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Al comisionista lo pagamos todos; por Elisa de la Nuez, abogada del Estado en excelencia

20/04/2011
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El día 19 de abril de 2011, se publicó en el diario El Mundo, un artículo de Elisa de la Nuez, en el cual la autora ofrece su opinión acerca de la corrupción política en España.

AL COMISIONISTA LO PAGAMOS TODOS

Lamentablemente, la corrupción política ya no es noticia. Es más, a los políticos les pasa tan poca factura que encontrarse imputado casi parece ser un requisito para ir en las listas electorales. Por eso, resulta mucho más interesante fijarse en los no imputados, en aquellos facilitadores o comisionistas que pululan por todo el territorio nacional.

En algún sitio he leído que ser comisionista no es un delito, y ciertamente no lo es. Pero ser comisionista para conseguir contratos de la Junta de Andalucía o de cualquier otra Administración y, sobre todo, cobrar enormes cantidades por conseguir esos contratos es políticamente muy trascendente, porque revela mucho sobre el funcionamiento y modo de operar de esas Administraciones. Conviene recordar que no estamos hablando de entidades privadas a las que hay que convencer de las bondades de un proveedor, o con las que hay que hacer una labor comercial importante para ganarse la confianza de su equipo directivo. Estamos hablando de contratos públicos que, al menos en teoría, no dejan resquicio para la práctica de estas actividades propias de un comisionista, insisto, legales y legítimas en el ámbito de la contratación privada pero mucho más dudosas en el de la contratación pública.

La razón es que, al menos sobre el papel, la adjudicación de contratos públicos discrecionalmente (o a dedo) es absolutamente excepcional. Las Administraciones Públicas tienen un procedimiento de contratación que garantiza, siempre en teoría, que la adjudicación se realice en condiciones de transparencia y concurrencia a la mejor oferta tanto desde el punto de vista técnico como económico. Para los no expertos hay que subrayar que la Ley de Contratos del Sector Público (Ley 30/2007 de 30 de octubre) es un monumento formalmente impecable destinado a conseguir los objetivos que consagra en su artículo 1, es decir, “garantizar que la contratación del sector público se ajusta a los principios de libertad de acceso a las licitaciones, publicidad y transparencia de los procedimientos, y no discriminación e igualdad de trato entre los candidatos”.

Esto siempre en teoría, porque en la práctica los Iván Chaves (u otros no tan bien remunerados) son legión en nuestras Administraciones locales, autonómicas y más recientemente hasta en la central. Los resquicios por los cuales los facilitadores han encontrado sus vías de acceso son de diferentes tipos. Pero uno muy importante ha sido la proliferación de organismos públicos, especialmente autonómicos y locales, cuyos criterios de contratación son bastante más laxos, en primer lugar porque la propia Ley así lo permite al “rebajar” las exigencias en estos casos pero, sobre todo, por el tipo de gestores que se han instalado en estos organismos. Esta proliferación ha contribuido muy decisivamente a convertir en papel mojado secciones enteras de la Ley de Contratos del Sector Público. Es más, se produce el curioso fenómeno de que a medida que la Ley de Contratos endurece sus exigencias para favorecer que las adjudicaciones sean limpias, crece el número de contratos que se canalizan a través de entidades públicas instrumentales, dado que al gestor público honesto (que también los hay) le empieza a resultar imposible funcionar de forma eficaz si tiene que respetar el larguísimo y burócratico procedimiento de contratación. La conclusión es que en la contratación pública siempre se acaba uno saltando la normativa, o bien para intentar gestionar de forma eficiente, o bien para hacer lo que a uno le de la gana. O para ser más exactos, se acatan las formas pero se vacían de sentido. Así, por ejemplo, aparecen concursos en mitad del verano dando horas para presentarse, se establecen solvencias que sólo cumple un único licitador, se amañan los informes técnicos, etcétera.

Y es que, efectivamente, en los últimos años han proliferado los gestores públicos (llegados de la mano de los políticos de turno) convencidos que el dinero que gestionan no es de nadie, como decía aquella famosa ministra, o más bien que el dinero que gestionan es suyo. Suyo para hacer favores políticos o personales, de manera que durante una temporada al menos puedan distribuir graciosamente los contratos a quien les parezca mejor, incluidas empresas de amigos y familiares próximos, que con tanto paro un puesto de trabajo casi es mejor que una comisión…

El resultado es el amiguismo y el despilfarro. No se nos olvide que pagar a comisionistas tan caros suele exigir que se hinchen los contratos públicos con el objetivo de financiar sus costes, porque lógicamente el dinero que se les va a pagar sale de ahí, del dinero de los contribuyentes. Todo ello al margen de la situación en la que se deja a los demás proveedores, que o bien no han podido acceder a tales comisionistas de lujo o a los que simplemente no les ha parecido bien tener que contratar a estos profesionales para conseguir contratos que se pagan con dinero de todos, cuando teóricamente tenemos una Ley que dice que cualquier empresa puede acceder a un contrato con la Administración si presenta la mejor oferta posible.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado excedente, consejera delegada de Iclaves y editora del blog ¿hay derecho?

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