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Laguna en la investidura presidencial; por Antonio Torres del Moral, catedrático de Derecho Constitucional de la UNED

18/01/2016
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El día 18 de enero de 2016, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Antonio Torres del Moral, en el cual el autor considera que no hay que descartar que el Rey proponga una candidatura únicamente a los efectos de la celebración de una sesión meramente instrumental de investidura para disolver las Cámaras dos meses después.

LAGUNA EN LA INVESTIDURA PRESIDENCIAL

Cuando Herri Batasuna decidió que sus parlamentarios electos se incorporaran al Congreso de los Diputados, éstos prestaron el juramento de la Constitución alterando la fórmula reglamentaria mediante el añadido “por imperativo legal”. La Cámara lo rechazó y no consolidaron su condición de diputados, pero el Tribunal Constitucional los amparó entendiendo que dicha expresión no desdecía el juramento (STC 119/1990, de 21-VI). Posteriormente y de nuevo con Herri Batasuna en el Congreso, fue llamado su representante Jon Idígoras a consulta regia dentro del procedimiento de investidura de presidente del Gobierno. Don Juan Carlos empleó intencionadamente la misma fórmula: “Lo recibo a usted por imperativo legal”. Así quedaban las cosas bastante claras: por encima de la opinión de cada cual y de sus inclinaciones particulares, está la Ley, el Ordenamiento jurídico.

La propuesta de candidato a la Presidencia del Gobierno, función que ya han perdido los monarcas parlamentarios sueco y japonés, es, según la opinión mayoritaria, la única en la que el Rey ejerce como árbitro del funcionamiento institucional español. Es así, se dice, porque dispone de cierta discrecionalidad para interpretar los resultados de las elecciones generales a la hora de hacer la propuesta, sobre todo si dichos resultados no han sido claramente favorables a una fuerza política concreta. Sin embargo, en nuestro sistema constitucional, ni la forma política del Estado es la monarquía, sino la Monarquía parlamentaria (y aquí el adjetivo preña de significado al sustantivo), ni la investidura del presidente del Gobierno depende de la interpretación que el Monarca haga de la aritmética electoral, sino que es una operación también parlamentaria, puesto que son consultados los líderes de los grupos políticos que han obtenido escaños, está pilotada y refrendada por el presidente del Congreso de los Diputados y decide finalmente esta Cámara en sesión plenaria. Es decir, también en esta función el Rey actúa por imperativo legal, asumiendo el presidente de la Cámara Baja el control y la responsabilidad de lo actuado.

Hasta el pasado 20 de diciembre, las elecciones generales españolas arrojaron siempre la victoria más o menos nítida de un partido. Cuando lo fue con mayoría absoluta, su líder fue considerado candidato único a la Presidencia del Gobierno, conociéndose de antemano el resultado de las consultas regias y de la votación parlamentaria. Si lo fue por mayoría relativa, se adoptó la práctica constante, que podríamos considerar ya una convención constitucional, consistente en otorgar al partido electoralmente vencedor la prioridad en negociar la candidatura de su líder; y siempre lo fue con resultado positivo.

También actualmente se está siguiendo este criterio, pero está menos claro quién haya de ser candidato investido porque los resultados electorales son menos nítidos y las negociaciones entre los partidos menos concluyentes. En tales ocasiones el candidato propuesto puede ser otro con menos respaldo electoral pero con mejor acogida parlamentaria y así lo comuniquen los respectivos líderes políticos al Rey en la fase de consultas.

Ya en sede propiamente parlamentaria y como establece el artículo 99, en desarrollo del 62.h), ambos de la Constitución, el candidato obtiene la confianza del Congreso si alcanza en una primera votación la mayoría absoluta de sus miembros o, en su defecto, la mayoría simple en una segunda votación dos días después. Si también ésta resulta fallida, se da paso a nuevas propuestas durante los dos meses siguientes hasta alcanzar su objetivo. Pero, si tampoco prosperan, procede la disolución regia de ambas Cámaras y la convocatoria de nuevas elecciones. Estamos ante dos operaciones necesariamente ligadas por una relación de causa-efecto, de manera que el fracaso de una propuesta regia de investidura en los términos dichos es condición ineludible para que comience a correr el plazo de dos meses previo a la disolución y convocatoria electoral.

Esta regulación suscitó al principio del actual régimen constitucional ciertas especulaciones acerca de si el Rey podía obviar determinados resultados electorales que le fueran ingratos proponiendo candidatos inviables hasta abocar a una nuevas elecciones en busca de mejor suerte. Se trata de una especulación disparatada, a la que Don Juan Carlos nunca dio lugar. Sería además un empeño inútil y nocivo. Inútil porque las Cortes pueden deshacer tan peligroso juego monárquico, más propio de otros tiempos de infeliz memoria, invistiendo al candidato regio y haciéndolo cesar inmediatamente con la aprobación de una moción de censura, que lleva aparejada la automática investidura del candidato alternativo triunfante. Nocivo porque vulneraría el carácter parlamentario de la Monarquía y socavaría su crédito hasta ponerla en grave riesgo, pues ya queda muy lejos la creencia de que la monarquía es la forma política natural que permite, si no va bien con una persona o con una dinastía, buscar otras de recambio.

Quiere esto decir que el protagonismo regio en el desempeño de la referida función no pasa de la sugerencia, del intercambio de impresiones y acaso del estímulo, pero siempre sin desatender el juego parlamentario de las fuerzas políticas. No estamos, pues, ante el ejercicio de un poder propiamente dicho, sino ante actos tasados, debidos y de contenido determinado. Lo que, visto por el envés, lleva al resultado de que el Rey actúe siempre sobre seguro y no haga propuesta alguna que no esté consensuada.

No obstante, actualmente estamos en una circunstancia en la que las no muy fluidas relaciones entre los principales partidos, con sus líderes a la cabeza, y la incompatibilidad entre determinados puntos de sus respectivos programas parecen obstaculizar la investidura de uno de ellos. De otra parte, frente a la opinión que me atribuye un medio escrito, no es previsible que los actuales grupos parlamentarios consientan una investidura tecnocrática que protagonice una minilegislatura de un par de años para abordar algunas reformas. Hay demasiadas ganas de poder como para avenirse a cederlo a un quidam que no lo haya ganado en las urnas.

POR TANTO,como ni la Constitución ni la Ley del Gobierno ofrecen otra salida para deshacer este nudo institucional, no puede descartarse que se ponga en marcha la única solución jurídicamente válida: que el Rey proponga una candidatura únicamente a los efectos de la celebración de una sesión meramente instrumental de investidura y de resultado adverso previamente pactado, para, dos meses más tarde, disolver las Cámaras y convocar nuevas elecciones con la esperanza de que ofrezcan un resultado menos problemático.

La dificultad reside en decidir el candidato. A primera vista, podría ser uno de los aspirantes con tal de ser consensuado, pero me temo que no haya voluntarios. Estamos ante una laguna constitucional que debería ser colmada mediante la adopción de una convención constitucional consistente en que sea propuesto el presidente del Gobierno en funciones, como una función más de su cargo. De ser así, la tramitación parlamentaria de esa no-investidura pactada debería desprenderse de toda solemnidad, como mero trámite que es, y ultimarse con rapidez.

Ahora bien, después de celebrarse las nuevas elecciones, pesaría sobre los principales partidos la grave responsabilidad de, en tanto se reforma la Constitución, llevar a la Ley del Gobierno este criterio, u otro que se arbitre, como puede ser la formación de un Gobierno de coalición o uno de concentración nacional. Porque más vale una solución que ninguna solución.

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