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También son nuestras guerras; por Mariola Urrea Corres, profesora de Derecho Internacional y Unión Europea de la Universidad de La Rioja

04/03/2024
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El día 4 de marzo de 2024 se ha publicado, en el diario El País, un artículo de Mariola Urrea en el cual la autora opina que Ucrania y Gaza parecen alejadas de las fronteras españolas, pero tienen consecuencias en nuestra estabilidad.

TAMBIÉN SON NUESTRAS GUERRAS

No pregunten a Ucrania cuándo acabará la guerra, pregúntense por qué Putin sigue siendo capaz de continuarla”. Así se pronunció el presidente Zelenski en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en la que volvió a solicitar ayuda para ganar una guerra que Rusia inició hace dos años, al agredir la integridad territorial y política de un Estado soberano. Nadie está en condiciones de poder anticipar cuánto durará o cómo evolucionará y, sin embargo, sí se puede afirmar que la guerra de Putin ha socavado los pilares sobre los que se asientan las estructuras europeas de seguridad. Algo así, unido a la situación que vive Palestina y a las consecuencias de una posible victoria de Donald Trump, nos interpela acerca de la seguridad que necesitamos y la que estamos dispuestos a pagar. Una reflexión que resulta incómoda para los europeos, pero que no admite dilación. Veamos por qué.

Nuestras sociedades carecen de una sólida cultura de seguridad y defensa desde la que poder dimensionar las amenazas a las que estamos expuestos y analizar los mecanismos de respuesta eficaces, entre ellos el militar. Más allá de cómo se ordenan estos debates en el ámbito nacional, la pertenencia a la Unión Europea tampoco ofrece un modelo claro de referencia. De hecho, la Unión se ha definido siempre como una Comunidad de Derecho que aspira a la paz y que configura su condición de actor global recurriendo a instrumentos de soft power como los derivados del comercio u otros de naturaleza más aspiracional como el que sugiere la exportación de estándares elevados de respeto a los derechos humanos. La trayectoria exitosa de este paradigma de integración política y económica no admite objeciones de fondo, pero quizás resulta insuficiente para operar en un contexto cada vez más hostil en el que, como ya indicó el alto representante de la Unión Europea en 2022, difícilmente “apelar al estado de Derecho y desarrollar relaciones comerciales van a convertir al mundo en un lugar pacífico”.

Tomando en consideración la cultura de paz que configura la identidad de los europeos y con la convicción de que Europa necesita asumir un registro narrativo nuevo que permita incorporar la gravedad de los acontecimientos a los que nos enfrentamos, cabe formularse algunas preguntas en un año de elecciones al Parlamento europeo. ¿Cómo dar a entender a los ciudadanos que nuestra seguridad depende de quién gane la guerra? ¿Cómo advertir de que Ucrania solo podrá ganar si reforzamos nuestra ayuda militar? ¿Cómo convencer a los electores de que garantizar nuestra seguridad exige fortalecer los presupuestos de defensa? Y, más difícil todavía, porque el planteamiento resulta contraintuitivo, ¿cómo explicar que Europa necesita incrementar su capacidad de disuasión para defender con éxito los valores de la paz, la seguridad, la prosperidad, la democracia y un orden mundial basado en normas?

La guerra de agresión de Rusia a Ucrania no puede ser tratada como si lo que allí se dilucida no fuera con nosotros. Tampoco resulta suficiente defender posiciones de neutralidad. Ni siquiera basta con justificar nuestro alineamiento como resultado de un bienintencionado ejercicio de solidaridad con quienes humanamente sufren las consecuencias de estar en el frente. Lo propio cabría decir respecto de la ofensiva de Israel contra Gaza bajo un pretendido ejercicio de legítima defensa que ignora el principio de proporcionalidad, el derecho humanitario y todas las obligaciones que el derecho internacional impone a una potencia ocupante como Israel. Dicho de otra manera: las dos guerras y sus consecuencias impactan directamente en el paradigma que determina nuestra seguridad presente y futura. No en vano, la estrategia que siguen Putin y Netanyahu convierte a ambos conflictos en el campo de pruebas donde testar la solidez de los principios estructurales del Derecho Internacional que ordenan las relaciones de amistad y cooperación entre los Estados, según los términos acordados al amparo de Naciones Unidas. La misma organización internacional que, teniendo como propósito garantizar la paz y seguridad internacionales, todavía no ha sido capaz de acordar un alto el fuego en Palestina por la negativa de Estados Unidos. Tampoco entonces resultó posible un pronunciamiento del Consejo de Seguridad en el caso de Ucrania atendiendo al derecho de veto de Rusia.

No pretendo ahora analizar la falta de operatividad del Consejo de Seguridad como resultado de vetos cruzados entre Estados Unidos y Rusia, evidenciada, más si cabe, la necesidad de una reforma que tome en consideración nuevos equilibrios de poder. Tampoco quiero detenerme a celebrar el liderazgo del secretario general o revisar los pronunciamientos de la Asamblea General con textos ampliamente apoyados por la comunidad internacional en el caso de Ucrania y Gaza. Se trata, simplemente, de recordar la vigencia del conjunto de principios que la Asamblea General de Naciones Unidas acordó el 24 de octubre de 1970 en desarrollo de lo establecido en el artículo 2 de la Carta de Naciones Unidas, que operan como elementos vertebradores de un sistema de relaciones entre Estados basado en reglas que aspira a mantener y fortalecer la paz internacional.

La citada Resolución 2625 desarrolla un total de siete principios encargados de fomentar las relaciones de amistad entre las naciones, independientemente de las diferencias existentes entre sus sistemas políticos, económicos y sociales o sus niveles de desarrollo. Ahí se recoge el principio en virtud del cual los Estados se abstendrán de recurrir a la amenaza o uso de la fuerza [para atentar contra la soberanía territorial o la independencia política de otro Estado, como hace Rusia, o en forma de actos de represalia que impliquen el uso de la fuerza, como es el caso de Israel]; el de resolución de los problemas de manera pacífica; la obligación de no intervenir en los asuntos internos que son de la jurisdicción interna de los Estados; la obligación de los Estados de cooperar entre sí; el principio de igualdad de derechos y de libre determinación de los pueblos; el de igualdad soberana, y, finalmente, el principio de que los Estados cumplan de buena fe las obligaciones que han contraído de conformidad con la Carta de Naciones Unidas. No es difícil colegir que la guerra de Ucrania y la que libra Israel en Palestina desafían la aplicación práctica de algunos de estos principios, pero sobre todo ponen a prueba la firmeza con la que el resto de naciones del mundo están dispuestas a impedir su impugnación. Y es desde esta aproximación desde la que se puede inferir con más claridad la razón por la que nuestra posición en estas guerras no puede resultar equidistante.

El orden liberal basado en reglas no es una abstracción discursiva sin importancia práctica para los Estados y para sus ciudadanos. Y es que el bienestar de los europeos y la misma condición democrática de nuestros Estados reclaman un ecosistema político y jurídico sustentado en la renuncia al uso de la fuerza y en el respeto al derecho como fórmula válida para ordenar las relaciones internacionales. Las amenazas a este modelo no siempre resultan obvias. A veces se manifiestan en guerras aparentemente alejadas de nuestras fronteras cuyas consecuencias, sin embargo, impactan en la seguridad, independencia y estabilidad de nuestras sociedades. De ahí que no podamos observar a quienes pretenden subvertir unilateralmente este sistema de relaciones entre Estados sin ofrecer una firme y clara oposición.

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