DE INJUSTICIAS, PERDONES Y OTRAS ZARANDAJAS
El gobierno mexicano se ha especializado en exigir a España que pida perdón por la conquista de América (uso el término conquista no por ser el más políticamente correcto, sino el más veraz). Se trata de una petición que ha de entenderse desde la política actual y teniendo muy en consideración que la nación mexicana se construye desde el XIX con la espina dorsal del indigenismo antiespañolista, como ha mostrado Pérez Vejo. Tomada en ese marco concreto no parece descabellado sopesar con cuidado si conviene solicitar esos perdones como forma de resolver una querella política actual entre dos países muy próximos, dejando de lado las críticas de presentismo que son obviamente pertinentes desde la perspectiva historiográfica. No se trata de un problema historiográfico, sino de uno actual, y la realidad actual se compone de sentimientos identitarios exacerbados nos guste más o menos. La ciencia puede poco para disipar las emociones, menos si se usan como munición política.
Es curioso, en cambio, reflexionar cómo esta polémica del perdón imperial saca a la luz, leída a contrapelo, cuestiones de otro calado muy diverso, que son las que me propongo explorar a continuación.
La primera es la consideración implícita de una nación española constituida y actuante en el mundo y en la historia ya en el siglo XV. Los gobiernos mexicanos no titubean al señalar a la actual España como el ente que cometió los desafueros y barbaridades desde 1492 en adelante: para ellos no existe duda de que hay una identidad única y persistente que se llama España, tanto en la Castilla descubridora como en el Imperio habsburgués -luego borbónico- que se continúa en el Estado moderno del XXI. Y no pretendo ahora discutir esa identificación y apuntar que, probablemente, las élites sociales y políticas mexicanas actuales son las verdaderas herederas de los conquistadores castellanos, mucho más que los descendientes de los que “se quedaron aquí”, como decía Unamuno. No, acepto discursivamente la identificación de España que ellos manejan y lo que hago es sorprenderme. Ciertamente, es insólito el hecho de que cuando tratamos de abusos e iniquidades cometidas ad extra parece que desaparece cualquier duda sobre la “realidad histórica de España” y su perduración durante los últimos 500 años.
Las dudas las poseen y cultivan con fruición los nacionalismos periféricos internos (para los que España nunca ha sido una nación), y las izquierdas políticas españoles (para ellos España es poco más que un invento de Franco y la derecha menendezpelayista). Como mucho, y con reservas importantes, aceptan que desde el XIX ha habido un Estado un tanto fallido que ha intentado con poco éxito construir una nación y difundirla entre sus ciudadanos, aunque en realidad lo que existían eran territorios plurales.
Bueno, pues ahora resulta que desde fuera nos recuerdan con firmeza que dejemos las virguerías constructivistas y apoquinemos nuestras deudas históricas. Ustedes son los mismos españoles que conquistaron y saquearon, pidan perdón y paguen, nos dicen. Y nuestros intelectuales y políticos progres, para los que la nación España era un concepto muy debatible ayer mismo, asienten desde su buena conciencia moralista y reconocen que sí, que esa identidad ayer en duda era, en verdad, exacta. Ciertamente, y aunque sólo valga como oblicuo reconocimiento de una nación llamada España, merece la pena pedir perdones.
Otra cuestión que suscita la crítica de la conquista y destrucción de las Indias, generalmente poco comentada o difundida entre nosotros, es una que la singulariza y hace especial entre todos los imperialismos europeos, como han subrayado autores extranjeros tan diversos como Joseph Pérez, John Elliott, Anthony Pagden, Lewis Hanke o Bernhard Schmitt: “La conquista española es única en el mundo porque discutió la conquista misma España fue el primer Imperio que se preguntó si tenía derecho a serlo, un fenómeno muy singular de autorreflexión normativa crítica El punto fuerte español no es la crueldad sino la discusión sobre la crueldad”. Son citas espigadas de sus obras que ponen de manifiesto algo extraordinario: que, si los conquistadores actuaron con crueldad y bestialidad, el Gobierno imperial y los intelectuales de la época que le aconsejaban se plantearon muy temprana e intensamente el problema moral que planteaba la aplicación de las ideas de la justicia epocales a lo que estaban llevando a cabo sus súbditos.
En la Monarquía Hispánica del siglo XVI la legitimidad imperial de la conquista no se postuló como dato, sino como problema. Esa auto-problematicidad -articulada en derecho, teología y práctica normativa- impidió la clausura del tema mediante una “conciencia satisfecha”: sólo hay títulos condicionales, nunca fundamento absoluto. La paradoja es que, al someter su propio poder a examen, Castilla inaugura un régimen imperial que no puede declararse moralmente pleno sin desautorizar el procedimiento que lo hizo posible.
Es curioso señalar con Pierre Chaunu que la versión de la conquista española “en negro”, la figura del español cruel y destructor soberbio, la utilizó el imperialismo anglosajón para blanquear su propia política de exterminio como más benévola y satisfactoria que la hispana. Ellos, los anglosajones, sí gozaron de conciencia satisfecha, a costa de la imagen de otros.
“La colonización española del XVI constituye una excepción notable entre todas: sean cuales fueren sus defectos, se juzgó a sí misma sin complacencia y con rara lucidez, de forma que salvó a la España imperialista del pecado original de toda colonización: la buena conciencia. El estado y los patrones coloniales pudieron seguir, pero en adelante sabían lo que hacían: un crimen” (Joseph Pérez).
Y digo yo: si esto pensaron y dijeron parte de nuestros antepasados españoles en aquel momento, y verán que no he citado textos más panfletarios como los de Las Casas, ¿no es como para seguir ahora con orgullo su estela intelectual y moral, y reconocer alto y claro que nos arrepentimos? Porque somos descendientes de Pizarro, sí, pero también de Vitoria. Tenemos muchos abuelos.
Y por último, una coincidencia temporal con uno de los más flagrantes casos en que el Estado español actual (aquí sobra la historia larga) ha incumplido sus obligaciones para con un pueblo al que previamente había colonizado y dominado. A pesar de la decisión del Tribunal Internacional de Justicia de 1975 y consecuente de la Asamblea General, que exigían aplicar el principio de autodeterminación para los hispano-saharauis, Marruecos ha conseguido con fuerza y astucia que el mundo occidental admita la anexión o integración en su Reino. Y España, responsable directa de su suerte por ser la potencia colonizadora y administradora del territorio, lo abandonó a su albur ante la Marcha Verde y lo desasistió diplomáticamente luego. Hasta culminar en la ominosa cesión del presidente Sánchez, ayuna de cualquier discusión o publicidad, cediendo ante la anexión marroquí por razones inconfesables de pura conveniencia. Una política adoptada también de facto por el Consejo de Seguridad recientemente.
Pocas veces se plantea con tanta claridad la obligación moral de un Estado y sus dirigentes de, por lo menos, pedir perdón a alguien que no ha llegado ni llegará a la estatalidad a que tenía derecho simplemente porque a sus señores les convenía más atender a intereses propios más fuertes y acuciantes: Es un caso infinitamente menos importante que América, no ocupa la atención mundial como otros, pocos en el globo saben de él. Pero los españoles lo vivimos como una injusticia muy grande, muy próxima y muy cobarde porque coincide en el tiempo con el inicio de la Transición y sentimos que fue uno de los lastres que hubo que dejar caer para permitirla. Ahí sí que podemos ejercitar la virtud de la honradez colectiva. Si nos queda.




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