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Joaquín Varela Suanzes-Carpegna

Suiza: ¿ejemplo o modelo?

30/04/2014
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Una de las cosas que más sorprende de Suiza es la habilidad de sus habitantes para vertebrar un país tetralingüe. La lengua mayoritaria es la alemana, que hablan las dos terceras partes de la población; le sigue la francesa, con algo menos de un veinticinco por ciento de hablantes; la italiana, con cerca del diez por ciento, casi todos ellos en el Cantón del Tesino; y la romanche, que sólo hablan un uno por ciento, confinados en el Cantón de los Grisones. Básicamente, pues, son el alemán y el francés los dos idiomas que, de manera desigual, se reparten en esa curiosa Babel alpina, en donde confluyen dos grandes culturas europeas: la germánica y la latina. Buena parte de los romandes o francófonos desconoce el alemán, aunque no pocos germanófonos o alémaniques comprenden e incluso se manejan con soltura en francés. En cualquier caso, no hay en Suiza una lengua nacional. Circunstancia que le asemeja a Bélgica o a Canadá y le distingue de España y más todavía de otros países europeos en los que el plurilingüismo es muy reducido, como la Gran Bretaña y Francia, o inexistente, como Portugal (…).

Joaquín Varela Suanzes-Carpegna es Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo.

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 42 (febrero 2014)

Una de las cosas que más sorprende de Suiza es la habilidad de sus habitantes para vertebrar un país tetralingüe. La lengua mayoritaria es la alemana, que hablan las dos terceras partes de la población; le sigue la francesa, con algo menos de un veinticinco por ciento de hablantes; la italiana, con cerca del diez por ciento, casi todos ellos en el Cantón del Tesino; y la romanche, que sólo hablan un uno por ciento, confinados en el Cantón de los Grisones. Básicamente, pues, son el alemán y el francés los dos idiomas que, de manera desigual, se reparten en esa curiosa Babel alpina, en donde confluyen dos grandes culturas europeas: la germánica y la latina.

Buena parte de los romandes o francófonos desconoce el alemán, aunque no pocos germanófonos o alémaniques comprenden e incluso se manejan con soltura en francés. En cualquier caso, no hay en Suiza una lengua nacional. Circunstancia que le asemeja a Bélgica o a Canadá y le distingue de España y más todavía de otros países europeos en los que el plurilingüismo es muy reducido, como la Gran Bretaña y Francia, o inexistente, como Portugal.

En realidad, Suiza no sólo carece de un idioma nacional. Para algunos intelectuales autóctonos no existe una nación suiza. Lo que existe es un Estado común, pero no una nación, al menos desde un punto de vista cultural. Suiza se presenta, así, como una comunidad política construida por la voluntad de sus habitantes, que a lo largo de una larga e interesantísima historia han decidido formar un Estado por encima de las diferencias lingüísticas y culturales. Estas últimas son fruto en gran medida de diferencias religiosas. Suiza, en efecto, desde comienzos del siglo XVI es tan católica como protestante. En realidad, fue aquí, después de Alemania, en donde tuvo más vigor el protestantismo. Sus dos principales difusores fueron Zwinglio y un francés de origen que articuló una potente teocracia en Ginebra: Calvino.

Para complicar más las cosas, o acaso para hacerlas más llevaderas, en el país helvético no debe asociarse el protestantismo con la lengua alemana ni el catolicismo con la francesa. En una parte muy extensa de la Suiza romande el protestantismo se convirtió en la religión mayoritaria, como sucede en el Cantón de Ginebra y en el de Vaud, cuya capital es Lausanne. Lugares ambos en donde se refugiaron muchos protestantes latinos, sobre todo franceses, tras la revocación del Edicto de Nantes por Luis XIV en 1680. Un Edicto que había otorgado Enrique IV un siglo antes con el propósito de poner fin a las guerras entre católicos y protestantes (los hugonotes), que asolaron Francia desde la reforma luterana. Otros Cantones, como el de Friburgo, en cambio, cuyos habitantes son mayoritariamente francófonos, permanecieron fieles a la Iglesia de Roma. Y esto ocurrió asimismo en algunos Cantones germanófonos, como el de Lucerna, bastión de los jesuitas.

Con estos mimbres el Estado creado por los suizos no podía ser más que una confederación o un Estado federal. Desde 1648, tras la Paz de Westfalia, hasta 1848, fue lo primero; a partir de este año, cuando se aprueba una nueva Constitución, revisada varias veces después, sobre todo en 1874 y 1999, se convirtió en lo segundo. Son tres los entes que desde 1848 se reparten territorialmente el poder público: las Comunas o Ayuntamientos, los Cantones y la Confederación. Esta última, cuyos poderes se han ido ampliando desde la reforma constitucional de 1874, consta de un Parlamento, la Asamblea Federal, compuesto de dos cámaras colegisladoras, el Consejo de los Estados y el Consejo Nacional; de un Consejo Federal o Jefatura del Estado, integrado por siete miembros, sobre los que descansa la Administración; y de un Tribunal Federal, máximo órgano jurisdiccional en el ámbito civil, penal, administrativo y constitucional, a quien compete resolver los conflictos que surgen entre los cantones y entre éstos y la federación. Mientras los órganos legislativos y ejecutivos tienen su sede en Berna, capital del país; el Tribunal Federal lleva a cabo su actividad en Lausanne y Lucerna.

La construcción política de Suiza ha sido un éxito, aunque no un camino de rosas. Los conflictos religiosos entre las dos confesiones cristianas se manifestaron incluso a lo largo de los siglos XVIII y XIX, mientras que los lingüísticos llegan hasta nuestros días. Los romandes, ya no digamos los suizos de habla italiana, se sienten discriminados por los alemaniques, que además de tener más peso en los órganos federales y disponer de la ciudad más poblada, Zúrich, que es también la capital financiera, controlan los más importantes medios de comunicación. El conflicto lingüístico está en la base de la creación de un nuevo Cantón, el del Jura, de mayoría francófona, segregado del germanófono Cantón de Berna hace tan sólo tres décadas, tras una larga y compleja batalla política, de la que no estuvo ausente incluso una minoritaria acción terrorista.

Pese a todo, el Estado suizo ha funcionado bien. Algo que resulta todavía más admirable al haberse articulado a partir de una población lingüística y culturalmente heterogénea, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros Estados federales, como Alemania, Austria y Australia o incluso los Estados Unidos de América, al menos hasta que la masiva inmigración hispana ha convertido a este país en una nación bilingüe. La admiración (incluso el asombro, visto con ojos españoles) por el buen funcionamiento de Suiza, se incrementa si se tiene en cuenta que este pequeño país tiene como vecinos a potentes Estados con culturas muy influentes y expansivas, ya sea Francia por el Oeste, Alemania por el Norte, Austria por el Este e Italia por el Sur.

¿Por qué los suizos romandes han preferido ser suizos y no franceses al igual que los alemaniques o los habitantes del Tesino han descartado ser alemanes o italianos, respectivamente, y permanecer dentro de la Confederación Helvética? El debate sobre la identidad suiza, como una identidad distinta de la francesa, la alemana o la italiana, tiene una larga tradición intelectual. La fortaleza de esa identidad se explica en buena medida como reacción a los intentos anexionistas de sus vecinos. Algunas veces llevados a la práctica, como ocurrió con Napoleón y como pudo haber ocurrido con Hitler. La neutralidad fue la respuesta. Los suizos hicieron de ella un arma inteligente para preservar su propia existencia como comunidad política. En gran medida esa neutralidad fue secularmente respetada debido al valiosísimo apoyo que los ejércitos mercenarios de varios Cantones suizos prestaron a los Borbones, a los Habsburgos, a la Casa de Saboya e incluso al Vaticano, en donde todavía hoy permanece como una especie de reliquia la Guardia Suiza. Acabar con la existencia de este país como entidad política independiente (como se hizo en Polonia desde fines del siglo XVIII hasta 1918, repartida entre Prusia, Rusia y Austria) supondría prescindir de ese provechoso apoyo militar. Mejor mantener la independencia de Suiza. Pero, eso sí, de una Suiza neutral. Esa fue la solución que, tras su fracaso anexionista, llevó a Napoleón a aprobar en 1803 el “Acte de Médiation”, que restableció la independencia del país alpino en el marco de un Estado confederal. Y la neutralidad desaconsejó invadirlo también a Hitler. Una neutralidad, por cierto, económicamente muy costosa, pues requiere mantener un ejército potente. Como ocurre todavía en Suiza, en donde coexiste un ejército profesional muy bien dotado con un largo servicio militar obligatorio.

... (Resto del artículo) ...

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