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A vueltas con la Justicia independiente; por Francisco Sosa Wagner, catedrático de Derecho Administrativo

18/11/2015
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El día 18 de noviembre de 2015, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Francisco Sosa Wagner, en el cual el autor considera que el poder político condiciona la carrera de los magistrados en nuestro país.

A VUELTAS CON LA JUSTICIA INDEPENDIENTE

Escribir sobre la independencia judicial obliga a aclarar algo que parece redundante y es que el juez -individualmente considerado- ha de ser independiente. Y para conseguirlo la receta es clara: pruebas públicas de ingreso, especialización como jurista, carrera asegurada sin sobresaltos ni trampas, trabajo valorado con objetividad, sueldo digno, jubilación reglada. Dicho de otra forma: un estatuto jurídico regido por el principio de legalidad, alejado de componendas políticas y asociativas.

Ahora bien, ocurre que el poder político condiciona su carrera y, en este sentido, es tradicional el uso de las jubilaciones (o los antiguos magistrados suplentes del Tribunal Supremo) como arma para influir en la actividad jurisdiccional. Digo que es tradicional porque en la historia de la justicia desde 1812 hasta nuestros días se ha practicado habitualmente.

Pero donde más se advierte en nuestro país ese predominio del poder es a la hora de ascender y de permitir las puertas giratorias entre justicia y política. Porque el juez español tiene una parte de su vida profesional regulada por la ley y, si quiere permanecer toda ella como magistrado de una Audiencia, nadie le va a perturbar pero, ay, le está vedado alcanzar las máximas categorías de su carrera porque éstas se hallan mediatizadas por las asociaciones judiciales.

Además, a veces, el ascenso a las alturas judiciales no es el final sino el comienzo de otra carrera, la política, si complace a los partidos que pueden promocionarle: a magistrado del Tribunal Constitucional, al Consejo de Estado, al Tribunal de Cuentas, al propio Consejo del Poder Judicial, a ministro etc. En estos casos, la carrerajudicial ha sido sustituida por la política (Nieto, Parada, Martínez Marín, Soriano...). Aplastada aquélla renace ésta con su cortejo de pequeños o grandes privilegios; en todo caso, con el disfrute de una parcela del poder y el beneficio del glamour social. Como mi pluma quiere ser comedida me abstengo de poner nombres a lo que vengo describiendo.

Volvamos al ascenso en la propia carrera para insistir en que los nombramientos de los altos cargos judiciales están reservados al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y es ahí donde aparece ya la sustancia política. Son los de magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de salas de ese mismo Tribunal, presidente de la Audiencia nacional y de sus salas, presidentes de Tribunales superiores de Justicia y, así mismo, de sus salas, presidentes de Audiencias y magistrados de las salas de lo civil y criminal competentes para las causas que afectan a los aforados.

Esta situación es la que ha llevado al Consejo de Europa -en concreto al Grupo de Estados contra la corrupción (2014)- a decir que “mientras que la independencia e imparcialidad de los jueces y fiscales a nivel individual han sido indiscutibles hasta la fecha, una gran controversia rodea la cuestión de la independencia estructural de los órganos de gobierno del poder judicial y de la Fiscalía... así como la forma en que se eligen los altos cargos del poder judicial [porque] los partidos políticos pueden decidir la composición del CGPJ”.

También la Comisión europea ha suspendido a España en independencia judicial: de los 28 Estados miembros, España es el cuarto país con la percepción de la independencia judicial más baja.

Y el propio Tribunal Supremo (7 de febrero de 2011) ha escrito que “esta Sala no puede dejar de señalar que hoy es una realidad notoria que la Administración de Justicia es uno de los servicios del Estado peor valorados y que amplios sectores sociales han manifestado su preocupación por considerar que la profesionalidad no es el criterio prioritario que rige en los nombramientos de los altos cargos judiciales decididos por el Consejo General del Poder Judicial. Basta para comprobarlo con acudir a los medios de comunicación, en los que con frecuencia aparecen noticias referidas a valoraciones o quejas de que en los nombramientos prevalecen sobre todo las cuotas y pactos asociativos y la designación de jueces o magistrados no asociados es un hecho muy excepcional (a pesar de constituir éstos un amplio contingente del escalafón judicial)”.

Por eso, ese mismo Tribunal Supremo ha ido evolucionando en su jurisprudencia cuando se han impugnado nombramientos de altos cargos desde una primera etapa en la que los mismos eran calificados como de libre designación y, por tanto, inmunes a cualquier revisión, hasta la actual que empieza más o menos en el año 2005 cuando los jueces del Supremo introducen, aunque de forma suave, la motivación del nombramiento como instrumento de control reaccionando más tarde ante la desviación de poder o el abuso de poder que pueden suponer estas actuaciones por libre de un órgano -el Consejo- que se encuentra lleno hasta rebosar de jueces y juristas distinguidos. Y así se han anulado varios nombramientos por falta de motivación y en un caso incluso ¡por falta de requisitos del nombrado!

De donde se deduce que los magistrados del Tribunal Supremo, a base de hilar cada vez más fino, acabarán descubriendo el mediterráneo del concurso. A esa búsqueda del mar ignoto se han unido los diputados porque, en las observaciones que han dirigido al Consejo General del Poder Judicial relacionadas con la Memoria del año 2014, realzan la necesidad de respetar el principio de mérito y capacidad en los nombramientos discrecionales anunciando criterios, método de valorarlos y demás... a la hora de cubrirlos, lo que nos lleva, como digo, a las anheladas playas (ya que hablamos de mar) del concurso.

Y aquí es donde la propuesta que ha formulado recientemente Ciudadanos adquiere su sentido. Porque no será difícil convenir que, para resolver concursos de funcionarios, aunque se incluyan baremos con elementos variados, no se necesita a una veintena de personalidades elegidas por jueces y magistrados y por el Parlamento. ¿No es un exceso? Mucho menos para ejercer las potestades disciplinarias del Consejo, inequívocamente sometidas al principio de legalidad entendido en su sentido estricto.

Pero es que, además, el Consejo realmente no gestiona la Administración de Justicia. Carece de atribuciones para formular una política judicial propia al ser el Gobierno y el Parlamento quienes tienen lógicamente en sus manos el control del gasto público. Por lo mismo, tampoco las tiene para crear órganos judiciales, dotar plazas de juez o magistrado pues el presupuesto del Consejo afecta al personal que lo integra. El Consejo, por consiguiente, no tiene medios para atender las necesidades de juzgados y tribunales: cuando un juez necesita un ordenador tiene que ser el Ministerio o la Consejería de su territorio quien se lo proporcione.

A partir de ahí, la formación que lidera Albert Rivera ha propuesto que el presidente del Tribunal Supremo auxiliado por dos adjuntos -elegidos por los jueces- y por funcionarios que nada tengan que ver con el Gobierno ni el Ministerio desempeñen estas funciones del Consejo. Un presidente, votado por las dos terceras partes del Congreso, seleccionado -para seis años- entre magistrados del Supremo con 20 años de ejercicio profesional y sin vinculación política alguna.

No dudo de que habrá otras fórmulas felices, distintas a ésta, que puedan salir del magín de unos y otros. Pero entiendo que todas ellas tendrán que pasar por admitir el carácter fallido-”pocho y desteñido”, diría Juan de Mairena- de este Consejo que con tantas esperanzas fue concebido por los padres constituyentes.

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