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Una Justicia penal sin maquillajes; por Luis Rodríguez Ramos, catedrático de Derecho penal

10/02/2015
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El día 10 de febrero de 2015, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Luis Rodríguez Ramos, en el cual el autor considera que sin una Justicia real y efectiva sólo habrá un remedo de Estado social y democrático de derecho castrante del desarrollo económico y social.

UNA JUSTICIA PENAL SIN MAQUILLAJES

Desde los siglos XVIII y XIX la Administración de Justicia española arrastra vicios estructurales propios de un país rural y agrícola e impropios del hoy urbano, industrial, de servicios, europeo y globalizado. La Constitución de 1978 no ha servido para provocar una radical renovación de este servicio público encarnado en el Estado-juez, por omisiones, por inconcreciones e incluso por erróneos contenidos. Se reclama por ello una reforma constitucional, después implementada mediante acciones político legislativas, ajustadas a pautas marcadas por expertos en organización y administración de empresas, pasando a un segundo plano los juristas teóricos y prácticos, sin duda también necesarios.

Bases de la nueva Justicia penal. La Justicia, como dice la Constitución, ha de seguir emanando del pueblo, pero además pasar a ser administrada en su nombre y no en el del Rey. Así se erradicaría una fórmula procedente de constituciones históricas con residuos de la monarquía absoluta, en las que el monarca era también una fuente del Poder Judicial, realidad contaminante que contagia a jueces y tribunales de esa maiestas que los aleja del pueblo.

Para mejorar el gobierno de este Poder Judicial, ajustando la representación de los profesionales gestores a criterios de proporcionalidad, habría que reducir el número de vocalías reservadas en su Consejo a los jueces, incrementando las destinadas a otros juristas de prestigio y particularmente a los abogados, que son los mejores testigos de las disfunciones de la Justicia, según testimonio unánime de los ejercientes de la abogacía y antes jueces o fiscales. Y para lograr la máxima despolitización de éste órgano, habría que excluir como posibles vocales a quienes hubieran desempeñado cargos públicos vinculados a algún partido político, eliminando además la intervención de las asociaciones de jueces en el proceso electoral.

En la misma línea, habría que permitir a jueces y fiscales la pertenencia a partidos políticos, prohibición hoy inocua al existir asociaciones profesionales con trasfondo ideológico político. Y en otro orden de cosas, erradicar por fin la arcaica figura del juez de instrucción, pues investigar no es juzgar y además convierte al instructor en una figura centáurica, mitad juez y mitad fiscal, destruyendo su imparcialidad objetiva, que al imprimir carácter tiene proyecciones en los futuros juzgadores.

Especial novedad supondría la constitucionalización del abogado, que a pesar de ser tan esencial como la del fiscal en la Administración de Justicia, no está en cambio igualmente regulado en la Constitución, regulación que debería exigirles en su actuación la prevalencia de los intereses de esa Justicia sobre los de su cliente, y disponiendo además que una ley orgánica, reguladora del derecho de defensa, estableciera su estatuto básico y su derecho disciplinario, como en el caso de los jueces y fiscales.

Aún más necesario sería eliminar de la Constitución las actuales disculpas para no indemnizar a los ciudadanos, víctimas de daños y perjuicios injustos generados por el Estado-juez, irresponsabilidad propia de la monarquía absoluta o de un estado totalitario ante sus súbditos. Como en Alemania y otros países civilizados, merecerían indemnización los perjuicios económicos y morales de los ciudadanos sometidos a un proceso penal y finalmente absueltos, particularmente si sufrieron prisión preventiva, crasos ejemplos de error judicial y de normal funcionamiento de la Justicia. Con mayor razón merecerán indemnización los daños y perjuicios derivados de su anormal funcionamiento, sin las reticencias actuales.

Y como cierre de este primer capítulo de reformas habría que erradicar de la Constitución el tribunal de jurados y la acción popular, para poder hacer lo propio en las leyes orgánicas y procesales o, al menos, limitar substancialmente su ámbito de actuación. El tribunal de jurados por ser patentemente innecesario, ajeno a la tradición y generador de alto gasto público, y la nada europea acción popular porque de ordinario no busca la Justicia, sino más bien su instrumentalización al servicio de intereses bastardos, como por ejemplo la búsqueda de votos cuando son los partidos políticos los que la ejercitan, generando también baldíos gastos públicos y privados.

Derechos procesales más efectivos. Las reformas relativas a los derechos fundamentales procesales comenzarían otorgando efectividad en España a las sentencias de los tribunales internacionales que velan por los derechos fundamentales, que son el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y la Corte internacional de Justicia de la ONU. Y continuarían estas reformas reduciendo la duración de la detención policial de 72 a 24 horas, en un retorno a las constituciones históricas de 1812, 1869, 1876 y 1931 reguladoras de esta materia, y alejando la vigente Constitución del único antecedente de su actual artículo 17: el franquista Fuero de los españoles.

También habría que especificar otros derechos derivados de la tutela judicial efectiva, en gran parte ya reconocidos por la jurisprudencia constitucional e internacional, tales como los derechos a la legalidad procesal, al juez imparcial e independiente, al principio acusatorio neutralizador de resabios inquisitivos, a la motivación de las resoluciones, a la oralidad, la inmediación, la contradicción, la igualdad de armas, la ineficacia de la prueba prohibida, la doble instancia, la consecución de una resolución judicial en un tiempo razonable y la extensión de estos derechos a todos los ámbitos sancionadores públicos y privados. Y otro tanto habría que reclamar para los derechos fundamentales incluibles en el genérico de defensa: protección de la dignidad del imputado, a la información e intervención en el procedimiento con asistencia letrada, a la presunción de inocencia, al in dubio pro reo en la interpretación de las leyes penales, a guardar silencio y a la protección de la víctima.

Debería además vetar la Constitución todos los aforamientos, exceptuando los relativos a los más altos cargos constitucionales y a los jueces y magistrados.

Límites estrictos al ‘ius puniendi’ estatal. También habría que explicitar los llamados derechos fundamentales sustantivos, mediante especificaciones del principio de legalidad de los delitos y de las penas, tales como la taxatividad -precisión- en la descripción de las conductas punibles, la proporcionalidad de las penas, el non bis in ídem, la interdicción de la responsabilidad sin intención o imprudencia, la limitación del ius puniendi del Estado mediante la prescripción y, sobre todo, una clara conciliación de los fines de la pena: la prevención general -inhibición del posible delincuente y sedación de la sociedad al comprobar que quien la hace la paga- y la prevención especial -reinserción social del criminal-, haciendo claro hincapié en esta resocialización del delincuente, sobre todo en la fase de la ejecución de la condena, para evitar el “populismo judicial” que ha brotado recientemente en relación con algunos casos mediáticos, en los que los jueces han bizqueado mirando con un ojo a los medios de comunicación y con el otro a la ley, cuando ésta ha de ser su único referente por expresa e indubitada exigencia constitucional.

Implementación de la reforma. Pero las enunciadas reformas constitucionales sólo serían un inmejorable cimiento del nuevo edificio judicial sin una ambiciosa implementación que las desarrollara, implementación equivalente a la llevada a cabo en la segunda mitad del siglo XIX de la que en gran parte aun vivimos, y que exigiría: consenso mayoritario de los partidos, coetánea elección de un modelo racional y eficiente de Administración de Justicia, y suficiente inversión presupuestaria para incrementar los medios personales y reales.

Elegir el modelo de administración de Justicia, elaborar el proyecto de implantación e implantarlo a un ritmo adecuado exigiría al menos tres legislaturas, circunstancia que se sumaría, para exigir el consenso de los principales partidos, a que se trata de una patente cuestión de Estado. Para lograr este pacto sería un buen punto de partida que juristas teóricos y prácticos, con expertos en organización y administración empresarial, elaborasen un libro blanco sobre la futura administración de Justicia, proponiendo el modelo y el proyecto a seguir, aprendiendo tanto de la experiencia propia como de la ajena, plasmada ésta última en los modelos continentales más evolucionados. Por ejemplo, mirando a España desde Alemania se comprobará que sobran miles de abogados, faltan jueces -habría que duplicarlos para alcanzar su ratio, y además allí no instruyen- y también fiscales, y el personal administrativo y auxiliar está mal gestionado, pues su número supera la media europea a pesar de la ineficiencia del sistema. Sólo equilibrando estos desajustes -particularmente el incremento del número de jueces- se podrían acelerar los procedimientos, y no con voluntaristas límites procesales como el mes de la ley vigente o los seis meses del actual anteproyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, respecto a la duración de la instrucción.

Y dinero para financiar el cambio. No hay alternativa: o se acomete de este modo la reforma de la Justicia penal, o nada cambiará aunque se multipliquen las modificaciones legislativas, que en gran medida vienen siendo parcheos o maquillajes para aparentar que algo cambia cuando todo sigue igual. Y una cosa está clara: sin una Justicia real y efectiva sólo habrá un remedo de Estado social y democrático de derecho castrante del desarrollo económico y social.

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