La Unión Europea despide el año con la sensación de que ha dado pasos muy importantes para afianzar la moneda común. No obstante, a pesar del trabajo hecho, se trata de un rediseño en el que no hay un modelo claro, más allá de tejer los mimbres de una unión fiscal, bancaria y económica. Sobre todo, el elemento más importante de esta operación sin concluir es político, ganar la confianza de los ciudadanos en las instituciones, europeas y nacionales.
El Gobierno de Berlín mira con mucha atención a Francia, el país más reacio a transferir nuevos poderes a Bruselas para proseguir la remodelación. Pero el primer temblor de tierra está a la vuelta de la esquina, con las próximas elecciones griegas. Si el partido Syriza alcanza el poder habrá que hacer algo más que contener la respiración. Esta formación populista y con origen en la extrema izquierda ha ido edulcorando su mensaje, pero no renuncia a impagar la montaña de deuda pública griega.
También abandonaría la senda de reformas y de contención del gasto por la que ha caminado con gran valor el primer ministro popular, Antonis Samaras. La pregunta entonces será si la cola vuelve a mover el perro, es decir, si se deja que las dificultades de un aparte muy pequeña de la zona euro condicionen el futuro de la Unión Europea, hasta el punto de arrojarla a una nueva crisis existencial.
Durante los primeros años de la crisis, el diagnóstico fue equivocado: se decía que Grecia, Irlanda, Portugal o España eran el problema, hasta que por fin se admitió que la cuestión central consistía en la arquitectura fallida de la Unión Monetaria, que hacía vulnerable al conjunto, por la falta de instituciones y de instrumentos para gestionar el mal tiempo. La gobernanza europea ha sido reforzada a tiempo y el Banco Central Europeo sabe lo que tiene que hacer, pero la Unión debería hacer más explícito su proyecto político al afrontar el primer test del año 2015 sobre la gobernabilidad del euro.