POLÍTICA Y VIOLENCIA VERBAL
Hace unos días, un lector me escribió un mensaje breve, casi una súplica: “Profesor, escriba también una carta a los centenares de violentos que amenazan, amedrentan, boicotean, apedrean, agreden, insultan e impiden defender sus ideas a quienes no piensan como ellos”. Su petición me interpeló. Hace poco dirigí una carta a Vito Quiles, reprochándole su tono y la falta de respeto en su forma de comunicar. Muchos la interpretaron como una defensa del orden frente a la rebeldía; otros, como un intento de desautorizar a quien desafía al pensamiento dominante. No era ninguna de las dos cosas. Era, sencillamente, una defensa del respeto. Pero este lector tenía razón: no basta con reprochar las malas formas a quienes denuncian; hay que hacerlo también con quienes impiden hablar.
La cuestión no es sólo que existan grupos dispuestos a reventar actos, sino que haya universidades, instituciones y autoridades que se someten a su chantaje. El caso de Quiles, vetado en algunos campus por razones ideológicas o por temor a incidentes, muestra hasta qué punto la ideología y el miedo han sustituido la búsqueda de la verdad. Y cuando una universidad se rige por ideología o cede ante el miedo, deja de ser una universidad. Sin embargo, el problema es más profundo: el clima de violencia verbal no nace en los pasillos académicos, sino en los hemiciclos, los platós de televisión y las tertulias radiofónicas donde nuestros representantes y comunicadores hablan cada día. La crispación es el reflejo de una estrategia deliberada de poder, cultivada durante años por la clase política y amplificada por algunos periodistas y determinados medios, que han hecho del enfrentamiento su principal producto de consumo.
La mentira, el sarcasmo, el insulto y el desprecio se han convertido en instrumentos cotidianos del discurso político y mediático. Se ha perdido el sentido de la responsabilidad que conlleva ocupar un escaño o tener un micrófono. Lo que antes era excepción se ha hecho costumbre: se ridiculiza al adversario, se deshumaniza al discrepante y se aplaude la ofensa ingeniosa como si fuera un triunfo dialéctico. Y lo peor es que la sociedad lo imita. Los políticos y periodistas insultan, y los ciudadanos aprenden. Si los líderes se descalifican entre sí con absoluta impunidad y los medios reproducen y magnifican ese tono, ¿por qué no hacerlo también en las redes, en las aulas, en la calle?
A nadie le gusta ser ridiculizado, insultado o condenado por lo que piensa. Por eso muchos callan. El miedo a ser estigmatizado, caricaturizado o tildado de ‘facha’, ‘progre’, ‘machista’ o ‘traidor’ hace que cada vez más personas opten por el silencio. La violencia verbal se ha vuelto el instrumento más eficaz de censura social, porque destruye la reputación sin necesidad de leyes mordaza ni censores oficiales. John Stuart Mill ya lo advirtió hace más de siglo y medio: “El mal de silenciar una opinión consiste en robar a la humanidad; tanto a quienes la sostienen como a quienes la rechazan”. Y George Orwell, con la lucidez de quien conoció los totalitarismos, escribió: “Si la libertad significa algo, es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.
La clase política, una parte del periodismo y también buena parte de la Universidad parecen haber olvidado estas lecciones. En lugar de defender el espacio donde las ideas puedan expresarse sin miedo, lo han convertido en un escenario de pugna permanente. En el mundo académico, esta deriva se traduce en un doble rasero cada vez más visible: se facilita la palabra a unos y se impide a otros, dependiendo de su alineamiento ideológico. Así, el aula -que debería ser el templo del pensamiento libre- se convierte a menudo en un espacio de conformismo y censura.
Todo aquello que se politiza tiende a perder su espíritu original. Una institución politizada deja de servir al bien común y pasa a servir a una causa o facción. Cuando la política impregna la universidad, los medios o incluso la cultura, lo primero que se resiente es la pluralidad y la libre expresión de las ideas. Porque la ideología no busca comprender: busca confirmar. Y allí donde no hay espacio para el desacuerdo, tampoco hay libertad. La retórica del enemigo -ese ‘ellos’ frente a ‘nosotros’- se ha normalizado hasta el punto de que muchos ciudadanos ya no conciben la política ni la información como búsqueda del bien común, sino como una guerra cultural entre tribus irreconciliables. El insulto no es sólo una falta de educación: es una estrategia de poder y un modelo de negocio. Polarizar da votos y también audiencia; el matiz, no. La política del grito y el periodismo de la bronca resultan más rentables que el argumento o el análisis sereno. Cada intervención en el Congreso se mide en clics; cada tertulia, en decibelios. Cada titular busca el impacto, no la verdad. Y así, poco a poco, la palabra se ha degradado en arma arrojadiza.
Ya no hablamos, nos gritamos. Ya no debatimos, etiquetamos. Y mientras tanto, los problemas reales siguen ahí: la precariedad, la soledad, la falta de esperanza. Pero no hay espacio para tratarlos con serenidad, porque la crispación se ha convertido en el negocio del poder y del espectáculo. Los políticos se insultan y, cuando se les reprocha, apelan a la ‘libertad de expresión’. Pero esa libertad no consiste en decir cualquier cosa, de cualquier modo, a cualquier precio. La libertad de expresión no es impunidad, sino responsabilidad. Significa usar la palabra para construir, no para destruir; para esclarecer, no para confundir. Voltaire, cuya máxima resume el espíritu de la Ilustración, lo expresó así: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Esa defensa sólo tiene sentido si la palabra mantiene su dignidad. Cuando el discurso político, periodístico o académico se convierte en agresión, la democracia se convierte en ruido. No sorprende, entonces, que muchos ciudadanos hayan dejado de creer en la política, en los medios y en la Universidad. Lo preocupante es que, al perder la confianza en quienes hablan en su nombre, también pierdan la fe en la democracia misma. Porque una sociedad que confunde libertad con insulto, y crítica con desprecio, acaba generando la cultura del miedo: miedo a hablar, miedo a pensar, miedo a disentir.
La regeneración democrática no pasa por una nueva ley o un cambio de gobierno, sino por una revolución moral del lenguaje público. Que cada político, periodista y docente midan sus palabras no por su eficacia mediática o ideológica, sino por su capacidad de elevar el debate, para acercarnos más a la verdad y al bien común. Que las instituciones -empezando por el Parlamento, las universidades y los medios- se comprometan con el ejemplo: escuchar, argumentar, discrepar sin destruir. La democracia se construye con palabras limpias, no con gritos ni sarcasmos. Si la clase política, los medios y la universidad no cambian su manera de hablar, la sociedad seguirá deteriorando la suya. Y una sociedad que ya no puede hablarse acaba sin poder entenderse. Una democracia que calla por miedo, o que sólo sabe hablar con odio, ha perdido el alma. Y la responsabilidad de devolverle esa alma empieza -y termina- en quienes tienen el privilegio de usar la palabra pública.



















