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Un ‘Big Bang’ jurídico: conciencia contra ley; por Rafael Navarro-Valls, Catedrático y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

08/01/2015
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El día 7 de enero de 2015, se ha publicado en el diario El Confidencial, un artículo de Rafael Navarro-Valls, en el cual el autor considera el derecho de objeción de conciencia debe perder su trasfondo de “ilegalidad más o menos consentida”.

UN ‘BIG BANG’ JURÍDICO: CONCIENCIA CONTRA LEY

Uno de los fenómenos más llamativos que conoce el derecho contemporáneo es el de la proliferación de la objeción de conciencia, una importante modalidad de los conflictos entre conciencia y ley. De tal modo que hoy ya no se habla de objeción en singular, sino de objeciones de conciencia, en plural. Se ha producido una especie de Big Bang jurídico en el que el inicio fue una singularidad de la que surgió una verdadera explosión jurídica.

La singularidad fue la objeción de conciencia al servicio militar. Su expansión, una multiplicidad de fenómenos que van desde la negativa a pagar la cuota impositiva dedicada a gastos de Defensa hasta la objeción de conciencia en el ejercicio de la función pública -con la abstención, por ejemplo, a participar en matrimonios entre personas del mismo sexo- pasando por la del aborto, la relacionada con enseñanzas educativas, simbología religiosa, relaciones laborales, y un largo etcétera.

En España todo empezó -en dosis masivas- con la ley 48/1984, de 26 de diciembre, sobre objeción de conciencia al servicio militar. Acabamos de celebrar su 30 aniversario. Buena ocasión para fijar el ángulo visual en los problemas que se ocultan tras los conflictos entre conciencia y ley.

Una avalancha de objeciones

La citada ley no solamente produjo una avalancha masiva de solicitudes de exención del servicio militar con armas -que a la postre llevó a la agonía del servicio militar obligatorio, con una serie de leyes provisionales, y luego a su definitiva extinción con la ley de 31 de diciembre de 2001-, sino que además abrió la espita al ejercicio público de otras objeciones que, hasta entonces, quedaban confinadas en la oscuridad de la conciencia. Poco a poco fue dibujándose en el universo jurídico una nueva modalidad de derecho subjetivo.

Pero la elaboración jurídica de un derecho humano es un proceso largo y, a veces, doloroso. Pasó con las libertades de expresión y religiosa, con el derecho de no discriminación por cuestiones raciales y, ahora está ocurriendo con el de objeción de conciencia. Su expansión está dividiendo a los tribunales españoles. Precisamente, porque frente a él caben dos posiciones: entenderlo como una especie de ‘delirio religioso’, una recusable excepción a la norma legal que conviene restringir o, al contrario, entenderlo como una derivación evidente del derecho fundamental de libertad de conciencia, un verdadero derecho humano.

En esta segunda perspectiva -en mi opinión, la correcta- el derecho de objeción de conciencia debe perder su trasfondo de “ilegalidad más o menos consentida”. Solo desde una concepción totalizante del Estado puede mirarse la objeción de conciencia con sospecha, precisamente porque ocupa un lugar central, no marginal, en el ordenamiento jurídico, por la misma razón y de la misma manera que es central la persona humana. El Tribunal Supremo estadounidense lo ha expresado muy bien: “Si hay alguna estrella fija en nuestra constelación constitucional, es que ninguna autoridad, del rango que sea, puede prescribir lo que es ortodoxo en política, religión u otras materias opinables, ni puede forzar o prohibir a los ciudadanos confesar, de palabra o de obra, sus convicciones de conciencia”.

La mala conciencia del poder

Con buen humor un amigo me observaba que “los amantes de la leyes y los amantes de las salchichas no deberían ser testigos del proceso de su fabricación”. Quería decir que desgraciadamente, con alguna frecuencia, las leyes son fruto del aguijón de determinadas minorías o de mayorías ciegas que producen normas al margen de convicciones éticas y que chocan con las conciencias de bastantes ciudadanos.

Frente a estas leyes (suele ocurrir en materia de matrimonio, aborto, educación, bioética o derecho fiscal), se vienen produciendo actuaciones negativas en conciencia. Estas objeciones merecieron primero el respeto de los ciudadanos y, luego, el del poder. Repárese que las motivaciones que mueven a un verdadero objetor son muy distintas de quien se mueve por un interés bastardo (por ejemplo, la corrupción) para defraudar la ley. Quien dice ‘no’ a una ley por un deber de su conciencia actúa con una motivación ética que merece respeto. De ahí que algunas cláusulas de conciencia establecidas en ciertas leyes son fruto de ‘la mala conciencia del poder’, es decir, de un cierto ‘remordimiento legal’ por obligar a un ciudadano contra su conciencia.

Las cláusulas tuteladoras de la objeción de conciencia en el servicio militar, a favor de los médicos o personal paramédico en el caso del aborto o de la eutanasia (en Holanda) son solamente una muestra de esa perplejidad del legislador. Por ejemplo, recuerdo la objeción de conciencia planteada por dos médicos en una prisión de Texas negándose a intervenir en el proceso de pena de muerte, es decir, rehusando poner al recluso la inyección letal. Sus palabras fueron “somos médicos, no verdugos”. Su objeción de conciencia fue respetada y tutelada. Algo similar ocurre con el personal médico o paramédico en las situaciones antes reseñadas.

Los límites de la objeción de conciencia

Naturalmente, el principal problema que crea el derecho humano a la objeción de conciencia es el de sus límites. Como ha señalado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, para que una objeción de conciencia pueda estimarse digna de ser tomada en consideración, la convicción o creencia que la motiva debe proceder “de un sistema de pensamiento suficientemente estructurado coherente y sincero”. Por su parte, una sentencia de la Cámara de los Lores en el ‘caso Williamson’ (2005), exige, para que una creencia (religiosa o no) pueda ser tomada en cuenta, que sea “coherente con unos estándares elementales de dignidad humana”, referirse a “problemas fundamentales y no a “cuestiones triviales” y revestir un “cierto grado de seriedad e importancia”.

Estas características se encuentran más fácilmente en creencias de trasfondo religioso, ya que implican un sistema coherente de creencias. Tal vez por eso, la objeción de conciencia ha marchado históricamente en paralelo con la libertad religiosa, constituyendo una de sus dimensiones más destacadas, que coexisten con otras de carácter filosófico, humanitario o deontológico.

Aparte de este criterio limitador, es razonable también la valoración del nivel potencial de peligro social de los comportamientos. En principio, la pura actitud omisiva (no formar parte de un jurado, no realizar un aborto, no asistir a unas clases, etc.) ante una norma que obliga a hacer algo alcanza una cota de riesgo social menor que otras objeciones que llevan a una actitud activa frente a la norma legal, que prohíbe un determinado comportamiento. Por ejemplo, el Tribunal Supremo americano en el ‘caso Reynolds’ rechazó la pretensión de la Iglesia Mormona, basada en razones de conciencia, de que las leyes penales sobre la poligamia no se aplicaran a los fieles cuya religión se lo permitiera. La práctica de la poligamia, entendió el Tribunal, “contradice el orden público occidental que exige que el matrimonio sea monógamo”.

Sensibilidad jurídica

En fin, por muy elevada que sea la sensibilidad de un determinado derecho hacia el respeto a la libertad de conciencia, es claro que en algunos supuestos no podrán conciliarse del todo los bienes jurídicos en conflicto, es decir, que no se podrá adaptar la norma jurídica, en su totalidad, a las exigencias morales de conciencia de todos los ciudadanos. En tales situaciones, sin embargo, lo ideal es evitar respuestas simplistas de carácter negativo. El poder político debe hacer un esfuerzo flexibilizador para buscar aquellas soluciones menos lesivas para la conciencia del objetor. Cuando el rey Balduino en Bélgica y el duque Enrique en Luxemburgo se negaron a firmar determinadas leyes (una de aborto, otra de eutanasia), planteando la objeción de conciencia, el sentido común y el sentido jurídico de los gobernantes buscaron fórmulas para que los monarcas vieran tutelada su conciencia y los ciudadanos tuvieran sus leyes.

Las reticencias detectables a reconocer el derecho de objeción de conciencia en toda su plenitud han sufrido un varapalo jurídico severo por la resolución 1763 (2010) de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa. En ella se establece una clara prohibición de coaccionar o discriminar a personas o instituciones que rehúsen -por cualquier razón- participar o colaborar en un aborto voluntario, eutanasia o cualquier acto que cause la muerte de un feto o embrión humano. Al tiempo, invita a los Estados miembros a que desarrollen una normativa que tutele en su plenitud la objeción de conciencia al aborto, garantizando al personal sanitario el derecho a abstenerse en cualquier tipo de prácticas abortivas o eutanásicas.

La incontinencia normativa del poder

Desde luego la objeción de conciencia es algo más que un simple conflicto individual con la ley positiva, es muchas veces una muestra de esa generalizada ‘ansiedad jurídica’ que produce la incontinencia jurídica del poder. De ese poder que ha convertido demasiadas veces la ley en un ‘simple procedimiento de gobierno’ para transmitir consignas ideológicas con precipitación y, a veces, con vulgaridad.

Ante este panorama conflictual caben dos posturas radicales: la de los que descalifican el ‘totalitarismo de la norma’ o, al contrario, los que repudian la ‘dictadura de las conciencias’. El resultado de esta disyuntiva simplista es el de provocar drásticas vueltas de tuerca que santifiquen medidas legales intemperantes de un poder excesivamente suspicaz, o bien, al contrario, que dejen galopar sin bridas el errático corcel de la conciencia.

Cabe, naturalmente, una tercera vía que en este aniversario de la primera ley española de objeción de conciencia me atrevo a defender: recurrir, como siempre se ha hecho en épocas de crisis, a la prudentia iuris, tanto en el momento constitutivo de la norma como en el momento judicial. Es decir, moderando por vía legislativa al Estado, de modo que no se convierta en el depósito de todas las verdades posibles -sin excluir ninguna-, y potenciando en el momento del conflicto la figura del juez.

El problema se agudiza en España. Nuestra historia menos reciente no se caracteriza precisamente por el diseño de la figura de un juez verdaderamente creativo, que sepa filtrar la ganga presente en los cuerpos legales, que rellene las equivocidades, ambigüedades y silencios de las leyes; consciente de su poder interpretativo de la Constitución, y con un claro sentido de las libertades fundamentales. Es lógico que esa tradición todavía pese sobre la judicatura española, dificultando un correcto enfoque de los problemas derivados de las objeciones de conciencia.

Para un sector de jueces la aceptación generosa de la objeción de conciencia ocultaría la amenaza de un ‘apocalipsis jurídico’. Lo cual, permítaseme observarlo, es posición poco razonable y, en el fondo, sin confianza en la capacidad del Derecho para adaptarse a los desafíos sociales. Un sistema jurídico desarrollado sabe ser tan flexible que se adapta sabiamente a las necesidades jurídicas sin grandes terremotos sociales. La ley de hace 30 años inició un camino que la pereza o el temor jurídico no puede quebrar.

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