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ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA SIMPLIFICACIÓN DE LOS PROCEDIMIENTOS ADMINISTRATIVOS A LA LUZ DE LOS AVANCES DE LA ADMINISTRACIÓN ELECTRÓNICA
Por
CÉSAR CIERCO SEIRA
Universidad de Lleida
Revista General de Derecho Administrativo 19 (2009)
SUMARIO: I. Introducción.-II. Consideraciones iniciales sobre la simplificación procedimental: ¿qué es simplificar un procedimiento administrativo?-III. La simplificación procedimental en la LAE. 1. La supresión de trámites. El análisis de rediseño funcional y simplificación del procedimiento. 2. La reducción de la carga documental. 3. Lo que se echa en falta: un compromiso firme por el acortamiento de los plazos y por la gratuidad de las actuaciones. 4. Una valoración de conjunto positiva sobre el aporte simplificador de la LAE.-IV. La LAE como norma de transposición de los objetivos de simplificación marcados por la Directiva de Servicios. 1. El mandato simplificador de la Directiva de Servicios. 2. La pobre incorporación del bagaje simplificador de la Directiva de Servicios a través de la LAE.
I. INTRODUCCIÓN
La propia razón de ser de la Administración Pública como organización vicarial al servicio de los intereses generales y la directriz constitucional que le impone hacerlo con eficacia ex art. 103.1 de la CE hace que la modernización de la Administración no pueda concebirse en ningún caso como una cuestión pasajera, coyuntural y contingente, y deba asumirse, por el contrario, como una tarea de factura constante, que no admite desfallecimientos, por más que esa llamada a la modernización pierda con el tiempo y la reiteración vistosidad y atractivo.
En nuestros días, la modernización de la Administración se caracteriza por una apuesta decidida y firme por la aplicación de las nuevas tecnologías de la información como receta fundamental para dar el salto hacia una actuación pública más a tono con el ritmo y la exigencia de la sociedad actual. Una apuesta adornada por un rico abanico de declaraciones, primero, y por algunas iniciativas y parches normativos, después, pero que se ha visto marcada, sobre todo, por la aprobación de la Ley 11/2007, de 22 de junio, de acceso electrónico de los ciudadanos a los Servicios Públicos .
Asistimos, por tanto, a una estrategia que, a diferencia de otras anteriores, ha logrado trascender el plano evanescente de las propuestas y planes, y alcanzar el estado tangible y sólido de una ley. En la aprobación de la LAE, que es ley básica en buena parte de su articulado (1), viene a cristalizar, en efecto, una corriente de transformación de la Administración que cuenta, ahora sí, con una plataforma de despegue en toda regla. Se dirá que la LAE tiene importantes limitaciones, comenzado por el cinturón a medida que se cede a las Administraciones autonómicas y locales (2). Con todo, es indudable que la LAE aporta un marco de referencia con afán de codificar y sentar las bases uniformes del tránsito hacia ese nuevo paradigma que viene en denominarse <<Administración electrónica>>.
Al respaldo de una Ley, se suma una militancia política muy vívida. Raro es el responsable político que no se abandere resueltamente con la reforma electrónica de la Administración. Forman una legión los proyectos de implementación en este campo y se multiplican los cursos destinados a formar a los empleados públicos en el empleo de los nuevos instrumentos de gestión y actuación electrónicos.
Sin olvidar, tampoco, el creciente protagonismo que el tema está adquiriendo en la comunidad científica. Son cada vez más numerosos los trabajos que abordan y que lo hacen con agudeza las notables incógnitas que trae consigo un escenario tan nuevo y de tanto calado como el de la Administración electrónica (3).
El objetivo de estas breves reflexiones es el de pasar revista al bagaje de la LAE en el ámbito de la simplificación de los procedimientos administrativos (4).
Que la Administración electrónica se endereza, entre otros fines, a simplificar el proceloso panorama procedimental resulta una afirmación fuera de discusión. La propia LAE lo refrenda de una manera categórica al hacer de esta simplificación nada menos que uno de los objetivos y principios generales de la Ley. Así, de una parte, el art. 3 (Finalidades de la Ley) enuncia en su apartado quinto la búsqueda de <<simplificar los procedimientos administrativos y proporcionar oportunidades de participación y mayor transparencia, con las debidas garantías legales>>. Objetivo que es elevado, al mismo tiempo, a la condición de principio general en la utilización de las tecnologías de la información. El art. 4
(Principios generales) recoge, en efecto, el <<principio de simplificación administrativa, por el cual se reduzcan de manera sustancial los tiempos y plazos de los procedimientos administrativos, logrando una mayor eficacia y eficiencia en la actividad administrativa>> (letra j).
Sentada la importancia de la plaza que viene a ocupar la simplificación de los procedimientos, veremos cuáles son las aportaciones concretas de la LAE a cuenta de este fin (epígrafe III). Aunque antes, para ordenar mejor el análisis, bueno será dedicar un espacio a descifrar el significado de fondo de la simplificación procedimental y las claves de su conexión con la Administración electrónica (epígrafe II).
II. CONSIDERACIONES INICIALES SOBRE LA SIMPLIFICACIÓN PROCEDIMENTAL: ¿QUÉ ES SIMPLIFICAR UN PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO?
A primera vista, la respuesta a esta pregunta no puede ser más obvia. Simplificar un procedimiento administrativo es, siguiendo la definición que de este verbo ofrece el Diccionario de la Lengua Española, hacerlo más sencillo, más fácil, menos complicado. Sucede, empero, que detrás de lo elemental del objetivo se oculta la compleja tarea de pergeñar el plan para llevarlo a buen puerto. Y no me refiero sólo a la búsqueda de los instrumentos apropiados, sino a la previa identificación de los factores que hacen de un procedimiento administrativo un iter complejo, difícil y complicado (5).
La vastedad del panorama procedimental español y su acentuada heterogeneidad hacen que la identificación de esos factores deba hacerse siempre con las cautelas que impone la imposibilidad de un examen casuístico detallado. En cualquier caso, fuera de toda pretensión de validez universal, tengo para mí que existen determinados atascos y escollos que son recurrentes en la gestión procedimental: a) el exceso de trámites, in primis; b) también la fuerte <<presión documental>> sobre el interesado; c) una duración temporal exagerada; y, por último, d) el alto coste económico provocado, de manera directa o indirecta, por la tramitación del expediente. Estos cuatro reparos son habituales en muchos procedimientos administrativos y, sin perjuicio de la existencia de otros muchos factores -el propio lenguaje, la falta de ensamblaje con otros procedimientos conexos -, bien pueden servirnos para formarnos una idea general de la entidad del problema y, por ende, de la rica veta que tiene ante sí la simplificación procedimental.
a) La complejidad de muchos procedimientos a menudo reside en la enmarañada tramitación que compone su itinerario. No faltan en este sentido secuencias en las que se suceden numerosos trámites cuya encadenación lógica y temporal a veces no aparece bien coordinada. Ciertamente, el número de trámites puede venir justificado por el fuste de la decisión a adoptar. Pero no lo es menos que, en ocasiones, el legislador se inclina a hinchar las secuencias con pasos preceptivos, fundamentalmente en forma de informe, sin esforzarse en idear algún contrapeso que aligere la tramitación. Así, los constantes ajustes competenciales en el marco de las relaciones interadministrativas y la aparición de nuevas demandas sociales tienden a resolverse mediante la instauración de un nuevo trámite -señaladamente un informe- con el que dar voz a esos intereses privados o públicos; trámite que, sin reparar en su impacto en la secuencia, viene a sumarse a los ya existentes.
b) Al exceso de trámites, se suma en ocasiones el exceso de tiempo empleado en la sustanciación de los expedientes. Por regla general, el ritmo de los procedimientos es lento y el plazo de que dispone la Administración para su resolución harto generoso -sin olvidar, sobre ello, la eventual aplicación de las causas de suspensión previstas en el art. 42.5 de la LRJAP , que atañen a trámites de lo más frecuente como la subsanación de la solicitud o la evacuación de informes preceptivos y determinantes-. No puede por menos de chocar en este sentido la lectura, a la luz del estado actual de la cuestión, de normas decimonónicas que ya fijaban como plazo máximo el de un año. Sorprende que todavía hoy se manejen, en líneas generales, lapsos temporales similares y que no sean anecdóticos los procedimientos con un horizonte temporal cifrado en un año, o incluso más.
c) Especialmente sentida por el interesado es la complejidad derivada de la pesada carga documental que se deposita en sus espaldas cuando insta un procedimiento destinado a obtener algún tipo de utilidad -v.gr. una autorización- (6). Arrastra nuestra Administración una tradición nefasta y de sobras conocida que a buen seguro ha debido llevar no pocas veces al interesado a desistir de su empresa y bajar los brazos: ¡cuántas ayudas no habrán sido solicitadas por no rellenar la farragosa documentación!, ¡cuántos negocios se habrán encallado en los arrecifes de un papeleo agotador!
d) El coste económico asociado a la tramitación de los procedimientos es, sin duda, otro elemento de complejidad que dificulta la actuación del interesado. Muy lejos de nuestros días queda la tradicional presentación del procedimiento administrativo en forma de cauce gratuito. Sí lo es por lo que respecta a la asistencia de un abogado, que no resulta preceptiva en la mayor parte de los procedimientos administrativos -a salvo ha de quedar el ramo de la extranjería y el asilo-. Sin embargo, es aquélla una visión que no se corresponde con la realidad actual. Y es que son muchos los expedientes en los que el interesado se ve obligado a costear una serie de gastos significativos. Gastos, a veces, de carácter indirecto, motivados por la necesidad de contar con un experto en grado de presentar en regla la solicitud -ahí está para demostrarlo, si no, la figura del gestor administrativo-, o con un perito encargado de redactar el proyecto que ha de acompañarla. Pero también, en ocasiones, de carácter directo. Y entrarían aquí todo el rosario de tasas que, cada con más frecuencia -e importe-, constituyen un apéndice de los procedimientos administrativos, especialmente de los autorizatorios.
Como ya se dijo, no son estos los únicos factores contra los que ha de batallar la simplificación procedimental, pero sí encarnan los exponentes más usuales del reproche de complejidad que viene haciéndose a la actuación administrativa.
Esbozados los principales extremos a combatir, la simplificación ha de llevarse a cabo sobre la base de dos premisas fundamentales que interesa conocer.
A. En primer lugar, deviene imprescindible interiorizar la idea de que la labor de simplificación no viene a alterar las bases sustanciales que presiden todo procedimiento administrativo: la objetividad en la decisión (a) y la defensa de los interesados (b).
a) En cuanto a la objetividad, la simplificación no debe comprometer la correcta formación de la decisión encauzada por el procedimiento de turno. Ello significa que la introducción de mecanismos de simplificación en una tramitación concreta nunca ha de representar una pérdida de los elementos de juicio necesarios. No se trata de renunciar a la dosis precisa de información o de adoptar la resolución a la ligera. Lo que se buscar es arbitrar soluciones que trillen lo innecesario y, a la par, ajusten y faciliten la obtención de lo necesario para resolver cabalmente. De ahí que la simplificación no haya de ser vista como un signo de empobrecimiento de la instrucción, aunque sea ésta una etiqueta, por desgracia, muy extendida.
b) De igual forma, la faceta garantista tampoco ha de resentirse por la inserción de fórmulas de simplificación. Flaco favor se haría, de ser así, al interesado. Sus derechos de defensa deben quedar a resguardo de cualquier operación de reordenación secuencial. Pero adviértase bien: la preservación a todo trance de estos derechos no quiere decir en modo alguno que los trámites destinados a tal fin resulten intocables, que no lo son. Lo que cuenta al final es que durante la sustanciación del procedimiento se permita al interesado, sea por el conducto que sea, una defensa eficaz de sus intereses.
B. Sentado lo anterior, la segunda premisa a retener radica en la forma de llevar a cabo la labor de simplificación procedimental. Y a este respecto hay que decir que no existe una única vía, sino que son muchos y dispares los caminos e instrumentos que es dado utilizar a cuenta de la agilización de los expedientes. Por eso mismo, resulta éste un espacio especialmente proclive a la imaginación de soluciones y a la importación de experiencias foráneas fructíferas.
Siento esto así, obligado resulta en este punto llamar la atención sobre la deriva negativa que a este respecto puede promover el formidable empuje de la Administración electrónica.
No cabe duda de que la introducción -implementación, por mejor decir- de los avances de la Administración electrónica puede repercutir de manera positiva y muy significativa en la simplificación de los procedimientos administrativos. Sin embargo, es éste un postulado cuya adecuada presentación debería venir acompañada, en buenos principios, por dos precisiones que importa mucho resaltar: que la aplicación de moldes electrónicos a la actuación de la Administración no la hace, eo ipso, más sencilla (a); y que la receta electrónica no agota las vías de simplificación, como tampoco representa siempre su mejor exponente (b).
a) A tener en cuenta, por una parte, es la necesidad de evitar planteamientos en la puesta en práctica de la Administración electrónica que den por supuesto que la sola conversión de un trámite convencional en electrónico vaya a hacerlo más sencillo. El trueque no siempre reportará beneficios en orden a la sencillez de la secuencia procedimental. Es más, puede hasta provocar el resultado opuesto.
De entrada, porque la simplificación debe ser valorada desde el punto de vista del ciudadano, que constituye, a fin de cuentas, el destinatario principal de los esfuerzos de modernización de la Administración. Así, por más que para el desempeño del trabajo y la gestión burocrática la digitalización de un expediente aparezca como una medida claramente ventajosa en términos de ahorro de energías y recursos (7), conviene no olvidar que su valoración puede ser muy distinta desde la óptica del ciudadano.
La objeción a la que aludo es todos conocida. Sin embargo, interesa ir más allá de los bien conocidos problemas de la <<brecha digital>>. Lo que pretendo significar es que la transformación digital de un procedimiento administrativo convencional tal vez lo haga en términos instrumentales y operativos más simple y menos costoso, pero es ésta una simplificación superficial, que no explora las razones de fondo de la complejidad ínsita en el ciclo o la trama del procedimiento de que se trate. Y es ese cuestionamiento de la articulación secuencial y de los factores que la complican el que se pretiere cuando se plantea la transformación telemática como fórmula automática de simplificación. Si acaba imponiéndose esta concepción, se estará dando la espalda a un enunciado elemental de la sencillez procedimental: no hay mejor forma de simplificar un trámite que suprimirlo; de reducir la carga documental que eliminar un documento y así siguiendo; todo ello antes incluso que aplicarle una veste electrónica. Aviso, pues, a navegantes: la teletramitación no es el fin de la simplificación, sino un instrumento a su servicio.
b) En íntima conexión con lo que acaba de indicarse, está la consideración de que la Administración electrónica no es el único camino conducente a la simplificación. Es del todo comprensible, en razón de sus bondades y de su pujanza, que en el conjunto del instrumental descuelle esta herramienta. Sin embargo, se corre el riesgo de que ese merecido protagonismo lleve al trastero a otros actores capaces de desempeñar un papel importante en la simplificación de los procedimientos administrativos. Conviene por ello tener presente que, fuera de la Administración electrónica, hay otras maneras e instrumentos en grado de aportar también beneficios de orden simplificador.
III. LA SIMPLIFICACIÓN PROCEDIMENTAL EN LA LAE
Como ya se indicó, la simplificación procedimental constituye uno de los fines y principios generales de la LAE. Es momento ahora de analizar la traducción concreta de estas formulaciones abstractas y su reflejo en previsiones de carácter más operativo. Sólo así podrá valorarse luego hasta qué punto se ha sido fiel a esta declaración de principios y en qué medida es dado reconocer una apuesta sólida en este ámbito.
A fin de pasar revista a las contribuciones de la LAE, bueno será servirse de la sistemática anteriormente utilizada para enunciar los principales escollos que hacen más pesado y complejo el curso procedimental, analizando qué es lo que se contempla con vistas a reducir y minimizar su impacto.
1. La supresión de trámites. El análisis de rediseño funcional y simplificación del procedimiento
La simplificación de un procedimiento administrativo encuentra como primera opción la reducción del número de trámites que lo componen. Una estrategia que, como ya se dijo, es previa e independiente a la forma de tramitación escogida.
Acierta por ello la LAE al introducir una exigencia que, imperativamente, ha de preceder a la aplicación de medios electrónicos a la gestión de los procedimientos (8). Se trata de la necesidad de efectuar un <<análisis de rediseño funcional y simplificación del procedimiento>> (9), cuyo objetivo no es otro que cuestionarse previamente, desde un punto de vista fundamentalmente operativo, la composición de la secuencia procedimental a fin de advertir si arrastra trámites prescindibles o susceptibles de mejora modificando su ubicación secuencial, acumulándolos con otros trámites, cambiando la forma en que se desarrollan, etc.
Juntamente con esta operación de rediseño de la secuencia, dicho análisis ha de abarcar otras facetas del procedimiento como las relacionadas con la carga documental o el plazo de duración. En concreto, el art. 34 de la LAE establece que se tomarán en especial consideración cuatro aspectos: a) la supresión o reducción de la documentación requerida a los ciudadanos, mediante su sustitución por datos, transmisiones de datos o certificaciones, o la regulación de su aportación al finalizar la tramitación; b) la previsión de medios e instrumentos de participación, transparencia e información; c) la reducción de los plazos y tiempos de respuesta; y d) la racionalización de la distribución de las cargas de trabajo y de las comunicaciones internas.
Bien se ve que, si se toma en serio la confección de este análisis, estamos ante un potente instrumento de simplificación que apunta en una dirección que me parece del todo atinada. Y no sólo por la entidad y ambición de su contenido. Exigir una reflexión de este tenor frena el automatismo en la conversión electrónica de los procedimientos, imponiendo un alto en el camino que serena el empuje irreflexivo hacia lo electrónico y hace al cabo el tránsito más juicioso.
Sin embargo, no puedo ocultar las dudas sobre su virtualidad real. Es cierto que el legislador contempla este análisis con carácter imperativo: <<la aplicación de medios electrónicos a la gestión de los procedimientos, procesos y servicios -reza el art. 34.1, irá siempre precedida de la realización de un análisis de rediseño funcional y simplificación del procedimiento...>>-. Pero no lo es menos que su caracterización tiene un buen número de carencias: no se especifica su materialización formal, es decir, qué forma tendrá -informe, propuesta -; tampoco se da la más mínima indicación sobre su atribución orgánica -quién lo hará y a quién se dirigirá el análisis-; y, sobre todo, no hay rastro de la posible consecuencia anudada al incumplimiento de este deber. Por no mentar, como colofón, que el art. 34 no tiene la condición de norma básica (10).
Así las cosas, su carácter imperativo corre el riesgo de diluirse en la práctica cotidiana, hasta hacer de esta previsión una suerte de norma programática que, con el discurrir de los años, sólo quede en una buena invitación, fiada al buen hacer de cada Administración. Ojalá mis temores no se vean confirmados y dentro de algún tiempo pueda hablarse del afianzamiento y de la notable contribución del análisis de rediseño funcional a la simplificación de los procedimientos administrativos.
Dejando a un lado la suerte de este análisis de rediseño funcional, hay en la LAE otras previsiones que, con una proyección más concreta, pueden también repercutir en la supresión de trámites. En particular, me parece oportuno destacar las contenidas en los arts. 35.3 y 36.2 .
a) En el art. 35.3 se contempla una medida destinada a impulsar los sistemas normalizados de solicitud, permitiendo que los modelos incorporen <<comprobaciones automáticas de la información aportada respecto de datos almacenados en sistemas propios o pertenecientes a otras administraciones e, incluso, ofrecer el formulario cumplimentado, en todo o en parte, con objeto de que el ciudadano verifique la información y, en su caso, la modifique y complete>>. La extensión de esta previsión puede representar una excelente fórmula de simplificación en la medida en que permite prescindir de uno de los trámites causantes de mayores retrasos en la tramitación de los expedientes administrativos impulsados a instancia de parte. Me refiero a la subsanación de la solicitud, prevista en el art. 71 de la LRJAP
, cuya utilización masiva -a veces, es cierto, a modo de ardid para ganar tiempo en la recopilación de los documentos o datos exigidos-, incluso llevó al legislador a permitir que la Administración pudiera descontar del plazo global de que dispone para resolver y notificar el tiempo empleado en efectuar este requerimiento de subsanación (ex art. 42.5.a de la LRJAP
).
b) Resulta asimismo de interés significar el esfuerzo de la LAE por incorporar los avances electrónicos en las comunicaciones internas en el seno doméstico de cada Administración. Sabido es que en no pocas ocasiones los obstáculos que entorpecen la tramitación de un expediente provienen del propio trasiego a que éste es sometido, de las idas y venidas, de las subidas y bajadas desde distintos despachos. ¡Cuán complicado puede llegar a ser el salto entre dos mesas vecinas!
Teniendo esto presente, la aplicación de medios electrónicos a las relaciones ad intra que tienen lugar durante la instrucción de un procedimiento -que es lo que viene a recoger el art. 36.2 (11)- puede ayudar a suprimir eslabones <<informales>> innecesarios, amén de erradicar prácticas disfuncionales en la secuenciación práctica del itinerario marcado por la norma.
Lo dicho con respecto a las rémoras provocadas por las comunicaciones entre órganos o unidades de una misma Administración puede extenderse, con más razón si cabe, a las relaciones entre diferentes Administraciones cuando éstas están llamadas a intervenir -con la misión de ilustrar o de decidir- en un mismo expediente (12). De hecho, la preocupación del legislador por aplicar sin falta la conversión electrónica sube aquí de tono y, en este sentido, el art. 27.7 de la LAE ordena directamente -y, además, con carácter básico- la utilización preferente de los medios electrónicos en las relaciones interadministrativas (13).
2. La reducción de la carga documental
La excesiva presión documental que sufren los interesados en un gran número de procedimientos administrativos constituye la faceta en la que más hincapié hace la LAE. Hasta el punto de que una de sus mejores perlas está destinada justamente a dulcificar el cumplimiento de esta carga documental. Me refiero al derecho a no aportar datos y documentos que obren en poder de las Administraciones Públicas, que constituye, en efecto, uno de los puntos estelares de la nueva Ley.
El derecho a no presentar documentos en poder de la Administración no es, en rigor, un derecho de nuevo cuño. Figuraba ya desde 1992 en el catálogo de derechos del ciudadano del art. 35 de la LRJAP -concretamente en la letra f-. Aunque lo cierto es que con muy poco éxito y con una virtualidad muy limitada en la práctica. Y es que, tal y como quedó plasmado en el art. 35.f, la proyección de este derecho está fuertemente cercenada desde el momento en que sólo podrá ser invocado para evitar la presentación de documentos que ya se encuentren en manos de la Administración actuante. Supuesto el número de Administraciones existentes, es claro que una interpretación literal -que es la que al cabo se ha mantenido- de una tal acotación lo condenaba fatalmente a una aplicación muy limitada. Aplicación limitada que, por si fuera poco, se ha visto reducida aún más por el desarrollo sectorial que de este precepto se ha hecho en ámbitos tan propicios para su aplicación como es el caso de los procedimientos autorizatorios (14).
La LAE ha venido, pues, a relanzar un derecho aletargado; y no lo ha hecho de una forma precisamente tímida, sino todo lo contrario.
A primera vista, el art. 6.2.b de la LAE reconoce un trasunto del art. 35.f de la LRJAP
. Sin embargo, a poco que se profundiza en su análisis sale a relucir la notoria distancia que los separa.
La diferencia más importante entre ambos preceptos radica en la supresión de cualquier referencia a la Administración actuante. Con arreglo al art. 6.2.b, el ciudadano tiene el derecho a no aportar documentos que obren en poder de las Administraciones Públicas. Luego de cualquier Administración (ubi lex non distinguit nec nos distinguere debemus) y no sólo de la encargada de tramitar la solicitud o incoar el expediente de que se trate. Es éste un cambio que da alas a su invocación y que hace que esté en grado de erigirse en un aliado excepcional de los interesados a fin de descargar de sus espaldas el peso de aportar un buen número de documentos.
Junto con este decisivo cambio de parámetro de exención -de <<Administración actuante>> a <<Administraciones Públicas>>-, el art. 6.2.b extiende asimismo el radio de acción del derecho en lo que hace al objeto de la dispensa. Porque mientras que el art. 35.f atañe a los documentos, el nuevo derecho codificado en la LAE se proyecta sobre los datos y documentos. Y hete aquí que cabe preguntarse qué datos no obrarán ya en poder de alguna Administración. A decir verdad, llevado a sus últimas consecuencias, el art. 6.2.b, más que aligerar, vendría a descargar casi por completo de la carga documental tantas veces denunciada -y sufrida- por todos.
Con estos mimbres, no me parece exagerado afirmar que asistimos a un derecho capaz de revolucionar las relaciones del ciudadano con la Administración. El problema reside, empero, en la implantación real del mismo. Porque, como en otros extremos de la LAE, no puedo dejar de mostrarme escéptico al respecto.
Escéptico, en primer lugar, por las implicaciones técnicas y organizativas que comporta materializar este derecho en toda su extensión. A tenor de lo previsto en la LAE, correrá a cuenta de la Administración recabar la información que, sin mediar este derecho, correspondería aportar al interesado. Y tal objeto, cada Administración deberá facilitar el acceso, por vía electrónica, de las restantes Administraciones a los datos que tenga en su poder. Dejando a un lado las connotaciones políticas de una tal apertura de los bancos propios de información, sí es fácil comprender que el reto que se plantea es de una envergadura extraordinaria en tanto que involucra a todas las Administraciones Públicas (15). Y no todas presentan, como es sabido, una misma capacitación técnica a estos efectos. Precisamente por eso mismo, en el ámbito autonómico y local, la efectividad del art. 6.2.b queda supeditada, según se establece en la Disposición final tercera, a lo que permitan sus disponibilidades presupuestarias.
El contrasentido está servido. ¿Cómo hacer realidad un derecho que exige la complicidad de todas las Administraciones si el mismo, al menos por el momento, sólo impone obligaciones efectivas -con un plazo cierto- a la Administración General del Estado y a los organismos públicos vinculados o dependientes de ella?
Superados los obstáculos técnicos, habrá que vencer también algunos clichés que no conviene descuidar. Por expresarlo de forma resumida, digamos que en el origen de nuestra manera de concebir la carga documental está incrustada la idea de que <<quien algo quiere, algo le cuesta>>. No en vano, las mayores exigencias documentales suelen darse en procedimientos destinados a otorgar al interesado algún tipo de beneficio o de utilidad (autorización, concesión, ayuda
). Se confía así en el interés propio de quien ha de beneficiarse como motor para la presentación de toda la información exigida (ubi emolumentum ibi onus), y de ahí que la posición de la Administración haya quedado tradicionalmente en un segundo plano, a la expectativa -y muestras de este planteamiento, por cierto, no faltan en nuestra legislación procedimental común: explíquense, si no, el desistimiento del art. 71.1 de la LRJAP o la caducidad del art. 92.1 ibídem
-. Cambiar este escenario y hacer que la Administración pase a ser gestor aplicado del interesado, con la confianza de este último, no se antoja tarea sencilla.
3. Lo que se echa en falta: un compromiso firme por el acortamiento de los plazos y por la gratuidad de las actuaciones
Después de repasar las contribuciones de la LAE a cuenta de la simplificación de los procedimientos administrativos y sin perjuicio de las limitaciones y claroscuros que se han significado, toca ahora señalar qué es lo que en este orden se echa de menos, en el bien entendido de que la denuncia de carencias ha de ajustarse a los márgenes propios de la LAE, cuya misión no es la de erigirse en una ley general de simplificación, sino la de contribuir a esta empresa desde la óptica electrónica.
Teniendo esto presente, tengo para mí que dos son, fundamentalmente, las omisiones que cabe reprochar al legislador.
A. De una parte, está el problema de la duración temporal de los procedimientos administrativos. Si la aplicación de los avances electrónicos va a simplificar la gestión de los expedientes, no se ve razón para que esta facilitación no se traslade y tenga una repercusión clara en el acortamiento de los plazos de resolución y notificación. No casa bien con los signos de la Administración electrónica -en rigor, de una Administración moderna- el mantenimiento de plazos tan dilatados, justificados otrora por un entorno e instrumental de trabajo que hoy, sin embargo, se ven abocados a una paulatina extinción. De ello demuestra ser perfectamente consciente, por lo demás, la LAE. No en vano, cuando se define el principio de simplificación administrativa se está pensando especialmente en que <<se reduzcan de manera sustancial los tiempos y plazos de los procedimientos administrativos>> (art. 4.j ). Lo mismo que al describir el contenido del análisis de rediseño funcional que habrá de explorar, señaladamente, <<la reducción de los plazos y tiempos de respuesta>> (art. 34.c).
Ambas previsiones revelan la existencia de una preocupación latente por acortar la duración actual de los procedimientos. No obstante, fuera de estas declaraciones, no hallamos después indicaciones más concretas. Ciertamente, en el estado incipiente en que se encuentra la implantación de la Administración electrónica tal vez resultase osado fijar un plazo general de resolución y notificación aplicable específicamente a los expedientes tramitados en su integridad, o en su mayor parte, en formato electrónico. A la dificultad de dar con un término ideal, se suma el escaso bagaje acumulado hasta el momento. De todas formas, bien cabía la posibilidad de plasmar alguna directriz más precisa que revelase un compromiso más firme y una concepción distinta del tiempo en los procedimientos administrativos electrónicos.
B. De otra parte, era de esperar algún tipo de alusión a la importante cuestión del coste económico de los procedimientos desde el prisma del interesado. Sólo a propósito de las oficinas de atención presencial -que es uno de los canales de que ha de servirse la Administración General del Estado para facilitar al público el acceso a los servicios electrónicos- y de manera muy tangencial se señala que <<pondrán a disposición de los ciudadanos de forma libre y gratuita los medios e instrumentos precisos para ejercer los derechos reconocidos en el art. 6 de esta Ley>> (art. 8.2.a). Pero, al margen de esta anecdótica previsión, no hay ninguna toma de posición clara en pro de la gratuidad o, cuando menos, menor onerosidad de la tramitación electrónica. Especialmente relevante resultaba en este sentido el replanteamiento de la aplicación sistemática de tasas cuya vinculación con el coste del servicio por fuerza habrá de revisarse en un escenario tan distinto al convencional.
4. Una valoración de conjunto positiva sobre el aporte simplificador de la LAE
Puestos a efectuar un balance entre el haber simplificador y el debe, entiendo que el resultado, a pesar de las limitaciones y ausencias, ha de ser favorable. La LAE introduce novedades de fuste que, aun cuando estén aquejadas de incertidumbre sobre su efectiva puesta en práctica, suponen un paso muy importante en términos de simplificación procedimental. A decir verdad, la LAE representa el hito más importante en el movimiento simplificador de las últimas décadas y el solo hecho de dar cobertura legal a propuestas que hasta hace bien poco formaban parte del evanescente mundo de las buenas prácticas merece ser bien recibido.
Ahora bien, que la valoración sea positiva no significa que la aportación de la LAE pueda calificarse de definitiva y capaz de colmar la meta de remover el escenario de complejidad que es santo y seña de nuestro panorama procedimental administrativo. Por ello, conviene realizar algunas precisiones con las que templar el discurso.
No está de más insistir una vez más en el peligro de considerar que la única puerta a llamar en la batalla contra la complejidad administrativa es la de las tecnologías de la información. Como ya se señaló más arriba, el ramillete electrónico, con ser de lo más granado, no agota el espectro de posibilidades de simplificación. Y, por eso mismo, la LAE no debe ser vista -ni tampoco creo que lo pretenda- como una ley general de simplificación administrativa pues no alberga el recipiente apropiado para desarrollar en plenitud todo el plantel de técnicas al respecto.
Por otra parte, hay que tener presente el singular salto que se da en el ámbito del procedimiento administrativo entre las formulaciones in abstracto y su plasmación in concreto. Y es que la ausencia de un procedimiento administrativo común, entendido como un itinerario universal para gestar cualquier decisión administrativa, fuerza a que las previsiones generales deban ser luego objeto de una adaptación singular para cada procedimiento en particular; una adaptación que puede tener lugar por vía normativa o, simplemente, venir impulsada por el instructor de turno, pero que, fuera como fuese, es necesaria a fin de que las previsiones legales de orden general se inserten eficazmente en la secuencia. En suma, al espaldarazo legal de la LAE ha de seguirle un compromiso sectorial a tono.
Pero quizás la matización de mayor enjundia tiene que ver con el rol que asume la LAE en tanto que norma de transposición de los arts. 6, 7 y 8 de la Directiva 2006/124/CE, de 12 de diciembre, de Servicios en el mercado interior . Y es que en dichos preceptos toma cuerpo un objetivo simplificador muy específico. Un objetivo cuya realización en nuestro Derecho interno vendría a operar la LAE, según se explicita en el apartado cuarto de la Exposición de Motivos. Pues bien, por lo que a continuación se dirá, tengo para mí que no es éste un encargo que la LAE lleve a buen puerto.
IV. LA LAE COMO NORMA DE TRANSPOSICIÓN DE LOS OBJETIVOS DE SIMPLIFICACIÓN MARCADOS POR LA DIRECTIVA DE SERVICIOS
1. El mandato simplificador de la Directiva de Servicios
Desde hace ya algunos años, la Unión Europea viene desarrollando una intensa labor de estudio y reflexión sobre el impacto negativo de las cargas burocráticas en la creación y el funcionamiento ordinario de las empresas, especialmente de las pequeñas y medianas. Se trata de una conexión intuida por muchos pero que la Unión Europea se ha esforzado en caracterizar y mesurar para llegar a cifras y datos concretos; cifras con las que concienciar de la entidad del problema y con las que promover, en consecuencia, una respuesta normativa decidida, lejos de las declaraciones retóricas archiconocidas. Después de un sinfín de asomos, por fin esta respuesta ha cristalizado en el estratégico sector de los servicios, y lo ha hecho merced a la mencionada Directiva 2006/124/CE, de 12 de diciembre, de Servicios en el mercado interior.
El propósito central de esta Directiva no es otro que facilitar el ejercicio de la libertad de establecimiento y la libre circulación de servicios, sin merma de su calidad, como condición previa imprescindible para alcanzar la meta de una plena realización del mercado interior de los servicios cuya vívida existencia se estima determinante para el progreso económico y la creación de empleo en la Europa comunitaria.
En pos de tal cometido, se reserva una plaza crucial a la simplificación de todos los trámites y procedimientos vinculados a la actividad terciaria. No podía ser de otro modo visto que los trámites burocráticos constituyen uno de los mayores obstáculos que impiden o frenan el tránsito de los servicios entre los Estados miembros. En concreto, digamos, así sea en apretada síntesis, que el planteamiento simplificador de la Directiva descansa sobre dos claros ejes: reestructurar las bases de los procedimientos de autorización en este campo (A) e introducir fórmulas de integración y fusión de los procedimientos conexos allí donde la instalación del servicio precise de varias autorizaciones (B) (16).
A. En primer lugar, la Directiva hace un claro llamamiento a la necesidad de revisar en profundidad la manera de conjugar los procedimientos autorizatorios -y aun las propias autorizaciones- que supeditan la instalación y prestación de servicios (17). Se parte al respecto de una visión de la autorización como un instrumento de control que, en razón de las graves distorsiones a ella inherentes en términos de economía, rapidez y simplicidad, ha de adquirir un marcado carácter residual. A los ojos del legislador comunitario, la autorización no puede representar la técnica ordinaria de intervención. Al contrario, únicamente debe recurrirse a la misma cuando lo justifique una <<razón imperiosa de interés general>> (18) y sólo después de haber barajado el posible empleo de mecanismos de control menos restrictivos, con la mirada puesta, señaladamente, en las verificaciones a posteriori (19).
A este punto de partida -que, desde luego, no es el predominante en España y mucho temo que tampoco en la mayor parte de los Estados miembros-, le siguen una cascada de instrucciones sobre la forma en que, llegado el caso, ha de tener el ideal de un procedimiento autorizatorio ajustado a la esencia de la Directiva. Instrucciones que apuntan todas ellas a la línea misma de flotación de la complejidad, pasando revista a los distintos factores que mayor impacto tienen en contra de la sencillez y simplicidad de los expedientes en este campo.
a) Por de pronto, el procedimiento ha de ser claro y previo -lo que recuerda a las célebres exigencias de la lex certa y lex praevia- (20). La exigencia de claridad habla por si sola y, en realidad, interpretada en sentido lato bastaría para dar contenido a toda la obra de simplificación. En cuanto al carácter previo, la Directiva exige una suerte de predeterminación que evite la inseguridad jurídica y conjure a la par las veleidades en la instrucción de los procedimientos, exigiendo a tal efecto que el itinerario y los trámites que integren la secuencia se den a conocer con antelación (21).
b) A continuación está la proporcionalidad. La estructuración del procedimiento no deberá tener <<carácter disuasorio, ni complicar o retrasar indebidamente la prestación del servicio>> (22). Mandato paladino, difícil de formular de una forma más directa.
c) No falta la mención al coste económico. La Directiva señala que los gastos que los trámites ocasionen a los solicitantes deberán ser razonables y proporcionales a los costes de los procedimientos de autorización (23). Una clara llamada de atención, pues, a las políticas recaudatorias de tasas tan recurrentes en muchos países -contando con el nuestro-.
d) Y, finalmente, emerge, como no podía ser de otro modo, la problemática del tiempo, asunto que preocupa especialmente al legislador comunitario. Lo pretendido es, lógicamente, que la tramitación sea rápida y no se demore en el tiempo. A tal efecto, la Directiva, si bien no lo cifra, sí impone que el plazo de respuesta sea en todo caso <<razonable>>. Y para espolear a la Administración en su respeto, se introduce una clara opción a favor del silencio estimatorio: <<a falta de respuesta en el plazo fijado o ampliado con arreglo al apartado tercero, se considerará que la autorización está concedida>> (24).
Ahora bien, se es también consciente de que la dilatación de los expedientes de autorización no puede achacarse en exclusiva a la Administración Pública. De ahí que se introduzcan dos cautelas muy sensatas (25): primero, para neutralizar el retraso provocado por el propio interesado a causa de la tardanza en aportar la documentación requerida, se contempla que el plazo de respuesta de la Administración no comience a correr hasta el momento en que se presente dicha documentación en su totalidad (26); y, segundo, para salvar situaciones de dificultad acentuada, se abre la posibilidad de ampliar el plazo, eso sí, una sola vez y por tiempo limitado, cuando la complejidad del asunto lo justifique (27).
B. El segundo eje sobre el que gira la posición simplificadora de la Directiva ha de buscarse, a mi modo de ver, en la fusión de procedimientos, que es el auténtico hilo conductor del Capítulo II, titulado <<Simplificación administrativa>>.
No basta con revisar y simplificar cada autorización en singular. Aunque es éste un primer eslabón importante, al legislador comunitario no se le escapa la existencia de otro flanco que agarrota el establecimiento y la circulación de servicios: la acumulación de autorizaciones que, desde perspectivas diversas, recaen sobre una misma actividad. Y es que para la instalación y puesta en marcha de muchos servicios no será en absoluto infrecuente que el interesado deba obtener más de una licencia o más de un permiso, probablemente, encima, de Administraciones distintas. Es ésta una circunstancia que arrastra importantes desajustes y obstáculos para la actividad de los prestadores de servicios y que no puede resolverse con la sola aplicación de las medidas anteriormente reseñadas.
El problema apuntado necesita una respuesta específica. Y la escogida por el legislador comunitario es la de una fusión o integración <<aparente>> (28). Para comprender mejor el significado de este calificativo, cumple señalar que la fusión de autorizaciones es una solución que admite diferentes modalidades. De toda la gama, la variante de mayor intensidad es la que lleva a crear ex novo un único procedimiento administrativo de autorización, lo que suele hacerse manteniendo como acto final a la más importante y transformando a las demás en informes preceptivos, obstativos o incluso vinculantes. A tal modelo responde la célebre autorización ambiental integrada, por poner un conocido ejemplo.
Sin embargo, existen otras fórmulas de fusión menos penetrantes. Una de las más ensayadas es la que pasa por crear una simple apariencia de fusión, de tal manera que, externamente, visto desde la posición del interesado, se viene a unificar el contacto con la Administración a través de un órgano o unidad, aunque luego, internamente, se fragmente su solicitud en tantas peticiones como procedimientos de autorización deban sustanciarse, siguiendo cada uno de estos procedimientos una tramitación autónoma y separada ante la Administración que corresponda. Digamos que tan sólo se crea una antesala que facilita la relación con una red organizativa plural y compleja.
Se trata, como acaba de indicarse, de una opción ya utilizada, bien que con una trayectoria no siempre exitosa, en numerosos países, incluido el nuestro (29), y que cuenta a su favor, sobre todo, con el hecho de que la fusión aparente no supone ningún tipo de ingerencia en la distribución competencial; no altera el reparto de responsabilidades entre los distintos departamentos o Administraciones involucrados.
Tal vez por esta razón, que hace de esta fórmula una vía más fácil y hacedera que la integración de licencias mediante la reductio ad unum, la Directiva de Servicios ha decidido avanzar por esta senda para acometer el empeño de simplificar la confluencia de autorizaciones sobre la instalación y ejercicio de las actividades de servicios. En concreto, se impone a los Estados la creación de <<ventanillas únicas>>, que facilitarán al prestador un interlocutor único al que dirigirse para realizar todos los procedimientos y trámites. Pero, eso sí, sin que la existencia de estos puestos interfiera en el reparto de funciones o competencias entre las autoridades de cada sistema nacional (30).
Aunque no se especifica el soporte de estas ventanillas únicas, sí parece clara la apuesta del legislador comunitario por llevar su plasmación más allá de las oficinas de carácter presencial. Sin imponer una obligación férrea en tal sentido, la Directiva hace explícita la necesidad de que los Estados miembros intenten que el entorno burocrático de las actividades de servicios pueda ser accesible por vía electrónica, incluida la faceta relativa a las ventanillas únicas.
Sin perjuicio del formato, el objetivo fundamental de estas ventanillas radica en facilitar la gestión del interesado, al menos, en tres aspectos. En primer término, a la hora de dirigirse a la Administración. En vez de tener que acudir a tantas oficinas como autorizaciones a cursar, la ventanilla va a ofrecer al interesado un punto común de encuentro y un interlocutor de enlace. Asimismo, ha de servir también como lugar de información y, en este sentido, la Directiva exige que las ventanillas únicas estén en disposición de dar a los interesados todos los datos precisos acerca de los requisitos exigidos para emprender la actividad de que se trate, los trámites y procedimientos a observar, y las autoridades competentes respectivamente (31). Información que, además, ha de ser de calidad, lo cual implica que sea actual, clara e inteligible. Por último, las ventanillas únicas harán las veces de puestos de entrada y recepción de las solicitudes necesarias para obtener las autorizaciones, así como de las declaraciones y notificaciones exigidas.
Con estas coordenadas, la Directiva esboza la idea, pero deja muchos extremos que habrán de ser completados por cada Estado hasta dar con un diseño acabado de las ventanillas. Así, no se indica un número mínimo de ventanillas en cada Estado; tampoco se señala cómo habrán de ser gestionadas y qué Administraciones u otros sujetos podrán integrarlas (32). Y, sobre todo, se deja abierta la puerta para que los Estados avancen en la integración aparente, ampliando el techo funcional de estas ventanillas.
Juntamente con las previsiones relacionadas con las ventanillas únicas, hay en el capítulo II otra línea de simplificación, relacionada esta vez con la carga documental. A este respecto, la Directiva pretende facilitar la presentación de documentos por parte de los prestadores de servicios a través de tres medidas: previendo la posibilidad de que la Comisión establezca formularios armonizados a escala comunitaria de los certificados y acreditaciones (a); exigiendo que los Estados acepten los documentos de otros Estados miembros que tengan una función equivalente a la del certificado o justificante exigido, o de los que se desprenda que el requisito en cuestión está cumplido (b); y prohibiendo en el caso de documentos de otro Estado miembro la obligación de presentar el original salvo por razones imperiosas de interés general (c).
2. La pobre incorporación del bagaje simplificador de la Directiva de Servicios a través de la LAE
A la vista de cuanto acaba de exponerse, bien se ve que la Directiva de Servicios introduce un mandato simplificador de muy largo alcance. La pregunta a hacerse cae por su propio peso: ¿puede entenderse satisfecho dicho mandato con la aprobación de la LAE?
A mi modo de ver, no. Es cierto que, en rigor, la LAE asume el encargo de transponer únicamente el contenido de los arts. 6, 7 y 8, que integran, como ya se dijo, el capítulo II de la Directiva. Quedarían fuera, de este modo, otras previsiones de signo simplificador contenidas en otros pasajes, especialmente en el capítulo III. Con todo, no creo que la respuesta haya de variar pues, aun acotado el objetivo, tampoco estimo que la esencia de esos tres preceptos haya quedado debidamente retratada y desplegada.
Dos son, en particular, las razones que vendrían a justificar esta conclusión.
A. Por de pronto, no me parece que ofrezca la LAE el escenario apropiado para recoger el guante simplificador que lanza la Directiva de Servicios. No hay que olvidar que los objetivos centrales de ambas normas son bien distintos, por mucho que puedan existir puntos de conexión entre los mismos. La LAE se sirve del elemento electrónico como quicio para crear un puente. Sin embargo, después de pasar revista a la manera de concebir la obra de simplificación en el terreno de las actividades de servicio, es visto que la vertiente electrónica no representa la única apuesta. Encumbrar lo electrónico puede llevar a desvirtuar el fin último perseguido en el capítulo II de la Directiva y el Leitmotiv de todo el complejo simplificador de esta norma.
Desvirtuación del horizonte real al que también contribuye el fraccionamiento de la transposición en lo que respecta especialmente al capítulo III, hermanado como está con el segundo por una corriente de fondo que en modo alguno puede separarse sin merma de su sustancia.
B. No creo, pues, que el escenario de gestación de la LAE haya resultado el más idóneo para descubrir la mejor forma de actuar los principios de la Directiva. Pero es que además, el resultado concreto de la transposición de los arts. 6, 7 y 8 resulta muy endeble.
Como ya se dijo, la columna vertebral del capítulo II de la Directiva radica en la creación de las ventanillas únicas. Pues bien, la LAE hace referencia a estas ventanillas en su art. 44 (Red integrada de Atención al Ciudadano), pero lo hace de una manera vaga. Vaga porque, a pesar de imponer la creación de espacios comunes o ventanillas únicas dedicadas específicamente a dar soporte a la actuación de los emprendedores en el ramo de los servicios, tal creación viene supeditada, no obstante, a la suscripción de convenios de colaboración entre las distintas Administraciones Públicas. Ello significa, ni más ni menos, que la realidad de estas ventanillas únicas queda al cabo a expensas de la iniciativa, compromiso y armonía entre todas las Administraciones competentes.
Sin unas ventanillas únicas con unos mimbres sólidos, el perfil de su concreto cometido se desdibuja. Un cometido que la LAE no se esfuerza en explorar más allá de las orientaciones generales de la Directiva. Así, de llegar a concretarse, estas ventanillas tendrán funciones informativas y de recepción de solicitudes. Pero ninguna de estas dos labores aparece desarrollada en la LAE por encima del umbral comunitario. El art. 6.3 se limita a reconocer el derecho de los ciudadanos a obtener la información señalada en la Directiva a través de medios electrónicos. Información que podrá obtenerse también en las ventanillas únicas. Asimismo, éstas estarán habilitadas para realizar los trámites y procedimientos necesarios para acceder a las actividades de servicios y para su ejercicio ex art. 44 de la LAE .
Estamos, pues, ante un ejercicio de transposición formal que, a mi modo de ver, no aporta a nuestro ordenamiento jurídico la savia que pretende inculcar el legislador comunitario, dando como resultado la inclusión de una serie de preceptos que parecen sacados de contexto y, desde luego, desprovistos del contenido sustancial real exigido desde Europa.
NOTAS:
(1). Las previsiones que tiene carácter básico aparecen enumeradas en la Disposición final primera (Carácter básico de la Ley). Este carácter básico es fruto de la invocación como título competencial de sostén del art. 149.1.18ª de la CE. De manera que la LAE se sitúa en una posición similar a la que ocupa la LRJAP como norma de cabecera en materia de régimen jurídico de las Administraciones Públicas y procedimiento administrativo común.
(2). La Disposición final tercera (Adaptación de las Administraciones Públicas para el ejercicio de derechos) es, probablemente, el talón de Aquiles de la LAE habida cuenta de que, en el caso de las Administraciones autonómicas y locales, supedita el ejercicio de los derechos reconocidos en el art. 6 que es tanto como decir el meollo de la propia Ley a una condición tan resbaladiza como es «que lo permitan sus disponibilidades presupuestarias».
(3). Un buen punto de partida para adentrarse en la cada vez más tupida red de estudios en materia de Administración electrónica lo constituye la consulta de los comentarios surgidos con ocasión de la LAE. Entre otros, véanse los de Alberto Palomar Olmeda, La actividad administrativa efectuada por medios electrónicos, Aranzadi, 2007: y de Eduardo Gamero Casado y Julián Valero Torrijos, La Ley de Administración electrónica. Comentario sistemático a la Ley 11/2007, de 22 de junio, de acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos, Aranzadi, 2008.
(4). Para acercarse al tema de la simplificación administrativa, sigue siendo un referente el trabajo pionero de Sebastián Martín-Retortillo Baquer, De la simplificación de la Administración Pública, en RAP, núm. 147, 1999, págs. 7 y sigs.
(5). Una completa guía de las claves de la simplificación procedimental puede verse en Joaquín Tornos Mas, La simplificación procedimental en el ordenamiento español, en RAP, núm. 151, 2000, págs. 39 y sigs.
(6). Acerca de este grave lastre de nuestra Administración, véase, entre otros, César Cierco Seira, La reducción de la carga de presentación de documentos ante la Administración Pública. (Reflexiones a propósito de la experiencia italiana), en «Revista Andaluza de Administración Pública», núm. 48, 2002, págs. 389 a 435; y Teresa D. Núñez Gómez, Abuso en la exigencia documental y garantías formales de los administrados, Atelier, Barcelona, 2005.
(7). Afirmación que, por cierto, hay que hacer con prudencia habida cuenta de que, aunque que se hagan previsiones económicas favorables sobre su amortización futura y su rentabilidad a medio y largo plazo, es indudable que la implantación de la Administración electrónica exige hoy una considerable inversión en recursos tecnológicos y humanos. Además, el menor coste de la gestión electrónica se oscurece cuando se introduce el dato de que, según los planteamientos de la LAE, y supuesto el estadio inicial en el que nos encontramos, la teletramitación de los procedimientos no va a venir acompañada de la coetánea supresión de su versión convencional, sino que ambas vías coexistirán, respetando el principio general de igualdad en los términos descritos en el art. 4.b):
«Principio de igualdad con objeto de que en ningún caso el uso de medios electrónicos pueda implicar la existencia de restricciones o discriminaciones para los ciudadanos que se relacionen con las Administraciones Públicas por medios no electrónicos, tanto respecto al acceso a la prestación de servicios públicos como respecto a cualquier actuación o procedimiento administrativo sin perjuicio de las medidas dirigidas a incentivar la utilización de los medios electrónicos».
(8). «De la gestión electrónica de los procedimientos» es el rótulo que da nombre al Título III de la LAE, el cual se abre con unas disposiciones comunes contenidas en los arts. 33 y 34.
(9). Este instrumento se contempla en el art. 34 (Criterios para la gestión electrónica).
(10). Los arts. 33 y 34, donde se contienen las disposiciones comunes en relación con la gestión electrónica de los procedimientos, no están incorporadas al catálogo de normas básicas enumerado en la Disposición final primera de la Ley.
(11). Literalmente señala que: «Los sistemas de comunicación utilizados en la gestión electrónica de los procedimientos para las comunicaciones entre los órganos y unidades intervinientes a efectos de emisión y recepción de informes u otras actuaciones deberán cumplir los requisitos establecidos en esta Ley».
(12). Hipótesis que es harto frecuente en nuestra realidad administrativa en razón de los intensos procesos de descentralización territorial y funcional.
(13). Con arreglo a este precepto: «Las Administraciones Públicas utilizarán preferentemente medios electrónicos en sus comunicaciones con otras Administraciones Públicas. Las condiciones que regirán estas comunicaciones se determinarán entre las Administraciones Públicas participantes».
Esta previsión ha de ponerse en conexión con el art. 2.1.c de la LAE, el cual, al describir el ámbito de aplicación de la Ley, hace referencia expresa «a las relaciones entre las distintas Administraciones Públicas».
(14). Tengo en mente lo previsto en el art. 2 (Aportación de documentos) del RD 1778/1994, de 5 de agosto, por el que se adecuan a la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, las normas reguladoras del procedimiento de otorgamiento, modificación y extinción de autorizaciones. Se indica allí que el interesado podrá acogerse al derecho a no aportar documentos «siempre que haga constar la fecha y el órgano o dependencia en que fueron presentados o, en su caso, emitidos, y cuando no hayan transcurrido más de cinco años desde la finalización del procedimiento a que correspondan». Es más, se añade que «en los supuestos de imposibilidad material de obtener el documento, debidamente justificada en el expediente, el órgano competente podrá requerir al solicitante su presentación o, en su defecto, la acreditación por otros medios de los requisitos a que se refiere el documento, con anterioridad a la formulación de la propuesta de resolución».
(15). Quiere expresarse, en definitiva, que la interconexión de las redes administrativas es crucial para con la evolución de este derecho. De donde la importancia de la Red de comunicaciones de las Administraciones Públicas españolas conocida como la red SARA cuya existencia recoge el art. 43 de la LAE en los siguientes términos:
«La Administración General del Estado, las Administraciones Autonómicas y las entidades que integran la Administración Local, así como los consorcios u otras entidades de cooperación constituidos a tales efectos por éstas, adoptarán las medidas necesarias e incorporarán en sus respectivos ámbitos las tecnologías precisas para posibilitar la interconexión de sus redes con el fin de crear una red de comunicaciones que interconecte los sistemas de información de las Administraciones Públicas españolas y permita el intercambio de información y servicios entre las mismas, así como la interconexión con las redes de las Instituciones de la Unión Europea y de otros Estados Miembros».
(16). Para un análisis más detenido sobre el particular, puede acudirse, entre nosotros, a Helena Villarejo Galende, La simplificación administrativa en la Directiva relativa a los servicios en el mercado interior: sus repercusiones en la Administración electrónica española y el desafío que plantea su trasposición, en «Revista de Derecho de la Unión Europea», núm. 14, 2008, págs. 47 a 82.
(17). Acúdase al Capítulo III (Libertad de establecimiento de los prestadores) de la Directiva. En lo que se refiere específicamente al procedimiento de autorización, léanse los arts. 9 (Regímenes de autorización) y 13 (Procedimiento de autorización).
Sobre las bases dogmáticas de la autorización, acúdase, entre nosotros, al completo estudio de José Carlos Laguna de Paz, La autorización administrativa, Civitas, Madrid, 2006.
(18). Es éste un concepto cuya interpretación debe realizarse según la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas. De la misma se desprende que son muchos y variados los motivos capaces de encajar en esta expresión: orden público, seguridad pública, protección civil, salud pública, etc. Aun cuando es éste un concepto en constante evolución, el art. 3.8 de la Directiva introduce una definición que recoge el estado actual de la jurisprudencia comunitaria al respecto.
(19). Es decir, comunicaciones previas en lugar de autorizaciones. En cuanto a la articulación de la denuncia o comunicación previa de actividad, sigue siendo indispensable la consulta al libro de María del Carmen Núñez Lozano, Las actividades comunicadas a la Administración. La potestad administrativa de veto sujeta a plazo, Marcial Pons, Madrid, 2001.
(20). Así lo impone el art. 13.1 de la Directiva.
(21). Aunque con el objetivo fundamental de hacer públicos los plazos de respuesta, no es ocioso recordar aquí que el art. 42.4 de la LRJAP impone a nuestras Administraciones «publicar y mantener actualizadas, a efectos informativos, las relaciones de procedimientos, con indicación de los plazos máximos de duración de los mismos, así como de los efectos que produzca el silencio administrativo».
(22). Exigencia que se recoge en el art. 13.2 de la Directiva.
(23). Lo prevé el art. 13.2 in fine de la Directiva.
(24). Aunque, como puntualiza el art. 13.4 de la Directiva, este régimen podrá ser distinto allí donde «esté justificado por una razón imperiosa de interés general, incluidos los legítimos intereses de terceros».
(25). Ambas aparecen en el art. 13.3 de la Directiva.
(26). Incidencia que, como se recordará, está prevista en nuestra legislación procedimental común como causa de suspensión del plazo de resolución y notificación ex art. 42.5.a de la LRJAP.
(27). Sobre la ampliación del plazo de resolución y notificación, es de señalar que, con arreglo a lo previsto en el art. 42.6 de la LRJAP, dicha ampliación sólo podrá tener lugar una vez agotados todos los medios personales y materiales al alcance del órgano competente para resolver y, en todo caso, el tiempo de más no podrá ser superior al establecido para la tramitación del procedimiento.
(28). Acerca de la integración de procedimientos, me sea permitido remitir al lector a mi trabajo La tramitación integrada de los procedimientos administrativos conexos, en RVAP, núm. 65, 2003, págs. 11 a 49.
(29). En cuanto a la experiencia española, destaca la trayectoria de la «Ventanilla única empresarial» como vía para ayudar a los emprendedores en la creación de nuevas empresas. Amplia información al respecto puede encontrarse en la página web: www.ventanillaempresarial.org.
(30). En este extremo insiste con tersura el art. 6.2 de la Directiva.
(31). Y no sólo eso. El repertorio de informaciones que, de forma clara, inequívoca y actualizada, estarán en grado de suministrar las ventanillas únicas abarca también: «los medios y condiciones de acceso a los registros y bases de datos públicos relativos a los prestadores y a los servicios»; «las vías de recurso generalmente disponibles en caso de litigio entre las autoridades competentes y el prestador o el destinatario, o entre un prestador y un destinatario, o entre prestadores»; y «los datos de las asociaciones u organizaciones distintas de las autoridades competentes a las que los prestadores o destinatarios puedan dirigirse para obtener ayuda práctica» (art. 7.1, letras c, d y e) .
Adviértase bien la entidad de los contenidos informativos. Claro está, a mi modo de ver, que el nivel de exigencia en cuanto a la información a suministrar es realmente alto.
(32). En los considerandos de la Directiva se da alguna pista al respecto. Se señala así que «cuando varias autoridades tienen competencias a nivel regional o local, una de ellas puede hacerse cargo del papel de ventanilla única y de coordinador con las demás. Las ventanillas únicas pueden estar constituidas no sólo por autoridades administrativas sino también por cámaras de comercio o de oficios, colegios profesionales u organismos privados a los que los Estados miembros encomienden esta función» (considerando § 48).