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Cuando no hay amparo judicial; por Jesús-María Silva Sánchez, catedrático de Derecho Penal y abogado

21/05/2015
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El día 21 de mayo de 2015, se ha publicando un artículo de Jesús-María Silva Sánchez, en el cual el autor considera que el propio sistema de protección de derechos fundamentales en España está generando un efecto de desaliento entre quienes se ven en la tesitura de intentar ser amparados por el Tribunal Constitucional.

CUANDO NO HAY AMPARO JUDICIAL

En su día, el Tribunal Supremo estadounidense sentó la doctrina del denominado efecto desaliento (literalmente, efecto congelante) para referirse a los desincentivos que, pese a su garantía teórica, produce en el ejercicio de un derecho fundamental la amenaza de su imposible realización práctica. Pues bien, tengo para mí que en este momento es el propio sistema de protección de derechos fundamentales en España el que está generando un efecto de desaliento entre quienes, padeciendo la lesión de uno de estos derechos, se ven en la tesitura de intentar ser amparados por el Tribunal Constitucional.

Todo empezó seguramente cuando el Tribunal, tras 25 años de actuación, pasó a constatar, por un lado, que el crecimiento del número de recursos de amparo llegaba hasta el punto de ocupar casi todo el tiempo y los medios materiales y personales del Tribunal. Y, por otro lado, que los procedimientos que se desarrollaban ante el Alto Tribunal adolecían de un exceso de lentitud. Ello condujo a la promulgación y publicación de la L.O. 6/2007, de 24 de mayo, de reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (y de la Ley Orgánica del Poder Judicial). Mi personal balance del sistema instaurado en dicha Ley es que, desde luego, el exceso de lentitud no parece haber sido corregido. A su vez, el modelo de acceso al amparo constitucional se ha convertido en una auténtica carrera de obstáculos en la que, por regla general, uno acaba cayéndose; y, lo que es peor, sin saber por qué. A continuación aludiré a las que, a mi juicio (y a juicio de todos, según creo), constituyen las tres vallas fundamentales en las que se estrellan frustrantemente buena parte de las esperanzas de quienes creyeron, quizá ingenuamente, que la existencia de un recurso de amparo podía constituir el contrapeso de la vulneración de derechos fundamentales en los procesos judiciales. Éstas son: la exigencia de previo planteamiento del incidente de nulidad de actuaciones; la justificación de la especial trascendencia constitucional del contenido de la demanda de amparo; y el carácter inmotivado e irrecurrible de las providencias de inadmisión de este recurso. Veámoslo con algo de detenimiento.

En efecto, el Tribunal Constitucional -parece que haciendo de la necesidad virtud- pasó a subrayar que el sistema de garantías de los derechos fundamentales ha sido encomendado por el legislador a los jueces y tribunales ordinarios, como guardianes naturales y primeros de dichos derechos. Precisamente por eso se trataría de lograr que “la tutela y defensa de los derechos fundamentales por parte del Tribunal Constitucional sea realmente subsidiaria de una adecuada protección prestada por los órganos de la jurisdicción ordinaria”. Así las cosas, si se considera vulnerado un derecho fundamental por una sentencia de un Juzgado o Tribunal, la nulidad que de ello se deriva debe alegarse mediante los recursos ordinarios (básicamente, el recurso de apelación y el recurso de casación) de modo que el órgano superior proceda a la anulación de la resolución del órgano inferior, reparando así la lesión producida. Ahora bien, ¿qué ocurre si la vulneración o agravación de la lesión del derecho fundamental tiene lugar en una resolución contra la que no cabe recurso ordinario alguno: por ejemplo, en la sentencia de apelación dictada por una Audiencia Provincial o en la sentencia de casación dictada por la Sala Penal del Tribunal Supremo?

En tal caso, procede la interposición del viejo “incidente de nulidad de actuaciones” que había experimentado ya una singular reviviscencia mediante leyes modificadoras de la LOPJ durante la década de los 90 del pasado siglo. La citada L.O. 6/2007 volvió a reestructurar la figura, dando una nueva redacción al art. 241.1 LOPJ. La reforma estableció la posibilidad excepcional de que quienes sean parte legítima en un proceso o hubieran debido serlo pidan por escrito que se declare la nulidad de actuaciones fundada en cualquier vulneración de un derecho fundamental de los referidos en el artículo 53.2 de la Constitución, siempre que no haya podido denunciarse antes de recaer resolución que ponga fin al proceso y siempre que dicha resolución no sea susceptible de recurso ordinario ni extraordinario. Hasta aquí, todo parece razonable. La sorpresa viene dada por el hecho de que la competencia para la resolución del incidente no recae en un órgano distinto (un órgano superior, una Sala diferente o especial), sino precisamente en “el mismo juzgado o tribunal que dictó la resolución que hubiere adquirido firmeza”.

La protección de derechos fundamentales quedaba, pues, encomendada al mismo juzgado o tribunal que, presuntamente, los violó. Ahora bien, si se entiende por jurisprudencia consolidada, sin ir más lejos, la de que el instructor en una causa penal pierde su imparcialidad para formar parte posteriormente del órgano enjuiciador, ¿cómo ha de ser considerado imparcial quien previamente ha dictado la resolución cuya nulidad se solicita? En manifiesta vulneración del art. 24.2 de la Constitución y del art. 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos se establecía que un órgano judicial no imparcial fuera ni más ni menos que el garante último, en la jurisdicción ordinaria, de los derechos fundamentales. Sentado esto, no resulta extraño que el viacrucis (en la acepción quinta del DRAE) a que se somete al sufrido postulante de la protección de sus derechos fundamentales se salde, en esta primera estación, con la inadmisión a trámite del incidente (o, en el mejor de los casos, con su desestimación), con la condena en costas y hasta con la imposición de una multa por infracción de la buena fe procesal. ¿De verdad era necesaria esta tomadura de pelo y de dinero, que en ocasiones se torna en auténtica humillación no exenta de cierto encarnizamiento, para lograr que “la tutela y defensa de los derechos fundamentales por parte del Tribunal Constitucional sea realmente subsidiaria de una adecuada protección prestada por los órganos de la jurisdicción ordinaria”?

La L.O. 6/ 2007 fue más allá. Superada, con mayores o menores costes económicos y de dignidad, la prueba del incidente de nulidad de actuaciones, se trataba de colocar un obstáculo más. Un obstáculo que, prácticamente, liquidara la viabilidad de los recursos de amparo hasta el punto de que Garberí Llobregat llegó a entonar, sin más, un réquiem por tal figura. Para agilizar el trámite de admisión de las demandas de amparo no bastaría con que en éstas se expusiera la lesión de uno o varios derechos fundamentales. Además, se pasaba a exigir al recurrente la carga de acreditar que el contenido de su recurso justificaba una decisión sobre el fondo por parte del Tribunal mediante la exposición la “especial trascendencia constitucional” de lo planteado en su demanda, atendiendo “a su importancia para la interpretación de la Constitución, para su aplicación o para su general eficacia, y para la determinación del contenido y alcance de los derechos fundamentales” (arts. 49.1 y 50.1 b) LOTC).

AL PESO de la carga se añadía la incertidumbre acerca de qué quería indicarse con las expresiones reproducidas. Una incertidumbre que el Tribunal Constitucional tampoco se apresuró a despejar. Después de algunos Autos sobre el particular, fue -salvo error u omisión por mi parte- en 2009 cuando la Jurisprudencia empezó a establecer un listado de indicadores de la especial trascendencia constitucional del contenido del recurso (STC 70/2009, de 23 de marzo; especialmente, STC 155/2009, de 25 de junio). La cuestión es que el listado de indicadores es, a su vez, lo suficientemente ambiguo como para que no se sepa, con cierta probabilidad ex ante, en qué casos la expectativa de obtener la admisión sería razonable y en qué casos no. El desaliento cunde ante la famosa lista de siete criterios que, por ejemplo, reproduce la sentencia del Pleno 216/2013, de 19 diciembre. Permítaseme, a mero título de ejemplo, transcribir uno: “que (el recurso) dé ocasión al Tribunal Constitucional para aclarar o cambiar su doctrina, como consecuencia de un proceso de reflexión interna ()o por el surgimiento de nuevas realidades sociales o de cambios normativos relevantes para la configuración del contenido del derecho fundamental, o de un cambio en la doctrina de los órganos de garantía encargados de la interpretación de los tratados y acuerdos internacionales a los que se refiere el art. 10.2 CE”.

Al final, tras el humillante trago del incidente de nulidad de actuaciones y las incertidumbres de la justificación de la especial trascendencia constitucional, la última estación es, las más de las veces, la Providencia de inadmisión a trámite de la demanda, dictada por la Sección correspondiente, que especifica -sin motivación alguna del porqué- el “requisito incumplido” por aquélla. Y que no es recurrible por la parte, obviamente. Falta de motivación e imposibilidad de recurso que, sin duda, constituyen el colofón ideal para tanto desatino de nuestro sistema de protección (¿?) de los derechos fundamentales.

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