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La amnistía y el retorno de la historia; por Josu de Miguel, profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Cantabria

15/03/2024
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El día 15 de octubre de 2024 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Josu de Miguel en el cual el autor opina que convendría reconocer que tenemos un gravísimo problema territorial que condiciona de forma inasumible la gobernabilidad y la convivencia.

LA AMNISTÍA Y EL RETORNO DE LA HISTORIA

La aprobación por el pleno del Congreso de la proposición de Ley Orgánica de Amnistía pone punto y final, en gran medida, a las discusiones, ilusiones y desilusiones que ha provocado en la sociedad española una iniciativa de la que ya se ha dicho casi todo. La proposición viaja ahora al Senado, donde su actual mayoría puede tener la tentación de convertir el procedimiento parlamentario en un ejercicio de filibusterismo que termine por agotar nuestra paciencia. Si se trata de resistir a lo inevitable, aconsejo al PP que no consuma los dos meses tras la reforma -seguramente inconstitucional- del Reglamento de la Cámara territorial para neutralizar la declaración de urgencia del artículo 90.3 de la Constitución. Lo mejor sería entonces vetar la proposición en 20 días y devolverla al Congreso para que este la ratifique de nuevo por mayoría absoluta cuanto antes.

Los aspectos técnicos de la amnistía han sido ya ventilados por distintos expertos desde hace meses. Podría decirse que una gran parte de la comunidad jurídica española opina que la ley orgánica aprobada puede contrariar en distintos extremos la Constitución y quizás el derecho comunitario. En cualquier caso, en un Estado de Derecho levantado sobre premisas democráticas la decisión sobre la constitucionalidad de una ley o su acomodación a las normas europeas corresponde a los tribunales. Tengo la impresión de que ni el Tribunal Constitucional ni el Tribunal de Justicia de la Unión Europea pondrán demasiadas objeciones a la amnistía que ha aprobado el Congreso. Así las cosas, como ocurrió en 1977, el poder judicial y la Administración tendrán la obligación de aplicar con lealtad la norma y desplegar el olvido penal que impone la mayoría parlamentaria.

No voy a entrar a señalar por qué entiendo que el camino de la amnistía va a ser despejado por las más altas instancias jurisdiccionales españolas y europeas: “El corazón tiene razones (jurídicas) que la razón ignora”, dijo Blaise Pascal. A riesgo de equivocarme, a partir de aquí la ley orgánica tendrá que ser valorada por los votantes, tan fieles a sus partidos en la era del bloquismo. La academia tendrá que orientar su análisis al presente y al pasado, porque la amnistía de 2024 pasará a ser historia de nuestro país. Y no puedo dejar de pasar la ocasión para recordar que lo aprobado por el Congreso es una especie de retorno histórico a nuestro fracaso constitucional. El fracaso de 1978, vale decir, porque la praxis de la amnistía es desde el siglo XIX la consecuencia lógica del tejer y destejer institucional que quisimos conjurar hace 45 años.

Aunque esta tribuna no va de recordatorios, es de interés apuntar que desde el Trienio Liberal se cuentan más de una veintena de olvidos penales y medidas de gracia generales refrendadas por próceres tan destacados como Espartero, Narváez, Prim, Maura, Alcalá Zamora, Manuel Azaña o Adolfo Suárez. Las amnistías, al margen de su constitucionalidad, se justifican al final por su funcionalidad y no son por sí mismas valiosas: tienen que servir como remedio o terapia para sanar las consecuencias divisivas de guerras civiles, dictaduras, pronunciamientos, golpes de Estado, huelgas revolucionarias o, como en este caso, intentonas secesionistas. La amnistía cortada a medida de los independentistas por la mayoría confederal quizá carezca del elemento fundamental para tener éxito en las actuales circunstancias políticas: la renuncia de sus beneficiarios ante la autoridad judicial a volver a intentar obtener la independencia de forma unilateral como condición previa de la concesión de la clemencia. Al margen de que el Congreso no haya incorporado ni una sola de las recomendaciones del borrador del informe de la Comisión de Venecia, lo relevante hoy es que Puigdemont ha dicho que vuelve para presentarse a las elecciones catalanas y que Junts ha manifestado que el procés seguirá sin aclarar si en ese relanzamiento la relación entre medios y fines es la que se impone en un Estado constitucional.

Por otro lado, comparar la Ley de Amnistía de 2024 con la de 1977 causa un efecto casi lisérgico: el legislador de la Transición era un dechado de economía lingüística, precisión conceptual y técnica normativa si lo comparamos con las actuales Cortes Generales. La nostalgia no lleva a ningún sitio, pero al recordar la Ley 46/1977, una norma constituyente porque fue la que permitió construir el consenso necesario para aprobar la Constitución, me veo en la obligación de pedir las explicaciones pertinentes a la actual mayoría parlamentaria en lo relativo al memorialismo que desde el año 2000 nos venía diciendo, poco menos, que la amnistía de 1977 fue la ley de punto final del franquismo y el pecado original de un régimen constitucional levantado sobre la impunidad de delincuentes de Estado que cometieron crímenes atroces que nadie pone en duda.

En tal sentido, ver a Baltasar Garzón y a otros juristas que tanto trabajaron para deconstruir en sede judicial y literaria la amnistía de 1977 defendiendo con uñas y dientes la necesidad del perdón a los independentistas en 2024 no solo causa perplejidad, sino que obliga a una exigente respuesta moral sobre por qué lo que fue malo en la Transición es hoy la quintaesencia de la reconciliación. Esta respuesta implica directamente al legislador: el artículo 2.3 de la Ley 20/2022, de Memoria Democrática, señala que “todas las leyes del Estado español, incluida la Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía, se interpretarán y aplicarán de conformidad con el Derecho internacional convencional y consuetudinario y, en particular, con el Derecho Internacional []”. Curioso destino el de una ley -la de 1977- que fue pensada exclusivamente para amnistiar a los últimos etarras con delitos de sangre.

Desconozco si entre los objetivos de la mayoría plurinacional esta legislatura está derogar la anterior disposición. Como sospecho que no, habrá que concluir que con este asunto de los olvidos penales a la carta algunos querrán seguir teniendo la bota llena y la suegra borracha, que dicen en mi pueblo. Podríamos considerar el precio pagado con esta amnistía arbitraria como un peaje aceptable si el nacionalismo y la izquierda vuelven a hacer suya la Constitución y dejan atrás todas sus políticas de norma perversa que juegan a transferir legitimidades entre naciones y formas de gobierno (de la monarquía a la república). Me temo, sin embargo, que, en este mundo tan líquido y cínico, ningún partido va a renunciar al espacio ambiguo en el que se confunde lo táctico y lo estratégico.

En definitiva, la Ley de Amnistía aprobada por el Congreso nos hace despertar de forma definitiva del sueño constitucional: operamos, de nuevo, ojalá me equivoque, como en los tiempos convulsos y decimonónicos en los que el suelo cívico era altamente inestable y los marcos jurídicos incapaces de integrar las diferentes manifestaciones del pluralismo. Pero llorar por la leche derramada no sirve de nada. Así las cosas, convendría empezar a reflexionar sobre qué hacer a partir de ahora, pues la resistencia numantina del poder judicial y la administración al legislador democrático puede terminar dañando la convivencia y los ya débiles cimientos del Estado de Derecho.

En lo concreto, como señalaba el penalista Juan Antonio Lascuraín en X, habría que proponer una reforma constitucional cuanto antes para incorporar la amnistía en la Constitución con la exigencia de mayorías cualificadas y el respeto de determinados límites materiales para su aprobación. Italia o Grecia muestran el camino. En lo general, quizá convendría reconocer que tenemos un gravísimo problema territorial que, como se ha vuelto a demostrar con la intempestiva convocatoria de elecciones en Cataluña, condiciona de forma inasumible la gobernabilidad y la convivencia del conjunto de España. La solución pasa por un rediseño en serio del Estado autonómico y por una prima electoral de la que por el momento casi nadie quiere hablar.

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