Logo de Iustel
 
 
Sello de Calidad de la Fundación Española para la Ciencia y la TecnologíaDIRECTOR
Antonio Fernández de Buján
Catedrático de Derecho Romano de la Universidad Autónoma de Madrid

SUBDIRECTOR
Juan Miguel Alburquerque
Catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Córdoba

Menú de la revista

Conexión a la revista

Conectado como usuario

 

Para la descarga de los artículos en PDF es necesaria suscripción.

Pulse aquí si desea más información sobre cómo contratar las Revistas Generales de Derecho

Puede consultar el texto íntegro del artículo a continuación:

Depreciación monetaria e inflación en la crisis del Bajo Imperio. (RI §414898)  


Currency depreciation and inflation in the crisis of the Law Empire - Luis Rodríguez Ennes

Como acertadamente dice Polibio (XII, 25e, 6): “Los acontecimientos nos hacen prestar especial atención al futuro, si realmente indagamos a fondo cada paso del pasado”. Siguiendo el espíritu de esta declaración se han escrito estas páginas. La crisis del siglo III es un terreno abonado para el ejercicio de la polémica; con todo, conviene insistir en la importancia que en la decadencia imperial tuvieron los factores económicos: la rápida depreciación de la moneda y el aumento vertiginoso de los precios. A su análisis pormenorizado se destinan estas líneas.

I.- Introducción. II.- Causas de la crisis. III.- Política monetaria. IV.- Decadencia y cese de las explotaciones mineras. V.- Medidas antiinflacionistas. VI.- Bibliografía.

Palabras clave: crisis; depreciación monetaria; inflación.;

As certainly says Polybus (XII, 25e, 6): “The past events make us pay particular attention to the future, if really we inquire thoroughly every step of the past”. Following the spirit of this declaration, we have written these pages. The crisis of the 3rd century is an area paid for the exercise of the polemic; with everything, it suits to insist on the importance that in the imperial decadence had the economic factors: the speed currency depreciation and the dizzy increase of the prices. To his detailed analysis these lines are destined.

Keywords: Crisis; currency depreciation; inflation.;

DEPRECIACIÓN MONETARIA E INFLACIÓN EN LA CRISIS DEL BAJO IMPERIO

Por

LUIS RODRÍGUEZ ENNES

Catedrático de Derecho Romano

Universidad de Vigo

[email protected]

Revista General de Derecho Romano 22 (2014)

RESUMEN: Como acertadamente dice Polibio (XII, 25e, 6): “Los acontecimientos nos hacen prestar especial atención al futuro, si realmente indagamos a fondo cada paso del pasado”. Siguiendo el espíritu de esta declaración se han escrito estas páginas. La crisis del siglo III es un terreno abonado para el ejercicio de la polémica; con todo, conviene insistir en la importancia que en la decadencia imperial tuvieron los factores económicos: la rápida depreciación de la moneda y el aumento vertiginoso de los precios. A su análisis pormenorizado se destinan estas líneas.

PALABRAS CLAVE: crisis, depreciación monetaria, inflación.

SUMARIO: I.- Introducción. II.- Causas de la crisis. III.- Política monetaria. IV.- Decadencia y cese de las explotaciones mineras. V.- Medidas antiinflacionistas. VI.- Bibliografía.

CURRENCY DEPRECIATION AND INFLATION IN THE CRISIS OF THE LAW EMPIRE

ABSTRACT: As certainly says Polybus (XII, 25e, 6): “The past events make us pay particular attention to the future, if really we inquire thoroughly every step of the past”. Following the spirit of this declaration, we have written these pages. The crisis of the 3rd century is an area paid for the exercise of the polemic; with everything, it suits to insist on the importance that in the imperial decadence had the economic factors: the speed currency depreciation and the dizzy increase of the prices. To his detailed analysis these lines are destined.

KEY WORDS: Crisis, currency depreciation, inflation.

I

El Imperio Romano fue el estado de mayor tamaño que haya conocido nunca la Eurasia occidental. Durante más de cuatrocientos años se extendió desde el Muro de Adriano hasta el río Éufrates, transformó las vidas de todos los habitantes circunscritos por sus fronteras y dominó tierras y pueblos situados a centenares de kilómetros de sus confines. Una serie de sistemas íntimamente relacionados y compuestos por fortalezas, por redes estratégicas en calzadas y por ejércitos profesionales excelentemente entrenados constituyen a un tiempo el símbolo y la garantía de este dominio. Sin embargo, en el plazo de una generación, el orden romano se vio conmocionado hasta la médula.

¿Por qué se hundió Roma? En el mundo anglófono la caída está inevitablemente ligada a la “decadencia”, debido a que el título de la monumental obra de Edward Gibbon –The History of Decline and Fall of the Roman Empire (Londres, 1776-1788)- ha quedado firmemente grabado en la memoria colectiva. Como ha señalado Goldsworthy: “ningún otro libro de historia del siglo XVIII ha sido publicado con tanta regularidad en diversas formas y ediciones hasta el siglo de hoy”(1). Se han escrito muchísimas obras sobre el tema y cabe que algunas hayan presentado un análisis más perspicaz del asunto, pero ninguna ha cuestionado el puesto de la History Gibboniana como uno de los hitos fundamentales de la literatura inglesa. En los últimos años de su vida, a Gibbon le gustaba pensar que convertirse en historiador y escribir la crónica de la caída de Roma había sido una elección del destino. Afirmaba que la inspiración le llegó en un momento específico.

“Estaba en Roma, era 15 de octubre de 1764 y me hallaba sentado meditando en las ruinas del Capitolio mientras tres monjes descalzos cantaban las vísperas en el templo de Júpiter cuando la idea de relatar la decadencia y caída de la Ciudad brotó en mi mente por primera vez”(2).

Gibbon escribió varias versiones de esta anécdota, lo que dio pie a la sospecha de que había embellecido o incluso inventado ese recuerdo(3). Con todo, no cabe duda que fue un impulso romántico el que lo indujo a dedicar sus esfuerzos a la descripción de la caída del Imperio Romano, y con ello a la creación de una de las obras clásicas de la lengua inglesa. Para Gibbon la decadencia de Roma era algo tan natural que no exigía una explicación: “The story of his ruin is simple and obvius; and instead of inquiring why the Roman Empire was destroyed, we should rather be surprised that it had subsisted so long”(4). Para Momigliano(5): en estas palabras “hay cierto grado de insinceridad”; empero, tal vez el juicio más adecuado sobre la talla de Gibbon se deba al gran especialista de Cambridge, J. B. Bury que preparó la mejor edición de la historia gibboniana y que señala sin ambages que las investigaciones posteriores más exhaustivas “no han alterado ni embotado la naturaleza de los argumentos (...) su admirable descripción del cambio desde el principado a la monarquía absoluta y el sistema de Diocleciano y Constantino sigue siendo de gran valor (...) en lo principal, sigue siendo nuestro maestro y se encuentra por encima del presente efímero”(6). Y es que en cierto sentido, la formulación de Gibbon fue de una importancia fundamental; rompió simple e inequívocamente con todas las teorías cíclicas, místico-biológicas y metafísicas de la decadencia, y afirmó con claridad el punto de vista “naturalista”. Había que buscar la causa dentro del mismo sistema(7). Este punto de vista ha sido confirmado por nuestro propio análisis. Porque éste ha demostrado que el Imperio Romano no decayó a causa de una sola característica: el clima, la tierra, la salud de la población -ni tampoco a causa de los factores sociales y políticos que desempeñaron un papel tan importante en el proceso real de su decadencia- sino porque en cierto momento se vio sometido a tensiones que toda la estructura de la sociedad antigua le impedía soportar.

Nunca es fácil aislar el instante en que una sociedad deja de progresar y empieza a decaer. Los factores implicados son tan numerosos y se refieren a fenómenos en etapas de desarrollo tan diversas que la vigorosa expansión de una esfera bien puede coincidir con la decadencia ya avanzada de otra. Desde que el hombre aprendió por primera vez a registrar su propia historia en forma duradera, ha recurrido a los anales del pasado para iluminar los problemas del presente; y se ha referido una y otra vez a ciertos períodos y acontecimientos porque le parecían especialmente vivos y pertinentes a su propia situación. Este es el caso de la caída del Imperio Romano en Europa occidental. Desde los tiempos de los primeros padres de la Iglesia hasta la actualidad, la causa de aquel ocaso ha sido un punto central de la especulación histórica. Así las cosas, la caída de Roma también tiene una moraleja que subrayar y una lección que enseñar. “Los acontecimientos pasados –escribió Polibio (XII, 25e, 6) nos hacen prestar especial atención al futuro, si realmente indagamos a fondo cada paso del pasado”. Siguiendo el espíritu de esta declaración se han escrito estas páginas.

II

La crisis del siglo III y el fin del mundo antiguo es un terreno abonado para el ejercicio de la polémica. Crisis y decadencia no son conceptos históricos, quiero decir, científicos. Que puedan y deban serlo es otra cuestión. Como acertadamente pone de manifiesto Fernández Ubiña(8), lo cierto es que las más diversas adversidades han sido consideradas como efectos o causas de los “tiempos de crisis y decadencia” que, normalmente, estarían precedidos de una “edad de oro” y que –en no menos ocasiones –eran seguidos de otros tiempos felices que, en el peor de los casos, constituían una “edad de plata”. Pero, si existe tal momento en la historia del Imperio Romano, los autores coinciden en que corresponde al año 117 d. C. cuando Adriano sucedió a Trajano en el Principado(9). Con todo, resulta obvio que un análisis como el nuestro es muy general y requeriría para una comprensión a fondo un estudio pormenorizado de cada caso. Rechazadas –a partir de la genial aportación de Gibbon- la atribución de las épocas críticas a factores “sobrehumanos”(10), debemos centrar el análisis de la situación en la asimilación de las profundas transformaciones socio-políticas a las adversidades naturales.

Tradicionalmente, la crisis del siglo III ha sido descrita como un período nefasto. Fue una época en la que los romanos sufrieron derrota tras derrota a manos de enemigos extranjeros nuevos y poderosos. Los ejércitos persas tomaron Antioquía, las flotas de piratas godos saquearon Grecia y Asia Menor y otras tribus bárbaras atravesaron las fronteras irrumpiendo en la Galia, Italia e Hispania(11). También hubo brotes de peste en amplias zonas del Imperio, que muy posiblemente rivalizaron con la epidemia antonina en su virulencia y el número de víctimas causadas. Al mismo tiempo, la economía entró en crisis debido a la enorme devaluación de la moneda que llevaron a cabo los sucesivos emperadores para poder hacer frente al pago de sus guerras. También cambió la sociedad y algunos de los ciudadanos más pobres de las zonas rurales se vieron reducidos a poco más que siervos. Todo esto vino acompañado de una crisis de fe, a medida que en todo el Imperio la población fue abandonando las antiguas creencias por nuevas religiones y descabelladas supersticiones.

No cabe duda que la “clave” de todos estos desastres debe buscarse en la tercera centuria y fueron muchos autores contemporáneos los que tuvieron conciencia de la crisis, a la que naturalmente designaban con otras palabras: corrupta, occasus saeculi, inclinatio fatorum... pero que supieron describir con gran realismo, acertando incluso a poner sus inicios con el fin de la dinastía de os Antoninos(12). Ya en época de los Severos pudieron los contemporáneos calibrar algo de su alcance; las consecuencias de la crisis política interna de Roma llevaron a Tertuliano a hacer la observación de que humiles sublimitate, sublimes humilitate mutantur (Apol. 20, 2); parecidamente también Dión Casio hubo de presenciar como todas las cosas se volvían del revés en la jerarquía social de Roma(13). San Cipriano pergeñaba un cuadro muy sombrío hacia el 252: los medios de subsistencia escaseaban, los precios subían, las minas estaban agotadas, las fuerzas artesanales mermaban; se añadía a esto la falta de campesinos en la agricultura(14). No era posible detener la inflación que hacia mediados del siglo III alcanzó dimensiones catastróficas. Decayó el número de habitantes(15); la penuria hominum es denunciada por Ulpiano de forma explícita(16). En esta alarmante despoblación influyeron diversos factores: las guerras, las condiciones higiénicas, las miserias de las familias, la anarquía militar y las epidemias –abundantes en este período- pero quizá con orígenes en el siglo II en el que se produjo una gran epidemia de peste bajo el reinado de Marco Aurelio(17), a la que siguieron otras epidemias y catástrofes naturales(18). Por todo ello decayó el número de habitantes y se hizo más corta la esperanza general de vida(19).

Fuente fundamental para la crisis del siglo III y para muchos aspectos del siglo IV es la Historia Augusta o Scriptores Historiae Augustae (SHA), conjunto de biografías latinas de los emperadores desde Adriano hasta Numeriano. También aquí aparecen consignados diversos enfoques de la crisis y de los peligros que comportaba(20); pero su valor como fuente fidedigna ha sido ampliamente discutida(21), así como su fecha de redacción, pues algunos investigadores consideran que se escribió a finales del siglo IV o comienzos del siglo V, y que muchos datos son inventados(22). En cambio, otros autores creen que fue escrita en tiempos de Diocleciano-Constantino, por lo cual son de inapreciable valor para el análisis del siglo III, considerando que los anacronismos existentes fueron introducidos en fechas posteriores(23). La composición tardía explicaría la falsificación: bajos los césares cristianos la propaganda pagana ya no es posible en forma directa, sino solamente como proyección literaria en el pasado(24).

III

Pocos detalles conocemos de la economía del mundo romano. No hay cuentas gubernamentales, ni registros oficiales de la producción, el comercio, la distribución de las ocupaciones, los impuestos. A causa de ello, no está a nuestro alcance efectuar una descripción sistemática de la economía romana. Los historiadores económicos, más aún que los historiadores que se interesan por los aspectos tradicionales, deben fijarse unos objetivos limitados y hacer uso de la imaginación y el discernimiento para tratar de alcanzarlos(25). Un autor de referencia en esta materia, Rostovteff(26) señala sin ambages que “uno de los fenómenos más acusados de la vida económica del siglo III fue la rápida depreciación de la moneda y el aumento –más rápido aún- de los precios”. De Martino ha demostrado que de varios textos romanos se infiere la denominada teoría cuantitativa de la moneda ya que en época republicana Cicerón y César eran sabedores de los efectos derivados de la escasez o del aumento de la moneda circulante. También los escritores del Imperio, y en particular Plinio, habían considerado con atención los fenómenos monetarios(27).

El mundo de las monedas es harto complejo, sobre todo si se propone uno hacer de ellas un tratamiento económico. Cuando hablamos de inflación se nos ocurre obnubilar nuestra mente con ideas modernas, cuando –como bien dice De Martino(28)- el sistema monetario antiguo era muy diverso del nuestro y no concurrían varios factores que en nuestro tiempo puedan ser causa de inflación. En primer lugar la moneda era metálica, no existía la moneda diduciaria, no había títulos de créditos que pudieran facilitar el crecimiento de la actividad económica sin medios monetarios para las inversiones, no existía una función bancaria que pudiera cooperar al proceso inflacionista y no existía la tensión por los aumentos salariales que hoy –no siempre con razón- son reputados responsables de la crisis. Los emperadores controlaban la acuñación de monedas de oro y plata, por lo que estaban sometidos a la constante tentación de acrecentar sus recursos devaluando la moneda mediante su depreciación reduciendo el peso o disminuyendo la cantidad del metal precioso con ley.

Augusto había estabilizado la relación entre el aureus de oro, acuñado desde tiempos de Julio César y el más viejo denarius de plata, en 25:1, lo que representaba una razón oro-plata de 12:1 aproximadamente(29). Por su parte, Plinio nos cuenta (N. H. XXXIII, 47) que Nerón redujo el aureus de 1/40 a 1/45 y el denarius de 1/84 a 1/96. En tiempos de Trajano un denario contenía un poco más del 90 por ciento de plata. Bajo el gobierno de Marco Aurelio el porcentaje de plata frente a los metales de baja ley cayó por debajo del 75% en un momento en que la guerra y la enfermedad hacían estragos en el Imperio. Septimio Severo redujo el contenido de plata del denarius al 50% con el resultado de ser rechazado por completo en Germania donde tesoros del siglo III revelan una crecida cantidad de oro(30). Todo ello demuestra que el método de depreciar el denario disminuyendo en proporción no relevante la cantidad de plata, sin reducir el peso, es muy importante para comprender las escasas reacciones de los poseedores de moneda, ya que era asaz difícil de establecer –sin ayuda de medios técnicos perfeccionados- cuál fuese el porcentaje de la quita(31). Lo cierto es que la enérgica devaluación severiana determinó que el denario romano fuese poco aceptado más allá de las fronteras del Imperio. Esta rebaja de la moneda en circulación fue equivalente a una inflación de la plata con respecto al oro. Hubo una repentina subida de los precios y cuando las legiones protestaron contra la paga en dinero de aleación más baja, tuvieron éxito al conseguir un aumento de sueldo. Pero, al parecer, consiguieron más que eso. Porque es en el reinado de Septimio Severo en el que debemos buscar los comienzos del sistema según el cual se pagaba al ejército y a la administración civil, para sus necesidades básicas, no en moneda, sino en especie(32). Por medio de una orden especial, que llegó a ser cada vez más frecuente, se dieron instrucciones a las provincias por las que iban a pasar las legiones, para que suministraran sus provisiones, y este impuesto fue conocido como la annona militaris. Aparecen testimonios de la existencia de este tributo –que representó el primer intento regular de establecer una organización permanente para pagar al ejército- en Egipto a finales del siglo II, y se recaudó regularmente a lo largo del siglo III. Un edicto anual definía su alcance para el año siguiente. Este sistema tenía alguna ventaja para el ejército y la burocracia durante los períodos de inflación del siglo III, porque les permitía evitar el pago con moneda devaluada(33).

El punto culminante de la depreciación gradual de la valuta de plata y de la desaparición del oro del mercado fue el reinado de Caracalla quien sustituyó el denarius por el antoninianus. El antoninianus era una moneda más pesada que el denarius, esto es, en torno a los cinco gramos y contenía una cantidad de plata del 46%, doble que la del denario por lo que verosímilmente equivalía a dos denarios. Es difícil sustraerse a la consideración de que la nueva moneda fue introducida debido a que la vieja estaba perdiendo su crédito. Con todo, esta moneda no duró mucho y desde el 219 el antoninianus no va a ser acuñado más veces en Roma(34). A partir de ese momento, el poder adquisitivo de la moneda imperial descendió sin tregua con lo que crecieron desmesuradamente los artículos de primera necesidad. En efecto, tras la fuerte devaluación de Galieno, los precios aumentan el 800%. Las investigaciones de Callu nos han proporcionado una masa imponente de datos, que permiten seguir las vicisitudes monetarias emperador tras emperador y lugar por lugar(35). La conclusión es obligada. Desde Marco Aurelio en adelante, se inicia un proceso de devaluación monetaria que con la crisis se descontrola y se transforma en una catástrofe: la moneda de plata se va a convertir en un pedazo de cobre plateado, con una cantidad irrisoria de plata, provocando la salida de circulación de la vieja de mayor valor(36).

Con Aureliano se impone un enérgico intento de restauración dada su preocupación por la legitimidad de las monedas en circulación. En la Galia, especialmente, las monedas de pago de los veinte años anteriores habían sido acuñadas por un régimen oficialmente ilegítimo, y en Egipto, a principios de la década de 260, un gobernador se vio obligado a ordenar a los banqueros que aceptaran monedas con la imagen de algún emperador, algo a lo que aquellos se mostraban muy reacios, porque las imágenes eran las de dos usurpadores(37). Por esos mismos años, en Hispania se observa la desaparición progresiva de la circulación predominante del sestercio, desplazado poco a poco por la moneda de vellón(38). Con todo, la situación monetal de Hispania es parecida en líneas generales a la del resto del Imperio(39).

Uno de los problemas más confusos de la vida y hechos de Aureliano(40), es la llamada reforma monetaria(41). Y es que, durante su reinado, el sistema monetario romano se encontraba muy desestructurado y la moneda ofrecía muy poca confianza al usuario que en pocos años había visto como estaban cada vez más devaluadas y presentaban un aspecto muy poco cuidado(42). Ante esta situación, el emperador se propuso restaurar el sistema monetario. Mejoró sensiblemente la calidad de la moneda creando el aurelianus, que contenía un 5% de plata(43), pero no consiguió sanear el sistema monetario, porque no acuñó la suficiente cantidad, pese a que Zósimo –única fuente que menciona el aurelianus- afirma que se trataba de una nueva moneda destinada a sustituir a la falsa y hacer seguros los cambios(44). Así las cosas,las acuñaciones fraudulentas siguieron teniendo un fuerte impacto en la masa monetaria, ya de por sí bastante deteriorada, ya que la inundaron en cantidades importantes y se difundieron a lo largo y ancho del Imperio(45). Se puede asegurar que la moneda mala no fue retirada de la circulación, pues aún las falsificaciones de época son notorias en los hallazgos de estos años. De lo expuesto anteriormente hay que deducir que Aureliano intentó mejorar el sistema monetario existente y nunca renovarlo. A modo de conclusión sobre este punto, cumple señalar que sólo se ve en todo el proceso un intento de mejora del numerario, para dar confianza al usuario romano especialmente, pero ninguna de las características de una verdadera “reforma” monetaria. Como bien dice Mattingly(46), la supuesta reforma de Aureliano, no fue sin embargo, un completo fracaso; al menos sirvió para marcar el camino hacia la ulterior y profunda reforma dioclecianea. No cabe duda de que Aureliano había intentado abordar un auténtico problema mas, al no solucionarlo, el resultado fue el desplome de la divisa imperial, la inflación galopante y la destrucción de las reservas acumuladas por todo el Imperio. Así se vino abajo un sistema monetario que había permanecido razonablemente estable durante siglos y los esfuerzos por restaurar la confianza en dicho sistema serían una constante fuente de tensión a lo largo de los siglos siguientes.

Unos veinte años después de que Aureliano reformase la moneda de vellón y restituyera la calidad de las emisiones de oro, Diocleciano volvió a reformar el sistema monetario en un proceso que se extendió desde 293 a 298(47). Estabilizó el peso del oro e introdujo el argenteus, de plata pura; eran monedas fuertes que trataban de restituir la confianza del público(48). Tenemos indicios de la reforma en las monedas del período, troqueladas conforme a un modelo nuevo y mucho más pesado, y en una inscripción procedente de Afrodisias –Turquía occidental-. Esta comprendía un edicto y una carta explicativa que tenía por destinatario al gobernador local. La información que nos transmite señala, en suma, que había que asignar a las monedas imperiales un valor doble del nominal(49). También puso en circulación calderilla de metal vil, en este caso vellón, cuyo valor intrínseco dependía de la plata que contenía. Con ello queda patente que la reforma dioclecianea constituye la primera tentativa orgánica de restaurar la moneda, pero no referida a todo el dinero circulante, sino sólo al oro y la plata, dejando sobrevivir una gran masa de monedas –folles, radiati o denarii- cuyo valor intrínseco era inferior al nominal.

Para asegurar su distribución uniforme, Diocleciano creó un nuevo sistema de cecas repartidas por todo el Imperio que, tras diversos cambios se estabilizaron en quince ciudades ubicadas estratégicamente en grandes puertos marítimos o fluviales. Con todo, la Diocesis Hispaniarum no tuvo ceca de producción de moneda en ningún momento del siglo IV. Hecho significativo y de consecuencias históricas importantes(50). Naturalmente, esto no quiere decir que la moneda no circulara en la diócesis y a veces abundantemente(51). El poder adquisitivo de cada moneda estaba determinado por su valor en la unidad de cuenta, el llamado “denario común”. Mientras que tanto el oro como la plata se ajustaban a su valor intrínseco, las piezas de vellón estaban muy sobrevaloradas, lo que fue la perdición del sistema. Tal como explica el economista austríaco Von Hayek en unas reflexiones sobre la ley de Gresham, la moneda mala sólo expulsa a la buena si existe un precio mínimo para aquella y uno máximo para ésta. En cualquier otro caso la gente opta por la buena(52). Debido a ello, desde sus inicios el vellón de Diocleciano estuvo condenado a no ser aceptado al cambio oficial, y a devaluarse en relación a las monedas buenas, que se atesoraron de forma masiva mientras el nummus copaba el mercado, empleándose en toda clase de transacciones y no sólo en las menudas(53). Y ante la disyuntiva de pagar con oro y plata puros que conservaban o incrementaban su valor, la elección era obvia. Ni el carácter sagrado de la moneda(54), ni las draconianas medidas represivas lograron salvar la situación. Así, por chocante que pueda resultar, el resultado fue una carestía estructural de dinero: al dominar la moneda mala todos los intercambios(55), la gente común no tenía suficiente como para realizar las transacciones diarias, haciendo necesaria la emisión de cantidades incluso mayores, carencia que se alió con la codicia fiscal del Estado(56). En suma, la reforma de Diocleciano tuvo muy buenas intenciones, pero no consiguió el propósito de sanear el sistema monetario.

Como dice A. D’ORS(57) “el acontecimiento más importante del siglo IV, que dominó la historia de ese siglo y aún de los que le siguieron, fue la aparición del solidus de Constantino, esto es, la difusión de la moneda de oro por todo el ámbito del Imperio Romano”. Merced a esta medida, fundamentalmente, el siglo IV va a ser una época de progreso general en términos macroeconómicos. El juicio negativo de algunos historiadores se debe a que está inserto entre dos períodos dramáticos y porque la influencia de la política religiosa y de las fuentes cristianas favoreció una interpretación negativa de la realidad económica(58). Este progreso se va a apoyar en una moneda fuerte –el solidus aureus- implantada por Constantino y que pondría fin a la confusión monetaria del siglo III. El solidus pesaba 1/72 de libra y permaneció estable –salvo pocas excepciones- hasta la época bizantina. De hecho, se mantenía prácticamente sin cambios en el año 1070, cuando empezaron a aparecer muestras degradadas de esta moneda(59). Además, se divulgan entonces técnicas de producción más racionales, se repueblan ciudades y se realiza una auténtica actividad constructora por lo que –y aquí seguimos a A. H. M. Jones(60)-, la crisis del siglo III se palió en gran medida merced a las medidas enérgicas de la dinastía Iliria.

Mientras tanto, el bronce o el bronce plateado seguía disminuyendo de valor, quizá porque el gobierno –preocupado sólo con su propia ventaja fiscal- continuaba acuñando cada vez más, mientras insistía en que se pagaran los impuestos únicamente en oro o in natura. La tendencia general fue que el aumento de precios en relación con la moneda devaluada se hace vertiginosamente. Mientras, en el 310 los precios se duplican y veinte años después se triplican. Pero tras esta época y en particular después del 338, a juzgar de los documentos provenientes de Egipto, el aumento de los precios en relación con la moneda de baja aleación deviene en desaforado(61). Para el ejército y los empleados públicos había repartos públicos de productos de primera necesidad, complementados con sueldos en la moneda de bronce devaluada, que servían para la compra de menudencias adicionales en el mercado libre. Al mismo tiempo, los ricos disfrutaban de las ventajas de una buena moneda de oro con la que podían comprar toda clase de artículos de lujo del mundo conocido. De ahí que el anónimo autor de De rebus bellicis(62) le atribuya a Constantino –con duras palabras- el haber sustituido en el commercia vilia la moneda de oro por la de cobre provocando así la ruina de la afflicta pauperitas y las revueltas que siguieron(63). Sobre la base de este texto, Mazzarino(64) ha construido la teoría de que las reformas de Diocleciano y Constantino tuvieron un significado político y social diverso: el primero habría proseguido la política tradicional del Principado, consistente en la defensa del denario como moneda de cambio de la gente humilde. El segundo habría por su parte realizado una auténtica revolución económica, abandonando la defensa del denarius anclando la moneda al oro, con la consiguiente ruina de la gente humilde, cuya moneda era la de cobre y el absoluto predominio de los poseedores de oro, esto es, de los beati possidentes. Y es que mientras los precios en oro no registraban sensibles aumentos, los precios en denarios sufrieron veloces y fuertes subidas.

IV

La conquista del sur y el centro de España en el siglo II a. D. puso a disposición de Roma cantidades sin precedentes de cobre, plata y oro, y favoreció la propagación de la acuñación y la monetización dentro del Imperio. Este proceso se vio acelerado en tiempo de Augusto con la explotación hidráulica de las minas de Gallaecia y las guerras dacias de Trajano proporcionaron importantes fuentes de plata y oro(65).

Las fuentes posteriores a Plinio -quien, como es sabido, murió con ocasión de la erupción del Vesubio en el 79- dejaron de interesarse por la Península, pues los datos sobre las explotaciones mineras en el siglo II son escasos. Esta parquedad de constancias textuales constituye lógico corolario, en cierto modo, de una ralentización del ritmo de laboreo. Las causas han sido señaladas con precisión: disminución de la masa de esclavos que, al decir de Rostovtezz(66), constituían "la columna vertebral de la economía", el progresivo agotamiento de los yacimientos auríferos(67), la obtención de metales estratégicos en los países septentrionales(68) y, muy especialmente, la conquista por Trajano de Dacia, provincia donde abundaba el oro(69). Empero, a lo largo del siglo II el rendimiento de las explotaciones auríferas puede calificarse de aceptable(70); en realidad, el cese de las extracciones, de acuerdo con Domergue(71), cabe situarlo cronológicamente durante la dinastía de los Severos, coincidiendo con la crisis generalizada que asoló al imperio. Jones-Bird llegan a la misma conclusión: no hay laboreo en las minas más allá del año doscientos(72).

Como apunta Arce(73), el argumentum ex silentio está revestido, en este caso, de gran valor. Es difícil imaginar que una explotación aurífera -con la necesidad constante que de ese metal se tiene en los siglos III y IV(74)- no haya dejado ninguna referencia en los textos literarios o jurídicos. Por lo que hace a los vestigios arqueológicos, tanto las excavaciones como los estudios de campo son igualmente elocuentes en punto al cese de la actividad minera(75). El propio Domergue observa ya este hecho y recuerda la existencia señalada en la Notitia dignitatum de un Comes metallorum per Illyricum, así como de sus homólogos de otras regiones del Imperio: Dacia, Macedonia, Mesia, pero ninguno de la Diocesis Hispaniarum(76). Estos datos empíricos permiten dejar en sus justos términos la mención a las famosas minas de oro del Noroeste que -a finales del siglo IV- efectúa el Retor Licinio Pacato, en el panegírico a Teodosio: aurum quod de montium venis aut fluminum glareis (...) scrutator gallaicus eruisset(77). En este mismo contexto, la afirmación del poeta Claudiano de que los centros mineros auríferos de nuestro suelo siguieron perviviendo no puede, en modo alguno, constituir prueba de su laboreo, ya que la obra -Laus serenae- está escrita en una época -hacia el año 404- en la que la explotación de las minas de oro galaicas no era más que un mero recuerdo histórico. Se trata -creo- de una licencia poética que el vate bajoimperial exorna con parejos vocablos y tópicos literarios a los empleados por su antecesor Silio Itálico(78) e, incluso, por escritores mucho más antiguos como Plinio(79).

No se comprende bien cómo un historiador como C. R. Whittaker ha podido hablar de la recuperación de las minas de Gallaecia y Lusitania en el siglo IV con la ligereza de utilizar como apoyo los versos de Claudiano, Laus Serenae, 54, 5 [Gallaecia: pretiosa metallis, principibus fecunda piis] [Cfr. C. R. WHITTAKER, “Inflation and Economy in the Fourth Century A. D.”, en Imperial Revenue, Expenditure and Monetary Policy in the Fourth Century A. D., BAR Suppl. Series 76 (1980) p. 5 y 7. De estos versos ningún historiador de la economía puede concluir absolutamente nada. En todo caso, la última palabra está en manos de los arqueólogos y de sus trabajos de campo. Y en este terreno, lo poco que sabemos apunta al agotamiento o abandono de las minas en el siglo IV [DOMERGUE, C., Minas de oro romanas en la provincia de León (Madrid, 1977) p. 93-94].

Algunos autores han tratado de confirmar la explotación de las minas del N.O. peninsular basándose en la cierta abundancia de miliarios de emperadores de la Anarquía militar y el Bajo Imperio(80), hecho éste que constituiría -según ellos- claro indicio de que las vías de la zona minera habían sido arregladas para facilitar el transporte del mineral(81). Con razón ha señalado D’Ors, que estos miliarios -las más de las veces- pueden ser honoríficos(82). En nuestra opinión, aquellos que interrelacionan la concentración de miliarios en el N.O. con la persistencia de las explotaciones auríferas quizás no reparan en el valor primordialmente propagandístico que encierran estos hitos viarios. Su presencia puede obedecer a simples motivaciones políticas cual es el caso de emperadores como Magencio y Decencio de, como es sabido, efimeros gobiernos y que -parece- consiguieron el apoyo de Gallaecia en su usurpación(83). En conclusión, cabe afirmar con Arce que el argumento de los miliarios es débil y no ayuda nada al conocimiento real de las explotaciones mineras en el periodo tardoimperial(84). Dado, pues, el estado actual de nuestros conocimientos debemos colegir que el laboreo de las minas galaicas había cesado hacia el siglo III.

V

El gran aumento de los gastos provocado por la ambiciosa política reformista de Diocleciano(85) va a coincidir con la disminución de las rentas: el abandono de los campos –que castiga sobre todo a los propietarios ausentes- alcanza los bienes del emperador; la regresión económica disminuye el rendimiento de los impuestos sobre la circulación de las riquezas(86). Los problemas de los campos y de las ciudades perjudican el pago de la recaudación regular de los impuestos en efectivo y en tarifas fijas; el Estado es víctima del alza de precios y recurre a la alteración de la moneda –por la disminución de su peso o la reducción de su título- más sensible de sobreestimación. Pero muy pronto el aumento del volumen de la moneda circulante(87), añadida a los restantes factores en alza(88), precipita la inflación. Las antiguas emisiones de mayor calidad, la plata sin acuñar, el oro –cuyo valor oficial en relación con la plata se deprecia- desaparecen en los tesoros particulares. Para sacar la moneda buena de sus escondrijos, el Estado aplicó una legislación draconiana y premió a los cambistas, incentivándolos para comprar monedas de oro y vendérselas al Estado -solidorum venditio- (89).

Las pruebas comparadas sugerían que transcurría aproximadamente un mes antes que los comerciantes se percataran de que las nuevas monedas eran aún peores que las viejas y subieron los precios, así que cada desvalorización no concedía a los apurados emperadores más que un leve respiro. A largo plazo, una desvalorización seguida de una fijación de precios no constituía una solución porque los comerciantes se limitaban simplemente a retirar sus artículos de los anaqueles y a distribuir su mercancía en el mercado negro y a un plazo aún mayor; el único remedio era extraer una mayor riqueza del Impero –del producto imperial bruto- por vía impositiva. Esto había venido provocado también por los peores momentos de la crisis del siglo III, ya que los emperadores, en períodos de tensión concretos podían exigir impuestos extraordinarios en forma de alimentos. Ello evitaba los problemas de la acuñación pero, debido a su carácter impredecible, resultaba muy impopular. Por último, en la época de Diocleciano, se sistematizó plenamente un nuevo impuesto periódico que gravaba la producción económica y al que ya hemos hecho referencia: la annona militaris(90).

Las más modernas investigaciones sugieren que, a pesar de las devaluaciones de los primeros años del siglo III, la gran inflación comenzó realmente tras la muerte de Alejandro Severo en 235 y fue más aguda de lo que se suponía, en torno a una media del 8,6-8,8% anual, llegando a su culmen con Diocleciano y su Edicto de Precios, al exceder el 100% en el último trimestre de 301(91). En esta fecha, el emperador intenta acabar con la escalada de precios que él mismo había provocado mediante el expeditivo método de ilegalizarla. En diversos anales encontramos, para el año 302, esta noticia: “Entonces mandaron los emperadores que hubiera baratura”(92), es decir, que Diocleciano fijó precios topes a las subsistencias(93). Su edicto establecía un precio y un salario máximo legal para virtualmente todos los productos y ocupaciones. La seriedad con la que consideró el problema puede apreciarse por el hecho de que prescribiera la pena de muerte para todo el que violara sus disposiciones. El edicto fue un fracaso, Lactancio nos cuenta que subieron más los precios y que al fin hubo “gran efusión de sangre a causa de pequeños e insignificantes detalles”(94). Sin embargo, es evidente que de nada iba a servir tal seriedad cuando era la propia política monetaria imperial la que causaba el problema. Lactancio registró exactamente lo que pasó: a pesar de la represión, hubo una retirada masiva de bienes y aumento de precios aún mayor que condujo a la rescisión final del edicto(95) y es que, prescindiendo de la saña antidioclecianea de Lactancio(96), en la práctica el Edictum de Pretiis fue un acto de demencia económica. En lo más básico, el mandato hace caso omiso a la ley de la oferta y la demanda, la dependencia de los precios respecto a la disponibilidad de los bienes y el hecho de que el valor de éstos se veía también afectado por el coste del transporte. Tales circunstancias –unidas a su aplicación únicamente en Oriente(97)- podrían significar que el mandato se revocó poco tiempo después de promulgarse, tras su estrepitoso fracaso. Lactancio asevera que “la ley se disolvió por necesidad de manera natural”(98). De toda la administración de Diocleciano, lo que más se le puede reprobar sea acaso la introducción de estos precios fijos, pero tampoco se podría desconocer por completo su buena intención(99). Teniéndolo todo en cuenta acaso sea su gobierno uno de los más eficaces y mejor intencionados que conoció el Imperio. Si se libera uno de las persecuciones de los cristianos y de las deformaciones y exageraciones de Lactancio, los rasgos de este emperador cobran una dimensión diferente.

VI. BIBLIOGRAFÍA

ALBRECHT, M. von., Historia de la literatura romana, trad. esp. Dulce Estefanía-Andrés Pociña (Barcelona, 1999).

ARCE, J., “El ‘Edictum de pretiis” y la ‘Diocesis Hispaniarum”. Notas sobre la economía de la Península Ibérica en el Bajo Imperio Romano”, en Hispania 39 (1979) p. 5 ss.

El último siglo de la España romana: 284-409, (Madrid, 1982).

BALIL, A., “Hispania en los años 260 a 300 después de Jesucristo”, en Emerita 27, (1954), p. 269.

BAYNES, N. H., The Historia Augusta: its date and purpose (Oxford, 1926).

BERCHEN, D. van., “L’Annone militaire”, en MSAF LXXX (1937) p. 117-202.

BERNARDI, A., “Los problemas económicos del Imperio Romano en la época de su decadencia”, en C. M. Cipolla y otros, La decadencia económica del Imperio (Madrid, 1973) p. 27 ss.

BIRD, D. J., “The Roman Gold- Mines of North-West Spain”, en BJ 152, (1972), p. 36 ss.

BIRLEY, A. R., “Septimius Severus and the Roman Army”, en Epigraphische Studien 8 (1969) p. 63-82.

“The economics effects of Roman frontier policy”, en The Roman West in the Third Century, King-Henig (eds.) (Oxford, 1981) p. 39 ss.

BOLIN, S., State and Currency in the Roman Empire (Estocolmo, 1958).

BRUUN, C., “The Antonine Plague and the Third Century Crisis”, en Hekster, Kleijn y Slootjes (eds.), Crises and the Roman Empire (Leiden-Boston-Brill, 2007) p. 201-207.

CAAMAÑO, GESTO, J. M., “Los miliarios del alto de la Cerdeira (Puebla de Trives)”, en CEG 28, (1973) p. 212 ss.

“Aportaciones a los miliarios del tramo orensano de la vía XVIII”, en Bol. Aur. 6 (1976) p. 121 ss.

CALLU, J. P. “Role et distribution des especies de bronze de 384 á 392”, en Imperial Revenue, p. 41 ss.

“La circulation monétaire de 313 á 318”, en Actes du 8éme Congrés International de Numismatique (París-Bale, 1976) p. 227-242.

Les dévaluations á Rome (Roma, 1978).

CANSINOS MORA, F., “Intervencionismo económico en la legislación imperial romana del siglo IV: Líneas generales”, en V.V.A.A. Hacia un Derecho administrativo y Fiscal romano, A. Fernández de Buján, Gabriel Gerez Kraemer, Belén Malavé Osuna (Co-editores) (Madrid, 2011) p. 255 ss .

CASCIO, E. LO., “Del antoninianus al laurento grande, la evoluzione monetaria del III secolo alla luce de la nuova documentzione di etá dioclezianea”, en Opus 3 (1984) p. 133-201.

CORCORAN, S., The Empire of the Tetraerchs. Imperial Pronuncements and Goverment AD 284-324 (Oxford, 2000) p. 232-233.

CRAWFORD, M., “Finance, Coinage and Money from the Severians to Constantine”, en Aufstieg II/2 p. 560 ss..

“Le probléme des liquidités dans l' Antiquite classique”, en Annales 26, (1971) p. 1228 ss.

CHRISTENSEN, A. S., Lactantius the Historian: An Analysis of the Mortibus Persecutorum (Viborg, 1980).

DEPEYROT, G., Crisis e inflación entre la Antigüedad y la Edad Media (Barcelona, 1996).

DÍAZ BAUTISTA, A., Estudios sobre la banca bizantina (Negocios bancarios en la legislación de Justinianeo (Murcia, 1987).

DE MARTINO, F. de., Storia económica di Roma antica, II (Florencia, 1980.

DOMERGUE, C., Les explotations auriferes du Nord-Ouest de la Peninsule Ibérique sous l’occupation romaine >>, en La minería hispana e iberoameriana 1 (León, 1970) p. 151-193.

DOMERGUE-HERAIL, Mines d'or romaines d' Espagne, (Toulouse, 1978).

D´ORS, A., Epigrafía jurídica de la España romana (Madrid, 1953)

“Un arbitrista del siglo IV y la decadencia del Imperio Romano”, en Cuadernos de la Fundación Pastor 7 (Madrid, 1963) p. 41-69.

EDMONSON, J. C., Two industries in Roman Lusitania: Mining and Garum production (Oxford, 1987).

ERIM-REYNOLDS-CRAWFORD, “Diocletian’s Currency Reform. A New Inscription”, en JRS 61 (1971) p. 171 ss.

FARIÑA, F., “Notas sobre la circulación monetaria a mediados del siglo III después de Cristo en el Noroeste peninsular”, en Congreso Arqueológico Nacional 12, p. 747 ss.

FERNÁNDEZ UBIÑA, J., La crisis del siglo III y el fin del mundo antiguo (Madrid, 1982).

GARNSEY P.-SALLER, R., El Imperio Romano: economía, sociedad y cultura, (Barcelona, 1990).

GIBBON, E., The History of Decline and Fall of the Roman Empire (Londres, 1776-1788).

GOLDSWORTHY, A., La caída del Imperio romano. El ocaso de Occidente, trad. esp. Martín Lorenzo (Madrid, 2009).

GONZÁLEZ BLANCO, A., Economía y sociedad en el Bajo Imperio según San Juan Crisóstomo (Madrid, 1980).

“Evocando a Otto Seeck”, en Studia Storica. Historia Antigua 6 (1988).

GONZÁLEZ GARCÍA, A., “La inflación en el Imperio Romano de Diocleciano a Teodosio”, en Documenta et Instrumenta 9 (2011) p. 139 ss.

GUADÁN, A. M., “Algunas cuestiones sobre la reforma monetaria de Diocleciano”, en Anejos de Gerión I (Madrid, 1988) p. 307 ss.

GUEY, J., “De l’or des daces au livre de Stude Bolin”, en Mélanges Carcopino (París, 1960) p. 455 ss.

HARL, K. W., Coinage in the Roman Economy 300 BC to Ad 700, (Maryland, 1996).

“Marks of value on tetrarci nummi and Diocletian’s monetari policy”, en The Phoenix (1985) p. 263-270.

HAYEK, F. A., von., Chaice of Currency: A Way to Stop Inflation (Londres, 1976).

HENDY, M., “Mint, Fiscal Administration under Diocletian, his colleagues and his succesors”, en JRS 62 (1972) p. 81.

HERTEL, T., s.v. "mining” en Cambridge Ancien History 12, p. 243 ss.

HERZOG, R., s. v. “nummularii”, en RE (17 p. 1416.

HOMO, L., “Les documents de l’Histoire Auguste et leur valeur historique >>, en RH 151 (1926) p. 161 ss.

HOPKINS, K., Trade in the Ancient Economy (Londres, 1985).

JONES, A. H. M., The Later Roman Empire: A Social, Economic and Administrative Survey (Oxford, 1964).

Obertaxation and the decline of the Roman Empire”, en Antiquity 33 (1959) p. 39-43.

JONES-BIRD, “Roman Gold-Mining”, en JRS 62, 1972, pp. 62-74.

JONGMAN, W., “Gibbon was Right: The Decline and Fall of the Roman Economy”, en Hekster, Kleijn y Slootjes (eds.) Crises and the Roman Empire (Leiden-Boston-Brill, 2007) p. 188 ss.

LEWIS-JONES , “Roman Gold-Minins in North West Spain”, en La Minería, 2, p. 171 ss.

LORIOT, X., “Les premiéres années de la grande crise du IIIe siecle: De l’avénement de Maxim le Thrace (225) á la mort de Gordien III (244)”, en ANRW, II, 2 (Berlín-Nueva York, 1975) p. 657 ss.

MALAVÉ OSUNA, B., “La administración financiera en el Bajo Imperio”, en RGDR 8 (2007) p. 7 ss.

MATTINGLY, H., Roman Coins, from the earliest times to the fall of the Western Empire (Londres, 1960).

MAZZARINO, S., El fin del mundo antiguo, 5 (México, 1961) p. 189 ss.

“Precetti del buon Goberno (Principio Gubernatione Rei P.) e problema di economía militare”, en Bonner Historia-Augusta Colloquium, 1971 (Bonn, 1974) p. 103-112.

MOMIGLIANO, A., “Gibbon’s Contribution to Historical Method”, en Studies in Historiography (Londres, 1966) p. 40 ss.

MOMMSEN, T., Ueber das Römischen Münzwesen (Berlín 1850).

MROZEK, S., “Le travail des hommes libres dans les mines romaines”, en La Minería, 2, p. 163 ss.

MUÑOZ COELLO, La finanzas públicas del Estado romano en el Alto Imperio (Madrid, 1990).

PASSERINI, A., Linee di storia romana in etá imperiale (Milán, 1940).

POTTER, Constantino El Grande (Barcelona, 2013).

PRODOMÍDIS, P. I. K., “Another View on an Old Inflation: Environment and Policies in the Roman Empire up to Diocletian’s Price Edict”, en Centre of Planning and Economic Research Discussion Papers 85 (Atenas, 2006).

RICHMOND, I. A., Roman Britain (Londres, 1955).

RIPOLLÉS, P. P., “La circulación monetaria en la ciudad de Valencia durante la época imperial”, en La ciudad de Valencia, coord. por J. Hermosilla Pla, vol. I (Valencia, 2009) p. III ss.

ROBLES VELASCO, L. M., “Notas sobre las crisis económicas en el Imperio Romano: entre la libre iniciativa y el intervencionismo”, en RGDR 12 (2009) p. 1 ss.

RODRÍGUEZ ENNES, L., “Las explotaciones mineras y la romanización de Galicia”, en Estudios de Derecho Romano en memoria de Benito Mª Reimundo Yanes II (Burgos, 2000) p. 305ss.

ROUCHÉ, C., Aphrodisias in Late Antiquity (Londres, 1989).

ROSTOVTEFF, M., Historia social y económica del Imperio Romano, trad. esp. López Ballesteros, II (Madrid, 1973).

SALMON, P., Population et dépopulation dans l’Empire romain, (Bruselas, 1974).

SYME, R., Ammianus and the Historia Augusta (Oxford, 1971).

“The composition of the Historia Augusta: recients theories”, en JRS 62 (1972) p. 123 ss.

SEECK, O., s. v. “anonymus de rebus creditis”, en RE (1) p. 2325.

VAN NOSTRAND, R., An Economic Survey of Ancient Rome 3, (1959) p. 126 e ss.

WALBANK, F. W., La pavorosa revolución. La decadencia del Imperio Romano en Occidente, trad. esp. D. Rolfe (Madrid, 1978).

WASSINK, A., “Inflation and Finantial Policy Under the Roman Empire to the Price Edict of 301 AD”, en Historia, 40-4 (1991) p. 465 ss.

WHITE, L., The Transformation of the Roman World: Gibbon’s Problem after Two Centuries (Berkeley-Los Ángeles, 1966) p. 201ss.

WHITTAKER, C. R., en Finley, M. I. (ed) Studies in Roman Property (Cambridge, 1976) p. 137 ss.

NOTAS:

(1). GOLDSWORTHY, A., La caída del Imperio romano. El ocaso de Occidente, trad. esp. Martín Lorenzo (Madrid, 2009) p. 13.

(2). GIBBON, E., The History, cit., II, p. 509. La cita procede de la edición original de Penguin Classic (1995). Ha habido muchas ediciones diferentes de Gibbon y la numeración de las páginas varía enormemente.

(3). Santa María d’Aracoeli, donde Gibbon escuchaba a los frailes, está en el sitio del templo de Juno Moneta, el lugar consagrado a Júpiter se alzaba en el otro lado del Capitolio [Cfr. WHITE, L., The Transformation of the Roman World: Gibbon’s Problem after Two Centuries (Berkeley-Los Ángeles, 1966) p. 201].

(4). GIBBON, E., The History, cit., IV, p. 161.

(5). MOMIGLIANO, A., “Gibbon’s Contribution to Historical Method”, en Studies in Historiography (Londres, 1966) p. 40.

(6). GIBBON, E., The History, J. B. Bury (ed.) I (Nueva York, 1906) p. 14.

(7). WALBANK, F. W., La pavorosa revolución. La decadencia del Imperio Romano en Occidente, trad. esp. D. Rolfe (Madrid, 1978) p. 135, donde añade: “No era algo trascendental o apocalíptico, el cumplimiento de una profecía o un eslabón en una cadena de hechos destinada a repetirse a lo largo de la eternidad; tampoco era algo fortuito, como los ataques bárbaros, ni un error de juicio por parte de uno u otro emperador o de sus asesinos respectivos”.

(8). FERNÁNDEZ UBIÑA, J., La crisis del siglo III y el fin del mundo antiguo (Madrid, 1982) p. 8.

(9). Vid., por todos, WALBANK, F. W., La pavorosa revolución, cit., p. 79.

(10). Con lógicas variantes, esta interpretación acientífica de los hechos nos la vamos a encontrar en la literatura clásica griega, desde Hesíodo a Platón y, por supuesto, en Roma [Cfr. MAZZARINO, S., El fin del mundo antiguo, 5 (México, 1961) p. 189.190].

(11). En punto a Hispania escribe J. M. BLÁZQUEZ: “El impacto de las invasiones y los restantes hechos de armas de la segunda mitad del siglo III en lo económico fue enorme. Por primera vez, regiones económicamente tan ricas como la Bética y el Levante fueron arrasadas, con villas y ciudades destruidas y mermada la población. Algunas no volvieron a levantar cabeza” [Cfr. Aportaciones al estudio de la España romana en el Bajo Imperio (Madrid, 1990) p. 238].

(12). A la crisis de su tiempo aluden Herodiano, 4, 4, 7 y Lactancio, De mart. pers., 7, 3, entre otros.

(13). Dion Casio, 80, 7, 2.

(14). Ad Demetr., 3 ss: “El número de agricultores disminuye y faltan en los campos. Menos marinos en el mar, menos soldados en los campamentos”.

(15). Sobre la despoblación, vid.: SALMON, P., Population et dépopulation dans l’Empire romain, (Bruselas, 1974) ; WHITTAKER, C. R., en FINLEY, M. I. (ed) Studies in Roman Property (Cambridge, 1976) p. 137 ss.

(16). D. 50, 6, 3 (2, 1) Ulp. de off. Proc.: Impuberes, quamvis neccesitas penuriae hominum cogat.

(17). Zósimo, I, 26; 36, 7, 45-46. BRUUN, C., “The Antonine Plague and the Third Century Crisis”, en Hekster, Kleijn y Slootjes (eds.), Crises and the Roman Empire (Leiden-Boston-Brill, 2007) p. 201-207, JONGMAN, W., “Gibbon was Right: The Decline and Fall of the Roman Economy”, en ibid., p. 188-189.

(18). A ellas alude con rica aportación de fuentes contemporáneas, CANSINOS MORA, F. J., “Intervencionismo económico en la legislación imperial romana del siglo IV: Líneas generales”, en V.V.A.A. Hacia un Derecho administrativo y fiscal romano, A. Fernández de Buján, Gabriel Gerez Kraemer, Belén Malavé Osuna (Co-editores) (Madrid, 2011) nt. 10, p. 255.

(19). Dionisio de Alejandría, contemporáneo de San Cipriano, aparecía profundamente impresionado por estos fenómenos acaecidos en su ciudad natal (en Eus. Hist. eccl., 7, 21, 9 ss.).

(20). Cfr. Tyr. Trig., 5, 7; Vit. Aurel., 21, 1 ; Vit. Car., 3, 2.

(21). La Historia Augusta ha sido editada en Loeb Class. Libr. Por De Magie, 3 vols. (Londres, 1922-1932), reimpr. 1954), cfr. SYME, R., Ammianus and the Historia Augusta (Oxford, 1971); 1d., “The composition of the Historia Augusta: recients theories”, en JRS, 62 (1972) p. 123 ss.

(22). Ad ex., BAYNES, N. H., The Historia augusta: its date and purpose (Oxford, 1926); STERN, H., Date et destinataire de l’Histoire Auguste (París, 1953). Este autor –en la p. 17- señala que la Vit. Sev., 17, 5-19 está claramente tomada de Aurelio Victor, que escribió hacia el 360-361. Para LORIOT, X., “Les premiéres années de la grande crise du IIIe siecle : De l’avénement de Maxim le Thrace (225) á la mort de Gordien III (244) >>, en ANRW, II, 2 (Berlín-Nueva York, 1975) p. 657 ss., se escribió a fines del siglo IV por un solo autor que falseó constantemente los hechos, inventó otros y adaptó todo a las circunstancias de su tiempo.

(23). Esta es la tesis seguida, entre otros, por L. HOMO, “Les documents de l’Histoire Auguste et leur valeur historique” en RH 151 (1926) p. 161 ss.

(24). Cfr. ALBRECHT, Historia de la literatura romana, trad. esp. Dulce Estefanía-Andrés Pociña (Barcelona, 1999) p. 1265, con amplísima bibliografía en p. 1264, nt. 5.

(25). GARNSEY P.-SALLER, R., El Imperio Romano: economía, sociedad y cultura, trad. esp. (Barcelona, 1990); FINLEY, M., The Ancient Economy (Londres, 1985), HOPKINS, K., Trade in the Ancient Economy (Londres, 1985).

(26). ROSTOVTEFF, M., Historia social y económica del Imperio Romano, trad. esp. López Ballesteros, II (Madrid, 1973) p. 385.

(27). DE MARTINO, F. de., Storia económica di Roma antica, II (Florencia, 1980) p. 353.

(28). Ibid., p. 359-360.

(29). PASSERINI, A., Linee di storia romana in etá imperiale (Milán, 1940) p. 210 ss.

(30). BIRLEY, A. R., “The economics effects of Roman frontier policy”, en The Roman West in the Third Century, King-Henig (eds.) (Oxford, 1981) p. 39 ss.

(31). R. HERZOG informa que los nummularii, al igual que sus predecesores del mundo oriental y griego, para calibrar la genuinidad de la moneda se servían sólo de medios físicos: la vista, el tacto, el olfato y el oído (cfr. s. v. nummularii, en RE (17) p. 1416.

(32). BIRLEY, A. R., “Septimius Severus and the Roman Army”, en Epigraphische Studien 8 (1969) p. 63-82.

(33). Sobre la annona militaris, vid.: BERCHEN, D. van., “L’Annone militaire”, en MSAF LXXX (1937) p. 117-202; JONES, A. H. M., The Later Roman Empire : a Social, Economíc and Administrative Survey (Oxford, 1964), 4 vols.; el problema específico de la annona militaris se examina en el vol. 2, p. 1025-1068.

(34). E. lo CASCIO, “Del Antoninianus al ‘laureato grande’, l’evoluzione monetaria del III secolo alla luce de la nuova documentazione di etá dioclezianea”, en Opus 3 (1984) p. 133-201.

(35). CALLU, J. P., “La circulation monétaire de 313 á 318”, en Actes du 8éme Congrés International de Numismatique (París-Bale, 1976) p. 227-242, 1D., Les dévaluations á Rome (Roma, 1978) p. 107-121.

(36). A este respecto, señala ROSTOVTEFF que no es de extrañar que, en tales condiciones, un de los caracteres más acusados de la vida económica de este período fuera la más desenfrenada especulación, especialmente con los cambios. Los especuladores acaparaban el dinero saneado, pagando una considerable demasía por el cambio. En el 260 d. C. durante el breve reinado de Mariano y Quieto, la extraordinaria depreciación de la moneda provocó en Oxyrhynchus una huelga de los bancos de cambio que cerraron sus puertas y se negaron a aceptar y cambiar la moneda imperial. Es de observar que en muchos contratos de este mismo período no se menciona la moneda de vellón imperial en curso, sino la antigua moneda de plata ptolemaica, de la cual había seguramente ocultas grandes cantidades en Egipto (Cfr. Historia social y económica, cit., II, p. 387-388).

(37). POTTER, Constantino El Grande (Barcelona, 2013) p. 44, con bibliografía en nt. 8.

(38). FARIÑA, F., “Notas sobre la circulación monetaria a mediados del siglo III después de Cristo en el noroeste peninsular”, en Congreso Arqueológico Nacional –en lo sucesivo CAN- 12, p. 747 ss.

(39). CALLU, J. P., La politique monetaire des empereurs romaines de 238 a 311 (París, 1969) ; 1D., “Approches numismatiques de l’histoire du IIIe siécle (238-311) >>, en Aufstieg II/2 p. 594 ss. ; CRAWFORD, M., “Finance, Coinage and Money from the Severians to Constantine”, en ibid., p. 560 ss..

(40). El estudio histórico de la figura de Aureliano se basa como principal fuente en la Historia Augusta, Divus Aurelianus, atribuido a Flavio Popisco de Siracusa. Sin embargo, los documentos que contiene la Vita han sido rechazados en general por la crítica moderna, al menos en cuanto a su época de redacción (sobre esta cuestión cfr. la nt. 21 de este trabajo). La segunda fuente es la de Zósimo que escribió en el siglo IV su Nueva Historia basándose para el reinado de Aureliano en los relatos de Dexipo y Eunapio. Entre los autores latinos conviene citar a Aurelio Victor en Los Césares y las referencias puntuales de Orosio y Eusebio

(41). En punto a esta cuestión vid., por todos, GUADÁN, A. M., “Algunas cuestiones sobre la reforma monetaria de Diocleciano”, en Anejos de Gerión I (Madrid, 1988) p. 307 ss.

(42). RIPOLLÉS, P. P., “La circulación monetaria en la ciudad de Valentia durante la época imperial”, en La ciudad de Valencia, coord. por J. Hermosilla Pla, vol. I (Valencia, 2009) p. III.

(43). El aurelianus llevaba diversas marcas monetarias en los exergos o en el campo de los reversos, como son las de XX o bien XXI y su equivalente griego en KA. Para DE MARTINO, dichos símbolos bien pueden hacer referencia al valor de la moneda: XXI=1/21; XX=1/20, esto es veinte partes de bronce por una de plata (cfr. Storia económica, cit., II, p. 380). En opinión de GUADÁN, loc. cit. en nt. 41, “la interpretación de estas marcas es precisamente la base que nos puede proporcionar el sentido oculto de la reforma”.

(44). Zósimo, I, 61, 3. Con todo, estas citas literarias tan tardías y de segunda o tercera mano, hay que tomarlas con toda clase de precauciones, ya que su efectiva fuente se desconoce y el valor de todo comentario es directamente proporcional al valor de su fuente histórica.

(45). No hay ningún hallazgo del período de Aureliano o posteriores que no tenga una gran cantidad de ejemplares de Gallieno, las peores monedas en todo caso del conjunto (cfr. GUADÁN, A. M., “Algunas cuestiones”, cit., p. 314, nt. 21).

(46). MATTINGLY, H., Roman Coins, from the earliest times to the fall of the Western Empire (Londres, 1960) p. 186-187.

(47). Sobre la reforma monetaria dioclecianea, vid, entre otros, HARL, K. W., Coinage in the Roman Economy 300 BC to Ad 700, John Hopkins University (Maryland, 1996); ERIM-REYNOLDS-CRAWFORD, “Diocletian’s Currency Reform. A New Inscription”, en JRS 61 (1971) p. 171 ss.

(48). Cfr. HARL, K. W., “Marks of value on tetrarci nummi and Diocletian’s monetari policy”, en The Phoenix (1985) p. 263-270.

(49). Esta inscripción ha sido publicada por C. ROUCHÉ, Aphrodisias in Late antiquity (Londres, 1989) nt. 230.

(50). M. HENDY [“Mint, Fiscal Administration under Diocletian, his colleagues and his succesors”, en JRS 62 (1972) p. 81] ha puesto de relieve este detalle, y ha concluido que la producción de moneda en el siglo IV no era arbitraria o hecha al azar y que quizá sólo en un segundo plano tenía miras propagandísticas. La producción estaba relacionada o bien con el sistema de administración fiscal o bien con la importancia de un establecimiento militar en una región determinada y que sólo en tercer lugar venía determinada por razones políticas. Según estos criterios, Hendy observa que la diócesis de África o la Viennense (en Galia) únicamente tuvieron ceca muy esporádicamente y España nunca la tuvo. La razón era simplemente porque la Península no tenía un fuerte contingente de tropas.

(51). Hispania se nutría del numerario por otras cecas, frecuentemente las cercanas de la Galia –Lyón y Arlés- aunque también en ocasiones de las cecas orientales. Al existir un reducido ejército en Hispania, el bronce es el metal más circulante para atender a necesidades que podíamos determinar “civiles” y su misión es fundamentalmente la de intercambio comercial (cfr. CALLU, J. P. “Role et distribution des especies de bronze de 384 á 392”, en Imperial Revenue, p. 41 ss.). Los especímenes de plata y oro constituían el elemento principal para el donativum al ejército.

(52). HAYEK, F. A., von., Chaice of Currency: A Way to Stop Inflation (Londres, 1976) p. 18-19. La formulación correcta de la ley de Gresham es, por tanto, “la moneda mala expulsa a la buena si sus tipos de cambio están fijados por ley”.

(53). DEPEYROT, G., Crisis e inflación entre la Antigüedad y la Edad Media (Barcelona, 1996) p. 211.

(54). Podemos apreciarlo en los reversos con figura entrante de la diosa Juno Moneta sosteniendo una balanza y una cornucopia, acompañada por la leyenda SACRA MONET AVGG ET CAESS NOSTR, es decir, “la sagrada moneda de nuestros augustos y césares”. De tal modo, atentar contra la moneda constituía no sólo un crimen de lesa majestad, sino un sacrilegio.

(55). Es relativamente frecuente en S. Juan Crisóstomo que se haga mención de monedas falsas o de problemas relacionados con el tema. “Si alguien recibe unos pocos denarios los mete en un arca y la cierra bien” (In Mt., V, 1=PG, 57, 55); “pescó el señor un gran pez. Y lo mismo que sucedió en el pez que capturó Pedro, por orden del señor, aconteció también en éste También este pez tenía una moneda en la boca; moneda, cierto, pero adulterina” (De mut. nom. 1, 3=PG 51, 117). En sentido real alude, en ocasiones, a la explotación que se hacía de las monedas para ver si eran buenas o falsas (In princ. Act., 4, 2=PG 51, 99, In Is., 1, 7=PG 56, 23; In Gal. 1, 6=PG 61, 622). Una amplia visión del pensamiento socioeconómico de este padre de la Iglesia en GONZÁLEZ BLÁNCO, A., Economía y sociedad en el Bajo Imperio según San Juan Crisóstomo (Madrid, 1980).

(56). K. W. HARL, Coinage, cit., p. 155, cree que la emisión de cantidades excesivas de moneda se debió a la imposibilidad del gobierno de reemplazar con eficacia todo el numerario del Imperio.

(57). D’ORS, A., “Un arbitrista del siglo IV y la decadencia del Imperio Romano”, en Cuadernos de la Fundación Pastor 7 (Madrid, 1963) p. 41-69.

(58). BERNARDI, A., “Los problemas económicos del Imperio Romano en la época de su decadencia”, en C. M. Cipolla y otros, La decadencia económica del Imperio (Madrid, 1973) p. 27 ss.

(59). WALBANK, F. W., La pavorosa revolución, cit., p. 104.

(60). JONES, A. H. M., The Later Roman Empire 284-602. A social Economic and Administrative Survey II (Oxford, 1964) p. 1025-1068.

(61). Vid., en este sentido, BOLIN, S., State and Currency in the Roman Empire (Estocolmo, 1958).

(62). Sobre el Anonymus de rebus creditis, vid.: SEECK, O., s.v., en RE 1, p. 2325. Acerca de Seeck, cfr. GONZÁLEZ BLANCO, A., “Evocando a Otto Seeck”, en Studia Storica. Historia Antigua 6 (1988).

(63). A. D’ORS, comentando este texto dice. “Cuando el oro fue lanzado a la calle sirvió de estímulo para la avaricia; los ricos atesoraron oro y los pobres se vieron hundidos en la miseria, pues sus monedas de cobre no valían nada. La afflicta pauperitas, como dice nuestro autor, … No es sorprendente que, irritada por la injusticia, esa miseria haya explotado en conatos tiránicos como los que el emperador para gloria suya hubo de sofocar” (Cfr. loc. cit. en nt. 57, p. 63).

(64). MAZZARINO, S., “Precetti del buon Goberno (Principio Gubernatione Rei P.) e problema di economía militare”, en Bonner Historia-Augusta Colloquium, 1971 (Bonn, 1974) p. 103-112.

(65). Sobre este punto, vid. RODRÍGUEZ ENNES, L., “Las explotaciones mineras y la romanización de Galicia”, en Estudios de Derecho Romano en memoria de Benito Mª Reimundo Yanes II (Burgos, 2000) p. 305-327.

(66). ROSTOVTEZZ, M., Historia social y económica del Imperio romano, cit., 1, p. 195.

(67). HERTEL, T., dice al respecto: "Mining is probably declining somewhat by the second century, owing to partial exhaustions of the veins of gold" (Cfr. Cambridge Ancien History 12, p. 243).

(68). Para A., BALIL, el incremento en la explotación, en la segunda mitad del siglo III de las minas de plomo y estaño en Britania, se interpreta por algunos autores como indicio seguro del cese del suministro hispano de este mineral, lo cual es posible, debido al estado de inseguridad y desorden producido por las invasiones de francos y alamanes en época de Galieno, que arrasaron prácticamente toda la Península Ibérica. [Cfr. “Hispania en los años 260 a 300 después de Jesucristo”, en Emerita 27, (1954), p. 269]. Esta tesis ya había sido defendida por RICHMOND, Roman Britain, (Londres, 1955) p.149 ss.

(69). Empero, J., GUEY opina que el oro dacio se gastó muy pronto [Cfr. “De "l'or des daces" au livre de Stude Bolin”, en Mélanges Carcopino, (París, 1966) p. 455 y ss.].

(70). BIRD, D. J., “The Roman Gold- Mines of North-West Spain”, en BJ 152, (1972), p. 36 y ss.

(71). DOMERGUE, C., Les explotations auriferes du Nord-Ouest de la Peninsule, cit., p. 174. En otro trabajo, señala como causas: la escasez de mano de obra y el agotamiento del mineral (Introduction a l'estude de mines d'or, cit., p. 79 y ss.).

(72). JONES-BIRD, “Roman Gold-Mining”, en JRS 62, 1972, pp. 62-74; EDMONSON, J. C., “Mining in the Later Roman Empire and beyond”, en ibid. (1989) p. 88-91.

(73). ARCE, J., El último siglo de la España romana: 284-409, (Madrid, 1982) p. 124.

(74). La política monetaria de Constantino y sus sucesores de crear una moneda fuerte de oro -el solidus aureus- no se concibe sin disponer de unas buenas explotaciones auríferas [Cfr. CRAWFORD, M., “Le probléme des liquidités dans l' Antiquite classique”, en Annales 26, (1971) p. 1228]. MROZEK, S., es harto expresivo al respecto cuando afirma: "Jamais, dans I'histoire de l'Antiquité, aucun systéme monétaire n'a été nourri par une masse de monnaie si grande. Même le plus pauvre avait accés á la circulation monétaire. Car dans l'empire romain la monnaie avait atteint un domaine qui dépassait selui des besoins de l'armée et de la fiscalité. Le commerce extérieur pour une grande partie devait étre soulenu par la monnaie ainsi que le vie économique des villes". (Cfr. “Le travail des hommes libres dans les mines romaines”, en La Minería, 2, p. 163).

(75). Bien claros son LEWIS-JONES al afirmar: "Las Médulas it was never re-worked after the end of Roman activity" (“Roman Gold-Mining in North-West Spain”, cit., p. 171).

(76). DOMERGUE-HERAIL, Mines d'or romaines d' Espagne, (Toulouse, 1978) p. 14.

(77). Pacat, Pan. 28, 2.

(78). Sil. Ital., Pun. l, 231-233.

(79). Plin. N. H. 33, 76-78.

(80). Vid., entre otros, CAAMAÑO, GESTO, J. M., “Los miliarios del alto de la Cerdeira (Puebla de Trives)”, en CEG 28, (1973) p. 212 y ss.; Id., “Aportaciones a los miliarios del tramo orensano de la vía XVIII”, en Bol. Aur. 6, (1976) p. 121 y ss.

(81). VAN NOSTRAND, R., An Economic Survey of Ancient Rome 3, (1959) p. 126 e ss. Participa de esta opinión Blázquez cuando dice que "la concentración de miliarios en el Noroeste en unas cuantas explotaciones y alrededor de Bracara Augusta obedece a las explotaciones mineras probablemente". (Cfr. Fuentes literarias referentes a minas, cit., p. 146).

(82). D´Ors, A., Epigrafía jurídica de la España romana, cit., p. 71.

(83). Vid. la nt. 80.

(84). Lo mismo cabe decir de los tesorillos encontrados en Gallaecia durante los siglos postreros del Imperio que, en opinión de algunos, constituyen base suficiente para sustentar la pervivencia del laboreo en los yacimientos auríferos. No creemos que ello deba erigirse en argumento decisivo. Para Arce, ciertamente la presencia de monedas en sí misma no es un argumento que demuestre "producción a buen ritmo". Su hallazgo en algunos poblados mineros puede deberse a asentamientos posteriores, a la realización de estructuras de habitación. Pero no dice nada de explotación verdadera (Cfr. El último siglo de la España romana, cit., p. 123). Estimamos que deben traerse a colación, por lo ilustrativas que resultan las siguientes palabras de N. Santos: "En este contexto creemos que es en el que debe situarse la creación y pronta desaparición de la provincia Hispania Nova Citerior Antoniniana por parte del emperador Caracalla, quien buscaría como objetivo prioritario y casi único el revitalizar las explotaciones auríferas del N.O. por medio de la presencia de una organización administrativa más compleja y a través de un control más directo sobre los diferentes distritos mineros en explotación. Sin embargo, puesto que los resultados no serían plenamente satisfactorios y la reactivación de las explotaciones tampoco generaría una rentabilidad apropiada, este último intento por intensificar la producción en los centros mineros resultaría vano, dándose paso a renglón seguido a un debilitamiento en las explotaciones y, en consecuencia, a la desaparición inmediatamente después de la nueva división administrativa" (Cfr. El ejército y la romanización de Galicia, cit., p. 93).

(85). Uno de los elementos más determinante del aumento de las partidas presupuestarias lo constituye el sostenimiento del ejército ante las incursiones bárbaras [Cfr. MALAVÉ OSUNA, B., “La administración financiera en el Bajo Imperio”, en RGDR 8 (2007) p. 7 ss.]. Otro capítulo de gastos igualmente importante fue la burocracia con aproximadamente doscientos mil funcionarios encargados de los varios servicios de la administración imperial [vid., en este sentido, MUÑOZ COELLO, La finanzas públicas del Estado romano en el Alto Imperio (Marid, 1990)]

(86). JONES, A. H. M.,“Obertaxation and the decline of the Roman Empire”, en Antiquity 33 (1959) p. 39-43.

(87). El ínfimo valor de la moneda de cobre debió hacer prohibitivo su traslado físico. En el siglo IV un único sólido aúreo de 4,4 gramos equivalía a 7.600 nummi, los cuales pesaban nada menos que 11,4 kilogramos (cfr. DEPEYROT, G., Crisis e inflación, cit., p. 157-158]. Debido a su escaso valor, por tanto, debía ser muy engorroso transportar las enormes cantidades de monedas que se precisaban para las transacciones de relativa cuantía. Como apunta A. GONZÁLEZ GARCÍA: “con seguridad fue por ello que se introducían en cantidades determinadas en sacas selladas y garantizadas por el Estado, ahorrando el tener que contarlas y pesarlas una y otra vez, y de ahí que se les llamara folles (sing. follis, “bolsa de cuero”) [Cfr. “La inflación en el Imperio Romano de Diocleciano a Teodosio”, en Documenta et Instrumenta 9 (2011) p. 139].

(88). “Las minas de oro y plata se agotan (...) la tierra es menos fértil, los productos del suelo disminuyen (...) el número de agricultores disminuye y faltan en los campos. Menos marinos en el mar, menos soldados en los campamentos” (Cfr. Cipriano, Ad Dometrius, 3, ss).

(89). Símaco, Epistulae, IX, 49; Procopio, Anecdota, 25. Sobre la actividad bancaria tardoimperial, cfr. A. DÍAZ BAUTISTA, Estudios sobre la Banca Bizantina (Negocios bancarios en la legislación de Justiniano) (Murcia, 1987).

(90). Sobre estas medidas, vid., FERNÁNDEZ DE BUJÁN, A., Derecho Público Romano, 8ª ed. (Madrid, 2005) p. 171 ss. donde alude con gran claridad expositiva a la sustitución efectuada por Diocleciano del liberalismo republicano y clásico por el intervencionismo estatal en los ámbitos económico, fiscal, militar y burocrático. También JONES, A. H. M., The Later Roman Empire, cit., p. 623 ss.

(91). Cfr. PRODOMÍDIS, P. I. K., “Another View on an Old Inflation: Environment and Policies in the Roman Empire up to Diocletian’s Price Edict”, en Centre of Planning and Economic Research Discussion Papers 85 (Atenas, 2006); WASSINK, A., “Inflation and Finantial Policy Under the Roman Empire to the Price Edict of 301 AD”, en Historia, 40-4 (1991) p. 465-493; ROBLES VELASCO, L. M., “Notas sobre las crisis económicas en el Imperio Romano: entre la libre iniciativa y el intervencionismo”, en RGDR 12 (2009) p. 1 ss.

(92). BURCKHARD, J., Economía y Sociedad, cit., p. 60.

(93). El emperador se expresa así en el preámbulo: “Los precios de las cosas que se compran en el mercado o que se traen cada día a las ciudades han sobrepasado todos los límites, de tal suerte que el afán desatado de ganancia no se atempera ni por las cosechas abundantes ni por el excedente de mercancías... El latrocinio merodea por todas partes a donde se trasladan nuestros ejércitos por exigencias del bien público, y no sólo en la aldeas y ciudades sino en todas las calzadas, de modo que los precios de las subsistencias e han cuadruplicado y hasta octuplicado sino que sobrepasan toda medida (...) Esta voracidad tiene que encontrar un tope en nuestra ley” [MOMMSEN, T., “Das Edict Diocletians de pretiis rerum venalium”, en Bericht Sächs Gessells d. Wiss. 3 (1851)].

(94). Lactancio, De mortibus persecutorum, 7, 6-7.

(95). Ibidem.

(96). La hostilidad de Lactancio hacia Diocleciano raya en la paranoia: lo califica de “inventor de crímenes” y “creador de diablos” y de “subvertir el mundo con su avaricia” (cfr. Ibid. 7, 7 (1). Acerca de Lactancio, vid.: CHRISTENSEN, A. S., Lactantius the Historian: An Analysis of the Mortibus Persecutorum (Viborg, 1980).

(97). Sobre la parca aplicación del edicto en Hispania, vid.: ARCE, J., “El ‘Edictum de pretiis” y la ‘Diocesis Hispaniarum”. Notas sobre la economía de la Península Ibérica en el Bajo Imperio Romano”, en Hispania 39 (1979) p. 5 ss.

(98). Lactancio, De mortibus Persecutorum 7, 7 (2). Acerca de este texto, vid.: CORCORAN, S., The Empire of the Tetraerchs. Imperial Pronuncements and Goverment AD 284-324 (Oxford, 2000) p. 232-233.

(99). Traemos a colación la autorizada opinión de J. P. CALLU quien no duda en calificar a Diocleciano de “justiciero social” que pretendía restablecer la moneda buena y la “verdad económica de los precios”, combatiendo la especulación –juzgada como única causa del aumento de los mismos- (cfr. La politique monétaire, cit., p. 405 ss).

 
 
 

© PORTALDERECHO 2001-2025

Icono de conformidad con el Nivel Doble-A, de las Directrices de Accesibilidad para el Contenido Web 1.0 del W3C-WAI: abre una nueva ventana