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¿Prisión permanente revisable?; por Juan Antonio Lascuraín, catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid

13/02/2018
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El día 13 de febrero de 2018, se ha publicado en el diario El País, un artículo de Juan Antonio Lascuraín, en el cual el autor considera que es difícilmente conciliable esta pena con el mandato constitucional de resocialización.

¿PRISIÓN PERMANENTE REVISABLE?

Al calor de la conmoción que suscita la posible violación y asesinato de Diana Quer el Gobierno propone aumentar los delitos castigados con pena de prisión permanente revisable, contando quizás con que en este momento puede parecer insensible o insensata cualquier oposición a su proyecto y a la cadena perpetua en sí. Sabido es, sin embargo, que la tribulación no es buena ocasión para la mudanza. No lo es para una cuestión de justicia que exige racionalidad, templanza y olvido del rédito partidista: la de cómo reaccionar frente a los peores crímenes.

Ni la más severa de las penas imaginables puede enmendar el pasado. Lamentablemente ningún juez va a devolverle la vida a Diana. A lo que sí debe aspirar, de la mano de buenas leyes, es a hacer lo posible para que tamaño delito no vuelva a cometerse. La pena no es un conjuro para corregir la historia sino una estrategia para que el futuro no sea tan malo. Solo en ello encuentra sentido el sinsentido de encerrar a una persona. Si no miramos hacia delante, si nos quedamos en que “se lo merece” o en que “el que la hace la paga”, la cárcel no será sino un mal que se sume al mal que generó el encerrado. Ya lo dijo Séneca, en boca de Platón: nemo prudens punit quia peccatum est, sed ne peccetur. Como sociedad prudente no penamos porque se haya delinquido, sino para que no se delinca. Es esa eficacia la que debemos buscar. Y la que va a imponernos límites, porque penar más allá de lo que requiere esta función disuasoria no es más que “un derroche inútil de coacción” (sentencia del Tribunal Constitucional 55/1996).

La necesidad preventiva de la pena contiene así uno de sus frenos. El otro proviene de su coherencia con nuestros valores, con nuestra idea de la dignidad de la persona. Es un límite ahora de eficiencia, de coste moral de la pena. La razón por la que no azotamos al corrupto, encerramos de por vida al violador o matamos al asesino, por mucho que pudieran constituir penas eficaces, es la razón moral que nos mueve precisamente al castigo. Nosotros somos los buenos ciudadanos. Pero empezamos a dejar de serlo si cedemos a la visión del mundo de los delincuentes y nos acercamos a su manera de actuar, por más que lo hagamos con fines legítimos.

Si al final se prueba la peor de las sospechas, castiguemos con toda la severidad necesaria al tristemente famoso Chicle, pero apliquemos a dicha pena los límites que hacen de la nuestra una sociedad decente. Y el problema aquí, y en la mesa del Tribunal Constitucional, es si es decente la prisión permanente revisable: una pena inicialmente de por vida que podría acortarse a partir de los 25 años de prisión -35 en los casos más graves- y abrir un periodo de hasta diez años de libertad condicional si puede fundarse “la existencia de un pronóstico favorable de reinserción social” (artículo 92 del Código Penal). Si logramos rascar la densa capa de emociones que suscitan los horrendos delitos a los que responde, nos encontraremos con una pena insoportablemente imprecisa, cuya duración, mayor o menor, no va a conocer el reo, porque no dependerá de lo que hizo, sino de lo que es, o de lo que un tribunal penal, apoyado por especialistas, dicen que es, a pesar de que lo que precisamente subrayan los especialistas es la dificultad de pronosticar el comportamiento humano: la elevada probabilidad de los “falsos positivos”, de perpetuar el encierro de una persona a pesar de su falta de peligrosidad. Nos encontraremos también con una pena difícilmente conciliable con el mandato constitucional de resocialización: ¿quién es el que sale de la cárcel, si sale, después de al menos 25 años de incierto encierro? Y nos encontraremos, en fin, ante una pena de encierro permanente, de por vida, una de las líneas rojas que los derechos humanos no permiten traspasar. Se dirá, con razón, que es revisable: que solo es posiblemente de por vida. De acuerdo. Pero ¿toleramos entonces una pena que será a veces inhumana? ¿Deja de ser inhumana una pena aunque pudiera imponerse porque podría no imponerse? ¿Podríamos acaso aplazar y someter a condición la tortura como pena, o la pena de muerte, y obviar su crueldad so pena de crueldad condicionada?

No sé si la razón entiende de simetrías históricas, pero no está de más recordar los motivos que condujeron al legislador de 1928, en tiempos menos sensibles con los derechos de los condenados, a abolir la cadena perpetua, que también era revisable: “Permitir a la legislación española, tan calumniosamente tachada de cruel, ocupar puesto de honor entre las más humanitarias”.

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