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La reforma de los procesos canónicos de declaración de nulidad de matrimonio. La celeridad del proceso. (RI §417120)  


The reform of the canonical procedure of the nullity of marriage: the expeditiousness of the process - Santiago Bueno Salinas

La reforma canónica de los procesos matrimoniales promulgada por el papa Francisco en el motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus, de 15 de agosto de 2015, tiene por objeto facilitar los trámites para obtener sentencia, e incide así en la celeridad del proceso. No ha cambiado las causas substantivas de nulidad de matrimonio. El artículo estudia desde un punto de vista práctico qué incidencia puede tener la nueva normativa en los procesos matrimoniales eclesiásticos, cómo aplicarla y qué aspectos deberán ser concretados por los Tribunales de la Iglesia. También aporta elementos críticos para una futura mejora de esta legislación.

A) SUPRESIÓN DE LA DOBLE CONFORMIDAD DE SENTENCIA AFIRMATIVA: 1. El oficio del defensor del vínculo y la apelación; 2. Las partes y la apelación. B) EL PROCESO MÁS BREVE ANTE EL OBISPO. C) EL FUERO COMPETENTE. D) OTRAS CIRCUNSTANCIAS QUE AFECTAN HABITUALMENTE A LA CELERIDAD DEL PROCESO.

The canonical matrimonial proceedings reform promulgated by Pope Francis in the motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus, of 15 August 2015, aims to facilitate the procedures for judgment, and thus affects the speed of the process. It has not changed the substantive grounds for annulment of marriage. This article examines from a practical point of view what impact may have the new legislation in matrimonial proceedings, how to apply it, and what aspects should be concretized by the courts of the Church. It also provides critical elements for further improvement of this legislation.

Keywords: Derecho canónico – Matrimonio – Procesos matrimoniales.;

LA REFORMA DE LOS PROCESOS CANÓNICOS DE DECLARACIÓN DE NULIDAD DE MATRIMONIO. LA CELERIDAD DEL PROCESO

Por

SANTIAGO BUENO SALINAS

Catedrático de la Universidad de Barcelona

Vicario Judicial de la Archidiócesis de Barcelona

[email protected]

Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado 40 (2016)

RESUMEN: La reforma canónica de los procesos matrimoniales promulgada por el papa Francisco en el motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus, de 15 de agosto de 2015, tiene por objeto facilitar los trámites para obtener sentencia, e incide así en la celeridad del proceso. No ha cambiado las causas substantivas de nulidad de matrimonio. El artículo estudia desde un punto de vista práctico qué incidencia puede tener la nueva normativa en los procesos matrimoniales eclesiásticos, cómo aplicarla y qué aspectos deberán ser concretados por los Tribunales de la Iglesia. También aporta elementos críticos para una futura mejora de esta legislación.

PALABRAS CLAVE: Derecho canónico – Matrimonio – Procesos matrimoniales.

SUMARIO: A) SUPRESIÓN DE LA DOBLE CONFORMIDAD DE SENTENCIA AFIRMATIVA: 1. El oficio del defensor del vínculo y la apelación; 2. Las partes y la apelación. B) EL PROCESO MÁS BREVE ANTE EL OBISPO. C) EL FUERO COMPETENTE. D) OTRAS CIRCUNSTANCIAS QUE AFECTAN HABITUALMENTE A LA CELERIDAD DEL PROCESO.

THE REFORM OF THE CANONICAL PROCEDURE OF THE NULLITY OF MARRIAGE: THE EXPEDITIOUSNESS OF THE PROCESS

ABSTRACT: The canonical matrimonial proceedings reform promulgated by Pope Francis in the motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus, of 15 August 2015, aims to facilitate the procedures for judgment, and thus affects the speed of the process. It has not changed the substantive grounds for annulment of marriage. This article examines from a practical point of view what impact may have the new legislation in matrimonial proceedings, how to apply it, and what aspects should be concretized by the courts of the Church. It also provides critical elements for further improvement of this legislation.

Siempre se ha insistido en que una justicia lenta pervierte la finalidad de los procesos judiciales, y que la administración de justicia debe ser rápida. Sin embargo, tal axioma expresado de forma tan simple no puede ser aceptable.

Más importante que la rapidez de la justicia es su eficacia y la seguridad que aporte, y en este sentido la celeridad es algo que contribuye a la eficacia, aunque no a cualquier precio. No puede nunca ser deseable una administración de justicia que, por mor de ser rápida, devenga precipitada, inconsistente, frívola, poco meditada o no razonable. Mi experiencia como vicario judicial en la jurisdicción eclesiástica me ha enseñado que las decisiones difíciles necesitan meditación y una cierta calma (que no lentitud), y que la precipitación conlleva un mayor riesgo de error y fracaso.

¿Deseo con ello justificar la lentitud de los tribunales de justicia? De ninguna manera, aunque creo necesario moderar de entrada la cuestión. Especialmente cuando se trata de analizar el proceso canónico declarativo de nulidad de un matrimonio. Cualquier fiel católico prudente acordará conmigo que un proceso matrimonial que dure más de un año puede ser perjudicial para la salud espiritual y psíquica de la persona, pero también que una decisión que se diera inmediatamente, de forma instantánea, provocaría una banalización igualmente grave.

Los procesos canónicos tienen fama de lentos, y por ende costosos. En este sentido, el auténtico coste que nos debe ocupar aquí es el humano y emocional (el coste económico se ha exagerado mucho). En efecto, es en muchos casos inevitable que la pareja cuyo matrimonio fracasó se vea en el apuro de tener que revivir ante el tribunal eclesiástico hechos que fueron dolorosos y que desearían poder superar. Algunos pretenden que el olvido es la mejor superación, pero a menudo no es así, porque muchos justiciables precisamente lo que desean es que la autoridad de la Iglesia les explique por qué su matrimonio fracasó y que les confirme que fue tan inválido como ellos ya sienten que lo fue; para ello es preciso analizar cuidadosamente los hechos de cada caso. Pero si ese análisis prudente conlleva más tiempo del conveniente, entonces se puede convertir no en una circunstancia liberadora, sino en una pesadilla en la cual se pongan a prueba las virtudes de forma demasiado exigente.

A menudo se proponen como ejemplos escandalosos la presencia de procesos canónicos que hayan necesitado hasta diez años para alcanzar sentencia firme. Pero hay que advertir que tales ejemplos (que muy raramente se dan en dichos extremos), no son de ningún modo la regla general, y que un proceso judicial en cualquier jurisdicción puede alargarse enormemente si coinciden ciertas circunstancias excepcionales (incluso las execrables tácticas dilatorias de alguna de las partes). El c. 1453 del Código de Derecho Canónico establece el límite de un año para la primera instancia, y de seis meses para la segunda. Una vez más, según mi experiencia judicial canónica, puede afirmarse que la mayor parte de procesos en la actualidad suelen cumplir dichos plazos, y que son raros aquellos que pasan de dos años si las partes han sido diligentes en su actuación procesal. En algunos procesos, el tiempo se dilata precisamente porque surgen dificultades en esa actuación de las partes, o porque deben practicarse exhortos a tribunales en diócesis o territorios de difícil comunicación o de poca experiencia procesal canónica.

En cualquier caso, debe admitirse que el plazo de año y medio para dos instancias en un proceso de nulidad de matrimonio también es excesivo. Hay que contar que a ese tiempo deberemos sumar el previo de preparación del proceso (asesorarse sobre la posible nulidad, escoger y acudir a un abogado, preparar correctamente el escrito de demanda… todo lo cual conlleva varios meses), y posteriormente el de ejecución de la sentencia (inscripciones en libros parroquiales que pueden ubicarse en lugares apartados…) Con todo ello, una persona cuyo proceso se haya ajustado a los plazos legales puede acabar sumando dos años y medio, y aun así muchos le felicitarán por la celeridad!

El papa Francisco, en su motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus (15 de agosto de 2015) afirma que los plazos actuales eran excesivos, y que ésta y otras razones podían apartar a los fieles de acudir a la jurisdicción eclesiástica para obtener una respuesta a su fracaso. No podemos dejar de convenir en ello, y de advertir que en el mismo sentido se había pronunciado el Sínodo Extraordinario de octubre de 2014. El pontífice se propone, por tanto, ofrecer una parcial renovación procesal para intentar solventar este problema tanto como sea posible.

¿Cuáles son dichas medidas, y qué opinión doctrinal y forense nos merecen? Nos referiremos únicamente aquellas que están relacionadas con la celeridad del proceso, advirtiendo de la existencia de otras normas en la nueva legislación con otras finalidades pero que incidentalmente pueden contribuir también a la rapidez procesal.

A) SUPRESIÓN DE LA DOBLE CONFORMIDAD DE SENTENCIA AFIRMATIVA

Entendemos que la supresión de la doble conformidad de sentencia afirmativa es la mayor novedad del motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus. Hasta el presente, el c. 1682 establecía: “§ 1. La sentencia que declara por vez primera la nulidad de un matrimonio, junto con las apelaciones, si las hay, y demás actas del proceso, debe transmitirse de oficio al tribunal de apelación dentro del plazo de veinte días a partir de la publicación de la sentencia. § 2. Si la sentencia en favor de la nulidad se ha dictado en primera instancia, el tribunal de apelación, vistas las observaciones del defensor del vínculo y, si las hay, también las de las partes, debe, mediante decreto, o confirmar la decisión sin demora o admitir la causa para que sea examinada con trámite ordinario en la nueva instancia.” Como es bien conocido, la norma que recogía el CIC83 había tenido su origen en Benedicto XIV (1675-1758), célebre jurista y canonista, y seguramente el papa más destacado del siglo XVIII. Dicho papa estaba preocupado por la laxitud de algunos tribunales diocesanos al juzgar las causas de nulidad de matrimonio, y en 1741 decidió unificar criterios estableciendo la figura del Defensor del Vínculo con el mandato de velar por la validez del matrimonio y de apelar de oficio contra la primera sentencia declarativa de nulidad de matrimonio, obligando así a que siempre tuvieran que intervenir al menos dos instancias(1). Con el tiempo, la obligación del Defensor del Vínculo pareció excesiva, por lo que se decidió librarle de ella para no ocasionarle conflictos de conciencia(2), y así se hizo en el CIC83, pero el c. 1682 mantuvo la necesidad de confirmación de la primera sentencia afirmativa obligando al tribunal que la dictara a elevar de oficio los autos y la sentencia al tribunal superior para su confirmación o reforma, de manera semejante a una apelación (pero sin llamarla así, dado que sería absurdo que un juzgador apelara contra su propia sentencia)(3).

La norma que mantenía el CIC83 era a todas luces una clara excepción a los principios procesales comunes, ante la cual cabían muchas objeciones teóricas y prácticas: ¿qué sentido tiene que dos tribunales tengan que decidir sobre el mismo asunto? ¿Acaso la Iglesia no confía en la rectitud de sus tribunales de primera instancia? ¿Tampoco confía en la rectitud e independencia de criterio de los defensores del vínculo, que siempre pueden apelar como cualquier ministerio público? Y si tales desconfianzas fueran reales, ¿por qué hacerlo pagar al justiciable? ¿No sería mejor que las causas de nulidad fueran juzgadas en instancia única por unos tribunales superiores más confiables?

Frente a tales objeciones habitualmente se habían esgrimido razones prácticas: a) efectivamente, una cierta desconfianza ante la actuación de los tribunales de primera instancia, ya advertida por Benedicto XIV, y que no había podido superarse al aumentar las enormes diferencias de preparación jurídica entre los jueces de las diversas diócesis en territorios muy distintos, sin mencionar igualmente la preocupación por ciertas relajaciones doctrinales y procesales que tuvieron que corregirse inmediatamente antes de la entrada en vigor del CIC83; b) que dada la gravedad de la materia, afectando a la validez de un sacramento (con el temor de debilitar el principio de indisolubilidad si las declaraciones de nulidad no están bien fundadas), parecía muy oportuno mantener que al menos dos instancias se pronunciaran sobre el asunto; c) que la doble conformidad ha ayudado a mantener unos criterios jurisprudenciales homologables en la Iglesia…

La reforma del papa Francisco implica una nueva redacción del c. 1679, que substituye en esta materia al c. 1682: “La sentencia que declara por vez primera la nulidad de un matrimonio, transcurridos los plazos establecidos en los cc. 1630-1633, deviene ejecutiva.” Con ello, el Derecho procesal canónico elimina la peculiaridad que afectaba al proceso ordinario de nulidad de matrimonio, equiparando estas causas a las no matrimoniales. De hecho, el proceso documental de nulidad de matrimonio ya había descartado la necesidad de confirmación de la sentencia afirmativa (cc. 1686-1689, a partir de ahora cc. 1688-1690, que sólo cambian de numeración), pero la limitación de los supuestos legales (defecto de capacidad o de forma que pueda ser probado por un documento auténtico intachable) hace que el proceso documental sea poco frecuente(4).

La supresión de la doble conformidad de sentencia hará que indudablemente se agilice la obtención de sentencia firme de nulidad de matrimonio, pues si no se presenta recurso alguno contra la sentencia afirmativa de primera instancia, crecerá la esperanza de obtener justicia en un plazo de entre unos cuatro meses y un año (dependiendo del capítulo alegado, de la instrucción de prueba pericial y de otras circunstancias).

En cualquier caso, la reforma no impide en modo alguno la presentación de recurso de apelación, tanto por el defensor del vínculo como por las partes, y éstas tanto si la sentencia es afirmativa como negativa, y hasta llegar a tercera instancia si es necesario.

El oficio del defensor del vínculo y la apelación

La supresión de la remisión de oficio al tribunal superior de la primera sentencia afirmativa hace que los defensores del vínculo deban ejercer su oficio con mayor responsabilidad y autonomía. Hasta ahora, un defensor del vínculo podía no ocuparse demasiado de la posibilidad de apelar porque sabía que la causa necesariamente sería juzgada en ulterior instancia, y que en ésta el correspondiente defensor del vínculo también ejercería su oficio. Era inevitable y comprensible que los defensores del vínculo hubieran relajado tal aspecto de su oficio procesal. Pero la reforma ha depositado en ellos mucha mayor confianza y responsabilidad, y ahora deberán saber estar a la altura de su oficio.

En torno al defensor del vínculo, y para que la reforma procesal pueda ser eficaz, la jurisdicción eclesiástica debería profundizar y mejorar algunos aspectos, como su independencia y su coordinación. En efecto, aunque el defensor del vínculo, como ministerio público que es, forme parte del órgano judicial, debe ser consciente de su independencia frente al juez, aunque manteniendo la armonía y la comunión eclesiástica. Para ello, el defensor del vínculo debe encontrar un sabio equilibrio: su función es también el esclarecimiento de la verdad, no dificultar la acción contenciosa de nulidad de matrimonio(5). Es una praxis común que de las filas de los defensores del vínculo salgan después los jueces diocesanos y los vicarios judiciales, y no es recriminable, pues en ese oficio puede el obispo diocesano observar la idoneidad de la persona, su preparación jurídica y su equilibrio de criterio. Pero tal praxis puede tener un aspecto negativo y convertir el oficio de defensor del vínculo se en un tiempo de meritación ante al vicario judicial para ascender luego a juez… En tal caso, es posible que el defensor del vínculo crea que no debe incomodar al vicario judicial con apelaciones…

El segundo aspecto a mejorar en el oficio de los defensores del vínculo es su coordinación. Nada establece sobre ello la normativa canónica universal vigente, de manera que los defensores del vínculo no se ven apoyados por criterios que bien podrían tomarse en común en un ámbito territorial local (una provincia eclesiástica, por ejemplo); incluso a menudo los varios defensores del vínculo de un solo tribunal no están coordinados, ni sometidos a criterio jerárquico alguno.

La coordinación de los defensores del vínculo ofrecería mayores garantía de autonomía de su gestión, así como criterios más homogéneos y objetivos, y ello será importante en la medida en que va a depender de ellos en buena parte la posible presentación de un recurso de apelación contra una sentencia afirmativa de declaración de nulidad de matrimonio.

Las partes y la apelación

Como no podía ser de otra manera, la reforma procesal respeta el derecho de las partes a presentar recurso de apelación si se creen legítimamente perjudicadas. No se ha eliminado de posibilidad de segunda o tercera instancia.

Pero sí se ha previsto una circunstancia nueva: la apelación como mera táctica dilatoria (c. 1680: “§ 1. Permanece íntegro el derecho de la parte que se considere perjudicada, así como del promotor de justicia y del defensor del vínculo, de interponer querella de nulidad o apelación contra la misma sentencia, según los cánones 1619-1640. § 2. Trascurridos los términos establecidos por el derecho para la apelación y su prosecución, después que el tribunal de la instancia superior ha recibido las actas judiciales, se constituya el colegio de jueces, se designe el defensor del vínculo y se amoneste a las partes para que presenten las observaciones dentro de un plazo establecido; transcurrido ese plazo, el tribunal colegial, si resulta evidente que la apelación es meramente dilatoria, confirme con un decreto la sentencia de primera instancia”).

El nuevo c. 1680 ha eliminado la posibilidad genérica de confirmar por decreto en segunda (o ulterior) instancia una primera sentencia declaratoria de nulidad de matrimonio… excepto si la apelación obedece a razones sólo dilatorias.

Las tácticas dilatorias (presumiblemente de mala fe) no son demasiado frecuentes en los procesos de nulidad de matrimonio, y cuando se presentan suelen obedecer bien a motivos espurios (como chantajear a la otra parte para conseguir alguna compensación económica extra, o simplemente perjudicar al antiguo cónyuge para que “no se salga con la suya”…), bien a una oposición ciega que se niega siquiera a considerar la posibilidad de que su matrimonio pudiera ser inválido (y que a veces se cubre bajo excusas religiosas).

Las tácticas dilatorias pueden alargar mucho un proceso, y no siempre es fácil para el juez evaluarlas y evitarlas, ya que entra el juego el derecho de defensa. Por ello, la norma del c. 1680 § 2 no será de fácil aplicación, pues para confirmar por decreto una sentencia afirmativa ha de ser evidente que la apelación es meramente dilatoria, la cual cosa parece eximir de mayor abundancia de prueba. Pero al mismo tiempo esta norma, una vez más, hace descansar sobre el tribunal de apelación la grave responsabilidad de no aplicarla a la ligera, pues es tentador tener por “evidentemente dilatorias” una buena parte de apelaciones y así evitar el proceso ordinario adaptado a la ulterior instancia que exige la ley.

En este sentido, la reforma que analizamos ciertamente agiliza la primera instancia, pero elimina la agilidad que preveía la ratificación por decreto en la segunda. En caso de apelación, será el tribunal superior quién deberá velar por dicha agilidad en su adaptación del proceso ordinario, pero estará supeditado a las peticiones del apelante (instrucción de más o nuevos medios de prueba…)

Con la reforma desaparece definitivamente la necesidad de una cuarta instancia en el ámbito matrimonial, y que se hacía necesaria hasta ahora para confirmar una primera sentencia afirmativa de nulidad dictada en tercera instancia. Para evitar ese alargamiento del proceso, el papa Benedicto XVI ya dispuso en 2013 que la primera sentencia afirmativa de nulidad de matrimonio dictada por el Tribunal de la Rota Romana podía quedar eximida de la obligación de confirmación y ser ejecutiva(6). También dicha excepción ha quedado ahora sin objeto.

B) EL PROCESO MÁS BREVE ANTE EL OBISPO

Los nuevos cc. 1683-1687 llaman poderosamente la atención por la novedad de su contenido, pues describe un nuevo proceso judicial “más breve ante el Obispo”. Se hace palmaria la intención de favorecer con ello la celeridad de una declaración de nulidad en casos notorios que no exijan una especial investigación. Pero precisamente en este punto es donde se plantean mayores dudas.

El motu proprio, probablemente queriendo dar respuesta a algunas peticiones del Sínodo Extraordinario de los Obispos de 2014 en el sentido de permitir el procedimiento administrativo en las causas de nulidad de matrimonio, descarta tal procedimiento administrativo, pero retomando el principio eclesiológico de que el obispo es el juez nato en su diócesis (c. 1419 § 1; cf. cc. 375 y 135), le confía directamente ser juez juzgador (es decir, para sentenciar) en sentido propio y pleno para algunos procesos matrimoniales, aunque sin substituir la función inicial e instructora del vicario judicial. Con ello, el c. 1683 establece una cierta excepción al c. 1420 §§ 1-2, que establece que el obispo diocesano nombra al vicario judicial con “potestad ordinaria de juzgar” y que el propio obispo no ejercerá habitualmente dicha función excepto en “las causas […] que se haya reservado”.

La finalidad del nuevo c. 1683 queda claramente definida en su § 2: aquellas demandas en las que “concurran circunstancias de las personas y de los hechos, sostenidas por testimonios o documentos, que no requieran una investigación o una instrucción más precisa, y hagan manifiesta la nulidad”.

En cierto modo, el procedimiento que se establece se asemeja al proceso documental (cf. cc. 1688-1690, en el que la presente reforma incluye también al obispo diocesano como juez juzgador). En ciertas ocasiones hasta ahora se presentaban ante el tribunal eclesiástico casos evidentes de nulidad de matrimonio que, por afectar al consentimiento, no podían tramitarse por proceso documental (por ejemplo, cuando consta por un historial clínico o una detallada certificación que uno de los contrayentes padece una grave alteración mental o de personalidad que sin lugar a dudas debía haber impedido el matrimonio); la reforma soluciona el problema de tener que instruir todo un proceso ordinario cuando la nulidad es tan evidente.

Con todo, el c. 1683 establece como requisito procesal el litisconsorcio inicial o sobrevenido de los contrayentes(7), o al menos el consentimiento formal de quien inicialmente no consta como actor (§ 1: “la petición haya sido propuesta por ambos cónyuges o por uno de ellos, con el consentimiento del otro”).

El proceso breve, como novedad procesal, deberá irse aplicando y desarrollando según enseñe la práctica, pero la formulación actual plantea ya ciertas cuestiones problemáticas: a) cómo asegurarse de que el litisconsorcio (o el consentimiento) sea auténtico y no forzado o meramente formal, y evitar asimismo el fraude de ley; b) cómo conjugar la presencia de prueba inicial segura con los ejemplos que ofrece el art. 14 § 1 de las Reglas de procedimiento que incluye el motu proprio(8); c) si la presencia del obispo diocesano como juzgador ha de contribuir realmente a la celeridad del proceso.

Nos detenemos en la tercera de las cuestiones, ya que las dos primeras no afectan tanto al aspecto de la celeridad.

El c. 1683 parece confiar en exclusiva la función de juzgador al obispo diocesano y ello contrasta con lo previsto para el proceso documental en el c. 1688, pues en éste también puede ser juzgador en tribunal unipersonal –además del propio obispo– el vicario judicial o un juez delegado. No acaba de comprenderse la exclusividad del c. 1683 si el objetivo principal era fomentar la celeridad del proceso, ya que en muchos casos confiar la sentencia al obispo diocesano en persona contribuirá a su alargamiento en el tiempo, cuando el obispo se encuentre ocupado con otras muchas obligaciones pastorales. También debe preocuparnos que tomen la decisión obispos que no tengan formación jurídica o canónica, porque fácilmente podemos encontrarnos que deriven el trabajo material (la redacción de la sentencia) a su vicario judicial(9). La fácil conclusión nos lleva a considerar que el proceso breve lo sería auténticamente si permitiera que el mismo vicario judicial dictara directamente la sentencia, de manera análoga al proceso documental. Y es que la previsión del motu proprio para este proceso parece haberse limitado a considerar la situación de diócesis pequeñas o con dificultades para tener tribunal diocesano propio, en las cuales puede ser efectivamente muy oportuno que el obispo diocesano pueda dictar sentencia en los casos de prueba evidente; pero para las diócesis mayores o con tribunal estable habría sido mejor ofrecer las alternativas del c. 1688.

C) EL FUERO COMPETENTE

El nuevo c. 1672 simplifica significativamente la elección de fuero competente: “Para las causas de nulidad de matrimonio no reservadas a la Sede Apostólica, son competentes: 1° el tribunal del lugar en que se celebró el matrimonio; 2° el tribunal del lugar en el cual una o ambas partes tienen el domicilio o el cuasidomicilio; 3° el tribunal del lugar en que de hecho se han de recoger la mayor parte de las pruebas”.

La previsión del CIC83 en el c. 1673 hasta ahora vigente (además del lugar del contrato y del domicilio del demandado, la posibilidad del domicilio del actor o del lugar de las pruebas pero bajo cesión de competencia del vicario judicial del demandado, y en el último caso sólo si ambas partes tenían domicilio bajo el territorio de la misma conferencia episcopal) ya fue entonces una novedad, aunque puede entenderse que en ese momento la autorización del vicario judicial del demandado se estableciera para evitar abusos. Con el tiempo, sin embargo, esa disposición se había tornado muy inconveniente, provocando lentos procedimientos previos a la propia admisión de la demanda, en ocasiones de solución imposible que obligaba a la intervención del Tribunal de la Signatura Apostólica para que otorgara una prórroga de competencia ad casum. En efecto, en los últimos 25 ó 30 años la globalización y los movimientos de población se han generalizado tanto que no resultaba nada extraordinario que ante un tribunal diocesano se pretendiera la nulidad de un matrimonio canónico celebrado en un segundo país, teniendo su residencia el demandado en un tercero y habiendo convivido la pareja todavía en un cuarto país… Si a ello se suma que en ocasiones tal demandado se encuentra en ignorado paradero, el único fuero restante sería el de la celebración del matrimonio… ¡donde ya no residen ni la antigua pareja ni sus familias! En otras ocasiones, el lugar de celebración del matrimonio puede encontrarse en países donde la acción pastoral de la Iglesia se encuentre muy mermada o limitada, por lo que era ilusorio plantear allí un proceso de nulidad. Por último, el antiguo c. 1673 no había engarzado bien el procedimiento previo de petición de autorización al vicario judicial del demandado con la posterior fase procesal de notificación de la demanda y litiscontestación, pues tal vicario judicial se encontraba con que –si aplicaba al pie de la letra la ley procesal– debía citar dos veces al demandado casi para el mismo tema: primero para que manifestara su opinión de aceptar otro fuero competente, y luego para notificarle la demanda y contestarla. Por tal motivo, se había impuesto la praxis de reunir ambos actos en uno sólo.

El motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus ha acabado con todos estos problemas, lo cual redundará indudablemente en la rapidez de las actuaciones judiciales. Mantiene tres fueros posibles que prácticamente incluyen todas las circunstancias habituales (el lugar de celebración, el domicilio de cualquiera de las partes, el lugar de las pruebas), y no opta por un fuero universal que habría ocasionado problemas de organización y posibles abusos. En este último sentido, deberá vigilarse que el tercer fuero, que es el menos objetivo, no se utilice de forma abusiva para lograr por sistema tribunales competentes más benévolos.

D) OTRAS CIRCUNSTANCIAS QUE AFECTAN HABITUALMENTE A LA CELERIDAD DEL PROCESO

Hasta aquí hemos analizado las novedades procesales del motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus que han de contribuir a la mayor celeridad del proceso. Pero estimo que frecuentemente se dan otras circunstancias que en diversas ocasiones provocan lentitud, y que no han sido objeto de la reforma legislativa. Expongamos algunas, derivadas de la práctica forense habitual.

- La localización del demandado

No es infrecuente que, tras una separación o un divorcio civil, los antiguos cónyuges pierdan el contacto, especialmente si no hay hijos comunes. En ocasiones hace ya muchos años que no tienen trato, y el demandante realmente no sabe dónde reside el demandado ni encuentra pistas para localizarle (familiares, amigos, lugar de trabajo…), cuando no recibe la noticia que se trasladó incluso de país. Ciertamente puede sustanciarse el proceso teniendo al demandado en ignorado paradero, pero ello no debe hacerse a la ligera ni sin la certeza moral de ser imposible su localización, pues de ello podría derivarse indefensión y la nulidad de todo el proceso (cf. c. 1620, 7º). Si el juez mantiene una razonable esperanza de poder localizar al demandado, debe proveer en tal sentido, lo cual siempre se traduce en dilaciones inevitables.

- Exhortos

La globalización y los movimientos de población han provocado la generalización de los exhortos a otros tribunales eclesiásticos para que éstos obtengan algunas pruebas (declaraciones de las partes o de testigos, prueba pericial…, tal como prevé el c. 1418 mediante el auxilio judicial). Los exhortos entre diócesis del mismo país siempre han sido habituales, pero en la actualidad lo son igualmente los remitidos a diócesis de otros países, a veces muy lejanas, con culturas diferentes o praxis procesal canónica peculiar o deficiente. A menudo retornan exhortos mal realizados y por ello de poca utilidad, y no por mala fe, sino simplemente por desconocimiento procesal (en muchas ocasiones el obispo debe nombrar juez delegado a un párroco que tiene nula experiencia procesal). Procesos con varios exhortos a países diferentes se convierten en un quebradero de cabeza para el juez instructor, a pesar de las mayores facilidades de comunicación modernas (fax, correo electrónico…) Sin conocer el motivo concreto, hay exhortos que tardan hasta cinco o seis meses, o que no se tiene constancia de haberse recibido, o que nunca son contestados, y los esfuerzos del juez (acudiendo a las conferencias episcopales o a las nunciaturas en busca de información o pistas de localización) también se traducen en importantes dilaciones.

- Testigos poco responsables

Bajo esta expresión nos referimos a un problema que se presenta más frecuentemente de lo deseado, y que es el de aquellos testigos que no se responsabilizan de acudir a declarar el día del señalamiento y que ni siquiera advierten con antelación de su ausencia, o lo hacen con tan poco margen que ya no es posible su substitución. Ello obliga a los jueces instructores a señalamientos que ya quedan alejados de las fechas iniciales, con el retraso que producirá en el proceso. Sería deseable que los abogados se cercioraran de que los testigos de parte podrán acudir los días señalados, o de actuar con tiempo para prever substituciones entre los mismos testigos de acuerdo con el tribunal.

- La instrucción de prueba pericial

La prueba pericial psiquiátrica o psicológica es obligada en la mayoría de procesos en que se alega los capítulos del c. 1095. El motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus no cambia tal precepto, porque es lógico y prudente (cf. c. 1678 § 3). Contando con que actualmente la mayor parte de procesos invocan el c. 1095 en sus diversas variantes, en ellos deberá realizarse prueba pericial, a no ser que conste con certeza la existencia de un trastorno de personalidad a través de algún informe médico libre de toda duda o sospecha, y cuya consecuencia legal sea igualmente clara. En tales casos (que son unos pocos en la práctica), podrá acudirse ciertamente al proceso breve previsto en la nueva legislación.

Para los demás, el proceso ordinario y la prueba pericial continuarán siendo inevitables. Y la instrucción de la prueba pericial es una de las principales causas de demora de los procesos matrimoniales. Entre que se designa al perito (con su plazo de recusación), se deposita el importe de su actuación, se insta a las partes a acudir a la consulta del perito, que éste les fije fechas(s) para la(s) entrevista(s) y realización de las pruebas, y que el perito finalmente elabore su informe… podemos contar habitualmente unos tres meses (en los casos ágiles). Pero puede alargarse mucho más (que sea necesaria la comparecencia del perito para aclarar aspectos, que se den retrasos en la comparecencia de los interesados, que haya que insistir ante demandados que no desean ser periciados, acumulación de trabajo del propio perito, peritajes por exhorto…), con lo cual es la prueba pericial la circunstancia que suele provocar mayor retraso.

El fenómeno tiene difícil solución, a no ser que se optara por soluciones económicamente poco viables, como que los tribunales con mayor número de causas contaran con peritos al servicio de la curia diocesana en régimen de dedicación suficiente para atender rápidamente a los periciados y elaborar con agilidad los informes.

- Actitudes dilatorias de parte

En todo proceso, civil o canónico, la parte demandada puede interponer excepciones, y ello concierne a su legítimo derecho de defensa (cf. c. 221). En los procesos matrimoniales frecuentemente los sentimientos de la parte demandada interfieren en su postura procesal: a la vez que muchos se remiten a la justicia del tribunal porque no desean un enfrentamiento y perciben que pueden haber elementos razonables de nulidad, también hay quienes de buena fe creen que deben defender su punto de vista mediante la oposición o la reconvención. Ambas posturas procesales significarán en la práctica que el proceso será algo más lento, pero nada hay que objetar si, como se decía, vienen planteadas desde la buena fe.

El problema se presenta cuando algún demandado aprovecha la ocasión para replantear agravios o reclamaciones de todo tipo, incluso para chantajear a la parte actora (naturalmente, a espaldas del juez). Para conseguir sus objetivos, puede idear todo tipo de argumentos y acciones dilatorias; como el proceso judicial debe garantizar el derecho de defensa, se le ofrecen al litigante de mala fe multitud de ocasiones que ralentizarán el proceso: peticiones continuas de prórrogas de plazos, recursos contra las decisiones judiciales, tacha de testigos y de peritos, incidentes varios, apelaciones y querellas de nulidad contra la sentencia…

Afortunadamente, estas situaciones no son muy frecuentes, pues las cuestiones litigiosas más habituales (las económicas y el cuidado de los hijos) habrán quedado resueltas en sede judicial civil con la separación o el divorcio. Pero para el agraviado, resta la esperanza que con el proceso canónico podrán replantearse algunas decisiones previas, ya porque su actitud procesal servirá para presionar a la parte contraria, ya porque piensa que la sentencia canónica quizás le favorezca y logre un replanteamiento civil.

El motu proprio ha sido consciente del problema de las dilaciones de mala fe, y ofrece una solución parcial para frenar al menos las apelaciones infundadas contra una sentencia. Así, el nuevo c. 1680 § 2 permite que el tribunal de apelación pueda confirmar directamente por decreto la sentencia precedente si le consta manifiestamente que la apelación sólo se ha presentado por afán dilatorio.

La interpretación de esta norma no va a ser fácil. ¿Con qué criterio podemos llegar a la certeza suficiente de considerar que una apelación es meramente dilatoria? Hay que reconocer que si la dirección letrada de un apelante se esfuerza por fundamentar bien su pretensión, será muy difícil apreciar simplemente motivos dilatorios. Y en esto los tribunales de apelación no pueden proceder con criterios demasiado simples, cómodos o fáciles (como apreciar sistemáticamente actitud dilatoria para resolver por decreto), porque se arriesgarían a una querella de nulidad por indefensión (cf. c. 1620, 7º) y en caso de duda debe prevalecer el derecho de defensa.

- Exceso de celo garantista del órgano judicial

Ciertamente los jueces deben velar por el cumplimiento de las leyes procesales y evitar los fraudes, pero deben hacerlo con prudencia y equilibrio. No parece prudente ni equilibrado el juez que desconfíe sistemáticamente de las partes y decida investigaciones exhaustivas para despejar cada una de sus dudas o sospechas. En este sentido creemos que los jueces eclesiásticos están evangélicamente obligados a confiar inicialmente en la buena fe de los fieles que intervienen ante los tribunales de la Iglesia, y que esa presunción inicial solo debe ceder cuando existan indicios o pruebas contrarias apreciados con objetividad.

Valga de ejemplo lo siguiente: el juez no debe comprobar personalmente que los domicilios de las partes consignados en la demanda se corresponden con la realidad, a no ser que se den contradicciones o sospechas fundadas. Si es suspicaz y decide comprobarlo todo, el proceso se alargará inevitablemente. Igual que a las partes, el juez debe otorgar un margen de confianza a los peritos y a otros que actúen ante el tribunal.

Un exceso de celo garantista no convierte al juez en más justo, sino en justiciero, e inevitablemente provoca retrasos injustificables en la tramitación del proceso, e incluso perjuicios a los fieles justiciables, que a la larga podrían ser motivo de su remoción (cf. c. 1422) o de responsabilidad (cf. c. 128). La santidad del sacramento del matrimonio se defiende con una justicia prudente y sabia, no con suspicacias obsesivas ni campañas personales.

- Sobrecarga de los órganos judiciales y del ministerio público

El exceso de trabajo es un mal endémico de muchas administraciones de justicia, que afecta siempre a los justiciables con la eternización de los procesos. También puede afectar a los tribunales eclesiásticos, y lo mismo puede afirmarse del ministerio público (defensores del vínculo).

Generalmente los tribunales de la Iglesia no suelen padecer de un exceso de procesos que los puedan colapsar. Pero sí intervienen otros factores que inciden en la posibilidad de que un tribunal pueda verse sobrecargado:

a) La naturaleza del proceso matrimonial exige una instrucción procesal y una investigación cuidadosas, personalizadas, con el tiempo que ello supone. En esto, los procesos matrimoniales se parecen más a un proceso criminal, donde la inocencia o culpabilidad del reo exigen atención y minuciosidad, y en el que no caben decisiones estereotipadas. En los procesos matrimoniales, las declaraciones de las partes se alargan dos o tres horas, y las de los testigos ocupan una o dos con facilidad. Hay que contar además con un tiempo de refresco del órgano instructor: no pueden proveerse por sistema declaraciones encadenadas si hay que hacerlo correctamente. Por ello la instrucción de la causa en la sede del Tribunal, con cinco o seis testigos de media, suele ocupar más de una semana. Si el número de demandas supera el de las semanas disponibles (contando con que el tribunal también debe dedicar tiempo a la provisión de las causas, a las decisiones y a otros procesos o procedimientos no matrimoniales), se dará una acumulación inevitable.

b) La nueva normativa procesal continúa exigiendo que al menos el presidente del tribunal (el vicario judicial o un vicario judicial adjunto) sea clérigo (cf. c. 1673 § 3). La norma se ha flexibilizado (antes se exigían presbíteros, ahora pueden ser diáconos), y también se ha facilitado que los laicos puedan ser conjueces (ya no se requiere la aprobación de la conferencia episcopal). Con todo, seguirán presentes dos serias dificultades. En primer lugar, la dedicación de los clérigos al órgano judicial difícilmente puede ser exclusiva en la actualidad dada la escasez de clero (al mismo tiempo, muchos jueces sacerdotes estiman que su dedicación a otras tareas pastorales enriquece igualmente su sensibilidad judicial). En segundo lugar, ni siquiera en las diócesis más grandes de Europa es fácil contar con laicos que cumplan los requisitos para ser nombrados jueces: titulación en Derecho canónico, inexistencia de incompatibilidades o de conflictos de intereses (no deben ser abogados en ejercicio…), y deben ser retribuidos adecuadamente por la Iglesia de acuerdo con su responsabilidad y la necesidad de poder mantener una familia (objetivo tampoco fácil si por otra parte se desea avanzar hacia la gratuidad universal de la justicia eclesiástica).

Mientras perduren estas dificultades, se verá afectada la agilidad de los tribunales eclesiásticos.

- Falta de la suficiente preparación jurídico-canónica

Tanto el Libro VII del Código de Derecho Canónico como el motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus se dirigen a toda la Iglesia latina (para las Iglesias católicas orientales, el motu proprio Mitis et misericors Iesus, de la misma fecha). La Iglesia latina engloba la mayoría de las Iglesias particulares católicas del orbe, lo cual implica una enorme diversidad de situaciones y necesidades.

El legislador, consciente de que en muchos lugares es muy difícil la constitución ordinaria de un tribunal eclesiástico según el modelo latino tradicional, ha querido contemplar en el motu proprio amplias excepciones para aquellas diócesis donde no sea posible seguir fielmente el CIC83 (cf. c. 1673 §§ 2-4). Pero está claro que dichas excepciones no han de ser tomadas como salida cómoda para que una diócesis europea cualquiera (por ejemplo) no se preocupe en el futuro de constituir un tribunal ordinario; la excepción no debe convertirse en regla, so pena de tergiversar el sentido de la reforma procesal.

Creemos que el auténtico problema de fondo no es tanto la escasez de clero o de laicos con titulación para ser jueces, sino la debida formación jurídico-canónica de los que hayan de ser vicarios judiciales u de ocupar otros cargos (jueces diocesanos, defensores del vínculo…) Por desgracia, en la actualidad no se da una mínima homogeneidad: junto a tribunales bien preparados, existen otros muy deficientes. Y hasta ahora sólo se ha considerado el problema desde el posibilismo y la buena voluntad de los obispos, a quienes se insiste que formen a clérigos canonistas. Pero los requisitos del c. 1420 § 4 para nombrar a vicarios judiciales son demasiado exiguos: “han de ser sacerdotes, de buena fama, doctores o al menos licenciados en derecho canónico y con no menos de treinta años”.

Parece que el sentido común debiera exigir algo más, como cierta experiencia previa, formación ad hoc (por ejemplo, mediante cursos en diversos territorios tutelados por la Signatura Apostólica), y algún tipo de habilitación por la cual el obispo deba escoger de entre un cuerpo previamente aprobado (que podría igualmente ser provisto por la Signatura Apostólica tras comprobar la experiencia y la formación, o incluso tras alguna prueba específica…) Actualmente los obispos diocesanos nombran tan libremente al vicario judicial que la Santa Sede o el mismo obispo sólo pueden actuar a posteriori para reparar una mala actuación. Algo parecido podría preverse para el nombramiento de jueces diocesanos y de defensores del vinculo.

La falta de personal judicial bien preparado suele provocar parálisis judicial por inhibición o por incapacidad real de los responsables. Hay diócesis en que formalmente se nombra un vicario judicial, pero éste tiene tan poca formación que se ve incapaz de actuar; o en otras se sigue manteniendo en el cargo a un sacerdote tan anciano que ya debería haberse jubilado y que no puede responder a la tarea que se le pide, haciendo que todo se vuelva lento y engorroso.

El motu proprio parece querer compensar tales carencias con una mayor implicación del obispo diocesano, pero ello puede provocar ciertas paradojas o ambivalencias: si el obispo no es jurista ni tiene experiencia canónica, el problema no se solucionará simplemente por encargarle a él los asuntos judiciales, y confiar en que podrá decidir con a ayuda de dos laicos sensatos (por tanto, no juristas) es más bien admitir la precariedad de la situación, pero no optar por una solución que ofrezca reales garantías en justicia. Incluso si el obispo posee conocimientos jurídicos, ello no significa que los tenga actualizados, o que tenga tiempo para dedicarse a estos aspectos. Realmente nos cuesta imaginar que arzobispos de grandes diócesis (Milán, París, Madrid, Barcelona, Nueva York, Westminster, Lisboa, Rio de Janeiro, México… por citar sólo algunas) puedan dedicar tiempo suficiente a la decisión de los procesos matrimoniales breves, y ni siquiera parece lo más conveniente si se desea ganar en celeridad. Los sumarios del proceso breve corren el peligro de quedar frenados durante meses en el escritorio de un obispo muy ocupado.

Debemos recordar que hace ya muchos siglos que la episcopalis audientia dejó paso a los tribunales diocesanos, pues ni todos los obispos estaban jurídicamente preparados para ejercer efectivamente de jueces, ni disponían del tiempo necesario para ello. Y no parece que ahora aquellas antiguas circunstancias hayan cambiado…

- ¿Es necesario contar con una sola disciplina procesal idéntica para toda la Iglesia latina?

Las observaciones que he ido planteando en los últimos puntos han puesto de relieve que la legislación pontificia ha tenido que reconocer que se dan circunstancias territoriales muy distintas. De acuerdo con la tradición, se han mantenido en legislación aparte las particularidades canónicas de las Iglesias orientales.

Quizás esté llegando el momento de plantearse seriamente si es útil ni práctico mantener la misma normativa procesal para todos los ámbitos territoriales de la Iglesia latina. Asegurada la identidad disciplinar sobre el Derecho substantivo, el Derecho procesal –aunque importante– es meramente instrumental, y por ello sería más justo y equilibrado reconocer la diversidad de circunstancias estableciendo soluciones diferentes. El motu proprio ofrece cierta sensación de legislación de urgencia para resolver problemas muy presentes, pero no ha pretendido una revisión total de la ley procesal canónica, la cual habría llevado mucho más tiempo y no habría cumplido los deseos pontificios ni las expectativas del Sínodo de los Obispos celebrado en 2014. Para el futuro, debería plantearse el desdoblamiento del Libro VII del CIC83 en diversas legislaciones territoriales.

NOTAS:

(1). Benedicto XIV, const. Dei miseratione de 3 de noviembre de 1741 (en: Codicis Iuris Canonici Fontes, cura Emmi. Petri Card. Gasparri, 1, Roma 1923, 695-701); ep. enc. Nimiam licentiam de 18 de marzo de 1743 (ibid., 790-795).

(2). Cf. la alocución del papa Pío XII a la Rota Romana de 2 de octubre de 1944.

(3). Véase C. de Diego Lora, ‘Comentario al c. 1682’, en: Comentario exegético al Código de Derecho Canónico, 4, Pamplona 1996, 1909-1912.

(4). En la Archidiócesis de Barcelona, entre uno y dos al año.

(5). Véase la alocución de Pío XII antes mencionada.

(6). Rescripto de 11 de febrero de 2013 sobre facultades especiales concedidas al Decano de la Rota Romana; véase E. de León Rey, ‘Nuevas facultades de la Rota Romana sobre nulidades matrimoniales’, publicado en: http://www.academia.edu/10352760/ROTA_ROMANA_FACULTADES (18/11/2015).

(7). Véase art. 15 de las “Reglas de procedimiento para tratar las causas de nulidad de matrimonio” incluidas en el motu proprio.

(8). En concreto, “la falta de fe que puede generar la simulación del consentimiento o el error que determina la voluntad, la brevedad de la convivencia conyugal, el aborto procurado para impedir la procreación, la obstinada permanencia en una relación extra conyugal al momento de las nupcias o en un tiempo inmediatamente sucesivo, la ocultación dolosa de la esterilidad o de una grave enfermedad contagiosa o de hijos nacidos en una relación precedente o de un encarcelamiento, un motivo para casarse totalmente extraño a la vida conyugal o consistente en el embarazo imprevisto de la mujer, la violencia física ejercida para arrancar el consentimiento, la falta de uso de razón comprobada por documentos médicos, etc.”

(9). Así parece permitirlo el art. 20 § 1 de las Reglas: “El Obispo diocesano establezca, según su prudencia, el modo con el que pronunciar la sentencia”.

 
 
 

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