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LÓPEZ HUGET, M.ª Luisa, Limitaciones a la libertad domiciliaria en Derecho romano, Prólogo de D. Antonio Fernández de Buján Fernández, Dykinson, Madrid, 2016, 660 pp. (RI §418941)  

- M.ª Lourdes Martínez de Morentin Llamas

LÓPEZ HUGET, Mª LUISA, LIMITACIONES A LA LIBERTAD DOMICILIARIA EN DERECHO ROMANO, PRÓLOGO DE D. ANTONIO FERNÁNDEZ DE BUJÁN FERNÁNDEZ, DYKINSON, MADRID, 2016, 660 PP

Por

M.ª LOURDES MARTÍNEZ DE MORENTIN LLAMAS

Universidad de Zaragoza

[email protected]

Revista General de Derecho Romano 28 (2017)

El libro que nos disponemos a recensionar es una nueva monografía de la autora publicada en la colección Monografías de Derecho Romano y Cultura clásica, Sección: Derecho Público y Privado, de la editorial Dykinson, fundada y dirigida por el maestro Dr. D. Antonio Fernández de Buján. Colección que constituye un referente en nuestro país sobre los estudios romanísticos, desde 1996, y que sobrepasa, en estos momentos, el centenar de obras, aportaciones de prestigiosos romanistas de diversas Universidades. Por esta razón también nos gustaría expresar, desde estas páginas, nuestro reconocimiento a la Editorial, por su apuesta y decidido apoyo en favor de los estudios romanísticos.

El título propuesto por la autora recoge un compendio de trabajos originales que giran alrededor del tema del domicilio, sobre el que lleva investigando desde hace varios años. En realidad se refiere más bien a las limitaciones a la libertad domiciliaria. El domicilio determina la posibilidad para el ejercicio de cargos públicos, el fuero competente para ejercitar las acciones procesales, la tributación, etc. por lo que examinar las limitaciones que se producen a esa libertad, llevará a resultados muy interesantes.

La monografía refleja un trabajo enorme realizado por la autora. Minucioso, pues desciende al detalle proponiendo una casuística inimaginable, si no fuera porque va introduciendo sutil pero, decididamente, al lector, hacia terrenos por los que transita de manera confiada debido a su alto nivel de especialización en la materia. A pesar de ello, el profano se encuentra con cierta dificultad de inmersión, por mucho que se comprenda el interés de las cuestiones reflejadas en la obra, y su utilidad práctica, dada la complejidad de los temas abordados.

Podría definirse como un libro de investigación, ante todo. No es un Manual al uso, ni un libro divulgativo, sino un estudio de gran hondura intelectual, cuyo germen quizá comenzó, como señala D. A. Fernández de Buján en el Prólogo a esta obra (p. 19), con sus reflexiones de 2008, en otra de sus obras, titulada: Régimen jurídico del domicilio en Derecho Romano, publicada, también, en la misma colección de la prestigiosa editorial Dykinson, referida. Si aquélla constituyó la parte general de su tesis doctoral, ésta es, sin duda, el desarrollo de la parte especial de su amplia investigación. Pensamos que se trata de una revisión de todos aquellos aspectos que hubo que dejar de lado la autora, esperando un mejor momento, el actual, para ahondar y llevar a cabo sus conclusiones, después de realizar un inmenso ejercicio de análisis de las limitaciones a la libertad domiciliaria, mediante la crítica del conjunto de fuentes literarias, jurisprudenciales y doctrinales existentes sobre la materia, que hasta el momento, no había sido realizado.

La temática sobre la que se refiere en cada uno de los apartados, está tratada desde las distintas épocas de la historia de Roma, tal y como es costumbre entre los romanistas, comenzando por la época antigua hasta llegar a la Justinianea, de manera metódica y sistemática, por lo que todos los apartados tienen idéntica configuración y aparecen igualmente ordenados.

Antes de pasar al ejercicio propuesto, de dar cuenta del contenido de la obra, nos gustaría señalar que se trata de un libro denso, con extensas notas a pie de página, que revelan un excelente conocimiento de las fuentes y de la doctrina romanística antigua y actual, tanto española como extranjera. Numerosísimas son sus referencias a autores italianos, alemanes, franceses, ingleses y españoles, lo que se ve reflejado al final de la obra, en un formidable catálogo de Bibliografía selecta y exhaustiva tanto de Manuales, como de monografías o revistas especializadas, en casi todas las lenguas conocidas.

Partiendo la autora de la premisa consistente en que la elección del domicilio en un determinado lugar, y la vinculación jurídica local resultante (p.28), es una decisión libre del individuo, ordena su exposición atendiendo a la triple tipología que presentan las excepciones al domicilium liberum, por lo que estructura su trabajo en tres grandes apartados que abarcan ocho capítulos. Las materias que aborda en cada uno de ellos, son:

Parte primera: Limitaciones a la libertad domiciliaria por el desempeño de un cargo o empleo público (pp. 33-208). Introducción; Cap. I: El domicilio de los senadores. Cap. II: El domicilio de los decuriones y magistrados locales. Cap. III: El domicilio de los soldados.

Señala la autora que hasta fines de la República fue innecesario sancionar la obligación de residir en la capital, dado que el funcionamiento del Senado se basaba sobre tal presupuesto y sus componentes eran romanos, naturalizados domiciliados en Roma, o municipales que se habían instalado en la capital con anterioridad a su pertenencia a dicha asamblea. Pero la extensión de las conquistas y la entrada de provinciales en el Senado, hizo necesario reforzar dicho presupuesto con la obligación de poseer tierras en Italia y controlando los desplazamientos de los senadores fuera de la capital (commeatus). Sin embargo, el incremento progresivo de senadores provinciales, atenuó dicha obligación de residir en las dos capitales del imperio, hasta convertirla en una residencia a los únicos efectos de mantener vigentes los privilegios ligados a la dignidad senatorial respecto a los senadores que habiendo obtenido el derecho de libre desplazamiento, habitaran alejados de ellas.

Añade que en el bajo Imperio la separación entre el senado y la aristocracia senatorial provincial confirió legalmente a clarissimi y spectabiles plena libertad para elegir el lugar de su residencia, excluyéndoles de la Asamblea y por la tanto, de los privilegios ligados al domicilium dignitatis, reservados a los ilustres, obligados a residir en la capital respectiva si ejercían efectivamente un cargo de tal dignidad. Con la reducción del senado justinianeo a un órgano palatino al servicio de la administración del emperador, se restableció de nuevo el presupuesto republicano por el cual todos los componentes del mismo estaban obligados a residir en la capital.

Tras la guerra social, en las provincias occidentales se inició un proceso de unificación que trasladó a colonias y municipios el esquema institucional romano (magistrado, senado y asambleas), lo que condujo a insertar en los estatutos locales la misma obligación domiciliaria exigida a los senadores y magistrados romanos; dicha exigencia era competencia de los jefes locales y con ella se pretendía garantizar la presencia permanente en la comunidad, de los decuriones y magistrados, a la vez que facilitar la pignoris capio contra los que hubiesen realizado un uso incorrecto de los fondos públicos. Pero las considerables cargas que desde la época de los Severos comportaba el desempeño de los cargos locales, y la plena integración de los incolae en la vida política de la comunidad de residencia, hicieron que al final del reinado de Caracalla, el cumplimiento de la obligación domiciliaria fuese encomendado al gobernador de la provincia, a través de su autorización para salir de la ciudad, y de la concesión de una persecutio extraordinaria contra los decuriones que hubieran trasladado su domicilio a otra ciudad o se hubieran retirado al campo. Incluso se estableció la posibilidad de que el incola fuese obligado al desempeño de los cargos en su ciudad de residencia. La flexibilidad del gobernador en la exigencia de la obligación domiciliaria, y la ausencia de leyes que dictaran el sentido de sus decisiones, produjeron el éxodo de los decuriones hacia otros lugares. A partir de Constantino, la arbitrariedad del gobernador provincial se vio limitada por un conjunto de leyes con las que se inició en todo el imperio una rigurosa política domiciliaria mediante el control de los desplazamientos de los decuriones fuera de sus ciudades, la extensión de la obligación domiciliaria a toda la clase curial y a los collegiati, la lucha contra el éxodo al campo, la prohibición de los patrocinios fraudulentos y la prescripción del ejercicio acumulativo de los cargos en la ciudad de origen y en la ciudad de residencia.

En el siglo V, esta política domiciliaria siguió vigente en occidente, encomendándose su observancia a los jefes locales, siendo mantenida por los pueblos bárbaros hasta la desaparición del régimen municipal. En oriente, los emperadores utilizaron la misma política de vinculación local frente a las deserciones de los curiales y, en consecuencia, la obligación domiciliaria siguió vigente en el derecho justinianeo, tanto para curiales y duunviros, como para el defensor civitatis y los sacerdotes locales.

Respecto al domicilio de los soldados, no se planteó ningún problema durante los primeros siglos de la historia de Roma, debido a que la guerra era un fenómeno limitado espacial y temporalmente, lo que permitió a los soldados compaginar sus obligaciones militares y agrícolas. Tampoco se planteó en los tiempos de la República, pues aunque se amplió el marco espacio temporal de la guerra, siguió primando el carácter cívico de la composición del ejército, lo que permitió al soldado conservar su primitivo domicilio, regresando al mismo tras su licenciamiento, o bien permanecer en el lugar donde había servido con las armas. También lo conservó en el Alto Imperio, gracias a la leva provincial y local en la zona de estacionamiento y a una serie de disposiciones singulares que protegían sus intereses cuando el lugar de estacionamiento no coincidía con el de su domicilio. Pero la necesidad de un ejército con capacidad de maniobra, la progresiva extranjerización del mismo, y las masivas solicitudes del commeatus, hicieron necesario regular, a partir del siglo III-IV d. C., el régimen domiciliario de los soldados, estableciéndose la presunción, iuris tantum, de que el soldado conservaba su primitivo domicilio si poseía bienes en el lugar del que había salido para prestar sus servicios a la patria. Solo cuando dicha presunción decaía, se le asignaba un domicilio en el lugar en el que se encontraba destinado.

Parte segunda: Supuesto de domicilio impuesto por el Derecho penal (pp. 209-332). Introducción. Cap. IV: El domicilio del interdictado, del deportado y del relegado.

En el período republicano, el condenado en una causa castigada con la pena capital, podía eludir su condena a través del exilio voluntario.

Se trataba de una práctica consuetudinaria que en los procesos capitales venía acompañada de la interdictio aquae et ignis, procedimiento consistente en privar al condenado de los elementos esenciales para sobrevivir, esto es el agua y el fuego, y se le prohibía regresar, bajo amenaza de muerte, a la ciudad.

Dicha interdicción adquirió el carácter de pena capital legal, a partir de las leyes Cornelias de Sila, que la preveían como alternativa a la de muerte, comportando automáticamente la pérdida de la ciudadanía y, a partir de César, la publicatio de sus bienes. Mantuvo su eficacia hasta época de Ulpiano, siendo sustituida por la deportación, pena surgida en tiempos de Trajano, que añadió a sus efectos, la designación de un domicilio forzoso con carácter duradero en una isla o en oasis.

Por su parte, la relegación, configurada como pena a fines de la República, podía consistir en un confinamiento forzoso o en la prohibición de residencia en una ciudad o provincia, pero, a diferencia de la interdictio aquae et ignis, no conllevaba la pérdida de la ciudadanía ni de los bienes, permitiendo al condenado la conservación de su primitivo domicilio cuando era impuesta con carácter temporal, por lo que podía retornar al mismo una vez cumplida la condena.

La distinción de ambas penas se fue atenuando a partir del Bajo Imperio, dando lugar a una pena de exilio genérica, cuyas consecuencias se concretaban en la ley o sentencia correspondiente, asignándose un domicilio coactivo en ciertos lugares considerados penosos o insufribles, pero sin privar al condenado de su anterior domicilio cuando fuera impuesta temporalmente.

Parte tercera: Limitaciones a la libertad domiciliaria impuesta por las relaciones interpersonales (pp. 333-548). Introducción. Cap. V: El domicilio de la mujer casada. Cap. VI: El domicilio del hijo legítimo. Cap. VII: El domicilio del esclavo manumitido. Cap. VIII: El colono privado bajoimperial.

La configuración primitiva de la familia romana y su carácter agnaticio y patrilineal, hizo que la mujer se encontrara en una situación de subordinación respecto al hombre. Prueba de ello son instituciones como la conventio in manum, que introducía a la mujer en la familia del marido ocupando el lugar de una hija (loco filia); así como el modo de realizarse los matrimonios, ya que las mujeres eran trasladadas al lugar donde se consideraban ubicados sus futuros maridos (deductio in domum); y el otorgamiento al esposo de un poder disciplinario frente a su mujer.

Con la legislación decenviral se siguió manteniendo la antigua costumbre de ubicar el domicilio de la esposa en el del marido, como se desprende de instituciones como el usus, la usurpatio trinoctii y el repudium, que subsistieron hasta finales de la República, aunque en los últimos años la coincidencia entre la casa del esposo y el domicilio matrimonial pudiera no existir, pudiendo ubicar el domicilio en el lugar de residencia principal, dejando de identificarse con la casa familiar, que era lo habitual.

El cambio de las costumbres, y el auge de la capacidad jurídica y la independencia de la mujer en los primeros años del Imperio, llevaron, pese a las leyes augústeas, a la necesidad de configurar jurídicamente el domicilio de la mujer, para concretar el lugar donde debía cumplir los munera o cargas compatibles con su condición y determinar la jurisdicción a que se sometería en caso de incumplimiento de sus relaciones obligatorias.

Esta configuración legal del domicilio de la mujer casada, se produjo a través de un rescripto de Antonio y Vero (s. III d. C.), y se mantuvo hasta época justinianea, junto a la asunción del rango social del esposo. La mujer, casada en iustas nuptias, seguía el domicilio y el status del marido, siendo éste el lugar del cumplimiento de los munera y de acceder a los honores, que conservaba también en su viudedad, salvo que pasase a segundas nuptias. Este domicilio se vio reforzado con la concesión, al marido, de interdictos tendentes a hacer retornar a la mujer (in manu, e incluso frente al padre de la esposa in potestatem) al hogar conyugal cuando esta se hubiese ausentado con o sin su consentimiento. La influencia del cristianismo, liberadora en muchos aspectos, sin embargo, devolvió a la mujer a su anterior condición de sometimiento, dando lugar a una regulación del divorcio causal, siendo esta una de las causas: la ausencia de la mujer del domicilio sin la autorización del marido.

Como consecuencia de la configuración de la primitiva familia agnaticia bajo los poderes absolutos del paterfamilias, la religión domestica y la inexistente capacidad patrimonial de los filiifamilias, fue normal la permanencia de los hijos en la casa paterna con independencia de su edad o estado civil. Igualmente, las hijas, permanecían en el hogar familiar hasta que eran dadas en matrimonio, momento en que asumían el domicilio del marido.

El debilitamiento de las antiguas costumbres, de la religión doméstica y de los vínculos agnaticios, hicieron que se desvinculase la domus de sus ataduras sociales y que los hijos tuvieran un mayor protagonismo en las relaciones económicas. A finales de la República fue normal que los hijos realizasen actividades patrimoniales, gracias a la administración de un peculio dado por el padre, y que, llegados a cierta edad, pudiesen establecerse en un domicilio diferente al de sus padres, y, en cierta manera, independiente, sobre todo si estaban casados o lo requerían sus circunstancias particulares o laborales.

En el Alto Imperio los juristas reconocieron esta práctica afirmando que el hijo legítimo asumía el origo paterno (salvo en las ciudades con privilegio respecto al materno) y su domicilio. Y si bien este origo permanecía inmutable, podían en un momento posterior, con la autorización, al menos tácita, del paterfamilias, establecerse en un domicilio independiente. Lo mismo podría decirse respecto de las hijas no casadas y los hijos habidos fuera del matrimonio, los cuales asumían el origo y domicilio materno. En el Bajo Imperio, y con Justiniano, se continuó reconociendo la personalidad jurídica y la independencia de los hijos de familia, a través de los peculios, favoreciendo su independencia, también, domiciliaria.

Respecto a los libertos cabría decir que, en todas las épocas, efectuada la manumisión, asumían como propio el domicilio del patrono. La estrecha relación establecida entre patrono-liberto generó la práctica extendida de seguir habitando en la casa del antiguo dominus, a pesar de la libertad domiciliaria de la que gozaban a partir de aquel momento. Tras las reformas llevadas a cabo por el pretor Rutilio se favoreció dicha libertad, pero siempre con permiso del patrono. Dicha autorización se consideraría como una de las facultades del antiguo amo frente a los deberes del obsequium, operae y reverentia que caracterizaron la relación patronal, así como los derechos sucesorios del patrono respecto a los bienes del liberto, a través de la bonorum possessio. Este régimen domiciliario se vio reforzado por una constitución de Diocleciano y Maximiano que establecía que ninguna ley obligaba al liberto a vivir con su patrono; por una política favorable a la libertad; y por la paulatina equiparación, en el ámbito del derecho público, de los libertos con los ingenuos, lo que se consiguió plenamente con Justiniano, que también redujo los derechos sucesorios del patrono, (aunque mantuvo el ius patronatus como derecho patrimonial que no iba en contra de la libertad domiciliaria del liberto).

En relación con el colonato, señala la autora, que pese a la heterogeneidad jurídica existente en el colonato bajo imperial, hubo ciertos rasgos esenciales: uno de orden fiscal y otro de orden social. En cuanto grupo, el colono estaba sometido al impuesto sobre la tierra que cultivaba, estuviera o no adscrito a ella. En cuanto a la clase perteneciente, los humilliores, sufrió una progresiva degradación social, política y económica, con la consiguiente pérdida de derechos.

El contrato de arrendamiento fue sustituido por otros sistemas de producción agrícola, transformándose la relación contractual en una relación de dependencia entre el colono y la parcela de tierra que cultivaba. Transformación que vino impulsada por la necesidad de asegurar la explotación de las tierras, impidiendo su abandono, y por la reforma fiscal que extendió a todo el imperio el tributum per capita y unificó el impuesto territorial y personal (iugatio-capitatio), remitiendo la responsabilidad fiscal, no a las fortunas personales valoradas en dinero, sino a los principales recursos de cada dominio censado, a sus tierras, animales y siervos. En este sentido los pagi tuvieron una función censitaria y fiscal que hoy nadie pone en duda, tal y como se observa en recientes trabajos de la romanística italiana que consideramos. Pensamos que ésta podría ser una de las razones por la que los juristas y agrimensores romanos, pusieron tanto cuidado a la hora de describir la forma de los campos.

Dicha situación supuso que los colonos quedasen sujetos a su lugar de procedencia (origo) en cuanto que contribuyentes de la capitatio o tributo por cabezas, así como que se restringiera legalmente su libertad de movimientos para evitar la evasión fiscal.

Finaliza la autora, diciendo que, a lo largo de la segunda mitad del siglo IV fueron razones administrativas las que determinaron que los colonii originarii fueran vinculados perpetuamente y de manera hereditaria a la tierra que cultivaban, favoreciendo de esta manera que la base imponible del tributo per capita se estableciera en proporción a las parcelas y la responsabilidad fiscal se trasladase a su propietario. Más tarde, en occidente, el vínculo con la tierra quedó sujeto a las reglas liberatorias de la prescripción (extintiva), mientras que en la parte oriental comenzó a configurarse la adscripción de las personas a la tierra, que ultimó Justiniano, estableciéndose su carácter hereditario e imprescriptible; la incapacidad patrimonial de los sujetos a la tierra; una severa regulación matrimonial y estrictos requisitos para considerar como adscripticia, a una persona libre.

La reflexión final a la que nos lleva la lectura de esta gran obra es:

La importancia que tiene el establecimiento del domicilio de la persona, lo es por diversidad de razones: para el desempeño de cargos públicos; para la aplicación de la interdictio aquae et ignis como alternativa a la pena capital; como efecto impuesto en la deportatio y la relegatio. Y en el ámbito de las relaciones interpersonales o de derecho privado: para ubicar a la mujer casada; al hijo de familia; al esclavo manumitido; y al colono. Sin embargo, a pesar de la libertad para establecer el domicilio las personas, como principio general, en todas las situaciones, estudiadas a fondo por la autora, se observa la realidad fáctica de su limitación.

No nos queda más que felicitar a su autora, y a su maestro, por ofrecer una obra de semejantes características al mundo universitario en general y a la romanística en particular, y a nosotros, por poder contar, a partir de ahora, con esta necesaria y magnífica obra de consulta.

 
 
 

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