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DE NUEVO SOBRE LAS OBLIGACIONES LINGÜÍSTICAS EN LAS RELACIONES COMERCIALES ENTRE PRIVADOS. A PROPÓSITO DE LA REGULACIÓN DEL CÓDIGO DE CONSUMO DE CATALUÑA EN MATERIA LINGÜÍSTICA(1)
Por
NURIA MAGALDI
Profesora Contratada Doctora de Derecho Administrativo
Universidad de Córdoba
Revista General de Derecho Administrativo 35 (2014)
RESUMEN: El presente trabajo analiza las distintas medidas constrictivas de carácter lingüístico adoptadas por el Código de Consumo de Cataluña, aprobado en 2010, centrándose particularmente en el deber de atención oral y en la obligación de redactar, como mínimo en catalán, rótulos, carteles, y otros documentos comerciales. Asimismo, se estudian con detalle los posibles límites a dichas limitaciones lingüísticas: los derechos de los consumidores y usuarios, el principio de unidad de mercado y la libertad de empresa.
PALABRAS CLAVE: código de consumo de Cataluña; obligaciones linguísticas; deber de disponibilidad lingüística; derechos de los consumidores y usuarios; principio de unidad de mercado; libertad de empresa.
SUMARIO: I. Introducción. II. ¿Son posibles las medidas constrictivas para la protección y fomento de la lengua propia? III. Límites a la intervención pública constrictiva en el ámbito privado. 1. Protección de consumidores y usuarios. 2. Principio de unidad de mercado. 3. Libertad de empresa. IV. Análisis particularizado de algunas obligaciones lingüísticas existentes en el Código de Consumo: 1) El deber de atención oral. 2) Rotulación, carteles, y otros documentos. V. Conclusiones: A la espera de un pronunciamiento del Tribunal Constitucional. VI. Bibliografía.
AGAIN ON LINGUISTIC OBLIGATIONS IN TRADE RELATIONS BETWEEN PRIVATE. WITH REGARD TO THE REGULATION OF THE CONSUMER CODE OF CATALONIA ON LANGUAGE
ABSTRACT: This paper analyses the various linguistic measures adopted by the Catalan Consumer Code, passed in 2010. It is particularly focused on the language availability obligation as well as on the right to receive at least in Catalan invitations to purchase, contractual documentation, deposit receipts and other significant commercial documents. The limits to which these language rights are subjected may be the rights of consumers and users, the principle of market unity and the freedom to pursue a trade or profession.
KEYWORDS: catalan consumer code; language obligations; language availability obligation; consumers and users’ rights; principle of market unity; freedom to pursue a trade or profession.
I. INTRODUCCIÓN
El debate jurídico sobre las obligaciones lingüísticas en el conocido como “mundo socioeconómico”(2) se ha planteado con especial fuerza en Cataluña desde la aprobación de la Ley 22/2010, de 23 de julio, del Código de Consumo de Cataluña. En su artículo 128.1 (“Derechos lingüísticos de las personas consumidoras”) se regula el derecho de los consumidores “a ser atendid[o]s oralmente y por escrito en la lengua oficial que escojan”, instaurando, para ello, el deber de disponibilidad lingüística de los establecimientos abiertos al público. Además, este mismo precepto establece que las personas consumidoras tienen derecho a recibir en catalán (se entiende, “al menos” o “como mínimo” en catalán) diversos documentos e informaciones relativas a productos y servicios (invitaciones a comprar, información de carácter fijo, documentación contractual, presupuestos, resguardos de depósito, facturas, informaciones necesarias para el consumo, uso y manejo adecuados de los bienes y servicios y, especialmente, los datos obligatorios relacionados directamente con la salvaguardia de la salud y la seguridad, contratos de adhesión, contratos con cláusulas tipo, contratos normados, así como las condiciones generales y la documentación que se refiera a ellos).
No obstante, debe señalarse que estas previsiones lingüísticas constrictivas en el ámbito de las relaciones comerciales y de consumo ni son nuevas ni aparecen por primera vez con el Código de Consumo. Por un lado, el deber de disponibilidad lingüística, esto es, el deber de atención en ambas lenguas oficiales, estaba ya establecido en la Ley catalana 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística (en adelante, LPL) cuyo artículo 32 determinaba que “las empresas y establecimientos dedicados a la venta de productos o a la prestación de servicios que desarrollan su actividad en Cataluña deben estar en condiciones de atender a los consumidores y consumidoras cuando se expresen en cualquiera de las lenguas oficias en Cataluña”. E incluso antes, en la Ley catalana 3/1993, de 5 de marzo, del Estatuto del Consumidor (en adelante, EC), se establecía como uno de los derechos lingüísticos “el derecho a ser atendido de quien se expresa en cualquiera de las lenguas oficiales” (art. 27 EC).
Por otro lado, tanto el Estatuto del Consumidor de Cataluña como, sobre todo y con mayor claridad, la LPL, regulaban lo que, en términos jurídico-lingüísticos se conoce como cláusulas de “como mínimo” o “al menos” en catalán. Esto es, imponían que estuvieran redactados al menos en catalán la señalización, los carteles de información general de carácter fijo y los documentos de oferta de servicios de los establecimientos abiertos al público (art. 32 de la LPL(3)), así como también los contratos de adhesión, los contratos con cláusulas-tipo, los contratos normados, las condiciones generales y la documentación que se refiera a los mismos o que se desprenda de la realización de alguno de los citados contratos (art. 26 del EC).
A pesar de no tratarse de un debate nuevo, lo cierto es que la aprobación del Código de Consumo en 2010 sí ha servido para poner de relieve la necesidad de un planteamiento jurídico claro sobre las intervenciones constrictivas lingüísticas públicas en ámbitos estrictamente privados, como es el de las relaciones comerciales y de consumo. Un ámbito en el que, como ha señalado Milian i Massana, “la reflexión sobre los límites de la intervención de los poderes públicos en la normalización lingüística se hace necesaria e inaplazable”(4).
En este sentido, parece preciso señalar que el establecimiento de un deber de disponibilidad lingüística para los titulares de empresas o establecimientos abiertos al público, o la exigencia de que las informaciones fijas o las invitaciones de compra, entre otros documentos, deban figurar “por lo menos en catalán” o “al menos en catalán” constituyen medidas constrictivas en un ámbito (el de las relaciones comerciales y de consumo) estrictamente privado. En nada afecta a esta afirmación el que tales relaciones tengan lugar en “establecimientos abiertos al público” o se enmarquen en un “sistema general de oferta al público”(5). A pesar de que algunos autores han ubicado tales medidas constrictivas en el marco del régimen de cooficialidad lingüística derivado de la Constitución y del Estatuto de Autonomía, lo cierto es que el ámbito en el que, en su caso, deben encuadrarse es el del principio del respeto, protección y fomento de la lengua propia de una Comunidad Autónoma(6).
Ello significa, en última instancia, que las intervenciones lingüísticas públicas en las relaciones comerciales y de consumo (sean o no de carácter constrictivo) no pueden ampararse, competencialmente hablando, en la regulación de los efectos jurídicos de la cooficialidad, al operar esta únicamente en un plano de relaciones jurídico-públicas (entre ciudadanos y poderes públicos). Por el contrario, tales medidas deben encuadrarse en el título competencial relativo a la normalización lingüística de la lengua propia de una Comunidad Autónoma. Dicho en otras palabras, tales medidas pueden encontrar acomodo si persiguen el fomento de la lengua, fomento que puede operar en los más diversos campos (medios de comunicación social, industrias culturales, ámbito socioeconómico), incluido también, como es lógico, el ámbito oficial de dicha lengua(7).
Sentado lo anterior, el debate se centra en determinar, en primer lugar y con carácter previo imprescindible, cuál debe ser la naturaleza de las medidas encaminadas a la protección y fomento de una lengua. Es decir, se trata de analizar si en el ámbito de la promoción lingüística caben medidas de tipo constrictivo o, por el contrario, únicamente son legítimas las medidas de estímulo en sentido estricto. Para el caso de que concluyamos que, efectivamente, son posibles las medidas constrictivas, estas deberán, lógicamente, adoptarse mediante ley, por cuanto inciden en la esfera de derechos y libertades de los particulares. Además, y siguiendo la doctrina del Tribunal Constitucional, tendrán que ser proporcionadas “con su finalidad constitucional”, en el sentido de “si el resultado alcanzado es o no excesivo en atención a esa finalidad” (STC 337/1994, FJ 8, relativa a la lengua vehicular en la enseñanza)(8). Al análisis de todas estas cuestiones se dedica el presente estudio.
II. ¿SON POSIBLES LAS MEDIDAS CONSTRICTIVAS PARA LA PROTECCIÓN Y FOMENTO DE LA LENGUA PROPIA?
Nuestro punto de partida debe ser la constatación de que los procesos de normalización lingüística, esto es, la protección, promoción y fomento de la lengua propia constituyen una finalidad constitucional legítima. Así lo ha sostenido el Tribunal Constitucional y reiterado la doctrina científica que se ha ocupado de la materia(9).
Sentada esta idea, cabría preguntarse si las medidas a disposición de los poderes públicos para la realización de ese objetivo constitucionalmente legítimo han de limitarse a medidas de fomento en sentido estricto o si, por el contrario, esa acción pública encaminada a la protección y fomento de la lengua propia puede abarcar cualquier tipo de intervención. La cuestión estriba, así, en determinar si el uso que se hace del término “fomento” de la lengua propia ha de entenderse en sentido amplio, esto es, como “fomento-fin” (fomento como fin genérico de intervención de la Administración), o como fomento en sentido estricto o “fomento-medio” (fomento como forma concreta de la actividad administrativa)(10).
Un sector doctrinal que ha resultado ser minoritario ha rechazado de plano la posibilidad de imponer medidas lingüísticas constrictivas de la libertad de los particulares en el ámbito privado, cuando dichas medidas persiguen el objetivo de la promoción o el fomento de la lengua. Obsérvese que el rechazo no es a cualquier limitación lingüística que se establezca en la libertad de los particulares, sino a las limitaciones lingüísticas amparadas (solo) en el objetivo de promoción y defensa de la lengua. En este sentido, nadie pone en duda medidas lingüísticas constrictivas en el ámbito privado cuando el objetivo perseguido es, por ejemplo, la protección de la salud pública, los derechos de los consumidores y usuarios, o el interés del menor(11). Para este sector doctrinal, la acción de normalización se concretaría únicamente en medidas de promoción y de fomento en sentido estricto, pero nunca de limitación(12). Tales autores parten de que “el ámbito natural de toda política de normalización” es el de la acción de fomento (en sentido estricto), a la que no cabe “oponer otras objeciones que las que, en su caso, pudieran resultar de la normativa comunitaria en materia de ayudas públicas”(13).
No obstante, la mayoría de la doctrina, con la que hay que coincidir, estima que el empleo del término “fomento” debe interpretarse en sentido amplio. Así, para la consecución de aquel objetivo constitucional el poder público no se halla constreñido al uso exclusivo de medidas de fomento en sentido estricto, sino que puede recurrir a cualquier tipo de medida, es decir, puede actuar mediante cualquier modalidad de la acción administrativa(14).
III. LÍMITES A LA INTERVENCIÓN PÚBLICA CONSTRICTIVA EN EL ÁMBITO PRIVADO
Con carácter general, los motivos que se aducen para justificar las medidas lingüísticas constrictivas se centran en la insuficiencia, a efectos de lograr el objetivo establecido –el fomento, la promoción y la protección de la lengua propia–, de las más tradicionales medidas de estímulo y fomento (campañas publicitarias, ayudas, subvenciones, premios). Ello permitiría explicar que, en los últimos tiempos, se haya tendido a ampliar ese ámbito de acción y a incluir obligaciones lingüísticas en algunas actividades o sectores privados(15).
Es preciso admitir que la justificación de la capacidad de los poderes públicos de intervenir coactivamente sobre los ámbitos privados presenta problemas jurídicos más intensos que las clásicas medidas de fomento, puesto que entran en juego libertades básicas de los individuos como la libertad de lengua, la libertad de expresión, de empresa, comercio e industria, de establecimiento o de circulación(16). No obstante, la mayoría de los autores entiende que, si bien es cierto que el uso obligatorio de una lengua puede restringir una o varias de las libertades antes mencionadas, dicha restricción se podrá considerar razonable y justificada cuando persigue proporcionalmente un legítimo objetivo –la salvaguardia de una lengua– y no impida el uso simultáneo de otras lenguas. En tales casos, el ciudadano sobre quien recae el empleo obligatorio de una lengua no se ve privado de utilizar, además, otra lengua distinta por él preferida, por lo que la limitación debería entenderse justificable y proporcionada. Por el contrario, cuando se impone obligatoriamente usar exclusivamente una lengua (esto es, excluyendo el uso de cualquier otra), la restricción se consideraría inadmisible(17).
Según lo dicho, pues, el elemento clave para la imposición de tales medidas sería que estas sean proporcionadas, elemento en el que insisten la mayoría de los autores(18). Por lo tanto, será preciso analizar las diversas medidas constrictivas impuestas por los poderes públicos por razones de protección o fomento de una lengua (objetivo constitucionalmente legítimo) para determinar a qué derechos fundamentales o bienes constitucionales podrían limitar y, en su caso, si tal limitación puede considerarse razonable y proporcionada.
Se trata de una tarea compleja, comenzando por la difícil cuestión sobre si el principio de proporcionalidad vincula al legislador. En todo caso, sí es posible asumir como premisa válida que, al menos en relación con los derechos fundamentales, el Tribunal Constitucional recurre al principio de proporcionalidad para dilucidar si la restricción impuesta por el legislador limita de forma desproporcionada algún derecho fundamental. Tal afirmación la ha hecho, por ejemplo y al objeto que a nosotros interesa, en relación con las medidas de normalización lingüística establecidas por el legislador autonómico catalán en la Ley 7/1983, de 17 de abril, de Normalización lingüística en Cataluña. En la resolución de la cuestión de inconstitucionalidad sobre dicha ley, el Tribunal estableció la necesidad de analizar si las medidas (de normalización, esto es, de promoción y defensa de una lengua) eran proporcionadas “con su finalidad constitucional y si el resultado alcanzado era o no excesivo en atención a esa finalidad” (STC 337/1994, FJ 8).
Por lo demás, lo cierto es que en este ejercicio de ponderación será muy difícil llegar a soluciones unívocas y compartidas por todo el mundo. Por ello, y más modestamente, intentaremos aportar algunos elementos que puedan ayudar a la hora de enjuiciar tales medidas constrictivas. En este sentido, entendemos que son tres los derechos o bienes jurídicos con los que una obligación lingüística como las previstas en el Código de Consumo de Cataluña puede entrar en conflicto: la protección de los consumidores y usuarios (cuyo reconocimiento constitucional se halla en el artículo 51 CE), el principio de unidad de mercado (consagrado en el artículo 139 CE) y el derecho fundamental a la libertad de empresa del artículo 38 CE.
1. Protección de consumidores y usuarios
Un primer límite a tener en consideración sería el de la protección de los consumidores y usuarios. Curiosamente, la protección de los consumidores y usuarios ha sido tradicionalmente uno de los argumentos aducidos para justificar la imposición de tales obligaciones lingüísticas. Así, se justifica la intervención coactiva pública en las relaciones comerciales “con el fin de garantizar ciertos intereses como la seguridad, la salud y los legítimos intereses económicos de los consumidores”, de manera que “pese a tratarse de una relación privada la normativa declara derechos y establece obligaciones (…) y configura la posición jurídica de los ciudadanos, en cuanto consumidores y usuarios, incluyendo derechos de naturaleza lingüística en el ámbito de las relaciones privadas”(19).
Sin embargo, es difícil coincidir con esta posición. No parece que las medidas constrictivas que imponen el uso del catalán en determinados ámbitos comerciales deban medirse al amparo de la protección y defensa de los consumidores y usuarios. Desde el momento en que, por mandato constitucional, el consumidor y usuario español (por lo tanto, también el consumidor y usuario catalán) conoce la lengua castellana(20), el legislador, a la hora de establecer regulaciones orientadas a garantizar esa protección y defensa, puede válida y razonablemente asumir que estableciendo, por ejemplo, el etiquetado de las menciones obligatorias en castellano, aquella protección y defensa queda garantizada. Si con la imposición de ciertas informaciones y documentos en castellano dicha protección está ya garantizada y cubierta, nada aporta, en este sentido, que las mismas deban constar también en catalán.
Es más, imponer “como mínimo” o “al menos” la lengua catalana supone que la única lengua en que necesariamente han de figurar ciertas informaciones (etiquetado, cláusulas contractuales, etc.) es el catalán. Lo que significa, por lo tanto, que el castellano no tiene que ser excluido necesariamente pero que sí puede ser excluido. Ello lleva a plantearse si las cláusulas “al menos” o “como mínimo” en catalán, bajo la pretensión de estar protegiendo o amparando derechos de los consumidores y usuarios, no están, en realidad, conculcando tales derechos. La clave para dar respuesta a dicha cuestión hay que buscarla en el deber de conocer el castellano frente a la inexistencia del equivalente deber de conocer el catalán u otro idioma oficial en la respectiva Comunidad Autónoma(21). Bien es cierto que tal deber ha sido establecido por el Tribunal Constitucional pensando fundamentalmente en las relaciones entre administrados y Administración Pública. Sin embargo, parece razonable que, cuando el poder público (aquí el legislador) quiera presumir el conocimiento de algún idioma en los privados para establecer determinadas regulaciones, asuma que el idioma que conocen es aquel que ya deben conocer para sus relaciones con la Administración. Otra solución, es decir, partir de que deben conocer o conocen un idioma distinto, podría ser desproporcionado e irrazonable.
Por lo tanto, habría que coincidir en un primer momento con aquellos autores (Sebastián Martín-Retortillo; Tomás Ramón Fernández; Antonio López Pina) que entienden que los preceptos en los que es posible prescindir del castellano podrían poner en peligro los derechos de los consumidores y usuarios, puesto que estos no tienen el deber de conocer el catalán. En ese sentido, los preceptos con cláusulas del tipo “al menos en catalán” o “como mínimo” en catalán podrían ser contrarios al artículo 3 de la Constitución(22) y, además, conculcar derechos básicos de los consumidores y usuarios. Por este motivo podrían considerarse contrarios al artículo 51.1 CE, que impone a los poderes públicos garantizar la defensa y protección de su seguridad, salud e intereses económicos(23).
Todo ello debe llevarnos a concluir que las cláusulas de “al menos en catalán” o “como mínimo en catalán”, cuando vayan referidas a informaciones esenciales relativas a derechos de los consumidores y usuarios, sea a su salud y seguridad, sea a sus derechos económicos, deberán considerarse contrarias a la Constitución. En estos casos la garantía de tales derechos se consigue con la imposición del castellano, no para proteger el castellano sino para proteger la salud, seguridad o derechos económicos de los consumidores.
Lo dicho no obstaría, en principio, a que por motivos de protección y fomento de la lengua, pueda establecerse la obligación de que tales informaciones, rotulaciones, señalizaciones, etc., consten también en catalán, siempre que tal medida constrictiva no limite desproporcionadamente otros derechos fundamentales o bienes jurídicos.
Ahora bien, llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿toda la información y todos los documentos puestos a disposición de los consumidores y usuarios en las empresas y establecimientos abiertos al público son relevantes hasta el punto de afectar a la salud, a la seguridad o a los derechos económicos de aquellos? En mi opinión, la respuesta es no, siendo preciso distinguir entre los distintos tipos de informaciones y documentos a que se refería la LPL en sus diversos preceptos, dado que no todos ellos afectan realmente y en la misma medida a los derechos de los consumidores y usuarios.
Sin duda, y ello es indiscutible, todo lo relativo a menciones obligatorias de los productos, así como a las instrucciones de uso de los mismos (lo que el Código de Consumo denomina “información sobre el consumo, uso y manejo”) afecta a los derechos de los consumidores y usuarios (a su salud y a su seguridad). Igualmente claro parece, también, que todo lo relativo a la documentación contractual afecta decisivamente a lo que el artículo 51 denomina “derechos económicos de los consumidores y usuarios”. En relación con otro tipo de documentos, como por ejemplo presupuestos, resguardos de depósitos, justificantes de encargos, facturas, la respuesta es menos evidente. Entiendo que el criterio general que habría que seguir es valorar si se produce o puede producir algún perjuicio económico al consumidor o usuario. Si es un presupuesto vinculante, o la factura establece, por ejemplo, las condiciones de la garantía, entonces habría que exigir, para la protección de los derechos económicos de los consumidores, que el documento en cuestión estuviera redactado, como mínimo, en castellano. Por el contrario, si no hay tal afectación, no parece que exista problema alguno –desde la óptica de la “protección de los consumidores y usuarios”(24) – en establecer la obligación de “al menos” o “como mínimo” en catalán.
Siguiendo este criterio, entiendo que las meras ofertas o invitaciones a comprar, la rotulación exterior de los establecimientos y empresas, y las informaciones y carteles de carácter fijo difícilmente podrían afectar a la salud, seguridad o derechos económicos de los consumidores y usuarios. Por este motivo, y siempre que no hubiera afectación de otros derechos fundamentales, no existiría impedimento a que el legislador catalán, para proteger y fomentar la lengua, pudiera imponer el uso, como mínimo y de forma obligatoria, del catalán.
Antes de concluir este apartado, parece necesaria una llamada de atención sobre el habitual recurso –en ocasiones inadecuado– al derecho comparado, puesto que no siempre los términos tomados para la comparación son parámetro plenamente válido para la misma. En efecto, con relativa frecuencia se utiliza la normativa de algunos cantones suizos (particularmente, el cantón del Ticino) o la legislación de Quebec para justificar obligaciones lingüísticas configuradas sobre la base de cláusulas “al menos” o “como mínimo”. El hecho de que este tipo de medidas e, incluso, medidas constrictivas más estrictas se hayan adoptado en tales territorios en relación con el sector socioeconómico debe servir –se afirma– como parámetro para enjuiciar positivamente las medidas establecidas, por ejemplo, en la normativa catalana(25). No obstante, ello supone olvidar que en ambos casos, el único idioma oficial de tales territorios es el italiano o el francés. No se trata de territorios con dos lenguas oficiales(26), por lo que, sin duda, la imposición obligatoria de al menos un idioma, precisamente el idioma oficial de ese territorio, además de estar relacionado con cuestiones de protección y fomento de dicha lengua, lo estará con razones de otra índole (consumidores, salud pública, seguridad de productos, etc.).
2. Principio de unidad de mercado
El artículo 139.2 de la Constitución determina que “ninguna autoridad podrá adoptar medidas que directa o indirectamente obstaculicen la libertad de circulación y establecimiento de las personas y la libre circulación de bienes en todo el territorio español”. Este precepto es la plasmación constitucional del principio de unidad de mercado, “principio económico esencial para el funcionamiento competitivo de la economía española” y una “premisa básica de partida de la Constitución”, en palabras de la Exposición de Motivos de la recientemente aprobada Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de garantía de la unidad de mercado (LGUM). Dicha ley tiene como objetivo desarrollar mecanismos e instrumentos que permitan garantizar “la igualdad de las condiciones básicas de ejercicio de la actividad económica” así como “la libre circulación y establecimiento de los operadores económicos y la libre circulación de bienes y servicios por todo el territorio español, sin que ninguna autoridad pueda obstaculizarla directa o indirectamente” (art. 2 LGUM).
No está claro, aún, cómo y en qué medida la Ley de garantía de la unidad de mercado puede afectar a las limitaciones lingüísticas establecidas por el Código de Consumo. Lo que parece en todo caso evidente es que tales medidas se adoptan en el marco de actividades que se insertan en el ámbito de aplicación de la ley: se trata de “actividades económicas en condiciones de mercado” ejercidas por “operadores legalmente establecidos en cualquier parte del territorio nacional” (art. 2 LGUM). Y a la vista está, también, que algunas de las medidas lingüísticas constrictivas que se han regulado para el ámbito socioeconómico afectan o pueden afectar a la libertad de circulación de los bienes o al libre establecimiento de las personas a lo largo del territorio español.
Un sector doctrinal las considera radicalmente contrarias a dicho principio de unidad de mercado, sin detenerse excesivamente en justificar los motivos(27). Mayores esfuerzos argumentativos se realizan desde el sector doctrinal que entiende, por el contrario, que las medidas constrictivas adoptadas por la normativa catalana no constituyen medidas que, directa o indirectamente, obstaculicen la libertad de circulación y establecimiento de las personas y la libertad de circulación de bienes en todo el territorio español. Desde luego, desde el momento en que las cláusulas “al menos” o “como mínimo” en catalán se imponen a todos los ciudadanos que tengan establecimientos abiertos al público, comercialicen productos o presten servicios en el territorio de la Comunidad Autónoma de Cataluña, no se plantean problemas en relación con el artículo 139.1 (“todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado”). Y ello porque tal precepto se ha interpretado, mayoritariamente, en el sentido de que todos los españoles deben tener los mismos derechos y obligaciones en el seno de cada Comunidad Autónoma(28).
Por otra parte, es preciso admitir que las exigencias lingüísticas establecidas en este ámbito sí suponen, para los ciudadanos castellanohablantes, una carga mayor que para los catalanohablantes o para los bilingües. Sin embargo, a juicio de autores como Milian i Massana, se trataría de una “carga fácilmente superable, que no demanda esfuerzo excesivo, que sería por ello exagerado catalogar como medida discriminadora conducente a un trato desigual contrario a los artículos 14 y 139”, y ello por varios motivos: a) porque para aquellos empresarios a los que sin duda más afecta (los autónomos) la normativa preveía un plazo de adaptación a la LPL más dilatado; y b) porque, y fundamentalmente, la carga que para los empresarios y prestadores de servicios supone “no consiste en una condición imposible de adquirir o que exija un considerable esfuerzo personal (…), sino que se trata de una condición que, visto su reducido alcance, puede satisfacerse sin dificultades excesivas, en último término, con una simple consulta profesional”(29).
La previsión de un plazo de adaptación mayor es desde luego positiva, en el sentido de que estaba pensada para hacer menos gravoso para el particular la adopción de las medidas coactivas adoptadas por el legislador. No obstante, una vez transcurrido ese plazo de adaptación y, en todo caso, para los establecimientos o empresas que inicien con posterioridad la actividad, la obligación es de inmediato cumplimiento. Por lo tanto, solo en un primer momento pudo servir para graduar la proporcionalidad de la medida.
En relación con el segundo argumento, esto es, que tales medidas no constituyen una carga excesivamente gravosa para el particular (lo que viene a ser una declaración de que son proporcionadas y razonables en atención al fin perseguido), creo que es preciso diferenciar, a tal efecto, entre las muy diversas obligaciones establecidas mediante cláusulas “como mínimo” o “al menos” en catalán. En este sentido, no parece igual de gravosa la obligación de que todos los documentos, ofertas e invitaciones de compras, carteles fijos, etc. deban estar necesariamente en catalán que el hecho de que la obligación recaiga sobre la rotulación del establecimiento, entendida esta como el rótulo o señalización exterior del negocio. En el primer supuesto, la carga puede ser tan grande que dificulte excesivamente o, incluso, impida el establecimiento de un prestador de servicios o la comercialización de una mercancía, lo que sin duda puede suponer una afectación excesiva al principio constitucional de la unidad de mercado. En el segundo caso, en cambio, la afectación parece mucho menor, por lo que tal vez pueda considerarse proporcionada en atención al objetivo perseguido: la promoción de la lengua propia y la normalización (y visibilidad de la misma) en el ámbito socioeconómico.
3. Libertad de empresa
De especial relevancia son las implicaciones que las medidas lingüísticas constrictivas pueden tener sobre el derecho fundamental a la libertad de empresa. Tal derecho, instituido en el artículo 38 de nuestro texto constitucional, no goza de la protección del amparo constitucional, al no encontrarse dentro de la Sección primera del Capítulo Segundo del Título primero, pero sí le es aplicable lo previsto en el artículo 53.1 CE. De ahí que se exija, por ejemplo, la regulación de su ejercicio por ley, así como el necesario (“en todo caso”) respeto a su contenido esencial. Además, también se podrían ver afectadas por este tipo de medidas constrictivas la libertad de lengua y la libertad de expresión, muy vinculadas en estos casos a la libertad de empresa.
A la libertad de empresa subyace, como bien jurídico protegido, el libre desarrollo de la personalidad, esto es, la autonomía privada en las relaciones económicas(30). Y ello se traduce, en palabras de Rodríguez Portugués, en “el reconocimiento al empresario de una capacidad para disponer del modo que estime más conveniente los elementos que conforman su empresa comercial para ajustar su oferta de distribución a la demanda existente en el mercado de que se trate”(31). Sin duda alguna, la decisión sobre los rótulos, carteles y demás señales que se decidan poner en una empresa o establecimiento abierto al público (incluyendo, lógicamente, el idioma en el que se decida escribirlos) o la lengua empleada en la atención a dicho público forman parte del contenido de la libertad de empresa: afectan, directamente, a la organización empresarial, esto es, al modo en que el empresario, comerciante o prestador de servicios decide llevar y gestionar su empresa o negocio.
Lógicamente, la libertad de empresa –como todo derecho– no es ilimitada ni absoluta. Las condiciones de su ejercicio pueden ser reguladas por el poder público y, además, este puede establecer límites a dicha libertad, para la defensa y protección de otros derechos fundamentales o bienes jurídicos constitucionales(32). En el caso de la libertad de empresa, además, hay que admitir que se trata de un derecho “intensamente regulable”, en atención a los múltiples bienes y derechos con los que la Constitución aspira a armonizar su ejercicio (la planificación y las exigencias de la economía general, la protección de los consumidores y usuarios, la lealtad comercial, el medio ambiente, la protección del patrimonio histórico, cultural y artístico o –podría añadirse– la protección y defensa de una lengua)(33).
Consecuentemente, las previsiones normativas que imponen obligaciones lingüísticas como las que se han establecido en el Código de Consumo o, ya antes, en la LPL, inciden efectivamente en la forma en que se ejercerá dicha libertad de empresa, limitándola. De igual modo, también hay que aceptar, sin atisbo de duda, que tales limitaciones no afectan, en todo caso, al contenido esencial del derecho. Este, tal y como ha sido definido por Manuel Aragón, se identificaría, en cuanto al acceso a la actividad económica, con la no prohibición y con la no imposición forzosa; en cuanto al abandono de dicha actividad, con la no imposición de continuar y, por lo que se refiere al ejercicio, con el grado de autonomía de dirección necesario para que la empresa siga siendo una empresa privada y no se convierta en una pública(34).
Sin embargo, lógicamente no basta con una regulación de la libertad de empresa (en este caso, el Código de Consumo o la LPL) que respete el contenido esencial de este derecho fundamental. Además, el legislador (estatal o autonómico) debe regular su ejercicio de forma no arbitraria (así lo exige el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, consagrado en el artículo 9.3 CE) y atendiendo, también, al principio de proporcionalidad(35). Por todo ello, la clave del discurso que permitirá (o no) legitimar las medidas lingüísticas constrictivas hasta ahora descritas debe ser, nuevamente, la proporcionalidad de las mismas.
Así lo han entendido, por demás, los autores que se han ocupado de las obligaciones lingüísticas en el ámbito de las relaciones comerciales y de consumo. En este sentido, quienes las consideran proporcionadas y razonables en relación con el fin perseguido entienden que los preceptos que incluyen cláusulas del tipo “al menos” o “como mínimo” en catalán deben reputarse razonables y proporcionadas, siempre que impongan coactivamente el uso de una lengua pero sin excluir el uso (voluntario) de otras lenguas adicionales(36). Es decir, se acepta que se trata de una limitación a la libertad de empresa, pero esta se considera –si se cumplen las condiciones mencionadas– proporcionada en atención a otro bien constitucionalmente legítimo que se pretende proteger(37).
Por el contrario, otros autores consideran que tales medidas son desproporcionadas y vulneran la libertad de empresa (por cuanto a esta última van ligadas decisiones organizativas entre las que habría que incluir el empleo de una u otra lengua en las relaciones económicas y laborales) y la libertad genérica, entendida como el libre desarrollo de la personalidad en su vertiente de libertad de lengua(38).
Nuevamente, entiendo que la clave está en diferenciar entre las muy distintas obligaciones lingüísticas que el Código de Consumo o la LPL establecen. La afectación a la libertad de empresa no es la misma si lo que se impone en catalán es una simple rotulación externa, cualquier documento o información relativo a la empresa en soporte papel (o en línea(39)) o la atención oral al público. En este sentido, no parece una limitación desproporcionada de la libertad de empresa la obligación de que el rótulo o cartel exterior de un establecimiento deba figurar en catalán: la carga para el empresario es mínima, la limitación a la forma de organizar y llevar el negocio también, y con ello se busca promover y fomentar un idioma –el catalán–, garantizando un determinado “paisaje lingüístico” en el idioma propio de la Comunidad Autónoma catalana. Por el contrario, la obligación de que los carteles fijos, las ofertas o invitaciones de compra, y otros documentos a que alude el artículo 128.1 del Código de Consumo deban estar en catalán sí supone una incidencia directa y clara en la organización y funcionamiento habitual del establecimiento, por lo que la afectación a la libertad de empresa es, también, mucho más intensa. Una limitación tan incisiva difícilmente se podría amparar en la protección y defensa de una lengua.
Finalmente, por lo que se refiere a la lengua de atención oral, cualquier intento de regular la libertad de lengua del empresario, comerciante o dependiente que no hallara justificación en los derechos de los consumidores y usuarios o en la protección de la salud pública (como por ejemplo, ha ocurrido en alguna jurisprudencia comunitaria) debería reputarse inconstitucional. En tales casos, el libre desarrollo de la personalidad y la libertad de lengua, que entroncan directamente con la libertad de empresa, deben primar por encima del objetivo, constitucionalmente legítimo, de la protección y fomento de una lengua.
IV. ANÁLISIS PARTICULARIZADO DE ALGUNAS OBLIGACIONES LINGÜÍSTICAS EXISTENTES EN EL CÓDIGO DE CONSUMO
Una vez establecidos con carácter general los principios básicos que, a nuestro entender, deben aplicarse al enjuiciar medidas lingüísticas constrictivas adoptadas por el legislador para la promoción y fomento de una lengua, aplicaremos tales principios a las concretas medidas reguladas en el Código de Consumo de Cataluña. El objetivo de dicho análisis será determinar si las obligaciones lingüísticas vigentes en Cataluña desde julio de 2010 son conformes con nuestro texto constitucional(40).
Las obligaciones lingüísticas establecidas en el artículo 128.1 del Código pueden clasificarse en tres grandes grupos:
a) Por un lado, el deber de atención oral al consumidor en la lengua que este elija (artículo 128.1.1).
b) Por otro lado, la obligación de recibir, como mínimo en catalán, una serie de informaciones y documentos relacionados con los productos que se ofrezcan o los servicios que se presten: desde invitaciones de compra a documentación contractual general, pasando por información de carácter fijo, presupuestos o facturas (artículo 128.1.2 letras a) y c).
c) Finalmente, la imposición del etiquetado de productos como mínimo en catalán. No a otra cosa alude el artículo 128.1.2.b) del Código cuando establece la obligación de recibir como mínimo en catalán, “las informaciones necesarias para el consumo, uso y manejo adecuados de los bienes y servicios (...) y especialmente, los datos obligatorios relacionados directamente con la salvaguardia de la salud y la seguridad”.
En las páginas que siguen nos centraremos en estudiar las medidas descritas en las letras a) y b), prescindiendo en cambio del análisis de la obligación de etiquetado en catalán, dado que la regulación jurídica del etiquetado de productos es fundamental y primariamente una cuestión de Derecho de la Unión, por lo que requiere un estudio separado y particularizado en el que ahora no podemos entrar(41).
1. El deber de atención oral
El Código de Consumo regula el derecho de las personas consumidoras a ser atendidos oralmente y por escrito en la lengua oficial que elijan, de acuerdo con lo establecido por el Estatuto de Autonomía y la legislación aplicable en materia lingüística. Se establece de este modo un deber de disponibilidad que se corresponde, a su vez, con un pretendido derecho de opción lingüística del consumidor o usuario(42).
La pregunta que hay que plantearse, dado que estamos ante relaciones estrictamente privadas, es si “una ley, estatal o autonómica, puede limitar la libertad de las personas, físicas o jurídicas, privadas, de elegir la lengua a utilizar por estas en las relaciones que traben entre sí”(43). Porque, obviamente, para los particulares el principio que rige su actividad es la libertad, por lo que el punto de partida debe ser la imposibilidad de que un poder público pueda imponer el uso de una lengua determinada en relaciones que son estrictamente privadas y que deben poder desarrollarse según la opción que los comunicantes quieran libremente adoptar(44). Y las relaciones comerciales y de consumo son, sin duda alguna, relaciones privadas. Ciertamente, la ley (pero solo la ley) puede poner límites a aquella libertad genérica (que incluye la libertad de lengua), cuando existan otros bienes constitucionales u otros derechos fundamentales en juego, pudiendo ser a priori uno de ellos la protección y el fomento de la lengua catalana.
Ahora bien, hay que pensar en que la atención a la que se refiere la norma, cuando menos la atención oral, entra dentro de la esfera más íntima y personal de la libertad genérica de los individuos (y de su vertiente relativa a la libertad de lengua) y de la libertad de expresión. Por ello, creo que hay que rechazar cualquier limitación a ese principio de libertad de lengua sobre la base de los procesos de normalización lingüística, esto es, sobre la base del fomento y promoción de un idioma. Algunos autores han propuesto que la garantía de los derechos de los consumidores y usuarios sería el único título que podría legitimar la imposición de ese deber (esto es, la limitación de aquella libertad)(45). Pero en tal caso, y –aplicando lo que se dijo algunas páginas más arriba– dado que el único idioma que todos los consumidores y usuarios conocen (o el poder público puede lícita y razonablemente presumir que conocen) es el castellano, lo lógico sería, entonces, la imposición de la obligación de atenderles como mínimo en castellano. Es decir, el deber que se impondría, en virtud de la normativa catalana, a las empresas privadas y establecimientos abiertos al público de que estén en condiciones de atender también en catalán no puede fundamentarse en la protección de los consumidores(46).
Por otra parte, la imposición de tal deber plantea problemas importantes en relación con la libertad de circulación a que alude el artículo 139.2 CE(47). En este sentido, no parece posible aceptar la afirmación de algunos autores que entienden que el deber no se impone a los empleados o trabajadores individualmente considerados sino a las empresas y establecimientos al público, que son quienes deben estar en condiciones de ofrecer un personal bilingüe que pueda atender en ambos idiomas (por lo tanto, también en catalán). Decir que el deber recae sobre las empresas o establecimientos es una forma de enmascarar indebidamente la imposición de auténticas obligaciones a particulares. Además, quienes sostienen tal teoría no resuelven qué pasaría con aquellas personas que no hablando catalán quisieran establecer un negocio en Cataluña y se instalasen en dicho territorio como autónomos.
En mi opinión, la posición más respetuosa con la libertad de expresión y la libertad de lengua es la que no impone el deber de atender en ninguna lengua concreta a los consumidores y usuarios, sino que deja a la decisión y acuerdo de las partes la elección del vehículo lingüístico, que puede ser el catalán, el castellano, el inglés o cualquier idioma que conozcan o decidan utilizar para la comunicación. Piénsese que la salud y la seguridad de los consumidores están ya garantizados con la imposición de que el etiquetado de los productos, así como sus instrucciones de manejo y uso, estén redactados necesariamente (aunque no solo) en castellano. La salud y la seguridad del consumidor y usuario español (también, pues, del catalán) está ya plenamente garantizada, y lo mismo ocurre con sus derechos económicos, al imponerse que los documentos contractuales también deban estar, al menos, en castellano (según la interpretación defendida en este mismo trabajo). Si la salud, seguridad y derechos económicos de los consumidores y usuarios ya están garantizados, no parece que existan motivos para limitar la libertad de lengua y de expresión en el marco de la relación privada que se establece entre consumidor/usuario y empresario/comerciante. Por ello, la imposición de un deber general de atención en un idioma concreto, sea este el oficial del Estado o el oficial en la Comunidad Autónoma respectiva, restringe indebidamente libertades fundamentales y debe reputarse contrario a la Constitución.
Ahora bien, tal afirmación general debe matizarse en algunos supuestos, esto es, admite excepciones en los casos en los que la correcta y plena comunicación entre las partes sea fundamental en la comercialización del producto o la prestación del servicio. Piénsese, por ejemplo, en las farmacias o en la prestación de servicios sanitarios privados (un dentista). En estos supuestos, garantizar un pleno y correcto entendimiento en las relaciones orales entre ambas partes sí parece fundamental. De hecho, esta parece ser la línea adoptada por la Unión Europea a la vista de, por ejemplo, el asunto Salomone Haim (Sentencia del Tribunal de Justicia de 4 de julio de 2000)(48), en la que el Tribunal consideró legítimas las restricciones lingüísticas que se habían impuesto a un odontólogo para establecerse y ejercer su profesión. El Tribunal habla expresamente de “la fiabilidad de la comunicación del odontólogo con sus pacientes y con las autoridades administrativas y organismos profesionales (…) lo que puede justificar que la autorización para ejercer como odontólogo de una Caja del Seguro de Enfermedad esté supeditada a exigencias de carácter lingüístico” (apartado 59)(49).
Esta posición, sin embargo, no parece haber sido acogida por la mayoría de la doctrina. En este sentido, la mayoría de autores se centra en discutir si el deber de disponibilidad impuesto a las empresas y establecimientos abiertos al público incluye solo la vertiente pasiva (capacidad para entender al consumidor o usuario en cualquiera de los idiomas oficiales) o, por el contrario, las dos vertientes de la comunicación, esto es, la pasiva y también la activa (capacidad para responder en el idioma elegido por aquel). La opinión generalizada es que el deber abarcaría únicamente la primera vertiente, pero en ningún caso incluiría el deber de responder en el idioma elegido por el consumidor(50). No obstante, un sector minoritario entiende que el deber sería pleno, esto es, que se extendería a las dos vertientes(51).
En cualquier caso, por las razones ya aludidas, considero estéril tal debate y tal distinción, que se centra en una cuestión de grado y pasa por alto (o da por sentada) la nada evidente pregunta de si es posible imponer un deber de disponibilidad lingüística en el ámbito comercial. En mi opinión, la respuesta a tal pregunta ha de ser necesariamente negativa, salvo en los casos en que puedan verse comprometidos los derechos de los consumidores y usuarios o la salud de las personas.
2. Rotulación, carteles, y otros documentos
El artículo 128.1 del Código de Consumo, en su apartado segundo, determina que “las personas consumidoras, sin perjuicio del respeto pleno al deber de disponibilidad lingüística, tienen derecho a recibir en catalán: a) Las invitaciones a comprar, la información de carácter fijo, la documentación contractual, los presupuestos, los resguardos de depósito, las facturas y los demás documentos que se refieran o que se deriven de ellos; (…) c) Los contratos de adhesión, los contratos con cláusulas tipo, los contratos normados, las condiciones generales y la documentación que se refiera a ellos o que se derive de la realización de alguno de estos contratos”. Por su parte, el artículo 32.3 LPL señala que “la señalización y los carteles de información general de carácter fijo y los documentos de oferta de servicios para las personas usuarias y consumidoras de los establecimientos abiertos al público deben estar redactados, al menos, en catalán. Esta norma no se aplica a las marcas, los nombres comerciales y los rótulos amparados por la legislación de la propiedad industrial”.
En relación con obligaciones de este tipo (señalizaciones, carteles, informaciones y otros documentos), suele señalarse que una de las virtudes de la LPL es el establecimiento de un catálogo de sujetos de manera que, a medida que nos alejamos de lo público, disminuye el grado o la intensidad de las medidas lingüísticas que se imponen(52). Siendo esto cierto, hay que señalar, no obstante, que ello poco importa a los efectos de la materia que se trata en este trabajo, a saber, la posibilidad de imponer tales obligaciones a privados actuando como privados en el tráfico comercial. En este sentido, entiendo que con el recurso al argumento de la gradación, esto es, de la mayor lejanía o proximidad a la Administración respecto de los sujetos a quienes se imponen obligaciones se persigue, consciente o inconscientemente, equiparar sujetos privados y sujetos públicos en cuanto a obligaciones lingüísticas y envolver las obligaciones lingüísticas impuestas a privados bajo el halo de “lo público” y los “derechos y deberes que derivan de la oficialidad”. Ello debe rechazarse. El propio Milian i Massana señala que “otra tipología de sujetos que la Ley establece es la de los establecimientos abiertos al público”, en cuyo caso “estamos ya en presencia de un sector estrictamente privado”, en el que “la Ley, con prudencia, atendiendo a la realidad sociolingüística de Cataluña, fija aquí aún menores obligaciones”: señalización y carteles de información general de carácter fijo y documentos de oferta de servicios(53). Obsérvese, de entrada, que el Código de Consumo parece ampliar el ámbito de esas obligaciones lingüísticas, pues además de la señalización y los carteles de carácter fijo, las ofertas de servicios (estos ya contenidos en la LPL), así como de la documentación contractual (que también debían estar al menos en catalán por mor del artículo 26 EC, derogado por el Código de Consumo), incluye ahora también “los presupuestos, los resguardos de depósito, las facturas y los demás documentos que se refieran o que se deriven de ellos”. No hay duda, pues, de que se produce una ampliación en cuanto a las obligaciones lingüísticas que se imponen a los titulares de establecimientos abiertos al público. Tal ampliación, por demás, debilita sensiblemente el argumento de la gradación y de la menor carga de obligaciones impuesta a los actores privados(54).
Ello no obstante, no pretendemos afirmar a priori que sea imposible toda intervención pública constrictiva sobre los sujetos privados en el ámbito que nos ocupa. Hemos constatado ya que, en principio, este tipo de medidas constrictivas –que se enmarcan en los procesos de normalización y promoción o defensa de la lengua catalana y no en la protección de los consumidores y usuarios– persiguen un objetivo legítimo y pueden ser legítimas, siempre que el sacrificio que, en su caso, exijan de otros derechos fundamentales o no sea excesivo ni desproporcionado.
En su momento señalamos también que en el caso de todos los documentos, carteles o informaciones que tuvieran una incidencia directa en los derechos de los consumidores y usuarios (sea en su salud y seguridad, sea en sus derechos económicos) debían estar redactados al menos en lengua castellana. Para los que no la tengan, pues, cabría en principio imponer la lengua catalana al amparo del objetivo constitucional de promoción y fomento de la misma. Lógicamente, ello siempre que tal medida no entre en colisión con algún derecho fundamental, pues en tal caso sería preciso analizar previamente si dicha injerencia es o no proporcionada. Precisamente, esta es la situación que podría plantearse en el caso de la imposición de la lengua catalana para aquellos rótulos, carteles, documentos, etc., que no tengan directa incidencia sobre los derechos de los consumidores y usuarios. Por ejemplo, probablemente entrarían en este grupo, como se dijo, la rotulación exterior de los establecimientos, los carteles fijos en el interior de los mismos, las invitaciones de compra u ofertas o las cartas de los restaurantes, las facturas, recibos o resguardos de depósito (siempre que en ellas no consten condiciones o cláusulas relevantes para los derechos económicos de los consumidores y usuarios).
Como ya vimos, con carácter general la doctrina ha entendido que el hecho de que se imponga un idioma (el catalán) pero no se excluyan otros es el parámetro decisivo para entender que la medida adoptada debe considerarse razonable y proporcionada(55). Parece oportuno, sin embargo, matizar esta afirmación. Ciertamente, en algunos casos el sacrificio que se exigiría a la libertad de empresa puede considerarse soportable y, en consecuencia, puede aceptarse la limitación lingüística con el objeto de fomentar y promover la lengua catalana y de garantizar el denominado “paisaje lingüístico en catalán”. Estoy pensando, fundamentalmente, en los rótulos y señalización externa de las empresas y establecimientos abiertos al público. En estos casos, y teniendo en cuenta que se trata de elementos fijos y estables, cuya duración suele ser larga, sí parece proporcionada la limitación impuesta a la libertad de empresa del comerciante o empresario.
Probablemente proporcionados podrían considerarse también los carteles fijos que determinan las grandes indicaciones de establecimientos (por ejemplo, los carteles de los supermercados –“lácteos”– o de los centros comerciales –“ropa mujer”), puesto que su estabilidad puede también entenderse como elevada. Ahora bien, que todos y cada uno de los carteles fijos de todos y cada uno de los productos que hay, por ejemplo, en un supermercado deban estar necesariamente, como mínimo en catalán, parece a todas luces desproporcionado, por imponer una carga excesiva al empresario y restringir, excesiva e indebidamente, un derecho fundamental (la libertad de empresa).
No puede compartirse, por lo tanto, la opinión de quienes consideran que la intervención lingüística constrictiva impuesta por la LPL y el Código de Consumo es modesta, con un calado “en realidad mucho menor del que aparenta”(56), ni tampoco que en el marco constitucional actual quepan restricciones aún más severas(57). Por el contrario, las obligaciones lingüísticas impuestas sobre los sujetos privados en la LPL y acentuadas en el Código de Consumo parecen desproporcionadas en atención a la finalidad, legítima, que persiguen(58).
V. CONCLUSIONES: A LA ESPERA DE UN PRONUNCIAMIENTO DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL
El artículo 34 del Estatuto de Cataluña(59) –fundamento de las previsiones lingüísticas contenidas en el artículo 128.1 del Código de Consumo– fue impugnado ante el Tribunal Constitucional, quien resolvió al respecto en la Sentencia 31/2010, particularmente en su Fundamento Jurídico 22. Como en tantas otras cuestiones, tampoco en relación con el deber de disponibilidad lingüística logró el Tribunal cuajar una argumentación sólida y coherente. Por el contrario, el FJ 22, aun no siendo excesivamente largo, sí es confuso y contradictorio en sus propios términos; en él el Alto Tribunal acaba diciendo que solo si el artículo 34 EAC no dice lo que evidentemente dice podrá reputarse conforme a la Constitución.
El Tribunal parte –en una mezcla de planos jurídicos y de confusión terminológica(60)– de que “el deber de disponibilidad lingüística por parte de las empresas es necesaria consecuencia del derecho de opción lingüística y, en concreto, del derecho de los usuarios y consumidores a ser atendidos en la lengua oficial que elijan”. Dado que catalán y castellano parecen colocados en idéntica posición, no aprecian los jueces diferencia de trato ni, por ello, problema alguno de constitucionalidad en este punto.
Sentado lo anterior, el Tribunal presenta una primera conclusión relevante: el deber de disponibilidad lingüística del artículo 34, en los términos en que está redactado, no puede reputarse inconstitucional dada su redacción abstracta y general, que no es sino “la proclamación in abstracto de un deber”. Se está refiriendo, lógicamente, a la previsión del propio artículo 34 EAC, que remite a una futura ley la regulación concreta de los términos en que se enmarcará ese deber de disponibilidad. Es precisamente este último inciso del artículo 34 EAC lo que permite al Tribunal Constitucional diferir su juicio de constitucionalidad en el tiempo: “la definición, contenido y alcance del deber de disponibilidad lingüística quedan diferidos en el art. 34 EAC a los términos que establezca la ley, de modo que habrá de ser con ocasión del juicio de constitucionalidad que eventualmente haya de merecer la ley por la que, en el marco de la oportuna competencia, se establezcan los términos de ese deber de disponibilidad lingüística cuando quepa esperar de nosotros un pronunciamiento jurisdiccional sobre la adecuación constitucional de los concretos términos en los que se articule dicho deber”(61).
El Tribunal pudo haber acabado aquí su juicio sobre el artículo 34 EAC, posponiendo su examen de constitucionalidad al momento en que el legislador catalán decidiera desarrollar aquel precepto estatutario. Sin embargo, a renglón seguido el Tribunal acabó afirmando que el deber de disponibilidad lingüística de entidades privadas y empresas “no puede significar la imposición a estas, a su titular o a su personal de obligaciones individuales de uso de cualquiera de las dos lenguas oficiales de modo general, inmediato y directo en las relaciones privadas, toda vez que el derecho a ser atendido en cualquiera de dichas lenguas solo puede ser exigible en las relaciones entre los poderes públicos y los ciudadanos”.
A mi modo de ver, dicha afirmación hubiera podido (y debido) llevar a la declaración de inconstitucionalidad del artículo 34 ya en la propia Sentencia 31/2010 y sin necesidad, por lo tanto, de esperar a su concreción en una futura ley de desarrollo. A pesar de ello, el Tribunal Constitucional optó, una vez más, por recurrir a una interpretación (forzada) de la norma para salvar (formalmente) su constitucionalidad. Dejando de lado la deficiente técnica jurídica que supone eludir una declaración directa de inconstitucionalidad y sustituirla por una (aparente) sentencia interpretativa en este punto(62), lo cierto es que el Tribunal Constitucional deja muy claro que el deber de disponibilidad lingüística (correlato de una pretendida opción lingüística del consumidor y usuario) únicamente es predicable en las relaciones entre particulares y poderes públicos(63).
En fin, en lugar de llevar a sus últimas (y lógicas) consecuencias su razonamiento, el Tribunal Constitucional decidió esperar. Esperar a esa futura ley de desarrollo del deber de disponibilidad y esperar, tal vez, a que el legislador autonómico tomara nota de cuáles eran los límites en los que, en su caso, debía enmarcar ese deber de disponibilidad en el ámbito de las relaciones comerciales y de consumo.
Sea como fuere, a día de hoy el Tribunal Constitucional ya tiene sobre la mesa la ley de desarrollo del contenido y alcance del deber de disponibilidad lingüística en la que se escudó, en 2010, para eludir un pronunciamiento concreto sobre la conformidad constitucional de medidas lingüísticas constrictivas con el objeto de fomentar una lengua. Solo queda esperar a que resuelva los recursos presentados contra el Código de Consumo por el Defensor del Pueblo y el Grupo Parlamentario Popular.
Este futuro –y esperemos que no muy lejano– pronunciamiento del Tribunal debería arrojar alguna luz sobre la cuestión, polémica y problemática, de las medidas lingüísticas constrictivas en el ámbito privado. Con ello podría cerrar, al menos jurídicamente, un debate abierto desde hace quizás demasiados años. En concreto, desde la aprobación, en Cataluña, de la discutible y discutida Ley de Política Lingüística, que sentó las bases que sustentan, hoy, la regulación del Código de Consumo (sin perjuicio de que, además, aquella sigue vigente en todo lo que no se oponga a este). En este sentido, nadie debe llamarse a engaño. El que la Ley de Política Lingüística no fuera, en su momento, enjuiciada por el Tribunal Constitucional no es debido a que no planteara importantes dudas sobre su constitucionalidad, sino a motivos que en absoluto tenían que ver con su corrección jurídica o constitucional(64).
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NOTAS:
(1). Este trabajo se ha realizado en el marco de la convocatoria 2011 de becas para la investigación sobre autonomías políticas territoriales, concedidas por el Institut d’Estudis Autonòmics de la Generalitat de Catalunya. Asimismo se inserta en el Grupo de Investigación SEJ-196, Proyecto de Investigación del Plan Nacional DER 2012-35269, del Ministerio de Economía y Competitividad, “La nueva intervención administrativa en la economía”.
(2). Con carácter general, la doctrina suele utilizar la expresión “mundo socioeconómico” para referirse al ámbito de las relaciones comerciales entre particulares, incluyendo el derecho de los consumidores y usuarios en relación con los productos y servicios ofrecidos por establecimientos privados abiertos al público.
(3). Si bien se aclaraba que dicho precepto no se aplicaría a las marcas, los nombres comerciales y los rótulos amparados por la legislación de la propiedad industrial.
(4). Antoni Milian I Massana, “Presentación. Reflexiones sobe la nueva Ley de Política Lingüística suscitadas por los trabajos recopilados”, en Antoni Milian i Massana, Público y privado en la normalización lingüística. Cuatro estudios sobre derechos lingüísticos, Atelier, Barcelona, 2000, p. 40, nota 47.
(5). El que se trate de establecimientos abiertos al público o se hable de un sistema general de oferta al público no convierte la relación entre usuario/consumidor y vendedor/prestador en una relación pública administrado/Administración ni nos traslada, automáticamente, al ámbito de la regulación jurídico-pública.
(6). He tratado esta cuestión en mi trabajo “Obligaciones lingüísticas en las relaciones comerciales entre privados: ¿régimen de cooficialidad o normalización lingüística?”, Revista Española de Derecho Administrativo núm. 159, 2013, pp. 151-184, in totum. Por su parte, también Milian i Massana ha señalado que el título o potestad que, en su caso, permitiría tales imposiciones lingüísticas es el de “normalización lingüística” o “protección de las lenguas”, que engarza con el bien jurídico, reconocido expresamente en el artículo 3 CE, de la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas en España, “patrimonio cultural que debe ser objeto de especial respeto y protección”. Cfr. Antoni Milian I Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana. Las intervenciones lingüísticas públicas constrictivas en el ámbito socioeconómico”, en Antoni Milian i Massana, Público y privado en la normalización lingüística. Cuatro estudios sobre derechos lingüísticos, Atelier, Barcelona, 2000, p. 147 y Antoni Milian i Massana, “Algunes reflexions sobre les intervencions lingüístiques públiques constrictives en el sector privat a propòsit del capítol V de la Llei 1/1998, de 7 de gener, de política lingüística”, Revista de Llengua i Dret, núm. 31, 1999, pp. 38 y 42.
(7). Nuria Magaldi, “Obligaciones lingüísticas en las relaciones comerciales entre privados: ¿régimen de cooficialidad o normalización lingüística?”, cit., pp. 175-179.
(8). Así lo entiende Jesús Leguina, quien señala que el Tribunal Constitucional ha admitido que el legislador se someta al principio de proporcionalidad como canon de constitucionalidad necesario para enjuiciar la validez de las normas legales cuya finalidad es la de corregir y llegar a superar los desequilibrios existentes entre las dos lenguas cooficiales en una Comunidad Autónoma. Cfr. Jesús Leguina Villa, “Dictamen sobre la constitucionalidad, cuestionada por el Defensor del Pueblo, de determinados preceptos de la Ley catalana de política lingüística, Revista de Administración Pública 153, 2000, p. 548.
(9). Cfr. Nuria Magaldi, “Obligaciones lingüísticas en las relaciones comerciales entre privados: ¿régimen de cooficialidad o normalización lingüística?”, cit., pp. 175-179, y la bibliografía allí citada.
(10). Sobre los conceptos de “fomento-fin” y “fomento-medio” cfr. el excelente trabajo de Antonio Bueno Armijo, El reintegro de subvenciones de la Unión Europea, Instituto Andaluz de Administración Pública, Sevilla, 2011, pp. 29-35.
(11). Algunos autores han criticado la incoherencia e incluso la hipocresía del Defensor del Pueblo (en el informe que elaboró en relación con la LPC de 1998) o de aquel sector doctrinal (minoritario) que ha rechazado la posibilidad de que se puedan imponer limitaciones lingüísticas en el ámbito de los particulares, alegando que tales limitaciones ya existen, normalmente en favor del castellano. Cfr. Antoni Milian i Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., pp. 145 y 146, quien señala que “en nuestro ordenamiento se han aceptado ya restricciones a la libertad de expresión y a la libertad de empresa consistentes en intervenciones lingüísticas coactivas en el sector privado, por ejemplo, la normativa en materia de etiquetado para productos”. La misma crítica también en Antoni Milian i Massana, “Algunes reflexions sobre les intervencions lingüístiques publiques constrictives en el sector privat...”, cit., pp. 36 y 41 y en Eva Pons Parera, “Los efectos de la STC 31/2010, de 28 de junio, sobre el régimen lingüístico del Estatuto de Autonomía de Cataluña”, Revista d’Estudis Autonòmics i Federals, 2011, p. 27. Tales críticas parecen, no obstante, inexactas o, como mínimo, incompletas puesto que, si bien es cierto que las limitaciones lingüísticas existen, no se trata de limitaciones “por razones lingüísticas”, esto es, con el objetivo de la promoción o defensa de una lengua (en este caso el castellano). Lo cierto es que el hecho de que, por ejemplo, se impongan determinadas menciones obligatorias en el etiquetado de productos y que estas deban estar redactadas obligatoriamente en castellano no persigue proteger o promover la lengua castellana, sino la protección de la salud pública y de los derechos de los consumidores y usuarios.
Cfr. también Miguel Herrero de Miñón, “Dictamen en Derecho, a petición del Gobierno de la Generalidad de Cataluña, sobre la constitucionalidad de la Ley catalana 1/1998, de 7 de enero, e Política Lingüística”, Teoría y Realidad Constitucional (monográfico sobre la Ley de Política Lingüística) núm. 2, 1998, p. 124, quien asimismo objeta a quienes opinan que la normativa relativa a la señalización o rotulación “al menos en catalán” vulnera la libertad de empresa que no cuestionen el hecho en sí de la obligación de señalizar o de rotular, añadiendo que “nadie hasta ahora ha entendido que dichas exigencias, normalmente de finalidad tuitiva del consumidor (o trabajador) hayan afectado a un derecho como la libertad de empresa (…)”. Lo que dicho autor parece olvidar es que tales limitaciones, en efecto incuestionadas por la doctrina, se amparan en la protección de la salud pública o del consumidor, y no en razones lingüísticas.
(12). Jesús Prieto de Pedro, “Dictamen emitido a requerimiento del Excmo. Sr. Defensor del Pueblo sobre la conformidad a la Constitución de la Ley 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística, del Parlamento de la Generalidad de Cataluña”, Teoría y Realidad Constitucional (monográfico sobre la Ley de Política Lingüística), núm. 2, 1998, p. 93, quien entiende que la acción normalizadora debe ser una acción temporal (es decir, solo posible mientras perduren las circunstancias que la justifican) que pretende ofrecer la posibilidad “a la lengua autonómica” de acceder a un igual prestigio que la lengua castellana, con el fin de ampliar sus ámbitos de uso, favorecer su conocimiento por los ciudadanos, por los funcionarios, por los docentes, etc., para lo cual exige la promoción de servicios formativos y de aprendizaje, la realización de campañas de sensibilización, o la convocatoria de ayudas y premios.
(13). Tomás Ramón Fernández, “Dictamen emitido a requerimiento de diversas asociaciones sobre la conformidad a la Constitución de la Ley catalana de Política Lingüística de 7 de enero de 1998”, Teoría y Realidad Constitucional (monográfico sobre la Ley de Política Lingüística), núm. 2, 1998, pp. 14 y 25. Sobre la ausencia de problemas jurídicos en relación con las medidas de estricto fomento o estímulo más allá de las derivadas del Derecho de la competencia ha llamado la atención también Íñigo Urrutia Libarona, “Los requisitos lingüísticos en la actividad socioeconómica y en el mundo del audiovisual”, en AA.VV, Mundialització, lliure circulació i immigració, i l’exigència d’una llengua com a requisit. El cas del català, llengua oficial en part del territori d’un Estat, Institut d’Estudis Autonòmics, Barcelona, 2008, pp. 175 y 176.
Por su parte Francesc de Carreras, en el voto particular presentado en el Dictamen del Consell Consultiu núm. 203, de 18 de diciembre de 1997, en relación con la proposición de Ley de Política Lingüística, tampoco pareció aceptar medidas constrictivas por razones meramente lingüísticas, por cuanto afirmaba que “en un Estado Social y Democrático de Derecho (…) los poderes públicos no pueden incidir en la esfera de los ciudadanos si no es por un título habilitante suficiente. Y este título suficiente solo lo poseen los poderes públicos si tienen que proteger los derechos de los ciudadanos (…) En una sociedad libre como la nuestra, el ciudadano ha de elegir libremente la lengua en la cual se expresa, sea o no la oficial del Estado, y sin ninguna coacción externa. La única circunstancia que puede legitimar una coacción externa es la protección del derecho de otro ciudadano, y además, ha de haber una proporción entre ambos derechos”. Como veremos, ello le llevará a considerar legítimas algunas de las previsiones de la LPL al amparo, no de la normalización lingüística, sino de la protección de los derechos de los consumidores y usuarios.
(14). Cfr. Jesús Leguina Villa, “Dictamen sobre la constitucionalidad, cuestionada por el Defensor del Pueblo…”, cit., pp. 544, 547, 548 y 552 y Antoni Milian i Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., p. 122, quien fundamenta en la dimensión también colectiva de la lengua el hecho de que en los últimos tiempos hayan proliferado las intervenciones que inciden coactivamente en los usos lingüísticos privados, al efecto de salvaguardar lenguas que se encuentran amenazadas por otras en contacto. También Íñigo Urrutia Libarona, “Los requisitos lingüísticos en la actividad socioeconómica y en el mundo del audiovisual”, cit., p. 180, para quien “la salvaguardia y protección de la lengua propia del país que se encuentra en situación de desventaja en el ámbito comercial, o amenazada en el contexto económico, legitima medidas constrictivas en los ámbitos comerciales y de prestación de servicios”. Cfr. en idéntico sentido Eva Pons Parera, “Los efectos de la STC 31/2010, de 28 de junio, sobre el régimen lingüístico del Estatuto de Autonomía de Cataluña”, cit., p. 10.
(15). Se ha señalado que una de las grandes (y más controvertidas) innovaciones legislativas de la LPC fue, precisamente, la ordenación de la lengua en la actividad socieconómica, estableciendo medidas lingüísticas constrictivas para un sector (el comercial y de consumo) en el que “el escaso uso de la lengua catalana, por razones de mercado u otras, contrasta radicalmente con el grado de su conocimiento y en los que las medidas de estímulo y fomento se han manifestado insuficientes”. Por ello, el propósito de la ley en este punto consistía en “garantizar para la lengua catalana el nivel de uso proporcional y adecuado que resulta imprescindible para asegurar su subsistencia”. Cfr. Antoni Milian i Massana, “Comentarios en torno de la Ley del Parlamento de Cataluña 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística, Revista de Administración Pública, núm. 157, 2002, p. 338.
(16). Íñigo Urrutia Libarona, “Los requisitos lingüísticos en la actividad socioeconómica y en el mundo del audiovisual”, cit., pp. 175 y 176. Cfr. también Antoni Milian Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., pp. 115 y 116, quien considera que la adopción de medidas lingüísticas constrictivas en el ámbito de las actividades o relaciones de naturaleza privada descansa sobre fundamentos jurídicos menos evidentes, lo que la hace más opinable y discutida, sobre todo en cuanto a sus límites.
(17). Antoni Milian Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., pp. 123 y 124; Íñigo Urrutia Libarona, “Los requisitos lingüísticos en la actividad socioeconómica y en el mundo del audiovisual”, cit., p. 206.
(18). Íñigo Urrutia Libarona, “Los requisitos lingüísticos en la actividad socioeconómica y en el mundo del audiovisual”, cit., pp. 180 y 206; Antoni Milian i Massana, “Algunes reflexions sobre les intervencions lingüístiques publiques constrictives en el sector privat...”, cit., pp.41 y 50; Antoni Milian Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., pp. 144 y 148. Este último autor considera que tales restricciones de derechos y libertades constitucionalmente reconocidos son legítimas siempre que dichas restricciones sean proporcionadas, congruentes y adecuadas y no menoscaben el contenido esencial de los derechos y libertades consagrados en la Constitución. En su opinión, la limitación de derechos y libertades para conciliarlos con las exigencias que derivan de la preservación de otros bienes constitucionalmente protegidos es una práctica admitida en nuestro ordenamiento si se respetan las condiciones enumeradas.
Cfr. también Antonio López Pina, “Dictamen de la constitucionalidad de la Ley 1/1998, de Política Lingüística de la Generalidad de Cataluña”, Teoría y Realidad Constitucional (monográfico sobre la Ley de Política Lingüística), núm. 2, 1998, pp. 81 y 82, quien no parece rechazar de plano la posibilidad de imponer coactivamente limitaciones por razón de protección o fomento de la lengua propia, pero establece como límite que la ley pueda interferir “mediante normas imperativas irrazonables o desproporcionadas en las relaciones entre particulares que, en principio, se desenvuelven en ejercicio de la libertad que dimana de los derechos fundamentales”. Precisamente por imponer obligaciones desproporcionadas considera inconstitucionales algunos de los preceptos de la LPL. Conviene aquí citar, también, a Prieto de Pedro, puesto que, a pesar de rechazar frontalmente la imposición de obligaciones lingüísticas en el ámbito de la normalización, formula con carácter general “la batería de principios clásicos, unánimemente asumidos por las doctrinas científica y jurisprudencial, que marcan la relación entre los derechos fundamentales y la intervención pública: el principio de favor libertatis o de menor restricción de la libertad, el principio de igualdad y el principio de proporcionalidad. Cfr. Jesús Prieto de Pedro, “Dictamen emitido a requerimiento del Excmo. Sr. Defensor del Pueblo sobre…”, cit., p. 92.
(19). Aún admitiendo que en el ámbito privado regiría, a priori, el principio de libertad de lengua, Urrutia Libarona entiende que “en aquellas dimensiones con una trascendencia pública o en las que se vieran afectados intereses públicos o derechos de terceros (es el caso de consumidores y usuarios)” podría exigirse la utilización obligatoria de cierta o ciertas lenguas para garantizar la certeza de la comunicación, la recepción del mensaje y los derechos de estos” (la cursiva es nuestra). Por lo tanto, y en el caso de las lenguas oficiales, la libertad de lengua adquiriría para los consumidores y usuarios la condición de un derecho subjetivo “cuyos perfiles prestacionales no serían idénticos a los propios de las relaciones con los poderes públicos sino que vendrían definidos a través de la legislación sobre derechos de los consumidores y usuarios”. Cfr. Íñigo Urrutia Libarona, “Planificación lingüística en las Administraciones públicas vascas: balance y perspectivas”, en Anna M. Pla Boix (coord.), El régimen lingüístico de la Administración Pública: experiencias en España y Canadá, Atelier, Barcelona, 2011, p. 36 e Íñigo Urrutia Libarona, “Los requisitos lingüísticos en la actividad socioeconómica y en el mundo del audiovisual”, cit., pp. 180, 209, 224 y 225, donde estima que aquella perspectiva es la que plasma el 34 EAC y que ya se plasmaba anteriormente en la LPL.
También Francesc de Carreras, en el voto particular presentado en el Dictamen del Consell Consultiu núm. 203, de 18 de diciembre de 1997, en relación con la proposición de Ley de Política Lingüística, aludía a los derechos de los consumidores para justificar el deber de las empresas y establecimientos abiertos al público en Cataluña de estar en condiciones de atender a los consumidores y usuarios en cualquiera de las lenguas oficiales de Cataluña, porque “de otro modo se afectarían seriamente los derechos de los consumidores por una razón no justificada como es la ignorancia de una lengua oficial”. No obstante, no parecía tener en cuenta que para tales consumidores solo existe el deber de conocer el castellano, pero no el catalán, por lo que los derechos de los consumidores quedan efectivamente garantizados con la imposición del castellano y sin que sea necesaria, también, la imposición del catalán.
(20). Así se desprende de la redacción del artículo 3 de la Constitución Española y de la interpretación que del mismo ha realizado nuestro Tribunal Constitucional, en una doctrina que se ha mantenido constante desde la STC 88/1983 y que se ha visto confirmada en la reciente STC 31/2010.
(21). Me he ocupado de ello en “Obligaciones lingüísticas en las relaciones comerciales entre privados: ¿régimen de cooficialidad o normalización lingüística?”, cit., pp. 156-162.
(22). Tomás Ramón Fernández, “Dictamen emitido a requerimiento de diversas asociaciones sobre la conformidad a la Constitución de la Ley catalana…”, cit., pp. 18 y 19. En su opinión, “todos los preceptos de la ley objeto de consulta que afirman o dan por supuesta la existencia de un deber de conocer la lengua catalana por parte de los españoles avecindados en Cataluña son, por lo tanto, contrarios al artículo 3.1 CE, pues esta ha excluido categóricamente un tal deber (…). Las obligaciones de utilizar el catalán se trasladan al público en general, convirtiéndose para este en una obligación (constitucionalmente inexistente) de conocer el catalán, so pena, claro está, de no entender las advertencias, informaciones y avisos y demás que se obliga a transmitir normalmente en catalán o, al menos, por esta vía”. También Sebastián Martín Retortillo, “Dictamen sobre si la Ley catalana 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística es o no conforme al bloque de la constitucionalidad”, Teoría y Realidad Constitucional (monográfico sobre la Ley de Política Lingüística), núm. 2, 1998, p. 47.
(23). Sebastián Martín Retortillo, “Dictamen sobre si la Ley catalana 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística…”, cit., p. 47, quien considera que difícilmente “podrá reputarse eficaz una protección dispensada en un idioma que una persona puede legítimamente no conocer”. En el mismo sentido Antonio López Pina, “Dictamen de la constitucionalidad de la Ley 1/1998, de Política Lingüística de la Generalidad de Cataluña”, cit., p. 82., para quien las fórmulas “al menos” y “como mínimo en catalán” de los artículos 32.3 y 34 de la LPL “contravienen el mandato del artículo 51.1 CE”. Muy crítico con lo que denomina “el paraguas de los derechos de los consumidores y usuarios” se muestra José Mª Aristóteles Magán Perales, “Derechos, principios y objetivos lingüísticos”, en AA.VV., Reformas estatutarias y declaraciones de derechos, Sevilla, Instituto Andaluz de Administración Pública, 2008, p. 710.
(24). Otra cosa es, claro está, que la obligación impuesta para la promoción de la lengua pueda limitar desproporcionadamente otros derechos fundamentales, como la libertad de empresa.
(25). Antoni Milian i Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., p. 147. El autor considera que nuestro ordenamiento no dista en este punto de los ordenamientos de otros países: “la común solución dada por el Tribunal federal suizo, la Corte suprema de Canadá y el Consejo Constitucional francés, coincidente además con la opinión expresada por el Comité de Derechos humanos de las Naciones unidas (…) constituyen un referente claro de recibo en nuestro orden constitucional”. Con amplio detalle sobre las soluciones dadas por el Derecho comparado en Antoni Milian i Massana, “Algunes reflexions sobre les intervencions lingüístiques publiques constrictives en el sector privat...”, cit., pp. 38-49.
(26). Así por ejemplo, el único Estado canadiense oficialmente bilingüe es el pequeño Estado de Nueva Brunswick, situado en la costa este. Paradójicamente, y a pesar de que podría constituir un interesante elemento de comparación precisamente por esa doble oficialidad lingüística, apenas ha sido estudiado en nuestro país. Cfr. los trabajos de Anna M. Pla Boix, “El régimen lingüístico de la provincia canadiense de Nuevo Brunswick”, Revista Vasca de Administración Pública núm. 82, 2008, pp. 159-185 y Pierre Foucher, “Bilinguisme, égalité, pouvoir. Le régime linguistique du Nouveau Brunswick: entre bilinguisme et égalité”, en Anna M. Pla Boix (coord.), El régimen lingüístico de la Administración Pública: experiencias en España y Canadá, Atelier, Barcelona, 2011, pp. 113-132.
(27). Sebastián Martín Retortillo, “Dictamen sobre si la Ley catalana 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística…”, cit., p. 47. En el mismo sentido Antonio López Pina, “Dictamen de la constitucionalidad de la Ley 1/1998, de Política Lingüística de la Generalidad de Cataluña”, cit., p. 82.
(28). Antoni Milian i Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., p. 151.
(29). Antoni Milian i Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., p. 152.
(30). Manuel A. Rodríguez Portugués, “Ordenación del comercio y libertad de empresa”, en Santiago Muñoz Machado (dir.), Manuel Rebollo Puig (Coord.), El Derecho de la Regulación Económica. Vol. IX: Comercio interior, Iustel, Madrid, 2012, p. 86.
(31). Cfr. Manuel A. Rodríguez Portugués, “Ordenación del comercio y libertad de empresa”, cit., p. 86. Si bien la afirmación la realiza en el marco de un estudio sobre la libertad de comercio, ello es predicable con carácter general de la libertad de empresa, incluyendo también, por ejemplo, la prestación de servicios.
(32). Incluso, como sostienen algunos autores, para la protección de bienes jurídicos y derechos no constitucionales, aunque, por supuesto y lógicamente, siempre que no sean contrarios al orden constitucional. Cfr. Manuel A. Rodríguez Portugués, “Ordenación del comercio y libertad de empresa”, cit., pp. 108 y 112.
(33). Cfr. Manuel A. Rodríguez Portugués, “Ordenación del comercio y libertad de empresa”, cit. p. 152 y, ampliamente desarrollado para cada uno de los bienes y derechos constitucionales (y también para algunos de rango infraconstitucional), pp. 124-145.
(34). Cfr. Manuel Aragón Reyes, Libertades económicas y Estado social, McGraw-Hill, Madrid, 1995, pp. 28-33. Una adaptación de dicho contenido esencial en Manuel A. Rodríguez Portugués, “Ordenación del comercio y libertad de empresa”, cit., pp. 152-162.
(35). La interdicción de la arbitrariedad lo es para “todos los poderes públicos”. Por su parte, el principio de proporcionalidad, originariamente formulado para el control de la Administración, se considera actualmente aplicable al legislador, aunque con importantes matices. Así lo ha reconocido en alguna ocasión el propio Tribunal Constitucional español (vid. supra en texto) y parte de la doctrina. Cfr. Tomás Ramón Fernández Rodríguez, De la arbitrariedad del legislador, Civitas, Madrid, 1998, passim. De todo este debate da amplia cuenta Manuel A. Rodríguez Portugués, “Ordenación del comercio y libertad de empresa”, cit., pp. 162 y ss., incluyendo numerosas referencias bibliográficas.
(36). Miguel Herrero de Miñón, “Dictamen en Derecho, a petición del Gobierno de la Generalidad de Cataluña, sobre la constitucionalidad…”, cit., pp. 118 y 122, señalando que la exigencia de que se utilice “al menos” una de las lenguas cooficiales, el catalán, no excluye en modo alguno la otra, por lo que “cualquiera que sea su acierto político, no supone quebrantamiento alguno del bloque de la constitucionalidad (…)”. En idéntico sentido Antoni Milian Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., pp. 123, 124 y 144 y Íñigo Urrutia Libarona, “Los requisitos lingüísticos en la actividad socioeconómica y en el mundo del audiovisual”, cit., p. 206.
(37). Íñigo Urrutia Libarona, “Los requisitos lingüísticos en la actividad socioeconómica y en el mundo del audiovisual”, cit., pp. 179 y 180. Según este autor, contemplando la libertad de empresa desde su dimensión social (esta se ejerce en un marco configurado por reglas que ordenan la economía de mercado, entre las que habría que incluir las que reconocen derechos lingüísticos a los consumidores y las que tratan de proyectar una política lingüística de fomento del uso de la lengua propia en el paisaje lingüístico) es posible que, en algunos casos, se pueda someter este ámbito privado a la intervención pública y a normas lingüísticas, siempre que estas respondan a un interés general suficientemente importante y empleen los medios apropiados y proporcionados.
(38). Antonio López Pina, “Dictamen de la constitucionalidad de la Ley 1/1998, de Política Lingüística de la Generalidad de Cataluña”, cit., p. 82. También Francesc de Carreras en el ya mencionado voto particular del Dictamen del Consell Consultiu núm. 203. Con rotundidad para todos los preceptos de la LPL que imponen obligaciones lingüísticas a particulares Jesús Prieto de Pedro, “Dictamen emitido a requerimiento del excmo. Sr. Defensor del pueblo sobre…”, cit., p. 106, considerando que vulneran el núcleo básico de la libertad de la lengua que garantiza la libertad de expresión.
(39). La Agencia de Consumo de Cataluña parece entender que, al amparo del artículo 128.1 del Código de Consumo, las páginas web de las empresas que prestan servicios en Cataluña y se dirijan a potenciales consumidores catalanes y que incorporen cualquier información recogida en el mencionado precepto, deberán estar redactadas (por lo menos en lo que se refiere a dichas informaciones) al menos en catalán (cfr. www.consum.cat.qui_som/comunicació/codi-consum-catalunya/preguntes-codi/index.html).
(40). Recuérdese, en este sentido, que penden ante el Tribunal Constitucional sendos recursos contra el Código de Consumo, presentados por el Defensor del Pueblo y por el Grupo Parlamentario Popular. En tales recursos se cuestionaba, entre otros aspectos, la regulación lingüística contenida en el artículo 128.1.
(41). Me he ocupado de esta cuestión en el trabajo “Obligaciones lingüísticas y comercio”, en Santiago Muñoz Machado (dir.), Manuel Rebollo Puig (Coord.), El Derecho de la Regulación Económica. Vol. IX: Comercio interior, Iustel, Madrid, 2012, pp. 1311-1348.
(42). Ya he apuntado en otro lugar cómo estos preceptos suponen una indebida traslación de la terminología y, sobre todo, del esquema jurídico propio de la oficialidad al ámbito privado. Cfr. “Obligaciones lingüísticas en las relaciones comerciales entre privados: ¿régimen de cooficialidad o normalización lingüística?”, cit., pp. 162-175.
(43). Tomás Ramón Fernández, “Dictamen emitido a requerimiento de diversas asociaciones sobre la conformidad a la Constitución de la Ley catalana…”, cit., p. 24.
(44). Sebastián Martín Retortillo, “Dictamen sobre si la Ley catalana 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística…”, cit., pp. 49 y 64, quien entiende que en las relaciones privadas el uso de la lengua que se quiera es “consecuencia del derecho de libertad (…) que la propia Constitución sanciona con carácter general y proyecta en ámbitos distintos: libertad personal, libertad ideológica, religiosa y de culto, libertad de residencia y de circulación, libertad de expresión”. Por su parte, Antoni Milian i Massana sostiene, en esta misma línea, que “respecto a los usos o manifestaciones orales puede afirmarse sin vacilación que incluso cuando se trata de actividades socioeconómicas su intervención lingüística resulta en general de legalidad muy dudosa”, por lo que afirma la “imposibilidad legal de incorporar en una norma la disponibilidad lingüística, entendiendo por esta la obligada correspondencia oral y directa en la lengua del consumidor, usuario o cliente, por parte de cualquier vendedor, en las relaciones socioeconómicas privadas”. Parece estar pensando, fundamentalmente, en la imposibilidad de imponer que la respuesta del empresario/vendedor deba realizarse obligatoriamente en la lengua elegida por el consumidor o usuario, pero no parece excluir la posibilidad de un deber de entender a este último. No obstante, señala que tal vez sí sería posible, en el ámbito socioeconómico, que las intervenciones lingüísticas orales pudieran llegar a resultar lícitas en el supuesto de los mensajes grabados o los avisos difundidos a través de la megafonía. Cfr. Antoni Milian i Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., p. 122 (nota 15). En el mismo sentido también en Antoni Milian Massana, “Presentación. Reflexiones sobe la nueva ley de política lingüística suscitadas por los trabajos recopilados”, cit., p. 41.
(45). Además, la defensa de los consumidores y usuarios y el consumo en general también parece ser el título competencial esgrimido por el legislador catalán. Así lo señala expresamente la propia Exposición de Motivos del Código de Consumo, remitiendo al artículo 123 del Estatuto que atribuye a la Generalidad la “competencia exclusiva en materia de consumo” y añadiendo, también, que los derechos de las personas que gozan de la condición de consumidoras y usuarias están protegidos de acuerdo con lo dispuesto por los artículos 28, 34 y 49 del Estatuto de Autonomía, así como por el 51 de la Constitución.
(46). Cfr. Tomás Ramón Fernández, “Dictamen emitido a requerimiento de diversas asociaciones sobre la conformidad a la Constitución de la Ley catalana…”, cit., pp. 24-26, según el cual la imposición de un deber de atención como el que preveía la LPL (y que ahora reitera el Código de Consumo) “solo si se interpreta (…) como una respuesta al requerimiento de atención en una lengua que el requirente conozca o tenga el deber de conocer podría ser aceptado dicho precepto como conforme al artículo 3 de la Norma Fundamental”.
En el mismo sentido Sebastián Martín Retortillo, “Dictamen sobre si la Ley catalana 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística…”, cit., pp. 64, quien señala que difícilmente puede ver garantizados sus legítimos intereses económicos “quien no entienda la respuesta que se le dé en el establecimiento donde pretende adquirir un bien o acceder a un servicio, por haberse formulado tal respuesta en un idioma que aquel no está obligado a entender”. Obsérvese que el autor aboga, en su caso, y siempre que se pueda considerar legítimo la limitación de esa libertad de lengua, por la imposición de un deber de atención (tanto en su vertiente activa como pasiva) en lengua castellana.
(47). Tomás Ramón Fernández, “Dictamen emitido a requerimiento de diversas asociaciones sobre la conformidad a la Constitución de la Ley catalana…”, cit., p. 27; Jesús Prieto de Pedro, “Dictamen emitido a requerimiento del Excmo. Sr. Defensor del Pueblo sobre…”, cit., p. 106. Estos autores centran la tacha de inconstitucionalidad en la grave afección del derecho al trabajo reconocido en el artículo 35 CE y que, en su opinión, se restringe sin justificación objetiva.
(49). Cfr. sobre ello Íñigo Urrutia Libarona, “Defensa y promoción de las lenguas oficiales como razón imperiosa de interés general de la Unión Europea a la luz de la jurisprudencia del TJCE”, Revista Vasca de Administración Pública núm. 83, 2009, p. 240, quien se cuestiona si el Tribunal admite la restricción sobre la base de “la propia lengua o sobre su función informativa expresada a través de la garantía de la comunicación”. En mi opinión, es la segunda de las opciones a que se refiere este autor la acogida por la sentencia del TJUE. Es decir, la restricción lingüística no busca promover en sí una determinada lengua sino asegurar la comunicación en la prestación de un servicio correcto por parte del facultativo y su adecuada comprensión por parte del paciente.
(50). Jaume Vernet/ Agustí Pou, “Derechos y deberes lingüísticos en las Comunidades Autónomas con lengua propia”, en AA.VV, Estudios sobre el estatuto jurídico de las lenguas en España, Atelier, Barcelona, 2006, pp. 161-165; Jaume Vernet, “Els drets lingüístics”, en AA.VV, Dret lingüístic, Cossetània, Valls, 2006, pp. 153-154, para quien del 32.1 LPL no se desprende una obligación paralela a la que se establece para las Administraciones de responder en la lengua escogida por las personas que se relacionan con ella. En el mismo sentido también Joan Ramon Solé i Durany, “La intervenció lingüística de l’Administració en l’àmbit socioeconòmic”, Revista de Llengua i Dret, núm. 45, 2006, pp. 166 y 167 e Íñigo Urrutia Libarona, “Los requisitos lingüísticos en la actividad socioeconómica y en el mundo del audiovisual”, cit., pp. 226 y 227. Por su parte, esa fue también la posición adoptada en el Dictamen del Consell Consultiu núm. 203/1997 (Antecedente 7), dictado en relación con la proposición de Ley de Política Lingüística. En este se afirmaba que “el deber de atender en la lengua utilizada por quien debe ser atendido no implica el deber de usar la misma lengua en la que se ha dirigido la petición de atención, pues ello supondría negar la libertad y el derecho reconocidos de usar cualquiera de las dos lenguas”.
(51). Cfr. Anna M. Pla Boix, “La llengua al nou Estatut d’Autonomia de Catalunya”, Revista d’Estudis autonòmics i federals, 3/2006, p. 289 y Josep M. Puig Salellas, “La normativa lingüística i el món socieconòmic”, en AA.VV, Estudis jurídics sobre la Llei de Política Lingüística, Barcelona, Institut d’Estudis Autonòmics, Barcelona, 1999, pp. 442 y 443, para quien incluso resultaba sorprendente que durante el proceso de redacción de la LPL surgiera la duda de si “el término atender comportaba simplemente una actitud pasiva de solo escuchar al cliente y entenderle en la lengua que este utilizara, pero respondiendo eventualmente en la otra o si, en cambio, suponía una actitud de correspondencia, con la obligación de contestar en aquella lengua”.
(52). Antoni Milian i Massana, “Presentación. Reflexiones sobe la nueva ley de política lingüística suscitadas por los trabajos recopilados”, cit., p. 21, afirmando que “el legislador catalán, dispuesto a aplicar una intervención lingüística constrictiva poco intensa en el ámbito estrictamente privado (…) alumbra una tipología de sujetos de manera que a medida que nos alejamos de lo público, menores son las limitaciones lingüísticas que se imponen”. En el mismo sentido también Antoni Milian i Massana, “Comentarios en torno de la Ley del Parlamento de Cataluña 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística”, cit., p. 363 e Íñigo Urrutia Libarona, “Los requisitos lingüísticos en la actividad socioeconómica y en el mundo del audiovisual”, cit., p. 215, quien afirma que el primer punto de conexión de la LPL es “la vinculación de la actividad (privada) con la Administración pública: cuanto más estrecha es la relación (orgánica o funcional) con la Administración la calidad de los derechos lingüísticos que han de garantizarse será mayor, decreciendo a medida que la actividad se aleja del sector público o que la relación con este se hace más difusa”. Hay que insistir una vez más en que cuando hablamos de imposiciones lingüísticas a empresas o establecimientos abiertos al público la relación orgánica o funcional con la Administración es inexistente, por lo que no debe utilizarse como elemento para valorar la legitimidad o no de tales imposiciones lingüísticas a dichos sujetos.
(53). Antoni Milian i Massana, “Comentarios en torno de la Ley del Parlamento de Cataluña 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística”, cit., pp. 364-366. A pesar de ello, parece recurrir también al argumento de que a mayor alejamiento de lo público menores limitaciones, olvidando que en el caso de las empresas y establecimientos abiertos privados al público simplemente no hay vinculación con lo público. En este sentido, por ejemplo, afirma que “la gradación inversamente proporcional seguida por el legislador (a mayor incidencia en el sector privado, menor constricción lingüística) (…) permite afirmar con seguridad que las disposiciones constrictivas de la LPL son razonables y guardan, dentro del contexto sociolingüístico catalán, la proporcionalidad que debe existir entre las restricciones que imponen a los derechos y libertades constitucionalmente reconocidos y el legítimo fin de proteger eficazmente la lengua catalana. Difícilmente podría garantizarse un mínimo paisaje en catalán, elemento considerado indispensable para normalizar y afianzar la lengua catalana, con menores exigencias”. También en Antoni Milian i Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., pp. 148 y 149.
(54). Insistente con la idea de la gradación Antoni Milian i Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., pp. 149 y Antoni Milian i Massana, “Comentarios en torno de la Ley del Parlamento de Cataluña 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística”, cit., p. 363, señalando en este último artículo que “conviene observar que la Ley no contiene una disposición que establezca la obligación de utilizar la lengua catalana en todo tipo de signos distintivos, rótulos, escritos de naturaleza permanente y temporal expuestos y destinados al público, publicidad comercial, catálogos, opúsculos y prospectos, así como tampoco un precepto que obligue a hacerlo en todos los recibos y facturas”. En relación con esto último hay que recordar que el Código de Consumo sí impone la obligación de poner a disposición inmediata de los consumidores y usuarios los resguardos de depósito, las facturas y demás documentos relacionados o que deriven de ellas.
(55). Antoni Milian i Massana, “Comentarios en torno de la Ley del Parlamento de Cataluña 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística”, cit., p. 365, para quien que la Ley catalana emplee siempre la cláusula “al menos” o “como mínimo” en catalán a la hora de imponer esta lengua, admitiendo por lo tanto en todos los casos el libre uso simultáneo de cualquier otra, permite entender que una “tal limitación, introducida con el legítimo fin constitucional de proteger y salvaguardar una lengua (en nuestro caso, el catalán), puede ser considerada como una restricción jurídicamente lícita de aquellas libertades”, en referencia a las libertades de expresión y de empresa, entendiendo que no menoscaba su contenido esencial. En el mismo sentido también en Antoni Milian i Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., p. 148-150. Radicalmente en contra de dicha proporcionalidad Jesús Prieto de Pedro, “Dictamen emitido a requerimiento del Excmo. Sr. Defensor del Pueblo sobre…”, cit., pp. 107 y 109, reprochando a la LPL que aborde un objeto constitucional legítimo (la normalización del uso del catalán) pero incurriendo en excesos.
(56). Antoni Milian i Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., p. 149, quien reitera que la Ley “a partir de una clasificación de los sujetos introduce una gradación de obligaciones lingüísticas cuya lectura pone en evidencia, sin esfuerzo hermenéutico alguno, que la intervención constrictiva que se contiene en la ley es mucho más modesta que la de otros países”.
(57). Antoni Milian i Massana, “La exigencia de al menos en catalán como garantía de la presencia social de la lengua catalana…”, cit., p. 150 y Antoni Milian i Massana, “Comentarios en torno de la Ley del Parlamento de Cataluña 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística”, cit., p. 363, para quien la ley catalana “apartándose de otros modelos como los aplicados en la provincia de Quebec o en el cantón suizo de Ticino”, distingue entre diferentes sujetos emisores a la hora de establecer las señalizaciones, carteles, informaciones y documentos que deben vehicularse o redactarse, al menos, en catalán. Sobre la indebida traslación de modelos en los que únicamente hay una lengua oficial ya llamé la atención algunas páginas más arriba.
(58). Una opción que algunos autores contemplan sería la de limitar la imposición de obligaciones lingüísticas solo a los grandes establecimientos o áreas comerciales. Cfr. sobre ello Íñigo Urrutia Libarona, “Los requisitos lingüísticos en la actividad socioeconómica y en el mundo del audiovisual”, cit., p. 228 y Antoni Milian i Massana, “Presentación. Reflexiones sobe la nueva ley de política lingüística suscitadas por los trabajos recopilados”, cit., pp. 43-48.
(59). Según el cual “Todas las personas tienen derecho a ser atendidas oralmente y por escrito en la lengua oficial que elijan en su condición de usuarias o consumidoras de bienes, productos y servicios. Las entidades, las empresas y los establecimientos abiertos al público en Cataluña quedan sujetos al deber de disponibilidad lingüística en los términos establecidos por ley”.
(60). Nuria Magaldi, “Obligaciones lingüísticas en las relaciones comerciales entre privados: ¿régimen de cooficialidad o normalización lingüística?”, cit., pp. 173-175.
(61). En general, los autores que han analizado la sentencia 31/2010 han pasado superficialmente sobre lo afirmado por el Alto Tribunal en su Fundamento Jurídico 22, quedando a la espera de la futura concreción normativa del deber de disponibilidad lingüística. Cfr. Antoni Milian i Massana, “El règim de les llengües oficials. Comentari a la sentència del Tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de juny”, Revista catalana de dret públic (especial Sentència 31/2010 del Tribunal Constitucional sobre l’Estatut d’Autonomia de Catalunya de 2006), 2011, p. 137 y Eva Pons Parera, “La llengua (en la sentència de 28 de juny de 2010), Revista catalana de dret públic (especial Sentència 31/2010 del Tribunal Constitucional sobre l’Estatut d’Autonomia de Catalunya de 2006), pp. 149-153, pp. 152 y 153.
(62). Igualmente crítica se muestra Anna Pla Boix, “El règim lingüístic en la STC 31/2010, de 28 de juny”, Revista catalana de dret públic (especial Sentència 31/2010 del Tribunal Constitucional sobre l’Estatut d’Autonomia de Catalunya de 2006), 2011, pp. 144 y 146, quien considera que la interpretación secundum constitutionem de algunas previsiones lingüísticas del Estatuto supone una lectura tan forzada de la dicción literal de la norma que llega a generar inseguridad jurídica. En sentido similar Ángel Luis Alonso de Antonio, “La cuestión lingüística en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña”, Teoría y Realidad Constitucional, núm. 27, 2011, p. 452, afirmando que en numerosos aspectos relativos a la lengua el Tribunal Constitucional se ha “decantado por una sentencia interpretativa que no despeja las dudas ni resuelve los problemas y lo ha hecho además con excesiva profusión, lo que ha suscitado recelos en ciertos autores”.
(63). Ello supone, en definitiva, que solo si el deber de disponibilidad lingüística y la obligación de atención al público no constituyen ni un tal deber ni una tal obligación, sino otra cosa, el artículo 34 EAC puede entenderse conforme a la Constitución. No obstante, no parece que nadie conciba ese artículo 34 EAC como un mero desiderátum programático, principio rector o simple mandato promocional del catalán. Ni siquiera el Tribunal Constitucional parece entenderlo así, pues tan solo un párrafo después de haber declarado, “interpretado en esos términos”, la constitucionalidad del artículo 34 EAC, el TC emprende el análisis del artículo 50 (en particular, su apartado cuarto, relativo a la promoción de la lengua catalana en los datos de etiquetado, embalaje e instrucciones de uso) señalando que este, “a diferencia del artículo 34” y “en coherencia con su naturaleza de principio rector”, se limita a imponer a los poderes públicos un deber de promoción del catalán en el etiquetado y embalado de los productos distribuidos en Cataluña, así como en las instrucciones de uso de los mismos.
(64). Teniendo en cuenta las particulares circunstancias políticas de la legislatura comenzada en 1996, en la que el Partido Popular de José María Aznar gobernaba con mayoría simple y apoyándose en los nacionalistas catalanes, tal argumento parece ciertamente discutible.