, lo que sólo se comprende por el gusto por la simetría o por el monolitismo, olvidando un sistema que es policéntrico.

Los defensores de la idea han querido justificar la reforma en aras de una evanescente eficacia del principio de seguridad jurídica. Olvidando, ciertamente,.que existe una difícil relación dialéctica entre jurisprudencia y seguridad jurídica. Ante todo, porque siempre ha existido una enorme dificultad para tratar de saber lo que es jurisprudencia en el sentido del art. 1.6 del Código Civil, que habla de doctrina que, de modo reiterado, establece el Tribunal Supremo al interpretar la ley, la costumbre y los principios generales del derecho. Y si es ardua la dificultad para determinar si existe, mayor todavía es para definirla y concretarla. Todo ello sin aludir, porque sería un argumento fácil, a las constantes contradicciones entre las diferentes sentencias del mismo Tribunal. Por eso una voz que considero autorizada me dijo en una ocasión: “¿Jurisprudencia? Eso no existe. Y si no existe, habrá que admitir que es muy difícil que llegue a existir”. La seguridad jurídica sí es algo más que un nomen vacuum, es certidumbre sobre el Derecho aplicable, lo que en el caso de la jurisprudencia, como ya señaló hace más de un siglo Joaquín Costa, exigiría un anual “edicto del pretor” publicado en los periódicos oficiales o transferir el poder jurisprudencial al autor de lo que los italianos llaman el “massimario”, con el natural riesgo de que entre máximas y sentencias la relación sea equívoca. ¿De qué seguridad jurídica hablamos?

Los que conservamos en alguna parte de nuestro cuerpo machadianos restos de jacobinismo, no podemos olvidar la tantas veces relatada sesión de la Convención, que, en la Revolución Francesa, trataba de organizar el Tribunal de Casación. Le Chapellier defendía la renovación del Tribunal por partes con el fin de preservar su jurisprudencia, pero Robespierre se alzó casi airado: “¡Jurisprudencia! ¡Que horrible palabra! Este Tribunal no tendrá jurisprudencia. Vosotros no tenéis más jurisprudencia que la Ley porque es la ley la que define la voluntad general y es ella el valladar inconmovible de vuestros derechos como ciudadanos”. Alguno sonreirá pensando que resucitar viejas historias tiene poco sentido. Pero lo tiene. Porque en el fondo hay que plantearse la cuestión de la relación de la llamada jurisprudencia con la ley e inevitablemente la relación de los órganos de producción de una y otra. No insistiré en la idea de que resulta bastante absurdo poseer un órgano de producción jurídica por vía legislativa, en el Parlamento, para colocar al lado otro órgano de producción jurídica, que interprete las decisiones legislativas del Parlamento, con la coartada de que pueden conducir a interpretaciones divergentes, porque, al final, la superioridad será sólo de uno de ellos. Y no utilizaré tampoco el tópico de que sólo uno de ellos posee la genuina legitimidad democrática y que sólo en uno de ellos radica la soberanía. En definitiva, una cosa es tener que interpretar las leyes para aplicarlas en los litigios y otra tener un permanente órgano de interpretación que, en cuanto tal, difícilmente podrá recibir el nombre de tribunal o incluso de órgano jurisdiccional. Y frente a ello; que a nadie se le ocurra tampoco exhumar el consabido tópico de la creación judicial del Derecha, pues en ningún ordenamiento jurídico, ni siquiera en aquellos que acuñaron la máxima “judge makes law”, los jueces crean Derecho, sino que lo encuentran en el ordenamiento previamente dado, aunque no puede discutirse que lo reajusten a las características de cada caso concreto. Por todas estas razones, al favorecer un choque entre los órganos de producción jurídica del Estado, se está, inevitablemente, planteando un problema constitucional, cuya solución sólo en la Constitución puede encontrarse.

Nadie puede discutir que las especulaciones que han podido dar origen a estas propuestas tienen su causa más profunda en la pérdida del norte por nuestro Tribunal Supremo sujeto, por una parte, a los embates de su propia práctica y, por otra, a alguna de las últimas reformas legales. Mas ni el norte, ni ninguno de los cuatro puntos cardinales, se recupera con lo que parece más bien una huida hacia adelante, que topa, como sucede casi siempre con las ocurrencias, con obstáculos difíciles de superar. Nadie había dudado nunca del valor que puede tener la jurisprudencia, ni de su eficacia, como recuerda el anteriormente citado precepto del Código Civil, para integrar el ordenamiento jurídico. Todos los abogados hemos estado siempre dispuestos a sacrificar lo que consideramos brillantes construcciones a la simple cita de una buena sentencia que nos viniera al pelo y todos los jueces han estado siempre dispuestos a resolver sus asuntos con una sentencia que les viniera como anillo al dedo. Pero una cosa es el valor de integración que la jurisprudencia pueda tener, y otra cosa muy distinta es su eficacia coactiva, pues, como también dijo Costa en la misma señalada ocasión, la jurisprudencia no es una decisión de un tribunal, sino una obra colectiva de toda la comunidad jurídica en la que todos los juristas estamos embarcados, porque es una obra racional y, en cuanto tal, con el valor de autoridad que le da la convicción y la persuasión. Otra cosa, por supuesto, es una eficacia coactiva que puede, a su vez, producir efectos perversos o efectos que conduzcan las cosas hacia prácticas desviadas. Los primeros se producirán la primera vez que un juez no amedrentado sea acusado de prevaricación por no observar la jurisprudencia, aunque hay que recordar que siempre está a la mano el poder disciplinario del Consejo General del Poder Judicial.

El segundo tipo de efectos aparecerá casi de inmediato y, para todos los que tenemos experiencia, es. un mecanismo relativamente sencillo. Basta establecer las diferencias, que siempre existirán, entre el caso en que se supone que se sentó jurisprudencia y aquel otro en que ahora se la quiere aplicar. Es, como todo el mundo sabe, lo que hacen los jueces ingleses y norteamericanos y casi todos los demás del planeta. Por donde los pretendidos efectos mágicos del elixir se terminarán disolviendo. Porque al final, las cosas vuelven al mismo sitio: las doctrinas de los tribunales serán eficaces porque sean racionales, obra de todos y compartidas por todos, porque persuadan y porque convenzan. Sustituir la convicción, que es racional, por la imposición, no parece la mejor medicina.

SANTIAGO MUÑOZ MACHADO Catedrático de Derecho Administrativo de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid

EL ESTADO DE LOS JUECES AUTÓNOMOS

Retomo el debate sostenido en las páginas de este periódico por algunos maestros del Derecho e insignes juristas, a propósito de un proyecto de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, al parecer imaginario, que tendría la determinación de reconocer carácter vinculante a la jurisprudencia del Tribunal Supremo. Bienvenido sea tal amago de reforma, de contenidos inconcretos, que ha permitido importantes reflexiones públicas sobre un problema capital y grave de nuestro Derecho en la actualidad.

La reacción fulminantemente negativa ha sido del profesor E. García de Enterría, apoyada, sobre todo, en que el reconocimiento de valor vinculante a la jurisprudencia del Tribunal Supremo daría a este órgano la condición propia del legislador, capaz de crear normas estables, lo cual es ajeno a nuestra tradición jurídica y más propio de los sistemas anglosajones de common law. El profesor L. Díez Picazo ha secundado esta opinión y la ha completado explicando la tradición continental europea que, desde la Revolución Francesa, no cree en el valor normativo de la jurisprudencia, ni se conforma con que los tribunales puedan añadir interpretaciones que les vinculen para la resolución de los casos que sucesivamente vayan conociendo. En medio de los dos prestigiosos maestros, el Presidente del Tribunal Supremo también ha dejado en la misma página del periódico su opinión de que es necesario que la jurisprudencia tenga cierta estabilidad porque su continua variación, además de impedir su conocimiento, resulta incompatible con la seguridad jurídica.

No creo, por mi parte, que a ningún legislador sensato se le ocurra establecer algún día, sin matices, que la jurisprudencia del Tribunal Supremo es vinculante (aunque no podemos pararnos en justificar las diferencias, la propia LOPJ, artículo 5.1, sí había establecido el carácter vinculante de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional). Tendría que aclarar antes qué debe entenderse por jurisprudencia, qué partes de las sentencias la integran, qué grado de consenso tiene que haber entre los magistrados que la dictan para que pueda reconocérsele tal valor, cuál es el grado de vinculación, en qué medida es posible para los tribunales inferiores separarse del precedente, etc..., cuestiones todas ellas de difícil incorporación, por su complejidad y problemática precisión, al texto de una ley.

Pero tampoco me parece pertinente la solución contraria: negar cualquier clase de valor vinculante a la jurisprudencia y, cerrando los ojos a la realidad, afirmar que las únicas normas que los jueces aplican son las que se contienen en las leyes. Lo que equivale a sostener que la seguridad jurídica viene exclusivamente de la ley, y no de la estabilidad y claridad de los criterios que usan los tribunales para aplicarla.

Como ha confesado paladinamente alguno de los polemistas, esta forma de pensar tiene inequívocas raíces jacobinas, porque confía en la ley tanto como lo hicieron casi todos los artífices de la gran Revolución burguesa. Entronizada la ley en lo más alto del sistema jurídico, los jueces debían limitarse a aplicarla, sin añadir precisión alguna. Si encontraban dificultades para aplicarla, debían abstenerse de interpretarla y pedir la interpretación de su ley al propio legislador (sistema de référé législatif). La jurisprudencia queda transformada en un producto jurídico abominable. Robespierre lo dijo con su contundencia habitual: “la palabra jurisprudencia tiene que ser borrada de nuestro lenguaje. En un Estado que tiene Constitución y legislación, la jurisprudencia de los tribunales no es otra cosa que la ley”.

Los revolucionarios están, desde luego, deslumbrados por el mayor invento del constitucionalismo que acaban de inaugurar: la ley general igual para todos. Pero también encuentran en el sometimiento de los jueces y tribunales a la ley, el antídoto contra su comportamiento durante el Antiguo Régimen. Entonces los tribunales habían acumulado enormes facultades para la creación de Derecho a través de sus decisiones; éstas, además, variaban de sentido en cada circunscripción y el conocimiento de lo que unos y otros tribunales decían no era fácilmente accesible habida cuenta de la más que escasa publicidad que se daba a las resoluciones. Este mundo casi secreto en el que el Derecho lo iba formando aisladamente cada tribunal, daba tal poder a éstos y tal inseguridad a los ciudadanos, que explica la lapidaria valoración que hace, poco después, Le Chapelier de la jurisprudencia como “la más detestable de todas las instituciones”.

No diré yo que en la actualidad los tribunales han recuperado una situación semejante a la del Antiguo Régimen, porque la ley es hoy su referente y su freno y, desde luego, el sistema está, en términos generales, limpio de la vieja arbitrariedad. Pero nadie que conozca el funcionamiento real del Derecho podría decir hoy que la tarea de los tribunales es limitarse a aplicar las leyes, sin añadir nada a su contenido normativo. La famosa operación de subsunción según la cual los tribunales deben determinar los hechos y, una vez fijados, aplicarles las normas preestablecidas en las leyes, vale para unos cuantos supuestos. Pero, por lo común, los tribunales viajan por los entresijos de las normas, iluminan sus oscuridades y crean soluciones en la mayor parte de los casos controvertidos. Es más, en la actualidad, en los modernos Estados de los derechos fundamentales, tienen que usar, a veces, para resolver las controversias, principios y valores, no siempre positivizados, que están por encima de las leyes.

En nuestro Derecho hoy, como ocurre con el de los demás Estados europeos, es muy inusual que la respuesta a cómo resolver una controversia jurídica esté claramente establecida en la ley. Será imprescindible acudir a los criterios establecidos por los tribunales en su jurisprudencia. De manera que como dijo el famoso juez O.W. Holmes, el estudio del Derecho se ha convertido –y aún lo hará más en un inmediato futuro- en el arte de predecir la conducta de los jueces. Hago constar, además, que su criterio es más importante en la medida que más elevados son los valores en juego. En ninguna rama del Derecho se requiere tanto como en la penal estar al tanto de la jurisprudencia.

Y, siendo esta la realidad, ¿resulta aceptable que cada tribunal tenga su propia jurisprudencia, que unos no se atengan al criterio interpretativo de los otros, ni siquiera cuando son superiores, que las interpretaciones establecidas no tengan ninguna estabilidad, que el Derecho se cree para cada caso, o que un juez de instrucción pueda actuar con completa libertad y sin consideración de las reglas sentadas por los tribunales superiores?

Me parece evidente que un sistema jurídico que admitiera tales desvaríos sería caótico y tendría sembradas las semillas de su destrucción o de su descrédito. Nadie puede creer en una Justicia que no pisa tierra firme, entre otras cosas porque los ciudadanos quedan libres de pensar que los cambios y las soluciones distintas para casos similares no se deben a la aplicación del Derecho, sino a las presiones periodísticas o políticas, a las venganzas, a las modas, o al carácter iluminado o vesánico de un juez concreto.

Es imprescindible ahondar en la racionalización de un sistema jurídico en el que la jurisprudencia tiene una importancia creciente. No es posible negar esta realidad ni tratar de resolverla con principios que ya no son para este tiempo.

Hace muchos años ya que los magistrados del Tribunal Supremo tienden a autovincularse con sus propias decisiones. Resuelven como lo han hecho en ocasiones precedentes e invocan esos casos como fuente de autoridad. Ese mismo comportamiento, pero extendiendo la vinculación vertical de la jurisprudencia a los demás tribunales, hay que ampliarlo. No me pararé a explicar las matizaciones que habrá que emplear, todas distintas de la simple declaración de que la jurisprudencia del Tribunal Supremo es siempre vinculante. Pero sí es posible augurar que el asentamiento de estas nuevas concepciones no sólo mejorará la seguridad jurídica, sino también el funcionamiento general de la justicia: las resoluciones judiciales serán más predecibles, los abogados podrán preparar mejor las defensas, no se entretendrán en apelaciones inútiles, sino que buscarán acuerdos, cuando la decisión esperable esté clara; los propios jueces se sentirán más confortados al apoyar sus decisiones en precedentes estables.

MARÍA PAZ GARCÍA RUBIO Catedrática de Derecho Civil de la Facultad de Derecho de la Universidad de Santiago de Compostela

JURISPRUDENCIA, CONSTITUCIÓN, LEY DE ENJUICIAMIENTO CIVIL

El debate sobre el valor de la jurisprudencia en el sistema de fuentes del Derecho civil español ha estado abierto en España desde la época codificadora. Bajo la vigencia del anterior Título Preliminar la respuesta negativa era prácticamente unánime, aunque no faltaban voces discrepantes muy autorizadas. Después de la Reforma del Título Preliminar operada por en los años 1973-1974, que dio como resultado el ambiguo texto del art. 1.6. del Código civil, la cuestión no sólo pervivió, sino que probablemente los contornos del problema se desdibujaron y las opiniones sobre su exacto valor se multiplicaron y distanciaron entre sí de manera notable.

Como en todos los temas que afectan de manera estructural a nuestro ordenamiento jurídico, la entrada en vigor de la Constitución de 1978 ha supuesto también en este punto la necesidad de adoptar nuevas pautas argumentativas que, según un sector muy relevante de la doctrina, sigue derivando en la negativa a considerar a la jurisprudencia como un ente creador de Derecho objetivo. Por el contrario, para otros muchos autores, tanto la Constitución como las normas postconstitucionales que desarrollan algunas de sus previsiones aportan claros indicios en el sentido radicalmente contrario.

La tesis que apoya en la Constitución el criterio tradicional opuesto a la inclusión de la jurisprudencia en el sistema de fuentes se basa especialmente en el art. 117, en su apartado primero, según el cual los jueces y magistrados están “sometidos únicamente al imperio de la ley” lo cual, según Díez-Picazo, implica la prohibición terminante de cualquier creación judicial del Derecho. Además, el apartado tercero del mismo precepto atribuye a los jueces y tribunales la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, pero no la de crear el Derecho aplicable. Por su parte, el art. 9.1 ordena a todos los poderes públicos y, en consecuencia, también al poder judicial, la sumisión “a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”, lo cual le obliga a respetar el sistema de fuentes establecido, donde no se incluye la jurisprudencia. Por añadidura, en la Constitución la facultad de crear Derecho se reserva en el art. 66 a las Cortes Generales (y, en las materias de su competencia a las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas), mientras que en parte alguna esa función es atribuida a los jueces que carecen de aquella legitimación democrática (García de Enterría). Cumple añadir que para los partidarios de esta tesis la vinculación al precedente como regla creada por los jueces supremos supondría un grave menoscabo para la independencia judicial constitucionalmente sancionada.

Por el contrario, también se recaban argumentos constitucionales a favor de la inclusión de la jurisprudencia en el sistema de fuentes. En primer lugar, porque la propia Constitución creo un órgano jurisdiccional ex novo, el Tribunal Constitucional, que aún en su particular ámbito de competencias jurisdiccionales, supuso la introducción explícita en España del precedente judicial vinculante (también el art. 5.1 LOPJ reconoce que la interpretación de la Constitución hecha por el Tribunal Constitucional vinculará a los jueces y tribunales). Por otro lado, la Constitución reconoce, aunque sea de una manera indirecta, el alcance normativo de la jurisprudencia cuando en el art. 161.1 a) dispone “..La declaración de inconstitucionalidad de una norma jurídica con rango de ley, interpretada por la jurisprudencia, afectará a ésta, si bien la sentencia o sentencias recaídas no perderán el valor de cosa juzgada”; al distinguir claramente entre “jurisprudencia” y “cosa juzgada” se está considerando que la jurisprudencia es un tipo de norma que tiene vocación de permanencia y cuya validez se extiende a otros supuestos más allá del caso concreto que decide (Laporta). En contra de la interpretación literal del art. 117.1 de la CE que ordena la sumisión de jueces y tribunales al imperio de la ley, se dice que tal intelección impediría a éste aplicar, por ejemplo, normas reglamentarias o consuetudinarias, por lo cual resulta más sensato interpretar que en el precepto constitucional mentado la sumisión a la ley se equipara a la sumisión a todo el Derecho (de Otto). Tampoco parece que la vinculación al precedente contraríe la independencia judicial, la cual no ha de predicarse tanto del juez como persona, como de la función que desempeña y que, de ser literalmente entendida, acarrearía una dosis insoportable de arbitrio judicial. Frente a ello, la uniformidad en la aplicación del Derecho que proporciona la vinculación vertical (de los órganos inferiores por los superiores) al precedente es una garantía de seguridad jurídica en la medida en que hace previsible el resultado. Sobremanera se argumenta, frente a la acusación de falta de legitimación democrática de los jueces que les inhabilitaría para ejercer cualquier labor creadora de normas, que la creación jurisprudencial es siempre secumdum legem, con lo que la modificación de un solo texto legal puede destruir los más elaborados edificios jurisprudenciales (de Otto). Finalmente, se añade que, además de la vinculación al precedente que deriva de la interpretación de las normas hecha por el Tribunal Constitucional a la que ya se hizo mención, la Unión Europea establece, a través de la cuestión prejudicial de interpretación (arts. 234 y siguientes del TCE), la vinculatoriedad de los tribunales de los Estados miembros a las decisiones del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas en materia de interpretación del Derecho comunitario. De seguir entonces la doctrina más tradicional negadora de la jurisprudencia interna como fuente del Derecho, se llegaría a la paradójica conclusión de que sólo las decisiones del Tribunal Supremo que según el art. 123 de la CE es “el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales”, carecerían de valor vinculante (Laporta).

En fin, todos los argumentos expuestos en uno y otro sentido obligan a cuestionarnos de nuevo la función de la jurisprudencia en el sistema de fuentes. En los últimos tiempos, por lo que he podido leer en las páginas de este Diario de Derecho, y con motivo de la anunciada modificación de al Ley Orgánica del Poder Judicial, el problema ha preocupado muy hondamente a algunos de los más importantes juristas del país. Ahora como siempre, sus opiniones no son unánimes. Desconozco el texto del trabajo preparatorio de la reforma de la Ley Orgánica mencionada que ha hecho revivir la polémica. Por ello mi aportación, que no puede basarse en algo que desconozco, se limita a introducir en la polémica algunos de los argumentos que puede proporcionar una norma legal que ya es Derecho vigente y que hasta el momento ha aparecido poco en la discusión mediática. Me refiero al art. 477 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que como es de sobra conocido, constituye el pilar fundamental de la nueva regulación del recurso de casación civil.

Aunque el tema requiriría con toda probabilidad una explicación previa sobre el significado de la casación civil, voy a entrar directamente en la norma por no alargar más una intervención que probablemente ya es demasiado extensa.

La interposición del recurso de casación sólo puede fundarse en un único motivo “la infracción de normas aplicables para resolver las cuestiones objeto del proceso” (art. 477.1 LEC). Conforme al art. 477.2 las sentencias recurribles en casación serán las dictadas en segunda instancia por las Audiencias Provinciales únicamente en tres casos: cuando se dicten para la tutela judicial civil de los derechos fundamentales, cuando la cuantía del asunto excediere de veinticinco millones de pesetas y “cuando la resolución del recurso presente interés casacional”. A continuación el art. 477.3 establece lo que ha de entenderse por “interés casacional”: “Se considerará que un recurso presenta interés casacional cuando la sentencia recurrida se oponga a la doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo o resuelva puntos y cuestiones sobre los que exista jurisprudencia contradictoria de las Audiencias provinciales o aplique normas que no lleven más de cinco años en vigor, siempre que, en este último caso, no existiere doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo relativa a normas anteriores de igual o similar contenido”.

El precepto, además de alguna curiosidad como la de denominar “doctrina jurisprudencial” a la que el Código civil y el propio Tribunal Supremo considera en sentido estricto “jurisprudencia” y reservar, sin embargo, este último término para la dimanante de las Audiencias Provinciales, tiene sin duda muchos puntos de interés para analizar el tema del papel del Tribunal Supremo en el sistema de creación el Derecho civil.

Cabe plantear, en primer lugar, si la referencia a la “infracción de las normas aplicables” como único motivo del recurso incluye o no a la jurisprudencia, pues de ser la respuesta afirmativa la nueva ley procesal estaría calificando directamente a ésta como verdadera norma. Según algunos, porque efectivamente está entre las normas susceptibles de infracción, no es preciso, como hacía la ley anterior, referirse expresamente a ella. Frente a esta opinión se puede mantener que el concepto tradicional de jurisprudencia no está en la referencia a la infracción de las normas, sino en uno de los supuestos de interés casacional que ha de concurrir cumulativamente con la mencionada infracción, en concreto el de la oposición a la doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo.

Lo que no cabe duda es que la nueva regulación del recurso de casación pretende reforzar el papel del Tribunal Supremo como órgano destinado a lograr una aplicación unificada del Derecho civil, lo que se plasma en el nuevo concepto de “interés casacional”. Este interés casacional se manifiesta de dos modos distintos: por una parte, como fórmula para solucionar la vulneración de la jurisprudencia del Tribunal Supremo, lo que supone sin duda cierta vinculación al precedente por parte de los órganos inferiores, los cuales verán revocada su resolución cuando se aparten de él; por otra, como instrumento válido para crear jurisprudencia (que a su vez provocará la posterior vinculación de los órganos jurisdiccionales inferiores), tanto superando la existencia de pronunciamientos contradictorios de las Audiencias Provinciales, como en el caso de que por su escaso periodo de vigencia, se trate de normas sobre las que no existe jurisprudencia.

A nuestro entender esta nueva habilitación legal a través de concepto de “interés casacional” para crear jurisprudencia cuya violación va a ser, a su vez, causa de un nuevo “interés casacional”, supone un decidido paso adelante en el reconocimiento del papel de los Tribunales en la fijación de las normas, lo que no es sino un eslabón más en el reconocimiento legal de la creación judicial de Derecho. Con ello no se está sino acomodando el texto de la ley a lo que en muchos sectores del Derecho civil es una realidad tangible. Creaciones jurisprudenciales son, entre otras, el reconocimiento y desarrollo del principio de enriquecimiento sin causa, la subversión de la regla de la parciariedad de las obligaciones con pluralidad de sujetos pasivos, la accesión invertida como excepción a la regla superficies solo cedit, o toda la interpretación en clave de protección del dañado de los preceptos codificados sobre la responsabilidad civil extracontractual (ampliación del concepto de culpa, inversión de la carga de la prueba o exoneración de la misma, introducción de criterios de imputación objetivos, extensión del concepto de daño, etc).

Pido perdón por el atrevimiento de intervenir en una polémica que hasta ahora han llevado los mejores y más preparados juristas del país. En fin, agradezco también la oportunidad que se me dado de hacerlo.

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