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Catedrática de Historia del Derecho y de las Instituciones. UNED (Madrid)
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La reforma de la imposición personal sobre la renta durante el siglo XIX en España. (RI §417545)  

- María Crespo Garrido

España se ha caracterizado por la abundancia de sus reformas fiscales que, en ocasiones han respondido a las necesidades de obtención de mayores recursos con los que financiar los crecientes gastos públicos, aunque, en ocasiones, la mejora del sistema fiscal adecuándolo al mejor cumplimiento de los principios tributarios, ha sido el motivo por el que estas modificaciones legislativas se han llevado a cabo. Las reformas de la imposición personal sobre la renta comenzaron a comienzos del siglo XIX como necesidad de captación de nuevos recursos con qué financiar los gastos crecientes provocados por la Guerra de la Independencia. Dos son las reformas fiscales de la imposición personal sobre la renta las que se tratan en este artículo. Por una parte, la intervención de las Cortes de Cádiz a comienzos del siglo XIX y, posteriormente en 1845, Ramón Santillán y Alejandro Mon pretenden establecer un sistema impositivo mixto de contribuciones directas e impuestos indirectos, constituyéndose como la reforma fiscal más importante del siglo.

I. Las reformas fiscales en España: El Impuesto sobre la Renta. 1. “Personalización” del Impuesto sobre la Renta. II. La Contribución Extraordinaria de Guerra: De 1808 a la Reforma de Mon y Santillán. 1. Situación económico-financiera. 2. Situación fiscal e imposición sobre la renta. III. Intervención de las Cortes de Cádiz. 1. Situación económico-financiera. 2. Situación fiscal. 3. Intentos de implantar el impuesto sobre la renta. IV. Reforma de la imposición en 1845. 1. Situación económico-financiera. 2. Situación fiscal. 3. Intentos de implantar el impuesto sobre la renta. IV. Conclusiones. V. Bibliografía. VI. Anexos.

Palabras clave: Imposición sobre la Renta; reforma fiscal; sistema fiscal.;

Spain has been characterized by the abundance of its fiscal reforms that sometimes have responded to the needs of obtaining more resources with which to finance rising public expenditure, but sometimes, improving the tax system adapting it to better compliance tax principles, this has been the reason that these legislative changes have been carried out. The reforms of the Personal Income Tax began in the early nineteenth century as a need to attract new resources available to finance the rising costs caused by the War of the Independence. There are two tax reforms of Personal Income Taxation that are discussed in this article. On the one hand, the intervention of the Cortes of Cadiz in the early Nineteenth Century and later in 1845, when Ramon Santillán and Alejandro Mon intend to establish a joint tax system of direct taxes and indirect taxes, becoming the most important tax reform in the century.

I. The fiscal reforms in Spain: The Personal Income Tax. 1. “Personalization” of the Income Tax. II. The Extraordinary Contribution of War: From 1808 to Mon and Santilán´s Reform. 1. Economic and financial situation. 2. Fiscal situation and personal income taxation. III. Courts of Cadiz intervention. 1. Economic and financial situation. 2. Fiscal situation. 3. Attempts to implement a personal income tax. IV. Reform of the taxes in 1845. 1. Economic and financial situation. 2. Fiscal situation. 3. Attempts to implement a personal income tax. IV. Conclusions. V. Biblliografy. VI. Annexes.

Keywords: Personal Income tax; fiscal reform; fiscal system.;

LA REFORMA DE LA IMPOSICIÓN PERSONAL SOBRE LA RENTA DURANTE EL SIGLO XIX EN ESPAÑA

Por

MARÍA CRESPO GARRIDO

Titular de Hacienda Pública

Universidad de Alcalá

Doctorado en Derecho y Ciencias Sociales

Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)

[email protected]

e-Legal History Review 23 (2016)

RESUMEN: España se ha caracterizado por la abundancia de sus reformas fiscales que, en ocasiones han respondido a las necesidades de obtención de mayores recursos con los que financiar los crecientes gastos públicos, aunque, en ocasiones, la mejora del sistema fiscal adecuándolo al mejor cumplimiento de los principios tributarios, ha sido el motivo por el que estas modificaciones legislativas se han llevado a cabo.

Las reformas de la imposición personal sobre la renta comenzaron a comienzos del siglo XIX como necesidad de captación de nuevos recursos con qué financiar los gastos crecientes provocados por la Guerra de la Independencia.

Dos son las reformas fiscales de la imposición personal sobre la renta las que se tratan en este artículo. Por una parte, la intervención de las Cortes de Cádiz a comienzos del siglo XIX y, posteriormente en 1845, Ramón Santillán y Alejandro Mon pretenden establecer un sistema impositivo mixto de contribuciones directas e impuestos indirectos, constituyéndose como la reforma fiscal más importante del siglo.

PALABRAS CLAVE: Imposición sobre la Renta, reforma fiscal, sistema fiscal.

SUMARIO: I. Las reformas fiscales en España: El Impuesto sobre la Renta. 1. “Personalización” del Impuesto sobre la Renta. II. La Contribución Extraordinaria de Guerra: De 1808 a la Reforma de Mon y Santillán. 1. Situación económico-financiera. 2. Situación fiscal e imposición sobre la renta. III. Intervención de las Cortes de Cádiz. 1. Situación económico-financiera. 2. Situación fiscal. 3. Intentos de implantar el impuesto sobre la renta. IV. Reforma de la imposición en 1845. 1. Situación económico-financiera. 2. Situación fiscal. 3. Intentos de implantar el impuesto sobre la renta. IV. Conclusiones. V. Bibliografía. VI. Anexos.

ABSTRACT: Spain has been characterized by the abundance of its fiscal reforms that sometimes have responded to the needs of obtaining more resources with which to finance rising public expenditure, but sometimes, improving the tax system adapting it to better compliance tax principles, this has been the reason that these legislative changes have been carried out.

The reforms of the Personal Income Tax began in the early nineteenth century as a need to attract new resources available to finance the rising costs caused by the War of the Independence.

There are two tax reforms of Personal Income Taxation that are discussed in this article. On the one hand, the intervention of the Cortes of Cadiz in the early Nineteenth Century and later in 1845, when Ramon Santillán and Alejandro Mon intend to establish a joint tax system of direct taxes and indirect taxes, becoming the most important tax reform in the century.

KEY WORDS: Personal Income tax, fiscal reform, fiscal system.

SUMMARY: I. The fiscal reforms in Spain: The Personal Income Tax. 1. “Personalization” of the Income Tax. II. The Extraordinary Contribution of War: From 1808 to Mon and Santilán´s Reform. 1. Economic and financial situation. 2. Fiscal situation and personal income taxation. III. Courts of Cadiz intervention. 1. Economic and financial situation. 2. Fiscal situation. 3. Attempts to implement a personal income tax. IV. Reform of the taxes in 1845. 1. Economic and financial situation. 2. Fiscal situation. 3. Attempts to implement a personal income tax. IV. Conclusions. V. Biblliografy. VI. Annexes.

Recibido: 3 de abril de 2016

Aceptado: 12 de mayo de 2016

I. LAS REFORMAS FISCALES EN ESPAÑA: EL IMPUESTO SOBRE LA RENTA

En España, a lo largo del siglo XIX se produjeron numerosas reformas del sistema tributario que respondieron a múltiples causas, si bien, todas ellas tuvieron un denominador común como fue la necesidad de captar recursos públicos que financiaran los crecientes gastos en los que el Sector Público incurría, por diversos motivos.

En todo caso, cualquier modificación sustancial del sistema fiscal requiere que se lleve a cabo teniendo en cuenta el cumplimiento de los principios tributarios básicos de; generalidad, equidad, no confiscatoriedad y adecuado a la capacidad económica de los contribuyentes.

El éxito de las reformas fiscales requiere que se cumplan una serie de características, como son; una opinión popular favorable que sirva como palanca para iniciarla, requieren que la opinión de expertos enjuicie la bondad o no de emprender una reforma fiscal, y en tercer término es imprescindible el beneplácito de los representantes de la voluntad popular, que abran la puerta al proceso y dificulten al mínimo la ejecución técnica.

1. “Personalización” del impuesto sobre la renta

A lo largo del siglo XIX los afanes por superar la imposición sobre el producto no fueron en vano y se fue perfeccionando la forma de imposición sobre la renta, hasta alcanzar una auténtica imposición personal(1).

España no es un caso aislado de retroceso en lo que reforma fiscal se refiere, respecto a la situación imperante en los países de su entorno. Entre las causas de este retraso hay que citar la configuración del sistema tributario estableciendo sobre la base de la tributación de producto. La lenta transcripción del concepto al sistema fiscal es alarmante, sobre todo si se compara con países como Gran Bretaña, que ya a comienzos del siglo XIX introdujo, de la mano de Pitt el Joven, el triple assesment, impuesto que efectivamente constituía una verdadera forma de imposición sobre la renta. Sin embargo, en España habrá que esperar a la Reforma de Raimundo Fernández Villaverde a comienzos del siglo XX o a la aparición de la Contribución General sobre la Renta en 1932, para que pueda efectivamente hablarse de un auténtico gravamen sobre la renta de las personas físicas.

Este retraso fiscal no extraña si se analiza bajo la perspectiva del tardío desarrollo económico y social que acompañó a las civilizaciones del entorno mediterráneo, que dificultaban gravemente el cambio de estructura impositiva. Para que se produjera una modificación tan radical en el sistema fiscal era necesario no sólo una estabilidad y una solvencia política que fueran capaces de acometer tal reforma, sino que la mentalidad de las clases sociales que soportaran la nueva carga tributaria no presentaran tal resistencia que hiciera inviable el cambio.

Si bien, la imposición de producto habría constituido una base muy buena para la imposición personal sobre la renta, pues podría haber servido de cimiento para este modelo de imposición, en el caso español, no sólo no facilitó la definitiva implantación, sino que dificultó enormemente el definitivo despegue de la imposición personal.

Al igual que en el Reino Unido, en nuestro país se pretendió establecer un nuevo impuesto que fuera capaz de financiar los desorbitantes gastos ocasionados por la guerra. Se inicia el recorrido en la Guerra de la Independencia, momento en el que Wellington hace llegar a nuestro país el income tax que ya se había adaptado en la isla británica en 1798 aunque su vigencia es realmente breve.

Posteriormente se acomete la reforma de Alejandro Mon y Ramón de Santillán, que desde la perspectiva de la imposición sobre la renta, supone un salto atrás, ya que los principales avances se producen en el ámbito de la imposición indirecta e imposición sobre el producto, dejando al margen las posibilidades de perfeccionar la imposición sobre la renta. Laureano de Figuerola, por su parte, sí acomete un verdadero intento por introducir un impuesto personal sobre la renta.

II. LA CONTRIBUCIÓN EXTRAORDINARIA DE GUERRA: DE 1808 A LA REFORMA DE MON Y SANTILLÁN

Esta etapa comienza a principios del siglo XIX y se desarrolla hasta la aprobación de la Constitución de las Cortes de Cádiz en 1812. Está caracterizada por graves problemas financieros en las arcas públicas que condicionaron en gran medida la fiscalidad de la época. Surge un nuevo impuesto para responder a las necesidades recaudatorias que acabará siendo un impuesto personal sobre la renta de las personas físicas.

Muy lejos de la actual concepción la Contribución Extraordinaria de Guerra, además de ser un importante ingreso con que financiar el déficit provocado por la contienda, se planteó como el impuesto que gravaría la renta de las personas físicas.

1. Situación económico-financiera

Las arcas públicas españolas se fueron deteriorando con el paso del tiempo, fundamentalmente por el persistente déficit que invadía la contabilidad pública española y que fue arrastrándose a lo largo de todo el siglo XIX.(2)

El déficit español de comienzos de siglo no es fácil de constatar ante la falta de datos fiables(3), que evidencien tal situación, y así, todos los estudiosos del momento se refieren a esta realidad. Dice Comín (1999) que aun reduciendo los gastos a su mínima expresión, los ingresos recaudados por las rentas heredadas del absolutismo eran insuficientes desde finales del siglo XVIII, y aún lo eran más desde la restauración absolutista de 1814. Algunos ministros absolutistas trataron de incrementar los ingresos para poder atender los gastos corrientes, desatendidos ante las penurias de fondos del Tesoro.

Es cierto que el hundimiento en España del Antiguo Régimen se debió en gran parte al desastre financiero ocasionado por el desajuste de los caudales públicos, aunque ya, el gobierno español antes de la Guerra de la Independencia, obtenía solamente la mitad de los ingresos del Estado francés y apenas la sexta parte de los que percibía el gobierno británico(4), aunque es importante precisar que el estrepitoso endeudamiento de la Hacienda española de la época no fue un lastre del pasado.

Carlos IV había empezado a reinar en España, a finales del siglo XVIII, con una nada desdeñable herencia de su padre, en lo que a prosperidad económica del país se refiere.(5) En consecuencia la situación financiera había pasado por un muy buen momento, a pesar de que las emisiones de deuda pública que se habían sucedido parecían estar llegando a su fin ante las continuas depreciaciones.

Así las cosas, el reinado estrenaba centuria con una favorable situación en las arcas reales. No obstante, además de la falta de fiabilidad de datos, el déficit contabilizado en las cuentas públicas no incluía los gastos financieros, realizados al margen del presupuesto, y los sueldos o aprovisionamientos atrasados se iban acumulando como obligaciones pendientes de pago.(6)

Comienzos del siglo XIX es la época en la que los recursos procedentes de la deuda suponían una fuente fundamental de ingreso, en concreto se estimaron en torno a un tercio del total de los ingresos del Estado. La deuda se instrumentalizó a través de los “vales reales”. Éstos eran títulos de deuda que fueron emitidos con la pretensión de que tuvieran la función de papel moneda y recibían intereses hasta el momento en el que proliferó tanto la emisión de deuda que motivó la depreciación de los mismos por la imposibilidad de continuar satisfaciendo los intereses devengados por ellos.(7)

Esta falta de recursos fue lo que motivó la necesidad de buscar fuentes económicas alternativas, en un primer momento a través de la desamortización de bienes eclesiásticos o bienes comunales, y en un segundo término estableciendo o tratando de implantar nuevas figuras impositivas, dando lugar al establecimiento de la imposición sobre la renta, ya sea bajo la forma de contribución extraordinaria, ya como una de las diversas formas de imposición de producto o bien como contribución general sobre la renta.

Se hace necesario para ello ver la evolución de la deuda pública a lo largo de la centuria, para analizar la relación causa efecto entre desprestigio del endeudamiento público y la búsqueda y aparición de nuevas fuentes de financiación.(8)

La situación financiera era difícil al término del reinado de Carlos IV, y la Guerra de la Independencia no hizo sino agravarla. Las necesidades de nuevos ingresos eran inminentes, pues la deuda iba incrementándose año a año. El camino emprendido para la apremiante reforma no fue fácil pues en menos de medio siglo fueron cuatro los intentos de dar un vuelco a las arcas estatales. Al término del conflicto “el volumen total de la deuda reconocida ascendía a unos 13.000 millones de reales. Si se hubiera destinado a su atención en 4 por ciento de esta suma –3 por ciento para intereses, más 1 por ciento de amortización–, se habrían necesitado 520 millones anuales. Para un gobierno que en estos momentos no ingresaba más allá de 650 millones al año –y que no podría seguir contando con los caudales de las pérdidas de las colonias americanas– el problema era insoluble, lo que significaba que los intereses impagados se irían acumulando año tras año, incrementando la masa de deuda”(9).

La falta de ingresos era un hecho contrastable, a pesar de la carencia de datos fiables(10), así como también se evidencia la insuficiencia de las rentas tradicionales, por lo que se reclamaba una profunda reforma.

Sin tratar de facilitar una cifra exacta del saldo presupuestario del momento, puede recogerse el testimonio de algunos autores, estudiosos de la época que ponen de manifiesto la lamentable situación de las arcas estatales. Así Fontana (1980) justifica el crecimiento de los gastos y el mantenimiento de los ingresos entre 1785 y 1807 debido al aumento de las remesas de Indias que resultaron insuficientes, lo que “obligó a recurrir al crédito”. Posteriormente, el problema se centró en la amortización de los vales reales, empleados para la financiación del déficit, y como más tarde se verá, el arma fue la desamortización.

Prosigue el mismo autor argumentando que el pago del servicio de la deuda hubiera absorbido la mayor parte del presupuesto de gastos. Las únicas tres soluciones para atender los gastos financieros eran; no pagarlos, con lo que los intereses se irían acumulando a la deuda; pagarlos, con lo que el déficit iría aumentando; y reformar la Hacienda con vistas a construir un sistema tributario suficiente.

Es interesante reflexionar sobre el déficit que presenta el año 1806, período en el que se acentúa con una intensidad mayor a lo que venía siendo la tendencia general, pero no sólo es destacable este incremento dos años antes del comienzo de la Guerra de la Independencia, que provocará la definitiva quiebra de las arcas estatales, sino que lo más relevante es la recuperación que presenta el año anterior al conflicto bélico.

De todo ello puede inferirse, pues, a pesar de las divergencias en lo que a credibilidad de los datos se refiere, se comparan magnitudes homogéneas, y parece confirmarse que de no haberse producido la contienda, podría haberse asistido a la recuperación, si no definitiva, al menos destacable de las arcas públicas españolas(11).

No obstante, el camino emprendido fue muy distinto, y el hundimiento de la Hacienda Pública estaba por llegar, de manera que se hacía necesario reformar la generación de gastos, más que modificar la captación de recursos.

La estructura deficitaria no puede comprenderse con nitidez si sólo se justifica por el lado de los crecientes gastos, motivados fundamentalmente por las guerras y por la carga de la deuda. La incapacidad para la obtención de ingresos que frenara o al menos ralentizara el enorme volumen de gasto, la inoperancia de las políticas de control del déficit, no sólo durante esta época, sino a lo largo de todo el siglo XIX fueron factores decisivos para la consolidación del déficit.

Fontana (1980), a este respecto aporta que los ingresos crecieron hasta el inicio de la Guerra de la Independencia, aunque después de 1814 se redujeran los ingresos totales a menos de la mitad del nivel de preguerra. En cuanto a su composición, antes de 1807 más concretamente, las dos décadas anteriores a esta fecha, perdieron importancia relativa los ingresos tributarios, manteniendo su relevancia los caudales de Indias. La deuda pública se disparó desde un 11% de los ingresos totales entre 1788 y 1791 a un 36% entre 1803 y 1806, cifras que ponen de manifiesto que el incremento del gasto se financió con el endeudamiento del Estado. Tras la Guerra, los ingresos de la Hacienda real se basaron fundamentalmente en los tributos, ya que los caudales de Indias no llegaban y era difícil recurrir al crédito, pues no se atendía el servicio de la deuda. Al convertirse la tributación en recurso casi exclusivo, se produjo la inevitable insuficiencia de los ingresos y la excesiva presión fiscal en una economía empobrecida.

2. Situación fiscal e imposición sobre la renta

La estructura fiscal española de esta centuria, siguió muy de cerca la imposición francesa del siglo XIX, que fundamentaba su importancia en la tributación indirecta y adoptaba la imposición sobre el producto como parte integrante de la imposición directa. Éste, que era el modelo tributario inglés del siglo XVIII, acabó siendo un obstáculo para la implantación definitiva de la imposición personal.(12)

El sistema de tributación real del siglo XVIII, prolongado a lo largo de la centuria siguiente, ofrecía ventajas considerables pues, los contribuyentes cumplían sus obligaciones fiscales de forma cómoda, ya que no sólo no sufrían la persecución del fisco sino que además, las cuotas que se hacían efectivas eran ciertas y estables y los tipos proporcionales. En un sistema de imposición en el que la determinación de las bases imponibles se realiza en función de unos índices objetivos y externos, el contribuyente rara vez presenta resistencia al sostenimiento de los gastos públicos pues su intimidad queda plenamente salvaguardada.

No obstante, esta forma de determinación de bases fue decayendo, ya que a medida que en la economía el crecimiento avanzó, surgieron actividades que eran imposibles de evaluar a través de signos externos y en ocasiones las actividades existentes se ocultaban con facilidad ante la inexistencia de censos y otros instrumentos administrativos que facilitaran la recaudación de los tributos y el control de los rendimientos obtenidos. El propio desarrollo económico contribuyó a la sustitución del sistema de tributación sobre el producto por un sistema de imposición personal.

La fiscalidad de comienzos de siglo estaba caracterizada por la desigualdad personal en lo que a contribución a las cargas públicas se refiere, diferencias en los tratamientos fiscales por zonas geográficas y falta de generalidad y equidad en todo el sistema, lo que provocaron que los ideales reformistas se sucedieran a lo largo de toda la centuria.

Comín (1988) da una aproximación muy nítida de la actitud de las arcas estatales para sufragar los crecientes gastos y solucionar el desastre financiero de la época, y la incapacidad para armonizar una reforma tributaria que pusiera fin a tal situación.

El Antiguo Régimen no podía asimilar la reforma tributaria exigida por las nuevas necesidades del Estado. Ya en 1749 1770 la negativa de las clases privilegiadas a contribuir con la financiación del Estado hizo fracasar los intentos de implantar la Única Contribución, y obligó a debatirse en contradicciones irresolubles a los escasos ministros de Hacienda razonables del absolutismo de Fernando VII. Cercenadas las posibilidades de realizar una reforma profunda del sistema tributario, los hacendistas del Antiguo Régimen tuvieron que circunscribirse a realizar las reformas administrativas, a establecer el presupuesto con la finalidad de controlar el gasto de la Hacienda y a introducir nuevos tributos o a remozar otros viejos, lo que no conducía sino a agravar la complejidad e ineficacia del sistema tradicional de rentas. Así las cosas, el primer vestigio de aparición de la innovadora imposición sobre la renta la acometió la Junta Superior del Principado de Cataluña que dictó el 28 de agosto de 1809 una Orden por la que se establecían tres imposiciones, entre las que cabe destacar la capitación general, fijada en 22 clases, en la cual los ciudadanos contribuían en función a su capacidad contributiva, excepción hecha sólo a los pobres de solemnidad y los meros jornaleros.(13) Esta fue una iniciativa que si bien no sobresale por los resultados recaudatorios que obtuviera, sí que fue de gran transcendencia, ya que la Hacienda Central siguió sus pasos.

Siguiendo el mismo camino, la Junta Suprema Central organizó una gran encuesta, “consulta al país”, en 1809, a través de la cual quedó patente la necesidad de reformar el sistema tributario, centrándose fundamentalmente en el establecimiento de una contribución directa. Situándose así en el extremo opuesto a la tradicional forma de tributación, caracterizada por cientos de tributos dispersos por toda la realidad fiscal.

Refiriéndonos específicamente a la primera forma de imposición sobre la renta cabe mencionar los dos Reales Decretos de uno y doce de enero de 1810 y en éste último aparece el establecimiento de una contribución directa sobre los sueldos de los empleados y sobre los haberes de los demás habitantes, sin fijación de suma.(14)

La maquinaria estatal estaba por la labor de suprimir las múltiples figuras impositivas clásicas del antiguo Régimen y sustituirlas por una nueva forma de tributación que gozara de caracteres propios de los tributos modernos, justicia, generalidad y capacidad económica. El principio de generalidad era un objetivo a conseguir, pues en la Contribución Extraordinaria de Guerra se sometía a gravamen a todos los individuos, incluidos los nobles y clérigos, que hasta entonces habrían estado exentos. Sólo quedaban al margen de ser sujetos de la nueva figura impositiva, aquellos que por tener una mínima o nula capacidad económica, por razones de equidad no pudieran someterse a gravamen.

Pero las dificultades no se hicieron esperar, no sólo desde el punto de vista técnico sino también y, fundamentalmente las mayores resistencias al establecimiento de esta nueva forma de imposición estuvieron en la mentalidad, costumbres y usos de la sociedad del momento. El 12 de enero de 1810 se creaba una “Contribución extraordinaria de guerra”(15) que se pagaría en proporción a las “rentas, producciones o utilidades de los contribuyentes”, con cuotas que oscilaban entre el 3 y el 20 por 10.(16)

Las reformas económicas imprescindibles para el éxito de esta nueva forma de tributación, se instrumentalizaron a través de dos vías: un grupo tendente a regularizar y centralizar la Hacienda, y un segundo destinadas a favorecer el desarrollo de la riqueza, y más concretamente de los intereses de la burguesía.

Más que producirse un espectacular avance en la definición de renta imponible en este momento, es destacable la pervivencia de los principios de equidad y generalidad, pues se someterán a gravamen “todos los ciudadanos absolutamente de todos los estados, condiciones, sin otra excepción que los que no tienen otros bienes que los sueldos de los empleos civiles o militares (...)”(17)

Muy lejos de un impuesto personal, la forma de exacción consistía en el repartimiento de una suma global entre los pertenecientes a un colectivo determinado, como prevé el artículo 1 del referido Decreto en sus apartados 5º y 6º. Produciéndose tal asignación según “el modo de vivir de cada parroquiano y el conjunto de todas sus facultades” (...) “según la opinión que se tenga o se forme sobre estos antecedentes de lo que podrá contribuir extraordinariamente en la actual crisis ...” Como se ve no es una forma objetiva de determinar la capacidad de pago susceptible de imposición. El reparto de las cargas fiscales se llevaba a cabo de modo, si no irregular, al menos con criterios muy poco económicos. Ese “modo de vivir” queda muy lejos de ser un índice objetivo de medición de la capacidad de pago sometida a gravamen.

Y es que esta capacidad económica no está claramente definida, pues no se establecen parámetros objetivos con los que poder determinar cual es su índice de medición, si la renta, el patrimonio o el gasto.

En otro orden de cosas, mientras en la economía del Antiguo Régimen existían más de cien figuras impositivas, las Cortes de Cádiz, dando primacía a las reformas económicas incurrieron en el extremo opuesto, al imponer una contribución única que soportarían todos los ciudadanos en función de su capacidad económica. Se pretendía instrumentar una Caja Única en la que se recogieran todos los ingresos del Tesoro y fueran distribuidos en forma de gastos armónicamente, en atención a las necesidades que plantearan. Pero las reformas no se hicieron esperar y casi acababa de aprobarse la nueva contribución cuando ya se estaban acometiendo reformas sobre la misma, y así lo expresa Fontana: “Poco se debió avanzar en su implantación, puesto que en abril de 1811(18) se modificaba para hacer que recayese, no sobre los capitales, sino sobre “los réditos y productos líquidos de las fincas, comercio e industria”, con tipos que iban del 2,5 a cerca de un 50 por 100. Un año más tarde, sin embargo, resultaba que no había podido implantarse ni siquiera en la mismísima ciudad de Cádiz, asiento del gobierno, “por falta de datos necesarios.”(19)

Se hizo necesario dictar una orden con fecha de 28 de agosto de 1811 en la que se declara sujeta a la Contribución Extraordinaria de Guerra la parte que corresponda de bienes decimales.(20) Esta situación en la que la Iglesia cobraba el diezmo no constituía una excepción, pues los señores jurisdiccionales percibían rentas, tasas y multas cedidas o enajenadas por la Hacienda real y los municipios de distintos reinos tenían autonomía fiscal y sus propias fuentes de ingresos, de tal manera que en la Hacienda preliberal, ni siquiera la Corona ostentaba el monopolio fiscal.(21) Situación, sin duda, heredada de épocas anteriores, y contra la que se tomaron medidas tan drásticas como las sucesivas desamortizaciones.

La Contribución Extraordinaria podría haber dado un vuelco al sistema imperante en la época, pero ni siquiera las nuevas formas de tributación carecían de gigantescos defectos como la desigualdad en la exigencia del tributo por zonas geográficas, debida ésta fundamentalmente a la existencia de una administración arcaica y anquilosada, que difícilmente podía adecuarse a las necesidades del momento, de manera que frenara el ocultamiento y generalizara la imposición del momento.

La fiscalidad de comienzos de siglo se había caracterizado no sólo por la evidente falta de generalidad, puesta de manifiesto más arriba a través de la no sujeción a los tributos directos de determinados individuos, sino que además, las diferencias también se evidenciaban por zonas geográficas pues, los contribuyentes soportaban diferentes cargas dependiendo de la zona o provincia en la que residieran, lo cual todavía era mucho más sangrante.

Así se desprende del Decreto de 1 de abril de 1811, según el cual:

“Las Cortes generales y extraordinaria, enteradas de que la Contribución Extraordinaria de Guerra, impuesta por decreto de la Junta Central de 12 de enero de 1810, no se ha llevado a efecto en algunas provincias por las dificultades que se han ofrecido en su ejecución, dimanadas de que no sólo recaía sobre los capitales estimativos, sino que gravaba a todos con igual cuota, y siendo justo que los ciudadanos de todas clases contribuyan a la defensa de la nación con proporción a las rentas que cada uno disfruta, (...) decretan:

I. Que sin perder momento, y con la actividad que exigen las circunstancias, se lleve a efecto en todas las provincias de la Península e Islas adyacentes la Contribución Extraordinaria de Guerra, impuesta por la Junta Central en el citado decreto.

II. Que la base de esta contribución se fije con relación a los réditos y productos líquidos de las fincas, comercio e industria.

III. Que la cuota respectiva a cada contribuyente sea la establecida en la escala o progresión, que manifiesta el tanto correspondiente a cada renta, y acompaña a este decreto”(22).

II. INTERVENCIÓN DE LAS CORTES DE CÁDIZ

En esta época, en lo que a finanzas públicas se refiere, es una continuación de la situación existente en épocas precedentes. Por lo que a imposición sobre la renta, lo más destacable es el intento de sustitución de las rentas estancadas y provinciales (alcabala, cientos y millones), así como la contribución extraordinaria de guerra por una contribución directa. Esta pretensión no fue más allá de un intento fallido de gravar la capacidad económica de los ciudadanos, fracaso provocado por el descrédito en el que había caído antes de haberse implantado.

El conato de imposición pretendía gravar la renta, producciones o utilidades de los contribuyentes mediante cuotas que oscilaban entre el 3 al 20 por ciento. Sin embargo, en el texto legal no aparece una definición explícita de lo que se entiende por renta, como expresión de la capacidad económica. Se dice que se gravan las rentas, producciones o utilidades pero sin dar una enumeración de los componentes de las mismas. Es por tanto, una definición muy precaria del concepto de renta. No se define ni la capacidad de pago del contribuyente ni los rendimientos que componen la renta objeto de gravamen.

Sin embargo, el paso dado es de capital importancia, ya que se pasa de un sistema en el que prevalecía la imposición indirecta a otro en el que se pretende implantar un impuesto que recaiga sobre la renta, aunque con muchas limitaciones.

Por otro lado, la forma de exacción de la Contribución Extraordinaria de Guerra consistía en el repartimiento de una suma global entre los pertenecientes a un determinado colectivo, de acuerdo al “modo de vivir de cada parroquiano y el conjunto de todas sus facultades”. De manera que el alejamiento del método de estimación directa para la determinación de las bases imponibles es patente.

En esta época prevalecen los métodos objetivos de estimación de bases imponibles que dificultan enormemente el establecimiento definitivo de una auténtica imposición personal sobre la renta. Estos métodos tienen la ventaja de la escasa o nula resistencia que presenta la ciudadanía para declarar sus bases imponibles pues no es necesaria una declaración exhaustiva y cierta de los rendimientos percibidos. Pero por otro lado presenta la dificultad de alejarse de la realidad, con la consiguiente falta de equidad que puede suponer la determinación de la carga fiscal basándose en métodos indiciarios.

La falta de equidad no sólo se pone de manifiesto en la determinación de la base de tributación mediante métodos indiciarios sino que la evidencian la convivencia de exenciones con múltiples casos de doble imposición. En definitiva, y esto es una constante, la imposición de producto dificultó mucho el establecimiento definitivo de una auténtica imposición personal sobre la renta.

Puede decirse que la Contribución Extraordinaria de Guerra constituyó un importante avance, pues se pasó de una imposición básicamente indirecta a un atisbo de imposición directa, pero, con ella ni se definía de manera objetiva la capacidad de pago de los contribuyentes, ni se determinaban los componentes de la renta, ni se cumplía el principio de equidad ya que estaba constituida sobre la base de métodos objetivos de estimación de bases.

Históricamente en una segunda etapa, hasta 1840, la situación fiscal estuvo condicionada por la necesidad de obtención de recursos con que financiar las guerras carlistas, lo que imposibilitó acometer una reforma fiscal coherente. Pudo más la necesidad de obtención de recursos que la buena práctica fiscal. La secuencia histórica por la que transcurre esta época es la siguiente:

En 1813 hay un intento de establecer una contribución directa. Siendo D. José Chone, D. Ramón Vitón y D. Carlos Beramendi los encargados de presentar un proyecto de contribución directa en sustitución de las rentas estancadas y provinciales (alcabalas, cientos y millones) y la Contribución Extraordinaria de Guerra, por una contribución directa exigida de acuerdo a la capacidad económica de los ciudadanos.

Esta contribución se recoge en el “Nuevo Plan de Contribuciones Públicas” de 13 de septiembre 1813, como un gravamen de la riqueza individual y con carácter sintético pero que es imposible recaudar por no adaptarse a la situación social. Se está, de nuevo, ante un fracaso de la imposición personal por falta de medios materiales y por mala gestión, hay una gran preponderancia de las Haciendas Locales y de las asociaciones gremiales en la gestión de los impuestos, lo que dificulta una correcta gestión.

El problema de la deuda no lo solucionó ni la desamortización, ni la reforma de 1845, ni las conversiones de deuda posteriores. El drama de la Hacienda pública del siglo XIX estuvo protagonizado por los grandes volúmenes de deuda heredados, que desde luego se multiplicaron por los desórdenes en la Hacienda existente hasta 1840, surgidos por la inestabilidad política y bélica del país; la larga duración del período que los liberales necesitaron para derrotar a los absolutistas impidió sanear las maltrechas cuentas del Estado.

1. Situación económico-financiera

Finalizada la Guerra de la Independencia y libre el territorio español de invasores tras las decisivas victorias hispano-inglesas en Vitoria (21 de julio) y San Marcial (31 de agosto de 1813), habiendo sido aprobada la Constitución el 19 de marzo de 1812 por las Cortes reunidas en Cádiz, el primer decreto referente al endeudamiento público, fue adoptado por las Cortes y se aprobó en noviembre de 1813, en el que se establecía el pago puntual de los intereses y la “redención de los juros, créditos, préstamos vitalicios, censos, vales reales, libramientos de caja y otros títulos representativos de la Deuda pública. Para ello, se señalaban unos fondos, contribuciones y arbitrios afectados a ese menester”(23).

En este primer momento, a pesar de que el montante era importante, todavía no hay peligro alguno de que se lleve a cabo su consolidación o la reducción de los réditos satisfechos como se producirá en épocas posteriores. El total de deuda era importante pero no de tal calibre como para que en este momento hubiera de acometerse medidas tan dramáticas como las que después se darían, tales como su consolidación.

El primer vestigio de esta medida, se produjo durante el primer período absolutista (1814-1820)(24) por el Decreto de 17 de noviembre de 1817. En él se establecía que la Deuda sin interés se consolidaba con una reducción de su nominal, negociable en cada caso dentro de unos límites. Este Decreto era completado con el Real Decreto de 5 de agosto de 1818, que establecía un nuevo plan de Crédito público, con él Garay trató de levantar el crédito de la Hacienda haciendo una liquidación general de los pasivos del Estado. La diferencia de este plan con el de las Cortes de Cádiz radicaba en que por un lado se aplazaba el pago de los intereses devengados antes de 1815 y, por otro, prometía pagar en papel una proporción de los réditos que sería admitido para satisfacer las contribuciones y comprar las fincas que el Estado habría de desamortizar.(25)

Como se ve los problemas con la deuda no tardaron en aparecer a comienzos de siglo. Lo característico no sólo es el volumen de ella en circulación sino la imposibilidad para satisfacer los intereses a los que la Hacienda se había comprometido, con el agravante de la creciente necesidad de obtención de nuevos recursos con que sufragar los crecientes gastos.La evolución de la deuda seguirá una carrera ascendente imparable a lo largo de todas las épocas posteriores y en concreto, no mejoró con la política financiera del Trienio liberal (1820-1823)(26), que se fundamentó en beneficiar, o al menos no desprestigiar el crédito exterior(27).

Se mostraron escrupulosos con las emisiones previas pues querían mejorar el crédito público para colocar los empréstitos internacionales. El plan se instrumentó a través del Decreto de mayo de 1820 que reconoció una Deuda interior por valor de 6.815 millones de reales, y unos atrasos por intereses impagados y de tesorería de 7.206 millones. Y proponía la conversión de la Deuda reconocida, a excepción de los juros vitalicios, en inscripciones de la Deuda consolidada al cinco por ciento, o bien en Deuda sin interés amortizable al comprar los bienes que se desamortizaran(28). Ante la imposibilidad de recurrir a colocaciones de deuda interiores la única alternativa era colocarla en el exterior, de manera que el saneamiento interno, o al menos el “lavado de cara” de los empréstitos interiores eran condición sine qua non para la colocación en el exterior, en la que se concentraron todos los esfuerzos.

Es durante el Trienio Liberal cuando se acomete la segunda fase desamortizadora, ante la necesidad de obtención de nuevos recursos. Suprimida la Compañía de Jesús, se incautaron los bienes de numerosos monasterios, prohibiéndose la fundación de nuevas órdenes y aplicándose al crédito público las rentas sobrantes de los conventos que quedaban. En diciembre de 1820 habían quedado desalojados e incautados 324 conventos suprimidos y a principios de 1822 se habían abandonado 801 conventos, que suponían casi la mitad de los existentes(29). José Bonaparte y los liberales del Trienio Constitucional intentaron continuar el proceso, vendiendo los bienes de los conventos y monasterios, pero sus medidas fueron anuladas por los gobiernos siguientes. La desamortización eclesiástica no se reanudó seriamente hasta la primera guerra carlista.(30)

López Ballesteros en marzo de 1824, rebajó el volumen acumulado de deuda con réditos en metálico, a 773 millones de reales, y las cargas de la Deuda a unos cuarenta millones anuales. Aun así, la Caja de Amortización no tenía fondos ni para pagar los intereses de la Deuda consolidada. El dinero asignado a amortizaciones se utilizaba para retirar deuda del mercado. Según Artola (1986), lo característico de esta conversión fue en primer lugar que refundió una multitud de deudas y denominaciones antiguas en tres tipos: consolidada, no consolidada y sin interés, y por el “carácter fraudulento de la operación.” Sin entrar en juzgar el carácter fraudulento de la operación, lo cierto es que la medida desamortizadora pudo cegar en ésta y en otras situaciones al ministro que las acometió. Parecía una forma fácil, aunque polémica, de obtener los tan ansiados recursos financieros pero para que tuviera la efectividad que prometía era preciso emplearlos en el cometido para el que se llevó a cabo la desamortización. Sin embargo, la realidad fue muy distinta.

Finalizado el Trienio Liberal, de nuevo las modificaciones se acometieron sobre la deuda externa. En 1834 el conde de Toreno canjeó las dos terceras partes del nominal de la vieja deuda exterior por deuda activa y el tercio restante por deuda pasiva, que no devengaba intereses ni tenía fecha de amortización. Respecto a los intereses devengados y no satisfechos se consolidaron en deuda diferida, que sólo se consolidaría en Deuda activa a los doce años. La conversión realizada afectaba a la Deuda exterior, a excepción de la reconocida a Francia, Inglaterra y Estados Unidos, en virtud de los tratados suscritos en 1828 y 1834(31).

El resultado fue la conversión de más de 4.500 millones de reales de títulos correspondientes a empréstitos de liberales y absolutistas, y se consolidaron unos 900 millones de intereses impagados desde 1821, para ello se emitieron 1.991 millones de Deuda activa al cinco por ciento y 955 millones de Deuda pasiva, así como 912 millones de Deuda diferida.

Ante la imposibilidad de acudir a nuevas emisiones de deuda se recurrió a los anticipos del Banco de San Fernando, que tampoco pudieron solucionar los problemas financieros ocasionados por la guerra carlista.

Las necesidades de nuevos y más recursos eran apremiantes y no menos evidente era la imposibilidad de acudir a emisiones de deuda, por lo que se recurrió a un recurso que, si bien no constituía novedad, sí fue innovador por la forma, transcendencia y repercusión que tuvo. Comúnmente se conoce la tercera fase de confiscación de bienes como la desamortización de Mendizábal (1836-1844).(32). Se acometió la desamortización en virtud de la Ley de 29 de agosto de 1837, que declaraba propiedad nacional los bienes raíces, rentas, derechos y acciones de las comunidades e institutos de religiosos y religiosas.

La única salida que vio fue la incautación de bienes del clero y su posterior venta, medida con la que pretendía amortizar la deuda y obtener recursos necesarios para acabar con la guerra civil.(33) Se iniciaron las ventas en 1836, y hasta 1841 se centraron en bienes del clero regular, ampliándose a partir de este último año en bienes del clero secular.

Pueden citarse algunos datos que manifiestan la magnitud de la medida adoptada. Se vendieron 176.499 fincas rústicas y 21.281 urbanas, siendo las provincias más afectadas Madrid, Sevilla, Toledo, Salamanca, Córdoba, Valencia, Jaén, Badajoz, Zamora, Cáceres, Barcelona, Valladolid y Palencia. En ellas se vendió el 73,2 por ciento de las fincas urbanas, concentrando sólo Madrid el 21,5 por ciento(34).

Salvando los destrozos que desde el punto de vista artístico supuso esta medida, el profesor Sánchez-Albornoz comenta: “Colecciones que la desamortización de Mendizabal –genial en su concepción y torpe en sus medios– pudo resolver el problema agrario español, dando las tierras a los campesinos, y a la larga crió la burguesía terrateniente nacional del siglo XIX, había de dañar gravemente el tesoro de la riqueza diplomática y bibliográfica española.(35)” Si bien, en honor a la verdad, es preciso decir que los edificios del clero secular prácticamente no se vieron afectados, ya que sus moradores continuaban viviendo en las residencias y permanecer éstas abiertas al culto. Así como también permanecieron intactas las estructuras de las grandes posesiones y extensas fincas que habían pertenecido a conventos o catedrales y pasaron a nuevas manos. A pesar de estas últimas referencias las cifras evidencian la magnitud de la medida, y sin embargo, la deuda no se canceló en la misma cuantía.

El balance final de este proceso desamortizador, comenta Simón(1996), y hay práctica unanimidad doctrinal a este respecto, es considerar que se realizó con falta de maduración y de forma atropellada.

Hay que citar, en este sentido, el juicio del historiador Manuel Colmeiro, como representativo de las voces altisonantes que la propuesta de Mendizábal suscitó:

“El modo de obtener la desamortización eclesiástica que Jovellanos y los escritores de su escuela proponían y aconsejaban era el único compatible con la justicia y con la máxima de gobierno de un pueblo católico, porque se fundaba en el respeto a la propiedad y en la concordia del sacerdocio y del imperio. La revolución atropelló por todo; pero, calmadas las pasiones del momento, se hubo de rendir homenaje al principio de la doble autoridad, negociando con Roma la legitimación de la venta de los bienes nacionales. (...) Tal vez en el torbellino de la civil discordia no prevaleció el voto de los hombres rectos y prudentes, que a la cabeza hubieran logrado el fruto de su deseo por distinto camino...” Es el mismo autor el que afirma lo siguiente: “Nadie poco versado que fuera en la ciencia económica puede desconocer los beneficios de la desamortización eclesiástica, verificada en nuestros días..., aunque partidarios y oponentes de ella reconocieran que no había dado los frutos que se esperaban tanto desde el punto de vista puramente monetario como en otros aspectos”(36).

La desamortización no impidió que los réditos de la deuda activa dejaran de atenderse entre 1836 y 1845, con la excepción del Consolidado al tres por ciento creado en 1841. Esta situación no era más que la consecuencia de la medida adoptada por Toreno en 1834. El empréstito del conde alcanzaba los 400 millones, y hubo que hacerse al 50 por ciento. Pero como desde 1836 se habían dejado de satisfacer intereses, en 1841 Fernández Gamboa hubo de acometer la capitalización de los intereses vencidos de la deuda interior y exterior, entregando para saldarlos títulos de una nueva deuda consolidada del 3 por ciento, interior y exterior.(37)

Las vicisitudes de la deuda continuaron vigentes en 1844 cuando Alejandro Mon convirtió todos los contratos de anticipaciones de fondos, Billetes del Tesoro y Libranzas de Ultramar en títulos de la deuda consolidada al tres por ciento, al tipo del 35 por 100. El valor nominal del principal de la nueva deuda obedecía a que se rebajaban los réditos. La descarga del presupuesto, reduciendo los intereses, se produjo a costa de aumentar el nominal de la deuda acumulada, difiriendo las cargas financieras para el futuro y retrasando la solución al problema. En 1840, tras la guerra civil, la deuda había caído a la mitad de su volumen al comenzar el conflicto.(38)

La situación de la deuda era absolutamente heterogénea. Se produjo un incremento de la deuda del 57 por 100 entre 1808 y 1813, como efecto de la guerra de la Independencia, y el incremento sería aún mayor, según el autor de la investigación, si se tomasen las cifras de 1813 de deudas no reconocidas, los pagarés de los suministros de guerra y otros atrasos. Entre 1813 y 1820, la deuda pública creció un 24 por 100, debido a que la deuda flotante se incrementó en más de 900 millones, a consecuencia de los atrasos de Tesorería, así como de los intereses y suministros previos a 1815, reconocidos después. De 1820 a 1830, la deuda se redujo a menos de la mitad, cayó un 59 por 100, como efecto de los iniciales repudios de Erro y de los arreglos y cortes de cuentas de López Ballesteros, sería aún mayor el descenso si se considerase solamente la evolución de la deuda reconocida.; pues la deuda oficial en 1830 era sólo la quinta parte de la deuda reconocida en 1823 antes del golpe absolutista. En 1834 de nuevo, la deuda estaba por encima de 10.000 millones de reales. Se explica este aumento por; porque los absolutistas, al no poder atender sus compromisos, satisfacían sus atrasos pagando con nuevos títulos de deuda, y porque Toreno reconoció las deudas del Trienio, que habían sido repudiadas por los absolutistas, al tiempo que rehabilitó con su conversión y consolidación muchos atrasos y títulos antiguos.

2. Situación fiscal

Es necesario reseñar la mayor importancia adquirida por los ingresos tributarios durante esta época, como así lo refleja Fontana (1980). Según este autor, la razón fundamental es el hecho de que los ingresos por Deuda desaparecieron prácticamente a raíz de la restauración de Fernando VII en 1814. La trascendencia de los ingresos tributarios fue de tal envergadura que condicionó notablemente el estancamiento de los ingresos totales del Estado, más concretamente, los ingresos tributarios españoles no superaron el nivel de principios de siglo hasta 1840.

Las reformas acaecidas durante los primeros cuarenta y cinco años del siglo, objeto de este estudio, pueden agruparse, como la hace Fontana, de la siguiente forma:

1.- El primer intento por reformar la caótica situación lo aportan las Cortes de Cádiz que implantaron la generalidad y proporcionalidad en el sistema tributario(39). Así en su artículo ocho establecían que: “Todo español está obligado, sin distinción alguna a contribuir en proporción a sus haberes.”. Este sistema, que pretendió dotar de la modernidad tal necesitada en la Hacienda Española del momento, estaba fundamentado en el sistema francés, de imposición sobre el producto.

La potencia recaudatoria, según Comín (1989) entre 1813 y 1819 radicaba en las Rentas Provinciales y las Estancadas, que habían disminuido considerablemente, pues las Estancadas sólo suponían un 11,6 por ciento de los ingresos ordinarios del Estado, mientras que las Provinciales representaban el 8,5%. Su peso relativo conjunto, dentro de los recursos ordinarios del Estado había descendido al 20%, casi la mitad de lo que significaban diez años antes. La causa de esta situación es doble; por una parte porque su rendimiento absoluto había caído, y en segundo término, debido a que habían surgido impuestos nuevos. Entre 1813 y 1819 las cifras de Tesorería, Provinciales y Estancadas ya no eran las principales rentas ordinarias. Tenían tanta o más importancia que ellas las Aduanas y las nuevas contribuciones que aún se denominaban Extraordinarias.(40)

2.- No se conoce otro cambio digno de mención hasta que el ministro Martín de Garay en 1817 establece un plan basado en una contribución directa sobre las propiedades, que en el epígrafe siguiente se analizará. Pero también proponía el establecimiento de un derecho de puertas, (antecedente de la imposición sobre consumo) y por otra parte, sustituye el monopolio fiscal de fabricación de aguardientes y licores por un impuesto sobre el consumo. El objetivo pretendido con este plan era en un primer término, gravar la riqueza real y en otro orden de cosas, centralizar y unificar la Hacienda.

3.- La tercera fase de reformas se dio entre 1820 y 1823, trienio en el que aparecían como figuras tributarias más relevantes un tributo directo sobre la tierra, una contribución sobre consumos, los derechos de registro y papel sellado, los estancos de la sal y el tabaco y la contribución de patentes. La búsqueda de nuevas fuentes de ingresos fue la tónica dominante del trienio liberal, a través de la contribución territorial, aduanas o con la venta de bienes procedentes de las órdenes religiosas. Esta fase, al igual que las reformas introducidas por las Cortes de Cádiz, se fundamentaba en el sistema francés sobre el producto.

Por lo que se refiere a la relevancia de las rentas Estancadas durante el último decenio absolutista, entre 1824 y 1828 el 31 por ciento de los ingresos totales venían de esta procedencia, suponiendo las rentas Provinciales el 25 por ciento de los ingresos ordinarios, (ya que los extraordinarios no se contabilizan). Conjuntamente suponían el 50 por ciento.(41)

4.- La cuarta fase se inicia en 1824 finalizando en 1830. En ella se pretendió ordenar la administración y tratar de ajustar los gastos a los ingresos. Una de las medidas adoptadas que ejercieron una notable influencia en todo el sistema económico fue la aprobación en 1826 del “Real Arancel general de entrada de frutos, géneros y efectos del extranjero para el gobierno de las Aduanas del Reino”, había sido su antecedente inmediato el arancel de la Junta de aranceles, presentado en 1825. Este nuevo derecho, establecido siendo Ballesteros ministro, era extraordinariamente proteccionista, se prohibía la importación de más de seiscientos cincuenta artículos, y las demás mercancías extranjeras tenían que hacer efectivo el pago de derechos que oscilaban entre el 15 y el 25 por ciento de su valor. Se repitió la hazaña en el tiempo, en concreto, en 1832 se insistía nuevamente en la prohibición de introducir manufacturas de algodón extranjeras.(42)

El sistema de López Ballesteros de 1828, ante la imposibilidad de obtener nuevos recursos pues el intento de implantar un nuevo estanco sobre el bacalao supuso un estrepitoso fracaso, modificó su modus operandi. Pretendió implantar nuevas versiones del Derecho de paja y utensilios, de la Renta de aguardientes y licores, así como de la Contribución de frutos civiles. Creó algunos impuestos sobre la actividad industrial, como el subsidio industrial y un impuesto sobre las minas.

Conviene referirse, ya que así se ha hecho en las etapas anteriores, a la situación de las rentas en este período, más concretamente entre 1829 y 1833, etapa en la que ambas rentas cayeron en cuantía; las Provinciales al 19 por ciento, y las Estancadas al 29 por ciento, situándose ligeramente por debajo del 50 por ciento de los ingresos totales del Estado(43).

Con el liberalismo de los años treinta, según Comín (1989), la situación cambió moderadamente. El presupuesto de 1835 reflejaba que las rentas Provinciales y Estancadas suponían el 42 por ciento de los ingresos ordinarios del Estado.

Era necesario acoplar los gastos a los ingresos más que los ingresos a los gastos. Este primer intento de control del gasto público, no fue más que la primera fórmula presupuestaria, que gozó de buena salud hasta 1830, fecha en la que se hizo imprescindible obtener nuevos ingresos con los que financiar los mayores gastos.(44) Especialmente, los años comprendidos entre 1833 y 1840, urgía la obtención de fondos con los que financiar la contienda contra los carlistas. Durante los diez años siguientes la financiación provino de los recursos obtenidos de la desamortización y los empréstitos, de manera que se postergó a un segundo plano la reforma fiscal para centralizar todos los esfuerzos en la obtención de nuevos y mayores ingresos.

Fontana (1980) sintetiza la composición de los ingresos tributarios del Estado de la siguiente forma; En primer término, la importancia de las Rentas provinciales, sus agregadas y equivalentes, y las Rentas estancadas; juntas venían a representar por encima del 50 por ciento de los ingresos tributarios del Estado español a lo largo del período 1788-1837. En segundo lugar, los ingresos de las Aduanas disminuyeron su peso relativo dentro de los ingresos tributarios, ya que pasaron de significar un 25 por 100 a finales del siglo XVIII, a suponer un 8 por ciento en plena Guerra carlista. El tercer punto se refiere a las rentas del Estado procedentes del Clero, las cuales aumentaron hasta la Guerra de la Independencia, pero luego su cuantía relativa no dejó de disminuir. En cuanto al cuarto punto, desde 1824 surgieron nuevos tributos que se convirtieron en un apoyo imprescindible para las tradicionales rentas de la Hacienda: en 1837 aportaban el 28 por 100 de los ingresos tributarios totales del Estado.

Los años posteriores no fueron nada ambiciosos en lo que a cuestiones fiscales se refiere. No se buscaron, o al menos no se encontraron soluciones globales a los problemas de la Hacienda Pública, salvando la desamortización acometida por Mendizábal entre 1836 y 1837, en los años que van desde 1833 hasta la caída de Espartero en 1843.

La razón última por la que la fiscalidad española era incapaz de despegar se debió en gran parte al fracaso de las reformas liberales, ante la imposibilidad de los burgueses españoles para afianzar la revolución(45). El absolutismo agonizó lentamente de manera que hasta 1845 no se está en una situación de introducir reformas fiscales. A partir de 1836, el Estado, agobiado por el peso de la guerra civil, la dificultad de encontrar nuevos créditos, ante la carga de la deuda, procede a la venta de los bienes incautados al clero, como se vio en el epígrafe anterior. Tras el acuerdo de Vergara(46) se pretendió reconstruir la maltrecha Hacienda, estableciendo una caja central con la intención de unificar y centralizar los pagos del Estado.

En el siguiente decenio la situación no mejoró pues, a pesar del intento de reforma acometido por Fernández Gamboa en 1843, por el que pretendía distribuir las cargas en función de la riqueza, fundamentalmente inmobiliaria, a comienzos de este año, la situación de la Hacienda Española era caótica. Según Comín (1989), en 1843 cinco impuestos que eran desconocidos en 1808, aportaban el 21 por ciento de los ingresos ordinarios.

Como se ha visto los ingresos eran de la más diversa naturaleza y las necesidades de obtención de nuevos recursos cada vez más imperantes. Tratando de resolverlos en 1844 mediante la consolidación de la deuda. Se firmó con al Banco de San Fernando un convenio en el que se comprometía a librar una cantidad mensual en los lugares en que el Estado lo requiriese y a cambio el banco recibía todos los pagos que en concepto de impuestos recibiera el Estado.(47) La política arancelaria resucitó con el arancel de 1841, que en opinión de Manuel Pugés era un arancel de transición. Los miembros de la Junta Revisora del Arancel, con actitudes enfrentadas tuvieron que realizar concesiones mutuas, no satisfaciendo a nadie la solución adoptada. La importación se prohibía a 88 productos, frente a los 650 que se prohibían en 1826. Se dividía en cuatro partes, y en esto sí coincidía con el anterior.

Se dividían en las siguientes partes: importación del extranjero, importación de América, importación de Asia e exportación del Reino. De las 1.506 partidas que existían, 807 pagaban el quince por ciento. La importación tejidos de algodón continuó prohibiéndose, así como la de trigo, centeno, cebada, lana, calzado, mármol, sal, ropas confeccionadas, muebles, buques de menos de cuatrocientas toneladas y algunos artículos de menor importancia. El arancel suprimió la prohibición de importar maquinaria elaboradora de algodón, lo que condujo a una etapa de gran prosperidad económica. La polémica suscitada por el arancel hizo que los años que transcurrieron entre 1841 y 1849 fueran de una acusada tensión.El balance final que puede darse de esta fase es que, si bien las modificaciones introducidas no fueron clamorosas, si que se produjeron cambios sustanciales en el sistema de tributación. Las rentas tradicionales aún pervivían pero se había modificado sustancialmente el sistema recaudatorio, mediante reparto del cupo, hasta tal extremo de llegar a convertirlo en un impuesto directo sobre la agricultura.(48)

Comín (1989), por su parte, afirma que los problemas de la Hacienda antes de 1845 no sólo procedían de la pérdida de las colonias y la disminución de ingresos que de ella se derivó, como en muchas ocasiones se ha tratado de argumentar, sino que el incremento del gasto jugó una baza fundamental, junto con los costes que acarrearon las reformas. El Estado comenzó a asumir funciones tras la supresión de los señoríos, que en otra época habían sido asumidos por éstos, como era el ejercicio de la justicia. Además la desamortización eclesiástica obligó a instituir el presupuesto de culto y clero para su sostenimiento material.

Para Comín (1989) antes de 1817 las rentas Provinciales y sus equivalentes, suponían más de un tercio de las rentas, ramos y arbitrios de la Hacienda Real; en el quinquenio previo a ese año, las Provinciales proporcionaron más de los dos quintos de los ingresos al Estado.

Entre 1803 y 1807, las rentas Estancadas proporcionaron casi un tercio de las rentas ordinarias de la Hacienda aunque cayó un cuarto en los cinco años anteriores a 1817. Entre Provinciales y Estancadas suministraban los dos tercios de las rentas ordinarias de la Hacienda Real antes de la reforma de Martín de Garay. Las rentas de Aduanas proporcionaban más de un sexto restante, y las rentas Decimales alrededor de un octavo. Los restantes ramos solamente aportaban un tres por ciento de los ingresos ordinarios. Es, por tanto, notable el peso de las rentas provinciales, antes de 1817, y en menor grado, las Rentas Estancadas y las de Aduanas; entre estos tres tipos de rentas aportaban el 86,7 por 100 de las rentas ordinarias. Si se unen las Decimales, se alcanza el 98,5 por 100.

En 1824 esas rentas que constituyen el núcleo recaudador de la Hacienda del Antiguo Régimen tienen menor importancia relativa; Provinciales, Estancadas, Aduanas y Decimales ya solamente significan el 75,9 por 100 de las rentas ordinarias.

A principios de la década de los años treinta, las rentas provinciales ya no son una partida importante de las rentas ordinarias de la Hacienda española; ese lugar lo ocupan las Estancadas que aumentaron su dimensión porcentual desde 1824. Las rentas Provinciales pasan a un segundo lugar a diez puntos de distancia de las Estancadas. Las rentas Decimales mantienen su participación en torno al 7 por 100 en los años treinta.

3. Intentos de implantar el impuesto sobre la renta

Las aportaciones más importantes en este período se refieren a los intentos de los liberales por establecer una contribución directa en 1813 y un impuesto directo de producto, de corte francés en 1821.

Pero las dificultades operativas, tanto técnicas, por falta de datos, como sociológicas, por la resistencia que ofrecían algunos individuos, al implantar el nuevo tributo impidieron que España se situara en el batallón de salida de la nueva fiscalidad, en paralelo con Gran Bretaña.

De esta forma nuestro país quedó postergada a un muy segundo plano en los anales de la historia de la hacienda pública, en lo que a imposición directa se refiere, teniendo que esperar al siglo XX para poder estar en condiciones de hablar de un verdadero impuesto sobre la renta. Pero las modificaciones tributarias siguieron su curso, con mayor o menor éxito, según el momento. Así que los fracasos de 1810 no paralizaron la Hacienda, en su camino de reformas. De esta manera, el gobierno interino, entre 1811 y 1813, buscaba establecer una contribución que hiciera efectivos los básicos principios de justicia, para lo cual se encargó el cometido a una Junta de Ministros, intendentes e individuos del Comercio de Cádiz. Los señores D. José Chone, D. Ramón Vitón y D. Carlos Beramendi fueron los encargados de presentar el proyecto de la contribución directa.(49)

El 6 de julio de 1813 la Comisión de Hacienda presentó un Proyecto de Ley en el que se planteaba la sustitución de las rentas estancadas y provinciales, esto es; alcabala, cientos y millones, así como la Contribución Extraordinaria de Guerra, por una contribución directa exigida de acuerdo a la capacidad económica de los contribuyentes.

Fue el “Nuevo plan de contribuciones públicas” aprobado el 13 de septiembre de 1813 el que recogió formalmente este nuevo intento de establecer un impuesto que gravara la riqueza de los individuos. En él se aprobaba un nuevo plan de contribuciones públicas. El cobro trató de iniciarse en 1814 pero fue desastroso el resultado, ya que había quedado desacreditado antes de llegar a implantarse. El intento acometido por las Cortes de Cádiz fue lamentablemente un auténtico fracaso.

A pesar de ser una idea innovadora el establecimiento de un impuesto sobre la renta de carácter sintético no llegó a su término “por no acomodarse al estado de la Sociedad en aquella fecha (...) hasta 80 años más tarde no se encuentra otro semejante en el Einkomenstever prusiano.” (50) Es lamentable que por razones de oposición de la ciudadanía a esta nueva figura, no se acometiera una reforma en el sistema fiscal de tal envergadura que hubiera situado la Hacienda española en una de las más modernas del entorno europeo, pues como se ve, hicieron falta ochenta años para que se adoptara una figura similar en Prusia.

Hubo otras dos propuestas elevadas a las Cortes de Cádiz sobre establecimiento de contribuciones directas, tampoco tuvieron éxito alguno. Una sustituía a las rentas provinciales y estancadas y otra en función de su capacidad económica “que deberían cobrar los curas párrocos acompañados de dos hombres buenos.”(51)

La segunda fase de reformas se inició en 1816, instrumentada a través del decreto de mayo de 1817, firmado por Martín de Garay en el que se introducía en el sistema fiscal la Contribución general y la sustitución de las rentas provinciales por un Derecho de puertas, antecedente del impuesto sobre consumos. Se pretendía instrumentar una contribución directa, inspirado en el sistema francés, y cuya recaudación fuera proporcional a la riqueza de los contribuyentes, aplicable en todas las poblaciones excepto en las capitales de provincia y los puertos principales, donde se establecerían unos derechos de puertas sobre todos los artículos que se introdujeran en el casco urbano.

Como conclusión de esta fase se puede afirmar que, diversos fueron los intentos por establecer una contribución directa que gravara a los contribuyentes atendiendo a su capacidad e pago pero fueron de tal envergadura las dificultades operativas con las que la administración fiscal se encontró para su puesta en marcha que hicieron fracasar definitivamente su implantación. Por lo tanto, no se puede afirmar que en esta época se produjera avance alguno en la definición de renta, ya que aunque en el terreno teórico sí se puede hablar de avances significativos, su operatividad fue nula y en consecuencia no pueden extraerse conclusiones válidas.

III. REFORMA DE LA IMPOSICIÓN EN 1845

El objetivo de esta reforma, en palabras del propio D. Ramón Santillán era el establecimiento de un sistema mixto de contribuciones directas e impuestos indirectos, juzgando muy razonablemente que, no pudiéndose sujetar a una contribución única y directa las múltiples y diferentes clases de riqueza del país, y los distintos y heterogéneos productos del trabajo que natural y legalmente deben prestar ayuda para sobrellevar las cargas del Estado, preciso era recurrir a medios distintos también para llegar a este objetivo, lo que, después de todo, no es más que cumplir con un precepto constitucional.(52)

En palabras del autor de la reforma fiscal más importante del siglo XIX hasta el año de 1845 nuestros impuestos no formaban, ni podían formar en realidad, un verdadero sistema: creado cada uno de los que entonces existían a medida que fueron surgiendo sucesivamente las necesidades del Estado, tuvieron en su origen casi todos el carácter de temporales y transitorios, que se creía hallar en las necesidades mismas que debían satisfacer; pero perpetuándose éstas, y aun aumentándose con la mayor regularidad y ensanche que el Estado adquiría, aquéllos también, por una consecuencia precisa, se afirmaron y perpetuaron(53).

1. Situación económico-financiera

Llegó el momento en el que se hizo inviable acudir a nuevas emisiones como medio de financiación, de manera que el gobierno trató de arbitrar un nuevo mecanismo que le facilitara medios para la obtención de nuevos ingresos, pues la puerta de nuevas salidas de deuda se cerró ante el descrédito provocado por las dificultades manifiestas para satisfacer los intereses. Se obtuvieron importantes recursos procedentes de la ayuda británica y de América pero a pesar de estas nuevas inyecciones de ingresos se hacía imposible sostener la maquinaria estatal.

Comenta Fontana (1980) que la masa de deuda interior generada por la guerra debió haber sido por lo menos diez veces mayor que la ayuda británica, lo que pone de manifiesto la inoperancia de los ingresos extraordinarios que afluían a las arcas estatales. A pesar de las reformas acometidas desde comienzos de siglo, las cifras evidencian la caótica situación de las arcas públicas. El déficit entre 1833 y los diez años posteriores rondó el treinta por ciento de los gastos, reduciéndolo la reforma fiscal de 1845 al cuatro por ciento.

Llegados a este punto, merece especial mención la situación del fraude fiscal. Las irregularidades fiscales eran más probables en una época en la que era casi imposible distinguir entre intereses públicos y privados en la recaudación y gestión de las rentas y tributos públicos. Es curioso observar que las revueltas en contra de las reformas fiscales se daban cuando trataba de establecerse un nuevo tributo y como consecuencia de las corruptelas que se daban en la recaudación de las contribuciones. Y sin embargo, el pueblo llano no se revolvía, en la medida de lo posible, ante una considerable falta de equidad como era la no sujeción de determinados estamentos.

Lo cierto es que las haciendas del Antiguo Régimen eran patrimoniales, estamentales, arbitrarias y corruptas, como las ha definido Comín (1996), pero es que la situación económica, política y social tampoco favorecía la corrección de estas lacras.

El cometido más importante que pretendían los moderados en 1845, contra lo que Mendizábal había aconsejado en 1835, fue la reforma tributaria, postergando a un segundo plano la consolidación de la deuda. No obstante, 1851 fue la fecha en la que Bravo Murillo tuvo que enfrentarse con la cuestión, cometido que le reportó no pocos elogios y no menores críticas. Se unificó la deuda, reduciendo los intereses del cuatro y cinco por ciento, al tres, y se redujo a la mitad el valor de los cupones no satisfechos, es decir, de los intereses que llevaban quince años sin pagarse. La medida tuvo consecuencias graves al condicionar las posibilidades del Estado de seguir obteniendo crédito exterior.(54) Realmente era difícil haber instrumentado otra medida que solventara, al menos en el corto plazo la lamentable situación, pero lo cierto es que ello no obsta para coronar la política con las críticas que se merece. En agosto y octubre, dice Comín, se legisló la ordenación de la Deuda y se dividió en tres tipos; de Obras Públicas, el Estado y del Tesoro.

La Deuda del Estado se componía de la Perpetua al tres por ciento, en la que se refundían la Consolidada al tres por ciento, las Deudas consolidadas al cinco y cuatro por ciento y la suma de los intereses vencidos. La vieja deuda Consolidada al tres por ciento conservaba su nombre, las otras tres categorías convertidas se denominaron deuda diferida.

La otra Deuda del Estado fue la Amortizable, que no cobraba intereses aunque debía ser reembolsada mediante subastas mensuales, y para ello se afectaban determinados bienes estatales.

En cuanto a la deuda del Tesoro, era de dos tipos; de personal y de material. Se formaron con los débitos que el Estado arrastraba desde mayo de 1828, las dos eran amortizables, pero sólo la Deuda de material devenga interés del tres por ciento, únicamente cuando se reclamase el abono antes de cuatro meses. Esta última deuda podía ser preferente, cuando los tenedores fueran los acreedores originales o sus herederos o no preferente.

El balance de esta medida merece opiniones encontradas, pero lo cierto es que, como dice Comín (1996), “después de 1851, España fue colocada en las bolsas internacionales en la “tablilla de los insolventes”, e incluso se cerraron algunas bolsas a los valores españoles, lo que repercutió negativamente sobre la financiación exterior del Estado y de las compañías privadas”. De esta forma se demuestra el descrédito del que gozaba España, no sólo por la lamentable situación de las arcas públicas sino por la arbitrariedad al adoptar medidas que afectaran al crédito contraído tanto en el interior como en el exterior del país.

A pesar de tantas censuras y declamaciones lanzadas contra la Deuda flotante, las Cortes Constituyentes la autorizaron para el presupuesto de 1856 y 1857 hasta 640 millones, que todavía podía elevarse a otra mayor “si los productos en metálico de la venta de los bienes del Estado no fuesen suficientes a cubrir las sumas que del Tesoro tengan derecho a percibir el clero, beneficencia, instrucción pública y propios de los pueblos con arreglo a la ley de 1º de mayo de 1855”. Se añadía en un tercer párrafo del artículo 35 de la ley de presupuestos, que “si el déficit del Tesoro por fin de 1856 fuese extinguido por los medios señalados por las Cortes, aquel maximum quedará reducido a 200 millones de reales; pero esta esperanza es ilusoria, adoleciendo, como adolecían los presupuestos de defectos iguales o mayores que los de los años anteriores, así en la designación de ingresos como en la de gastos, y anunciándose un aumento de éstos por necesidades imperiosas, que no se habría evitado ciertamente con el orden de cosas que subsistió hasta mitad de 1856(55).

Los progresistas en el poder, tras la revolución de 1854 pretendieron estimular el crecimiento económico, suprimir todas las formas de propiedad vinculada, implantar una propiedad libre, individual y plena. Para ello emplearon los recursos que les proporcionó la llamada desamortización general de Madoz (1855) en la que se incluía buena parte de los bienes comunales de los pueblos y tuvo mayores consecuencias para la agricultura.(56) De enero a julio de 1855 diseñó la medida de más amplio alcance acometida durante el siglo XIX. La ley de 1 de mayo de 1855 declaraba en su artículo 1 en estado de venta, sin perjuicio de las cargas y las servidumbres a que estuviesen sujetos todos los predios rústicos y urbanos, censos y foros pertenecientes al Estado, al clero, a las órdenes militares de Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa y San Juan de Jerusalén; a cofradías, obras pías y santuarios; a los propios y comunes de los pueblos; a la beneficencia, a la instrucción pública y a cualquiera de los otros pertenecientes a manos muertas, ya estén o no mandados vender por leyes anteriores. De esta forma se puso en marcha un proceso que, sólo interrumpido de 1856 a 1858, se reanudó con enorme fuerza a comienzos del actual siglo.

Las consecuencias más relevantes fueron las siguientes. Se amplió la superficie cultivada, pues los nuevos propietarios para rentabilizar sus inversiones pusieron en cultivo las nuevas tierras, manteniéndose los sistemas de explotación extensivos, sin que se produjeran notables incrementos de productividad.

En segundo lugar, se consolidaron y acentuaron las estructuras de distribución de la tierra, no cumpliéndose uno de los objetivos de las desamortizaciones que consistía en crear una clase de pequeños y medianos propietarios agrícolas, pues el reparto de la tierra siguió siendo básicamente el mismo.

El tercer efecto de la desamortización fue el empeoramiento de las condiciones de vida de muchos pequeños campesinos, perjudicando especialmente a aquellos más modestos algunos autores han argumentado que esto pudo favorecer la emigración hacia los núcleos industriales. Los bienes que se vieron más afectados fueron pertenecientes a los municipios, siendo los propios y no los comunales, sobre los que con mayor intensidad incidió el proceso desamortizador

Como balance de esta medida, cabe decir que tuvo mayor importancia que la de 1836, tanto por el número de años que estuvo vigente, como por la importancia alcanzada por las ventas. Baste citar que las ventas alcanzaron un volumen de más de cinco mil millones de reales entre 1855 y 1867, a pesar de que se interrumpieron entre 1856 y 1859. La utilidad que debería dársele a estos recursos, según preveían las leyes desamortizadoras era destinar unos 1.100 millones de reales a obras públicas, fundamentalmente a financiar la red ferroviaria, y el resto, a amortización de la deuda, o a su compra en el mercado para convertirla en inscripciones intransferibles para los pueblos, en compensación por los bienes vendidos.

Sin embargo, las pretensiones respecto a obras públicas se cumplieron y se destinaron a ellas una suma muy considerable, pero el destino de los casi 4.200 millones restantes fue muy distinto.

Acabaron financiando los déficits presupuestarios, de tal forma que la deuda siguió aumentando. Dice Fontana (1980) que estos datos nos deben “servir para prevenirnos contra la ilusión de interpretar de manera simplista los datos brutos de la Hacienda.” Los efectos de tal situación fueron inmediatos, pues la crisis de 1866 arruinó a las sociedades de crédito y produjo efectos nefastos en las empresas ferroviarias, encontrándose además con un Estado falto de recursos.

En definitiva, esta desamortización(57) tuvo un carácter más “rústico” que “urbano”, según afirma Simón. Autor que citando a políticos, investigadores y hombres preocupados por la cuestión nacional, sostiene la importancia de la “ley desvinculadora” de 1855, que “verdaderamente deshizo casi todo nuestro patrimonio colectivo.”(58)

Expone Santillán (1888) la situación de la arcas públicas en 1863 diciendo que habíase retirado del ministerio O´ Donell en octubre de 1856 por haberse negado a suspender todos los efectos de la ley de desamortización de 1º de mayo de 1855, y natural era que al volver aquel general a encargarse del gobierno, empezara por alzar la suspensión de aquella ley, decretada durante el ministerio del duque de Valencia en fin de 1856. Íbase a poner en venta una gran masa de bienes pertenecientes a los propios pueblos y a los establecimientos de Beneficencia y de Instrucción pública y otros del Estado, sin perjuicio de hacerlo también de los que quedaban del clero regular y secular, después de obtener el asentimiento de la Santa Sede, con la cual se entablaron negociaciones para celebrar un nuevo concordatos este objeto.

La situación de la deuda pública a finales de los años cincuenta era alcista, manteniéndose entorno al 19 por ciento entre 1860 y 64. Ya siendo ministro Bravo Murillo realizó una conversión en 1853, iniciativa seguida en 1867 por Salaverría(59). Los especuladores extranjeros perdieron la batalla con Bravo Murillo, aunque según Comín, no perdieron la guerra. Obligaron a que en julio de 1867 García Barzanallana convirtiese las deudas diferidas, las amortizadas y los cupones rebajados en Deuda consolidada al tres por ciento. Los tipos de conversión fueron del 120 por cien para la Deuda amortizable de primera clase y la Deuda diferida de 1831, de un 80 por 100 para la Deuda amortizable de segunda clase exterior, y finalmente del 62 por ciento para la Deuda amortizable de segunda clase interior.

En el arreglo acometido en 1867 se emitió Deuda al tres por ciento por un nominal de 2.000 millones, con los que se rescataron 1.380 millones de Deuda antigua y 370 millones en metálico. Después de la reforma de Barzanallana sólo quedaron en circulación Deuda consolidada al tres por ciento, la Deuda del Tesoro y las Deudas de Obras Públicas.(60)

2. Situación fiscal

Alejandro Mon(61) y Ramón de Santillán(62) fueron los artífices de la Reforma, aprobada por la Ley de 23 de mayo de 1845, que estableció los principios de la Hacienda Liberal en España y ganaba en coherencia, generalidad, modernidad, uniformidad y sobre todo, lo dotó del elemento más importante, racionalidad, de la que estaba tan carente el sistema fiscal español del momento(63). Es necesario reconocer que el sistema fiscal creado con la reforma de 1845 configuraba un modelo tributario que favorecía, o al menos no ponía obstáculos al crecimiento económico.(64)

Hay que decir que desde este momento se puso un especial énfasis en la agricultura, postergando a un segundo plano a la industria y al comercio, generando por esto una mayor presión fiscal sobre los ingresos de los campesinos que sobre las rentas de la tierra, dejando, prácticamente sin gravar los beneficios, las rentas del capital y los salarios.

Si es de justicia mencionar las reformas acometidas durante este período, no menos trascendente es poner de manifiesto que en lo que a imposición directa sobre la renta se refiere se produjo un considerable salto atrás, lejos de estar en consonancia con la reforma de la imposición indirecta o sobre el producto.

Fue bajo el liderato de los moderados cuando se acometió la reforma que para muchos hacendistas no tuvo rival en toda la centuria, eclipsando todos los cambios más o menos revolucionarios acaecidos antes o después de 1845.

Fuentes Quintana (1954) afirma que la principal aportación de la reforma tributaria fue la implantación de unos principios de reparto de la carga tributaria. Intentando poner remedio a la caótica situación de la Hacienda Española de mediados de siglo, le dieron un serio vuelco al sistema fiscal español, en el que se unificó territorialmente el sistema, salvo Navarra y el País Vasco, y se suprimieron muchos de los pequeños impuestos. Las modificaciones introducidas eran las necesarias para adecuar la Hacienda a las nuevas necesidades políticas y sociales. Se combinaba la tributación directa con la indirecta, inspirada en la fiscalidad francesa aunque adaptada a las peculiaridades españolas. En ella tuvo que aumentar la presión fiscal, permaneciendo estable durante la segunda mitad del siglo(65).

En la obra del propio D. Ramón Santillán se justifica el objetivo de su reforma en los siguiente términos:

“Se tuvieron presentes diversas condiciones de la riqueza urbana y agrícola; pero hubo que sujetarlas a una misma imposición directa, porque confundiéndose en muchos casos una y otra, era preciso, para separarlas, fundarse en noticias y datos estadísticos que no existían en aquella época, y que seguramente no existen hoy todavía. Sin ellos, sin un exacto o al menos aproximado conocimiento de ambas riquezas, no sólo es difícil, sino expuesto a errores de funestas consecuencias, hacer una separación entre los edificios y la riqueza meramente territorial.

La contribución territorial, cuya base fundamental consistía en una cantidad fija y determinada para la nación, dividida en cuotas, fijas y determinadas también, para las provincias, los pueblos y los contribuyentes, por el repartimiento que se hacía de la primera, se ha querido después convertir en una imposición proporcional a los productos, o sea de un tanto por ciento sobre éstos, que, como era consiguiente ha ofrecido tales y tan grandes dificultades, que, no pudiéndose realizar el precepto, ha quedado reducido a un intento generoso, pero imposible de llevar a cabo” (66).

Pero cuando Mon preparaba su reforma se encontró que una gran parte de los impuestos se hallaban afectados al pago de intereses y a amortización de Deuda flotante acumulada. Y a pesar del arreglo acometido en junio de 1844 con la conversión de créditos procedentes de las anticipaciones de fondos en títulos de deuda pública consolidada al 3 por ciento, al tipo del 35 por ciento, Mon no atacó el problema.

Sin embargo, la década moderada se inició en una situación que a todas luces favorecía el cambio fiscal, por una parte por el desajuste entre los impuestos vigentes y el nuevo entorno económico y político y por otra, el programa reformador razonable se podía acometer por el gobierno del momento que era capaz de aprobarlo.(67)

La trascendencia de esta reforma fue de tal envergadura que, las modificaciones introducidas perdurarían hasta la centuria siguiente. Los cambios acometidos se pueden sintetizar de la siguiente forma. De un cincuenta a un sesenta por ciento de la recaudación procedía de los tributos tradicionales, fundamentalmente los estancos y las aduanas. Respecto a los tributos modernos que proporcionaban el cuarenta o cincuenta por ciento restante, eran un grupo de cinco impuestos que sustituían a las rentas provinciales, sus equivalentes en la Corona de Aragón y otros tributos, como el de paja y utensilios y de frutos civiles. Pero sólo cuatro llegaron a implantarse y dos generaron rendimientos importantes.(68)

Una vez que se produjo la revolución política, con la derrota de los carlistas, y aprobada la Constitución de 1845 la situación entre el sistema fiscal y el régimen político se hizo insostenible. En 1843 García Carrasco había creado una comisión(69) para diseñar la reforma, en la que Ramón de Santillán aportó recomendaciones en las que evidencia su conocimiento de la administración de los tributos españoles, la experiencia tributaria francesa y las causas de los fracasos de los liberales españoles de Cádiz y del Trienio. Alejandro Mon, por su parte, asumió las propuestas de la Comisión y las pasó a las Cortes, siendo la redacción obra de Santillán(70)

Los tributos que se diseñaron en esta Reforma, sin perjuicio de que algunos de ellos nunca se llegaron a implantar, eran cuatro impuestos directos, tres indirectos, monopolios fiscales y otros ingresos. Los impuestos directos fueron la contribución de inmuebles, cultivo y ganadería, el subsidio industria y de comercio, y la contribución sobre inquilinatos. Los impuestos indirectos eran el impuesto sobre el sello, la contribución general sobre consumos de especies y las rentas de aduanas. Los monopolios fiscales recaían sobre el tabaco, la sal y la pólvora. En concreto, se resumieron en lo siguiente:

Por lo que se refiere a Imposición directa:

1.- Contribución sobre inmuebles, cultivo y ganadería. Venía básicamente a refundir el impuesto de paja y utensilios(71), la parte de catastro, equivalente, única y talla correspondiente a la riqueza territorial y pecuaria, la de los cuarteles, el derecho de sucesiones, el donativo de las provincias a las Vascongadas y la contribución de culto y clero(72). Suponían una cantidad fija global que se distribuye entre los propietarios. Su reparto provincial, municipal e individual del cupo presentó serias dificultades, pues se fijaba una cantidad global a satisfacer y posteriormente se distribuía provincial, municipal o individualmente. La contribución territorial rústica y urbana, que arranca de aquí y existe aún en 1926 fue la más importante en la segunda mitad del siglo XIX aportando más del veinte por ciento de los ingresos ordinarios del Estado elevándose casi al treinta por ciento durante el Sexenio democrático. Su implantación pudo llevarse a cabo gracias a la supresión del diezmo eclesiástico, que redujo las cargas que pesaban sobre la propiedad inmueble. Era preciso que se completara en catastro general para que pudiera recaudarse el tributo correctamente, hasta entonces se basaría en antiguos repartos, en los amillaramientos o apeos de la riqueza rústica, pecuaria e inmobiliaria confeccionados por los ayuntamientos. La exigencia de este tributo se fundamentó en simples estimaciones de riqueza realizada por los ayuntamientos, lo que favoreció la ocultación, haciendo que fueran los pequeños propietarios los que soportaran la mayor carga, favoreciendo a los grandes terratenientes. Sin embargo, la provisionalidad de la forma de recaudación se convirtió en el sistema recaudatorio que perviviría durante los cien años siguientes. Los mayores ingresos procedían de esta forma de gravamen junto con la imposición indirecta En 1846 se redujo considerablemente, elevándose posteriormente en 1858.

Dice Santillán (1888) que pretendían refundirse las tres contribuciones (paja y utensilios, culto y clero, y frutos civiles) en la nueva que sobre la propiedad iba a establecerse; pero aun cuando se hubiese adoptado el principio de la separación de la riqueza industrial, todavía quedaba por resolver la cuestión de si la inmueble debía o no dividirse en territorial y urbana, para ser también impuesta separadamente, como se había hacho en 1821.

Sobre el producto líquido de los bienes inmuebles, evaluado por un largo período de años, en que pudieran entrar todos los accidentes prósperos y adversos, debía recaer la contribución directa que el Gobierno propuso para esta clase de riqueza; pero las Cortes comprendieron además el cultivo y la ganadería, y alteraron así, esencialmente, la índole de esta contribución.

2.- El subsidio de industria y comercio, ya propuesto en 1828 por Ballesteros. Representaba entre un cuatro y un cinco por ciento en lo que a recaudación se refiere, y en la década de 1890 llegó al seis. En la antigua tributación estas manifestaciones solían escapar del gravamen Las dificultades de implantación radicaron en el insuficiente desarrollo y perfección de la administración tributaria así como por la escasa colaboración prestada por los industriales. Se dividía en dos partes el tributo:

–Derecho fijo: Dependía de cual fuera la actividad y del tamaño de la población.

–Derecho proporcional al alquiler satisfecho por el local de negocio fue suprimido en 1846. En esta fecha se establecieron tres cuotas dentro de cada clase.

3.- Contribución sobre inquilinatos: (su estudio se desarrolla en el apartado siguiente), no llegó a implantarse suprimiéndose definitivamente en 1846. Trataba de gravar los ingresos a través de signos externos de riqueza, como era el importe del inquilinato satisfecho. El establecimiento de este impuesto fue obre exclusiva de Mon. La contribución se exigía directamente a los inquilinos, siendo creciente el tipo de gravamen, y oscilaba entre el dos y el diez por ciento según la importancia de las poblaciones.

Por lo que respecta a la Imposición indirecta:

1.- Impuesto sobre el consumo de especies determinadas. El impuesto sobre consumos tenía una larga tradición y había sido motivo de continuo malestar social, por su falta de universalidad, pues sólo se aplicaba en la Corona de Castilla. Había sido suprimido por las Cortes de Cádiz y reimplantado por Martín de Garay, en forma de derecho de puertas, suprimido durante el trienio y reimplantado en 1824 en todos las poblaciones de más de 3.000 habitantes Venían a ser los sustitutos de la tributación indirecta de los derechos de puertas, extendido a todo el país, limitándola a unos productos fundamentales, que por otra parte eran más fáciles de controlar. La regulación acometida por la Reforma fue de la siguiente forma; se cobraba un derecho general sobre el consumo de artículos, como el vino, sidra, chacolí, cerveza, aceite, jabón y carne. Sin embargo, el rendimiento de este impuesto fue muy escaso.

2.- El derecho de hipotecas, se refundían las alcabalas, las hipotecas y algunos tributos sobre sucesiones. La importancia recaudatoria era muy escasa, pero en palabras del propio Santillán la finalidad de los tributos era “dar firmeza y solemnidad a las garantías de la propiedad inmueble y a sus cargas y obligaciones.”(73) Gravaba toda transmisión, arriendo y subarriendo de inmuebles y la imposición y redención de censos y cargas, exceptuando las herencias en línea directa de ascendientes o descendientes(74).

Para Santillán (1888) frustrado el pensamiento capital que presidió la creación del nuevo derecho de hipotecas, vino éste a ser únicamente considerado como un impuesto, en el cual se han hecho también reformas posteriores, no todas atinadas por desgracia. La que se hizo en 1847, rebajando notablemente algunos derechos, causó al Tesoro en 1848 una pérdida de cerca de tres millones de reales; pero sus resultados no tuvieron más trascendencia y pudo justificarse con el beneficio que disfrutaron los contribuyentes. No así la que se ejecutó en virtud del Real decreto de 26 de noviembre de 1852, que introdujo en el impuesto tales innovaciones, que llevaron la perturbación, no sólo a la acción administrativa, sino también a las transacciones comunes de la vida. Fue alterada nuevamente la escala de derechos, y, al paso que entraban a figurar en ella actos o contratos antes exceptuados, se excluyeron los arriendos y subarriendos, concediéndose además una prolongación de los plazos antes señalados para la presentación de documentos y pago de los derechos. Se estableció uno de 2 por 100 sobre las adquisiciones de la mitad reservable de los vínculos y mayorazgos y de las capellanías colectivas, sin distinción de líneas ni grados; mandándose después que fuera exigido de todas las adquisiciones verificadas desde 1845, sin tener presente que por la ley este último año, aquella clase de sucesiones no podía considerarse bajo otro concepto que el de bienes libres, acordada como estaba la desamortización civil y eclesiástica, y que, por consiguiente, la retroacción del nuevo derecho debía dar lugar a multitud de reclamaciones, unas para eludir su pago, y otras exigiendo devolución de las mayores cantidades que se hubieran satisfecho.

Por ley de 8 de febrero de 1861 se suprimen las hipotecas generales y tácitas; se crea una oficina de registro de la propiedad en cada partido judicial, a cargo de un letrado, con ciertas garantías de inmovilidad; se fijan reglas y condiciones para el registro, y todo este ramo queda a cargo de una dirección especial bajo la inmediata dependencia del ministerio de Gracia y Justicia. El impuesto queda excluido de esta ley.

Por último, cabe referirse a las modificaciones introducidas en otro tipo de rentas y monopolios.

1. Rentas de tabacos.

2. Rentas de aduanas.

3. Renta de loterías.

4. Renta del papel sellado.

Se puede afirmar que el sistema de 1845 funcionó a pesar de la insuficiencia recaudatoria y de la desigualdad del reparto de la carga, basta recordar que el sistema pervivió durante cien años, sin perjuicio de las modificaciones que posteriormente se hicieran, y por otra parte, los ingresos del Estado se triplicaron en tal sólo cuarenta años. La imposición indirecta recaía fundamentalmente sobre las aduanas exteriores y sobre los consumos necesarios, y no sobre los factores de producción. No se gravaba el ahorro de los contribuyentes que presentaran una mayor propensión al ahorro, ya que el sistema fiscal decimonónico no podía instaurar mecanismos para asegurar que el ahorro se reinvirtiese.(75)

La fiscalidad implantada por esta Reforma tenía un corte menos radical que la acometida por los liberales entre 1813 y 1821 aunque con unos fundamentos más sólidos. Fue aceptado el cuadro tributario hasta por los ministros progresistas, que acabaron admitiendo la abolición de la Contribución de consumos, aunque teóricamente se oponían a ellas, al igual que a los monopolios, en la práctica los conservaron.

El motivo confesado, para que los tributos liberales siguieran recaudándose, con procedimientos absolutistas, fue la insuficiencia de las estadísticas a disposición del Ministerio de Hacienda, pues no permitían la recaudación de acuerdo a lo establecido en sus leyes. Aunque en la realidad lo que sucedía era que los moderados no estaban dispuestos ni a hacer un catastro ni a crear unos cuerpos de inspectores que permitieran a la Hacienda gestionar adecuadamente las contribuciones y estimar directamente las bases tributarias. En esta situación se favoreció la ocultación de la riqueza, los rendimientos, así como el reparto arbitrario de los impuestos.

A la reforma material de los impuestos acompañó la reforma de la Administración de la Hacienda Pública. Según Albiñana (1976) su artífice fue don Ramón de Santillán. En su Memoria histórica relata: “A la reforma general de los impuestos debía acompañar la de su administración y contabilidad, y a satisfacer esta necesidad, sobradamente justificada, hubo de acudirse simultáneamente para prevenir los embarazos de más de un género que no podía dejar de ofrecer la ejecución de una obra que, no sin motivo, preocupaba y hasta acobardaba a las personas más entendidas de nuestra Administración.”(76)

A juicio del autor citado, desde la implantación de nuestro sistema tributario quedó planteada la necesidad de que la Administración de la Hacienda Pública estuviera a la altura de su gestión técnica y generalizada. La reforma de 1845 no adquiriría vigencia en la “realidad social” hasta que las medidas de don Juan Bravo Murillo –“el último funcionario del despotismo ilustrado”– y con hombres como Fermín Arteta en la gobernación del país, prestaron apoyo indispensable.

Esta época se caracterizó por la importancia de las contribuciones sobre consumos, que se recaudaban básicamente en la España urbana y pesaban más duramente sobre los humildes, se encarga de puntualizar Fontana (1980), justificando tal afirmación sobre la siguiente base. Recargaban productos como el vino y los licores, el aceite de oliva, las carnes, el jabón, la cerveza, la sidra y el chacolí y en contrapartida la riqueza comercial e industrial logró eludir su parte, según Flores de Lemus reconoció un siglo después al afirmar que las tarifas habían “quedado petrificadas al desenvolvimiento de la producción capitalista.”

La reforma no se limitó a la modificación de los tributos existentes y a la implantación de otros nuevos sino que estuvo también presente en la mente de los reformadores la ordenación de la administración y la contabilidad del Estado, cometido que se llevó a cabo alrededor de 1850. En esta fecha se fijaron las relaciones de la Hacienda con el Parlamento, lo que condujo a modificaciones nada desdeñables, en lo que a principios presupuestarios se refiere. En concreto, se establecieron normas técnico-financieras sobre presupuestos, obligando a darle publicidad para que estuviera dotado de plena validez. La centralización de los fondos públicos en el Estado, así como el principio de unidad de caja y universalidad fueron los cambios más relevantes acometidos en el presupuesto por la Reforma.(77) Asistimos a la reavivación de los principios presupuestarios clásicos.

La reforma presentaba una importante deficiencia que según F. Comín (1996) radicaba en la exclusión de las rentas del trabajo y del capital. Además, la distribución de la carga tributaria se llevó a cabo de manera poco equitativa pues era la agricultura el sector que soportaba la mayor parte, falta de equidad que se puso de manifiesto no sólo entre sectores sino que también se dio entre contribuyentes, debiéndose fundamentalmente a la falta de base estadística y a la insuficiente gestión administrativa. Simón Segura (1996) agrega a estas deficiencias el que gran parte de los tributos estuvieran gestionados por los Ayuntamientos y éstos se dejaran influir por los “influyentes”.

A pesar de la importante renovación del sistema fiscal acometida por la reforma los ingresos continuaron siendo insuficientes para satisfacer los crecientes gastos, pues éstos crecieron muy por encima de aquellos. La razón radicó en las nuevas actividades que debía acometer el sector público, ya que el Estado liberal tuvo que hacerse cargo de nuevos cometidos tales como; Administración de Justicia, Policía, Clero..., sin contar la intensa actividad bélica en la que se vio inmerso hasta 1840.

En lo que a comercio exterior se refiere, a lo largo de 1849 se presentó y aprobó un nuevo proyecto de reforma de aranceles, estuvo vigente durante veinte años, aunque las modificaciones que hubo de sufrir, no tardaron en llegar, pues tras año y medio de vigencia ya se habían introducido 130 modificaciones. En febrero Alajandro Mon indicó la necesidad de reformar la situación arancelaria vigente y se aprobó la Real Orden en el mes de octubre por la que se establecía un arancel en el que se disminuía la protección, manteniéndose sólo la protección para catorce artículos, cuya importación se prohibía. Los artículos sobre los que la limitación se había levantado, en su mayor parte, quedaban gravados, en algunos casos hasta en un cincuenta por ciento.

Se constituye en 1849 el Cuerpo de Aranceles, que posteriormente fue el Pericial de Aduanas y más tarde el Técnico de Aduanas. Era la época en la que la ideología librecambista imperaba en Europa, cabe citar como ejemplo la firma del Tratado de Cobden-Chevalier(78) en 1860 entre Francia y Gran Bretaña, de forma que las ideas innovadoras estaban de la mano del librecambio. Los librecambistas españoles habían constituido la Asociación para la reforma de Aranceles, y afirmaban que el proteccionismo lo pagaba toda España mientras sólo se beneficiaban unos pocos(79) . Por su parte, los proteccionistas catalanes se concentraron con los metalúrgicos vascos y los cerealistas castellanos, y trataban de demostrar que la contribución total que Cataluña prestaba a los gastos del Estado excedía en mucho los servicios y las inversiones que percibía en su territorio. El triunfo final del arancel librecambista no se dio definitivamente hasta la aprobación del arancel de 1869.

3. Intentos de implantar el impuesto sobre la renta

Los avances en esta época en lo que a imposición sobre la renta se refiere son más bien escasos. En concreto, para Comín (1999) en la Reforma de 1845 no se fiscalizó el ahorro de los grupos con mayor propensión al mismo, y los procesos capitalistas de producción quedaban eximidos, con un saludable efecto sobre los costes. El problema radicaba en que aquel sistema fiscal decimonónico no podía instaurar mecanismos para asegurar que ese ahorro se invirtiese efectivamente; los liberales suponían que la iniciativa privada invertiría automáticamente todos los fondos prestables, según la famosa ley de Say.

A juicio de otro autor Albiñana (1976) para juzgar el sistema tributario de 1845 hay que tener en cuenta, de un lado, la estructura socioeconómica española de la época y, de otro, la importante modificación que suponía su implantación respecto de los gravámenes existentes con todas sus peculiaridades regionales. En este último sentido basta considerar las vicisitudes de la llamada Contribución de Inquilinato, en cuanto son bien expresivas del rechazo de las clases sociales directivas a toda reforma transcendental de la situación tributaria de partida. Hay que citar como ejemplo el Decreto de 3 de septiembre de 1847 que suprimió por completo el “derecho proporcional” consistente en gravar al 10 por 100 el alquiler de los edificios o tiendas, almacenes, fábricas, ... incluida la casa-habitación del contribuyente. A juicio de los profesores Sardá Dexeus y Beltrán Flórez la contribución de Inquilinatos “hubiera podido ser el núcleo central para desenvolver el impuesto sobre la renta”. Este gravamen rendía “culto al precepto constitucional de que los ciudadanos deben contribuir al sostenimiento de las cargas públicas, en proporción a sus haberes.”(80)

Tras el frustrado intento de 1846, con la contribución de inquilinatos, en el camino del establecimiento de una imposición sobre la renta nada relevante se encuentra hasta 1854, fecha en la que aparece un tímido precedente de lo que posteriormente se configuraría como un tributo que recayera sobre la renta, el impuesto sobre cédulas personales de 1874. Las cédulas de vecindad fueron instituidas en febrero de 1854 y cuya adquisición era obligatoria.(81)

Pueden citarse como antecedentes inmediatos del impuesto de cédulas personales las cédulas de vecindad y las de empadronamiento.

Respecto a las primeras, fueron creadas por el Real Decreto de 15 de febrero de 1854 y que vino a sustituir a los pasaportes y pases necesarios para circular por el interior del país. Las cédulas eran obligatorias, pero según Martín Niño (1972) lo reducido de su precio, un real, el hecho de existir una única clase, sin graduación en función de la renta o cualquier otra circunstancia de los sujetos –únicamente eran gratuitas para los pobres y los braceros–, y el que la autoridad gubernativa la concedía o no, y podía a veces retirarla, son características claras de su función de documento de policía. Eran, pues, las cédulas una figura mixta de impuesto de capitación y documento de identificación personal. Y la forma en que se realizaba la exacción del tributo, mediante efectos timbrados especiales, viene a confirmar este carácter híbrido.

En cuanto a su rendimiento tributario, la sustitución de los pasaportes por cédulas de identidad no se tradujo en variaciones apreciables para el Tesoro. Significó, en todo caso, una pequeña disminución de los ingresos conseguidos por este concepto(82).

IV. CONCLUSIONES

En las páginas anteriores se han analizado los precedentes más remotos de la imposición sobre la renta en el sentido actual. Sin perjuicio de que Manuel Andrade a comienzos del siglo XVII pretendió establecer una contribución sobre los vecinos en razón de sus haberes, este tributo careció de continuidad en el tiempo, por lo que no es muy correcto situar los orígenes de la imposición sobre la renta en 1629.

Es el 28 de agosto de 1809 el momento clave para situar el nacimiento de la contribución, cuando la Junta Superior del Principado de Cataluña dicta la Orden por la que se establece una contribución que puede definirse como el germen de la imposición sobre la renta.

En una época en la que las Haciendas Locales tenían un papel preponderante, lo que probablemente dificultó el establecimiento de un impuesto personal que requería una articulación desde la Hacienda Central, tras la regulación de la Junta Superior del Principado de Cataluña, fue la Junta Superior Central la que creó la Contribución Extraordinaria de Guerra el 12 de enero de 1810. Esta contribución, aunque se gestó como un recurso con qué financiar los gastos crecientes del momento, puede definirse como el precedente remoto de la actual imposición sobre la renta. Sin embargo, las dificultades, tanto de tipo social como administrativo o técnico, imposibilitaron el establecimiento definitivo de un tributo que racionalizara el sistema fiscal de la época y hubiera situado a España al mismo nivel que Gran Bretaña, que ya había implantado su income tax.

Un segundo intento se inicia en 1817. Se sustituyen las rentas provinciales por un Derechos de puertas, similar al impuesto francés, de recaudación proporcional a la riqueza de los ciudadanos. Aplicable en todas las poblaciones excepto en las capitales de provincia. Con este nuevo tributo se está ante la consolidación de la imposición de producto.

Hay que citar, por su importancia el intento de Fernández Gamboa entre 1840 y 1843 de establecer el reparto de la carga fiscal en función de la riqueza inmobiliaria. Se pretende de esta forma personalizar de alguna manera la imposición, distribuyéndola en atención a una cierta capacidad económica de los ciudadanos.

Siguiendo en orden cronológico se llega a la reforma más importante del siglo XIX, Alejandro Mon y Ramón Santillán son los artífices. Ahora bien, desde la óptica de la imposición personal sobre la renta hay que decir que los avances son escasos o más bien, nulos.

Continúa gravándose la riqueza sobre la base de signos externos. Se aprecia un retraso considerable en la elaboración de un catastro y además no se constituye un cuerpo de inspectores que permita estimar directamente las bases tributarias, lo que conduce a la ocultación de la riqueza, de los rendimientos y a un reparto arbitrario de la carga fiscal.

La imposición directa del 1845 se basa en los siguientes impuestos:

a) La Contribución sobre inmuebles, cultivo y ganadería, que se exacciona según el sistema de cupo. Se fija una cantidad global a recaudar y se distribuye entre las provincias.

b) El subsidio de industria y comercio, ya establecido en el sistema de Ballesteros en 1828 que se dividía en; un derecho fijo y un derecho proporcional, suprimido en 1846.

c) La contribución sobre inquilinatos, suprimida en 1846, en virtud del Real Decreto de 27 de marzo de ese año.

Se dejó de lado el gravamen de los rendimientos del trabajo y del capital, y el sistema manifiesta una evidente falta de equidad, pues la mayor parte de la carga fiscal la soporta la agricultura y además hay una importante carencia de base estadística que sirva para la racionalización de la distribución de la presión fiscal.

En 1854 se crea un precedente del impuesto de cédulas personales establecido en 1874, que supone un híbrido entre un impuesto de capitación y un documento de identificación personal. Este tributo sí es un importante referente en los antecedentes de la imposición sobre la renta por suponer un nexo de unión entre la fiscalidad de mitad de siglo y 1874, momento crucial para el impuesto de cédulas personales.

V. BIBLIOGRAFÍA

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Richard Herr. “El significado de la desamortización en España”. Moneda y Crédito, nº 131. 1974. Madrid.

VI. ANEXOS

REAL DECRETO DE 12 DE ENERO DE 1810.(83)

La gloriosa resolución que la Nación ha emprendido con el mas ardiente entusiasmo de oponerse a la opresión y a la esclavitud con que nos ha obligado a costosos sacrificios: nuestra lealtad nos lo ha dictado, y nada nos ha detenido para realizarlos. Los Españoles de todos los órdenes, gerarquias del Estado han hecho esfuerzos que en otros pueblos pasarán por increibles, y que la posteridad quiza oira con desconfianza; pero ellos han sido muy ciertos, y como causa de que han nacido subsiste todavía por nuestra desgracia, y no solo subsiste tambien, sino que cada día recibe aumento nuestro justo deseo de exterminar a nuestros opresores, no duda la Suprema Junta Central y Gubernativa del Reyno que se repitan y multipliquen los rasgos y demostraciones de un acendrado patriotismo: se los promete sobre todo de las clases acomodadas de la sociedad que son las mas interesadas en los felices y prosperos sucesos de una lucha de que depende el que lo salven o lo pierdan todo. Se lisongea la Suprema Junta de que convencidos, como no puede ser menos de estarlo, que las cosas arduas y extraordinarias requieren extraordinarios esfuerzos, no esperan para prodigar sus auxilios sino que la voz de la patria les indique adonde y como han de acudir con ellos. Eso en el dia los necesita, y sin embargo de que la Suprema Junta encargada de la sublime empresa de salvarla, ha recurrido a otros varios arbitrios para reunir fondos con que atender a los crecidos gastos de los numerosos exércitos que se han formado, y cuya fuerza se aumenta cada día, se ve aun en la estrecha necesidad de acudir a las clases acomodadas y exigir que contribuyan a esta primera necesidad de un pueblo que se ve invadido, y quiere ser libre. En consecuencia ha resuelto en el Real nombre del Sr. D. Fernando VII, que por via de contribución extraordinaria de guerra e interin duren las apuradas circunstancias en que se halla el Real Erario, todos los vecinos y habitantes de estos Reynos paguen un tanto proporcionado a sus fortunas y caudales, eximiéndose solo de este impuesto los que sean absolutamente pobres o meros jornaleros, y los que no tienen otros bienes que los sueldos de los empleados civiles o militares, por quanto estos están sujetos a rebaja establecida por Real Decreto de primero del corriente mes y a fin de que su imposición y recaudación se verifique con brevedad que exige la salvación de la patria, se ha servido la Suprema Junta aprobar las reglas que se establecen en la Instrucción que acompaña a este Real Decreto que quiere se lleven a efecto en todas sus partes. Tendreislo entendido, y comunicareis las ordenes oportunas a su cumplimiento, en inteligencia de que con esta misma fecha lo traslado al Consejo para la expedición de la Cédula correspondiente.

NOTAS:

(1). Si bien es cierto que después de casi cien años, y habiendo echado por tierra dos intentos serios de personalización del impuesto como fueron el de Figuerola en 1869 y la pretensión de Calvo Sotelo en 1926, que de nuevo fue taponada.

(2). Con la intención de situar la escena de los primeros años de siglo, comencemos con el análisis de la problemática de financiación de la monarquía española de los últimos años del siglo XVIII, la cual se vio mezclada en una serie de guerras costosísimas contra Inglaterra (1762-63, finaliza con la Paz de París, por la que Francia cede a Gran Bretaña, Cabo Bretón y Senegambia, y España entrega la Florida. A su vez Francia cede a España la Luisiana, como compensación) y contra Francia (1793-1795, finaliza con la Paz de Basilea) que condujeron a un desequilibrio entre sus gastos e ingresos ordinarios, que se prolongó hasta bien entrado la centuria pasada.

(3). Comín (1989) plantea como problemas fundamentales a la hora de determinar la cuantía del déficit dos fundamentales:

– De un lado, la inexistencia de una unidad presupuestaria ni de caja, de tal manera que pueden quedar fuera ingresos y gastos que escapaban a la intervención de la Tesorería General. En concreto J. del Moral, en sus cálculos no toma en consideración el presupuesto de Culto y clero, que era ajeno al presupuesto del Estado.

– Respecto a la segunda cuestión, es que antes de 1850 es difícil deslindar los ingresos ordinarios de los extraordinarios, cuando éstos últimos eran los que endeudaban al Estado.

(4). Fontana (1980.)

(5). Dos problemas económicos relativamente graves son destacables en este momento. Por una parte, la falta de grano acaecida entre 1788 y 1789, que contribuyó a las revueltas producidas entre el pueblo francés y a los motines de Barcelona. En otro orden, en 1790 la amenaza de la guerra contra Inglaterra perjudicó el comercio español.

Pero salvando estos dos contratiempos la situación económica española era favorable, de manera que cuando comenzó la guerra contra Francia las arcas estatales estaban en bonanza, aunque ello no obstó para que sufrieran resentimiento. Herr (1974).

(6). Comín (1989) en él se cita Artola (1982, 459) donde se justifica que en el caso de los funcionarios acreedores de la Hacienda Pública no pudieran presionar para cobrar intereses por los atrasos, y sin embargo, los prestamistas y proveedores síi presionaron para forzar tal reconocimiento. Prosigue afirmando que, el reconocimiento de los atrasos por suministros y negocios con el Estado desde los años de la Guerra de la Independencia fue lento y conflictivo, como lo muestra la interpelación de que fue objeto J. Bravo Murillo por el ajuste de cuentas, realizado por R.O. de 24 de octubre de 1851.

(7). La Real Cédula de 17 de julio de 1799 adoptó, entre otras las siguientes medidas:

Curso forzoso a los vales, suprimiendo las limitaciones impuestas a su creación en el año 1780.

Que se utilizaran sobre una base de quebranto del seis por ciento.

A través de esta última medida se reconocía la depreciación que había sufrido ya que no se contabilizaba el 100 por 100 de su valor sino que de él se deducía el 6 por ciento.

Fuente: Simón Segura, F. (1996).

(8). Las nuevas generaciones de ingresos eran un problema con difícil solución y para resolverlo se empleó una nueva técnica que posteriormente se repetiría en el tiempo, la confiscación de determinado tipo de bienes. La primera desamortización se había producido a comienzos de 1798, con decretos de Carlos IV y afectó a los bienes pertenecientes a casas de beneficencia, hermandades, obras pías y patronatos de legos. Como nota anecdótica, decir que cuando Napoleón secuestró a Fernando VII ya se había enajenado una sexta parte de la propiedad de la Iglesia. Cayetano Soler, que era el ministro encargado de acometer tal confiscación, pretendía solucionar la situación de las arcas estatales, objetivo que no se consiguió con los planteamientos propuestos. Richard Herr (1974) afirma que se vendió la sexta parte del patrimonio de la Iglesia, perteneciendo la mayor parte a las provincias andaluzas de Sevilla, Córdoba y Jaén. Fue en 1808 cuando la Junta Central mandó suspender las ventas a pesar de que las dificultades de la Hacienda Pública se estaban perpetuando. El objetivo prioritario no era sólo obtener nuevas formas de financiación, sino que los recursos por ella generados fueran suficientes para amortizar los vales. Así las cosas, se procedió a la primera desamortización de bienes eclesiásticos (desamortización de Godoy), que contó con el beneplácito del Vaticano, ya que en teoría, el Estado se comprometía a satisfacer un interés anual por los bienes que se enajenaran, que fuera equivalente a los rendimientos que estos bienes produjeran.

El procedimiento fue el siguiente; el Estado se incautaba de una serie de propiedades en determinadas manos, “manos muertas”, las cuales no eran más que instituciones o colectivos que a pesar de ser titulares de estos bienes no podían venderlos. Una vez incautados, pasaban a ser bienes nacionales y se procedía a su venta a particulares, y al ser adquiridos se convertían en bienes libres.

El instrumento elegido parecía que iba a constituir la panacea que solucionara los gravísimos problemas financieros, pero la realidad fue otra, como se verá en el análisis posterior de cada una de las desamortizaciones acometidos. Los recursos obtenidos por la venta de bienes desamortizados se elevaron por encima de los mil seiscientos millones de reales, según afirma Fontana (1980), y, sin embargo no sólo no fueron destinados a la amortización de los títulos de deuda que habían generado el desequilibrio, sino que se emplearon en cubrir el déficit de presupuesto, de tal manera que la deuda no disminuyó sino que se vio incrementada notablemente, hasta tal extremo que provocó la caída de Godoy, e indirectamente el destronamiento de Carlos IV, sin perjuicio de que la causa última del fin de la dictadura de Godoy estuviera en el Motín de Aranjuez (17 de marzo de 1808), de inspiración fernandista, según Kinder y Hilgemann (1990).

(9). Fontana, J. (1980).

(10). Refiriéndose a la veracidad de las cifras presupuestarias de la época Comín (1989) comenta lo siguiente: Hay que observar que, aunque los gastos financieros no se recojan en las cuentas de la Tesorería general (y, por tanto, el déficit del Estado quede infravalorado), la existencia de la Caja de Amortización tuvo que influir en el acrecentamiento del déficit estimado, puesto que los recursos ordinarios de ésta se detraían del Presupuestos de ingresos de la Hacienda. Fontana (1980 argumenta estas consideraciones mucho más detalladamente, sosteniemdo que aun contando con las deficiencias de las cuentas públicas la idea de que las entradas normales no bastan para cubrir los gastos ordinarios era universalmente admitida y debía responder a la realidad (Fontana, 1974).

(11). Comín (1989).

(12). Las razones de este retraso son sintetizadas por Comín en las siguientes:

El tránsito de un sistema impositivo de producto a una forma de tributación personal, en todos los sistemas latinos ha sido una tarea difícil de llevar a cabo y por esto ha sido necesario mucho tiempo para acometer la reforma definitiva. Las razones que aduce Comín para que se dieran estas circunstancias en los sistemas fiscales latinos son las siguientes:

Los ministros de Hacienda de los países latinos, para evitar desgaste político, se limitaban a cambios parciales, sin acometer reformas globales, de forma que los contribuyentes no opusieran una fuerte resistencia. Los crecientes recursos se obtenían sin apenas oposición de los ciudadanos a través de la imposición indirecta y la tributación sobre el producto.

La administración fiscal tampoco facilitaba las cosas. Organizada en compartimentos estancos que gestionaban independientemente cada tributo, estaba constituida por cuerpos de gestión especial y se negaban a perder sus privilegios.

La impopularidad del impuesto sobre la renta y el desconocimiento del mismo por parte de la población, junto a la resistencia ofrecida por los regímenes autoritarios de los países del sur de Europa, contribuyeron al retraso en el cambio fiscal. Los grupos políticos, tampoco favorecían el cambio, ni los partidos de izquierda apoyaban la implantación de esta nueva forma de imposición, ni mucho menos la derecha social y política, cuyos votantes eran los que iban a soportar efectivamente la carga económica del nuevo impuesto.

Fue complicado también el tránsito de impuestos cedulares a un impuesto sintético sobre la renta.Comín (1996).

(13). De Economía. (1955).

(14). Disponible en el anexo legislativo el testo íntegro del Real Decreto de 12 de enero.

(15). Según dice Peña Álvarez (1992) el primer antecedente remoto del tratamiento de la familia como unidad es la contribución extraordinaria de Guerra, dictad por la Junta Suprema Central en la fecha citada. Se trata de un proyecto que tiene su justificación en las especiales circunstancias bálicas de la época en la que nuestro país estaba empeñado en la Guerra de la Independencia. Responde, por tanto, de una forma clara a la Ley de Wagner en la formulación efectuada por Peacock-Wiseman al encontrarnos ante un motivo para que se produzca el “efecto desplazamiento” según el cual “los individuos aceptarán en un período de crisis niveles impositivos y procedimientos de recaudación que en tiempos más normales hubieran encontrado intolerables”.

Álvarez Renduelles, J.R. en Peña (1992) Destaca el hecho de que este impuesto constituye un auténtico gravamen progresivo sobre la renta que graduaba la cuantía del impuesto en finción de una “progresividad por tramos.”

(16). Fontana. (1980).

(17). Real Decreto de 12 de enero.

(18). El Decreto de 1 de abril de 1811, fue ratificado por el Decreto de 3 de septiembre de 1812, en el que se verificaba el establecimiento de la contribución extraordinaria. En él se describe cual debía ser el modo de proceder de cada uno de los sujetos del gravamen en los que a sus obligaciones con la Hacienda se refiere. Si existiera alguna duda sobre si el objeto de gravamen lo constituía la renta o el capital, como han querido hacer ver algunos autores, el artículo XX deja al margen cualquier tipo de objeción al pronunciarse en los siguientes términos: “Cada seis meses contados desde la fecha en que con arreglo al artículo XVII debe exigirse esta contribución, los contribuyentes que adquieran mayores rentas ó utilidades ó se hallen privados de parte de las que manifestaron para el anterior reparto, presentarán á sus Ayuntamientos nuevas relaciones, firmadas también por duplicado, para que se les asigne la cuota correspondiente. De estas variaciones se dará aviso puntual al Intendente, y se pondrán en noticia del público”.

(19). Fontana (1980).

(20). Se pronunciaba en los siguientes términos:

“Las Cortes generales y extraordinarias, en vista de lo representado por la Junta Superior de Murcia, sobre que habiendo circulado orden para que se aplicase la mitad de los diezmos pertenecientes a partícipes eclesiásticos, a cubrir de las grandes atenciones del tercer ejército, y en ocasión de estarse cobrando la contribución extraordinaria, habían recurrido a ella los curas párrocos de aquella capital pidiendo se excluyese sus rentas decimales de dicha contribución; y de lo expuesto por V.S. en el asunto de orden el Consejo de regencia con fecha de 7 de este mes, han resuelto: que si la pretensión de los curas se dirige a que se les exima de contribuir con la mitad de los diezmos es justa la gestión; mas si se extiende a que todos sus diezmos estén exentos de la Contribución Extraordinaria de Guerra, aun con la escala de proporción para el arreglo de cuotas, se desestime, porque están a alla sujetos todos y cualesquiera bienes y rentas de la contribución que fuesen.”

(21). Comín. (1996).

(22). De Economía (1955). En la pg. 24 se acompaña la tabla en la que aparece la correspondencia entre las rentas y las contribuciones anuales.

(23). Comín (1996).

(24). Durante este primer período absolutista se produce la deportación y encarcelamiento masivo de políticos liberales. Se sustituye el Ministerio por las Secretarías dependientes directamente del rey, del Consejo Real y de la Cámara de Castilla. Se reinstaura la Inquisición y se suprimen el Consejo de Estado y el Tribunal Supremo. Se cierran Universidades, teatros y numerosos periódicos y se permite el regreso de los jesuitas. El 1 de enero de 1820 el Coronel Quiroga se alza en Alcalá de los Gazules y el comandante Rafael del Riego proclama en Cabezas de San Juan, al frente de las tropas destinadas a combatir en América, la Constitución de 1812. El 9 de marzo de ese mismo año Fernando VII jura la Constitución y comienza el Trienio Constitucional (1820-1823).

Kinder y Hilgemann (1988).

(25). Comín. (1996).

(26). Durante esta etapa se procedió a la creación de una Junta Consultiva. Retornaron los exilados políticos y proliferaron los “clubs políticos”y las “sociedades patrióticas” liberales y absolutistas. Se desarrolló la actividad de las sociedades masónicas. El primer Ministerio Constitucional, con Argüelles en Gobernación, se extiende de marzo de 1820 a abril de 1821, siendo Bardají el que defiende el segundo de abril a diciembre de ese mismo año. El tercero abarca de febrero a agosto de 1822, con Martínez de la Rosa a la cabeza. Siendo relevante en este período la aprobación del Código Penal el 8 de junio. El cuarto ministerio, con Evaristo San Miguel en la cabeza, transcurre tras la sublevación de la Guardia Real, abortada por el general Ballesteros. El 15 de agosto los absolutistas constituyen una Regencia en la Seo de Urgel, solicitan ayuda a Metternich y la Santa Alianza, reunida en Verona acuerda intervenir a favor de Fernando VII con 100 mil soldados. El 7 de abril de 1823 los “Cien mil hijos de San Luis”, bajo el mando del duque de Angulema, invaden España, el mismo día las Cortes trasladan el rey a Sevilla y en junio suspenden las funciones del monarca. El 1 de octubre el rey es liberado por Angulema y recobra el poder absoluto, es el comienzo del segundo período absolutista, que se extendería de 1823 a 1833.

Kinder y Hilgemann.(1988).

(27). Comín (1999) recoge como rasgos básicos de los principios liberales de la economía clásica y la sociedad burguesa los siguientes:

El de legalidad que obligaba a que el presupuesto de ingresos y gastos del Estado fuese aprobado anualmente por las Cortes a propuesta del Gobierno.

El principìo de capacidad de pago establecía que todos los ciudadanos habían de contribuir a financiar el Estado en proporción a sus haberes o ingresos.

El principio de generalidad decía que nadie quedaría exento de la tributación y que los impuestos serían los mismos para las personas y los territorios.

El de suficiencia obligaba a que el presupuesto se liquidase con equilibrio entre ingresos y gastos,

El principio de coherencia y simplificación de los impuestos propugnaba que los tributos debían ser pocos y que había que evitar dobles imposiciones.

Esto contrasta con la ausencia de normas en la Hacienda absolutista, porque allí no podía establecerse ningún control sobre el monarca.

(28). Comín (1996).

(29). Simón (1996).

(30). Herr. (1974).

(31). Herr. (1974).

(32). Por obra de Juan Álvarez Mendizábal (1790 Cádiz-1853 Madrid), nombrado ministro de Hacienda mientras permanecía exilado en Londres por haber participado en el Levantamiento de Riego en Cabezas de San Juan. Llega a España en plena guerra carlista y se encuentra con la caótica situación de la hacienda española. Por Real Orden de 8 de marzo de 1836, siendo Mendizábal presidente del Consejo, se aplicaron a la extinción de la deuda pública las propiedades de monasterios y conventos masculinos (cuyas órdenes habían sido suprimidas, salvo pocas excepciones, el año anterior). El 29 de julio de 1837 se hizo lo mismo con las propiedades de las órdenes femeninas y del clero secular. Los bienes de la órdenes se pusieron en venta inmediatamente; los del clero secular, sólo en 1841.

Fuente: Herr, R. (1974).

(33). Se estaba inmerso en plena primera guerra carlista (1832-39), que había comenzado con el levantamiento de Talavera el 2 de octubre de 1832 y se extiende acaudillado por Tomás de Zumalacárregui al país vasco-navarro, Rioja y el Maestrazgo. Durante el primer período no logran apoderarse de ninguna ciudad importante, pese a las victorias de Artazu, Guernica y Lavrainzar. El segundo período se inicia cuando el general Baldomero Espartero asume el mando del ejército cristino y levanta el segundo asedio de Bilbao. Sigue la guerra indecisa, pese a las victorias carlistas en el Maestrazgo. Se inicia el tercer período cuando los carlistas se escinden en “moderados” (transaccionistas) y “apostólicos” (extremistas). Los últimos se hacen con el poder, pero tras los desórdenes de Estella, Carlos (V) entrega la dirección al moderado Maroto. El 31 de agosto de 1839 Espartero y Maroto sellan la paz con el acuerdo de Vergara. Sólo subsiste el foco de resistencia de Cataluña, dirigido por Ramón Cabrera, dominado en julio de 1840.

Respecto a la segunda guerra carlista se inicia en 1847, tras el fracaso de un nuevo proyecto de boda del conde Montemolin (primogénito de Carlos) con Isabel II, cuando se producen sublevaciones campesinas en Cataluña (los matiners) a los que Cabrera organiza en guerrillas. Es en abril de 1849 cuando la amnistía de la reina pone fin a la guerra y Cabrera huye a Francia, aunque subsisten focos insurreccionales, finalmente dominados. En abril de 1860 se produce el pronunciamiento carlista de San Carlos de la Rápita dirigido por el general Ortega. Es hecho prisionero Montemolín, que renuncia a sus derechos pero al llegar a Francia se retracta. Finalmente Ortega es fusilado.

Para concluir se pueden enunciar las siguientes consecuencias de estas dos guerras carlistas: a) Cuestan unos 300 mil muertos y grandes sumas de dinero. b) No deciden el endémico enfrentamiento entre absolutistas y liberales. c) La política pasa a manos de los espadones (caudillos militares) que configurarían toda la política del período.

Fuente: Kinder, y Hilgemann, (1990)

(34). Simón (1996).

(35). En Simón (1996).

(36). Las consecuencias sociales de la desamortización se resumen en cuatro puntos.

1º. Cambio de propietarios. Los compradores responden al mismo perfil. Los vecinos del lugar compran pocas parcelas y éstas son de pequeñas dimensiones, los labradores medianos y grandes responden a la oferta con compras limitadas, y las mayores fincas y también las mayores adquisiciones individuales corresponden a capitalistas de ciudades hasta alcanzar el máximo en la Corte.

2º. La única inversión es la que se hace en la compra y a partir de aquí se reproduce el régimen anterior. Las relaciones sociales de producción no experimentan cambios significativos. Los terratenientes, considerando como tales a los que tenían más tierra de la que podían explotar directamente, continuaron con la costumbre de arrendar las fincas a labradores locales. La libertad de los contratos permite la cancelación de los compromisos no escritos, que se generalizan.

3º. Las relaciones laborales entre labradores y jornaleros, hasta entonces sometidas a la tasa local, resultaron liberalizadas, como consecuencia del fin de la intervención pública en la economía.

4º. El cambio de régimen a la llegada de los moderados al poder fue seguido de la suspensión de las ventas (el 8 de marzo de 1844) y de la devolución de los bienes del clero secular que quedaban por enajenar (el 3 de abril de 1845), en tanto que los que fueran de los regulares fueron administrados por el Gobierno, que enajenó los edificios ruinosos y los montes. El concordato de 1851 devolvió además los otros bienes patrimoniales de los regulares y religiosos, la Iglesia asumió que fuesen también vendidos y la colocación del dinero que se obtuviese en inscripciones intransferibles de la deuda interior al 3%. Esto significa una pequeña parte, alrededor de un quinto, de la totalidad del patrimonio eclesiástico, que se evaluaba en torno a los mil millones de reales. Una tercera parte de aquellos bienes se vendió en los años sucesivos.

Fuente: Artola (1999).

(37). omín. (1996).

(38). Comín (1996).

(39). A juicio de Comín (1999) las reformas tributarias se atuvieron a los mandatos constitucionales (legalidad, generalidad, capacidad de pago, suficiencia, coherencia y simplificación) pero las prácticas fiscales durante el siglo XIX se alejaron mucho de esa normativa fiscal;

– Así la generalidad de la tributación no alcanzó a todos los territorios ya que las provincias exentas del Antiguo Régimen (País Vasco) siguieron siéndolo, conservaron su autonomía fiscal y acabaron tributando a los gastos generales a través de los cupos negociados en los conciertos. Canarias también consiguió su régimen especial de tributación desde 1852.

- La proporcionalidad del esfuerzo fiscal de los contribuyentes tampoco se cumplió, ya que la recaudación de los tributos estuvo muy sesgada a favor de quienes tenían la riqueza y el poder político, La Hacienda no puso los medios materiales y personales para que la gestión de los tributos se realizase como señalaban las leyes; consecuentemente el reparto de los tributos no fue proporcional a los haberes de los ciudadanos sino, al contrario, inversamente proporcional a la riqueza del contribuyente. La Hacienda renunció a gestionar directamente los tributos principales, dejando la recaudación en manos de los ayuntamientos, los gremios e, incluso, arrendando la recaudación de los tributos a particulares. Esto dejaba en manos de los caciques locales el reparto de las contribuciones principales (Inmuebles y Consumos) y en manos de los propios industriales la Contribución Industrial. La dejación por parte de la Hacienda liberal de la recaudación implicó la ruptura de la equidad y del principio de suficiencia, solemnemente proclamados en las constituciones.

(40). Como ya se dijo antes, la veracidad de los datos aportados no es muy fiable, y existen notable divergencias en lo que aceptación de los mismos se refiere, así el análisis de este período y de este tipo de rentas, según Pinilla, arroja conclusiones un tanto divergentes; Este autor refleja la importancia de las rentas Provinciales y Estancadas, y en concreto estima que sigue siendo de tanta envergadura como antes de la Guerra de la Independencia. Estas dos secciones suponían entre 1814 y 1818 el 10 por ciento de los ingresos ordinarios, que coinciden con los ingresos totales por no recogerse los extraordinarios.

(41). Comín (1989).

(42). Simón (1996).

(43). En concreto, en el presupuesto de 1830 las rentas Estancadas suponían el 36 por ciento y las Provinciales el 20.

Fuente: Comín (1989), siguiendo las cifras de López Ballesteros.

(44). Fontana (1980).

(45). Así, cabe referirse a las palabras de Comín (1989), que justifica la situación de las arcas públicas de la época, y a la evolución de los ingresos públicos, en los siguientes términos; (...) tuvo que influir el pragmatismo de unos ministros de Hacienda y unos legisladores que estaban dispuestos a renunciar a sus principios impositivos con tal de rellenar las arcas de la Hacienda

(46). El 31 de agosto de 1839 Espartero y Maroto sellan la paz en el Convenio (“abrazo”) de Vergara al final de la primera guerra carlista. Tras este acuerdo, sólo subsiste el foco de resistencia de Cataluña, dirigido por Ramón Cabrera, dominado en julio de 1840.

(47). Simón (1996).

(48). Simón (1996).

(49). De Economía (1955) pg 30. nota (10).

(50). De Economía (1955). De la conferencia pronunciada en el curso sobre la Reforma Tributaria que organizó la Real Academia de Jurisprudencia por Víctor L. Paret, “Revista General de Legislación y Jurisprudencia”, año LXXV, tomo 150, núm.6, junio 1927, Madrid, pág. 841.

(51). De Economía (1955). Proposición del Sr. Moreno Gabino en la Sesión del 12 de septiembre de 1813 de las Cortes Generales y Extraordinarias, celebradas en Cádiz. Las proposiciones que no fueron admitidas a discusión, en las que se aprecia un leve vestigio de generalidad, fueron las siguientes:

“Primera. Contribuirán con 80 reales, mensualmente todas las personas más pudientes entendiéndose por tales todos aquellos que por sus sueldos, por sus rentas o por su industria tengan 1.500 ducados. Los que tengan rentas o mayorazgos muy pingües contribuirán con 160 rs. De los empleados constará con evidencia por sus sueldos, y los demás será por un juicio prudente de las personas destinadas para formar las listas, y para la recolección de las contribuciones que se dirán después.

- Segunda: Contribuirán con 30 rs los que no lleguen a dicha renta o sueldos, según el juicio de los referidos, pero tengan para sostenerse con decencia.

- Tercera: Los de ocho y dos a la discreción y regulación de los mismos que se han indicado en las proposiciones anteriores.

- Cuarta: Se harán listas de los vecinos con la celeridad posible por el cura de la parroquia, acompañado de un individuo del ayuntamiento. Si la parroquia tuviera mucha extensión se dividirán los padrones.

“Quinta: La clasificación de los contribuyentes se hará por estos mismos en el sitio que señalan, avisando a los contribuyentes y pasando después las listas y su importe al ayuntamiento o intendente.

“Sexta: La recolección se hará por los mismos en el sitio que señalan, avisando a los contribuyentes y pasando después las listas y su importe al Ayuntamiento o intendente.

“Séptima: No se admitirán excusas ni queja alguna para la contribución del primer mes; si la hubiese se evacuará por el siguiente, y si no estuviese evacuada se seguirá pagando hasta que se declare a qué clase pertenece el agraviado, debiéndose dar estas quejas, primero en las juntas parroquiales, después en el Ayuntamiento, y últimamente, en la Diputación provincial. Por último, la remisión de los caudales en los pueblos se hará en los términos aprobados en el proyecto para la contribución directa”.

(52). Santillán, R. (1888).

(53). Santillán, R (1888).

(54). Fontana (1980).

(55). Santillán, R (1888).

(56). Pascual Madoz Ibáñez que, al igual que Mendizábal, permaneció exiliado por su pensamiento liberal, vino a suceder a Sevillano como ministro de Hacienda, habiendo puesto como condición para acceder a este puesto que se aceptara la desamortización.

(57). Los productos de las ventas de los bienes desamortizados debían aplicarse a comprar títulos de Deuda consolidada para convertirlos en inscripciones nominales a favor de los establecimientos propietarios de los bienes, y a la amortización de la Deuda, en parte, y en parte también, a cubrir obligaciones del Tesoro cuando los bienes pertenecieran al Estado o al 20 por 100 de propios de que éste se incautó.

Invertidos los productos de la desamortización en la forma establecida por la ley de 1855 se había cambiado una parte de la Deuda consolidada, representada por títulos al portador en inscripciones nominativas inalienables, y otra hubiéranse amortizado, pero ya se ha visto que las necesidades del Tesoro, crecientes pos las nuevas obligaciones contraidas para obras públicas y otros servicios, hacían poco menos que ilusorias aquellas aplicaciones.

Santillán, R (1888).

(58). Fontana (1980).

(59). Salaverría creyó que las necesidades venían obligando a adjudicar al Tesoro anualmente los productos de la desamortización y era preferible adjudicárselos todos de una vez, para adoptar sobre esta base un plan general de obras públicas, y llevarle a efecto con resolución, y con toda la mayor presteza posible. Lo hizo así, presentando a las Cortes un proyecto de ley, que por éstas fue aprobado después de una larga y empeñada discusión en los dos Cuerpos colegisladores, y sancionado por S,M, el 1º de abril de 1859.

Por esta ley se concedieron al gobierno créditos extraordinarios por la suma de 2,000 millones de reales realizables en ocho años, y destinados a obras públicas y al material de Guerra y Marina, señalándose la cantidad de que había de disponer cada ministerio, con sujeción a presupuestos anuales y a reglas que se establecen.

Santillán (1888).

(60). Comín (1996).

(61). Alejandro Mon (1801-1882) fue un político español, presidente del gobierno, nacido en Oviedo. Fue diputado moderado en las Cortes de 1837 y ministro de Hacienda, en cuatro ocasiones, con gobiernos presididos por liberales moderados. Formó tandem político con Pedro José Pidal en el Partido Moderado, e impulsó la Constitución de 1845, de signo conservador. Llevó a cabo la reforma tributaria con la que intentaba racionalizar el sistema impositivo español, apoyándose en Ramón de Santillán. Instituyó la contribución directa y el subsidio de la industria y el comercio, y la indirecta con el impuesto sobre consumos, que recibió fuertes críticas de los sectores progresistas y demócratas, quienes lo utilizaron como principal acicate reivindicativo contra los moderados en las revoluciones de 1854 y 1868. Fue presidente del Congreso de los Diputados y formó gobierno en 1864. En 1876, con la Restauración, fue nombrado senador vitalicio. Falleció seis años más tarde.

Encarta (1999)

(62). Político y economista (Oviedo 1801- Oviedo 1882). En 1837 fue diputado y ministro de Hacienda, y dictó acertadas medidas que mejoraron la hacienda pública; presidente del Consejo de Ministros en 1846, presidente del Congreso y embajador de España en Roma.

Ibídem

(63). Dice Comín (1999) que Esta reforma de Mon y Santillán mejoró la eficiencia, la neutralidad y la suficiencia tributaria, y el nuevo régimen fiscal era menos injusto que el absolutista, al menos sobre el papel de las leyes. Los logros en el campo de la práctica recaudatoria fueron tan evidentes, pero la gestión no se mejoró.

(64). Las siguientes palabras de Comín (1999) ratifican su aportación al crecimiento económico: “En 1845 se instauró el régimen fiscal liberal que favorecía el ahorro, que no retraía la oferta de los factores de la producción y que, por tanto, era propicio al crecimiento económico. Era un sistema fiscal discriminatorio por sectores y por grupos sociales, que impedía la equidad y distorsionaba la asignación de los recursos. Los tributos del Antiguo Régimen no gustaban a los liberales; los ilustrados ya denunciaron en la segunda mitad del siglo XVIII la arbitrariedad de la Hacienda Real, la insuficiencia de las rentas ordinarias y las trabas que los impuestos indirectos ponían a la producción y la circulación de los productos; los ilustrados criticaron incluso la injusta distribución de la carga fiscal de la Hacienda Real. Pero hasta la reforma de 1845 no pudieron ser sustituidos los tributos de la Hacienda absolutista. (..) La Hacienda liberal del siglo XIX buscaba esencialmente el crecimiento económico. Los principios de la ortodoxia financiera clásica sostenían que, desde el punto de vista del crecimiento y asignación de los recursos, los impuestos habían de ser suficientes y neutrales. Para aquella concepción liberal, la función de un sistema tributario había de limitarse a recaudar los tributos imprescindibles para financiar los gastos de un Estado mínimo; había de hacerlo, además, a bajo coste y sin distorsionar los precios de los mercados”.

(65). Refiriéndose a esta reforma el profesor Fuentes, en el diario “Arriba” del 19 de enero de 1954 se pronunciaba en estos términos: “La reforma de Mon se acuña en troquel francés, influida por las corrientes políticas imperantes y por el exilio del que vuelven y al que retornan nuestros hombres públicos a comienzos del siglo XIX. A partir de la ley de Presupuestos del año 1845, España contaba con un sistema de impuestos que, aunque inicialmente escaso para nuestras necesidades, cubría el grueso de los gastos públicos. Entre pronunciamientos y cambios políticos, el sistema prende en España, y al llegar 1898 era ya natural a nuestra vida económica. Tan natural como insuficiente. El desastre colonial y su liquidación fueron aldabonazos que exigieron su revisión, y Raimundo Fernández Villaverde el encargado de realizarla”.

(66). Santillán, R (1888).

(67). Comín (1996).

(68). Fontana. (1980).

(69). Los individuos nombrados fueron, D. Ramón Santillán, Presidente; D. Ramón Mª Calatrava, D. Diego López Ballesteros, director general de Contribuciones; D. Esteban León y Medina, director general de rentas estancadas; D. Lorenzo Nicolás Quintan, presidente de la junta de reconocimiento y liquidación de la Deuda del Tesoro; D. José Tomás Jiménez, director general que había sido de rentas unidas; D. Julián Hueles, director general de Administración en el ministerio de la Gobernación; D.Manuel de Azpilcueta, oficial del Ministerio de Hacienda; D. Victorio Fernández Lazcoiti, primer subdirector de rentas estancadas; D. Pedro Mayoral, D. Bautista Trúpita y D. Manuel Mª Yáñez Rivadeneyra, subdirectores de contribuciones; D. Eusebio Mª del Valle , catedrático de economía política de la Universidad Central, y D. Juan Pedro Muchadas, antiguo diputado, elegido también después de las Cortes Constituyentes, y secretario D. Emilio Peñamedrano, oficial de la dirección general de Contabilidad. De los catorce individuos nombrados para ella, dos nunca asistieron: uno asistió solamente tres o cuatro veces, tres dejaron de hacerlo desde que se reunieron las Cortes, a las cuales pertenecían como Diputados; y después se retiraron por haber quedado cesantes de sus destinos, el director general y el subdirector de la dirección general de Contribuciones, y el primer subdirector de la de Rentas estancadas, personas todas éstas de las más útiles en la Comisión. Redújose, pues, ésta al presidente y cuatro individuos, uno de ellos extraño a la Administración, dos que aún conservaban en ella, y otro que, aunque también declarado cesante siguió asistiendo. Sin embargo, como ya sólo existía la comisión con carácter consultivo, y sobre ningún punto se la consultaba, cesaron sus reuniones, y acabó, como suele decirse, por consunción.

Santillán (1888)

(70). Comín. (1996).

(71). Esta contribución sólo en 1824 había tomado el carácter de una verdadera contribución general, únicamente exceptuaba al principio a los eclesiásticos por los bienes que gozaban del derecho canónico y por los que quedaron exentos en el Concordato de 1737, a los meros jornaleros, y a los empleados por sus sueldos.

Santillán, R. (1888).

(72). La contribución de culto y clero, establecida en 1841, debía ser repartida por las bases adoptadas para la extraordinaria de guerra de 180 millones, formando dos repartimientos; uno para la riqueza territorial y pecuaria, y otro para la industrial y comercial, e imponiendo a ésta, en la proporción de uno a cuatro con aquella.

Santillán, R (1888).

(73). Fontana. (1980).

(74). A juicio de Santillán (1888) al establecerse el nuevo derecho de hipotecas en 1845, se fijaron las bases sobre las que debían organizarse las oficinas encargadas del registro e todos los actos que mudan o modifican la propiedad inmueble, poniéndolas bajo la dependencia del ministerio y jefes del ramo de Hacienda, y dejando a las autoridades judiciales la facultad de inspeccionarlas.

Esta disposición fue por desgracia contrariada por el ministerio de Gracia y Justicia, que, a pretexto de mantener la propiedad particular de algunos de los antiguos oficios de hipotecas, se obstinó en mantener sobre todos una autoridad exclusiva, sin remediar los vicios de que adolecen. El Ministerio de Hacienda, por no aumentar las naturales complicaciones del registro y los gravámenes que llevaría consigo los antiguos oficios y las nuevas oficinas, renunció a la creación de éstas y al objeto principal de su institución, dejando correr el antiguo registro con sus imperfecciones, y encargando a los escribanos que de él cuidan la recaudación del impuesto.

(75). Comín (1989)

(76). Santillán (1888).

(77). Simón (1996).

(78). El Tratado de Cobden-Chevalier se firma en 1860 entre -Francia y Gran Bretaña, Napoleón III había optado por una política librecambista, en un intento de salir del proteccionismo que venía practicando. Este tratado presentó todo tipo de protestas y en su aplicación aparecieron serias dificultades, fundamentalmente en 1862 y 1863. En él se incorporaba la cláusula de nación más favorecida, en virtud de la cual si un país concedía una ventaja arancelaria a un tercero, ésta también se aplicaría entre ellos.

Simón (1996).

(79). Simón (1996).

(80). Albiñana (1976).

(81). De Economía. (1955)

(82). Martín Niño (1972)

(83). De Economía (1955).

 
 
 

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