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Ángel De la Fuente

Balanzas fiscales: una breve introducción

25/04/2014
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La denuncia del supuesto maltrato fiscal de Cataluña a manos de la hacienda central española ha sido un tema recurrente entre los partidos nacionalistas de la región desde su nacimiento. En tiempos recientes las quejas han ido subiendo de tono hasta cristalizar en una abierta acusación de latrocinio que se ha convertido en uno de los argumentos centrales de la actual campaña secesionista. Como apoyo para esta campaña, la Generalitat de Cataluña (2012 y 2013, entre otros) ha elaborado una serie de informes pretendidamente técnicos sobre la balanza fiscal regional. El último de ellos, referido al año 2010, (Generalitat de Catalunya, 2013) situaba el déficit fiscal de la comunidad en torno a los 16.500 millones de euros, lo que supone un 8,5% del PIB regional. Le faltó tiempo al bien orquestado coro de portavoces y opinadores nacionalistas para salir en tromba, identificando esta abultada y discutible cifra con lo que los sufridos contribuyentes catalanes pagamos de más a la Hacienda española —o con lo que España nos roba, si nos atenemos al lenguaje en boga entre los más exaltados defensores de la tesis del expolio (…).

Ángel De la Fuente es Investigador del Instituto de Análisis Económico (CSIC)

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 42 (febrero 2014)

I. INTRODUCCIÓN

La denuncia del supuesto maltrato fiscal de Cataluña a manos de la hacienda central española ha sido un tema recurrente entre los partidos nacionalistas de la región desde su nacimiento. En tiempos recientes las quejas han ido subiendo de tono hasta cristalizar en una abierta acusación de latrocinio que se ha convertido en uno de los argumentos centrales de la actual campaña secesionista. Como apoyo para esta campaña, la Generalitat de Cataluña (2012 y 2013, entre otros) ha elaborado una serie de informes pretendidamente técnicos sobre la balanza fiscal regional. El último de ellos, referido al año 2010, (Generalitat de Catalunya, 2013) situaba el déficit fiscal de la comunidad en torno a los 16.500 millones de euros, lo que supone un 8,5% del PIB regional. Le faltó tiempo al bien orquestado coro de portavoces y opinadores nacionalistas para salir en tromba, identificando esta abultada y discutible cifra con lo que los sufridos contribuyentes catalanes pagamos de más a la Hacienda española —o con lo que España nos roba, si nos atenemos al lenguaje en boga entre los más exaltados defensores de la tesis del expolio.

En el presente trabajo se cuestionan tanto las estimaciones que ofrece la Generalitat como la interpretación de las mismas que hacen los partidos nacionalistas catalanes. Para ayudar al lector no especialista a situarse en un debate que puede parecer relativamente complejo a primera vista, comenzaré explicando brevemente qué es una balanza fiscal, cómo se elabora y para qué puede servir y discutiré seguidamente algunas cuestiones metodológicas que tienen un enorme impacto sobre los resultados. A continuación, pasaré revista a algunas estimaciones para Cataluña, intentaré explicar por qué difieren entre sí y con qué números deberíamos quedarnos y los utilizaré para comparar la situación fiscal de esta comunidad con la de otras regiones españolas y extranjeras con niveles similares de renta.

En forma muy resumida, mis conclusiones serán las siguientes. El saldo fiscal agregado de una región no es una herramienta particularmente útil porque mezcla cosas muy distintas que deberían analizarse por separado. Ahora bien, si nos empeñamos en transitar por esa vía, el saldo fiscal de Cataluña no llama en absoluto la atención cuando se compara con los de otras regiones españolas o extranjeras con niveles similares de renta per cápita en relación al promedio nacional. Si España nos roba a los catalanes, mucho más les roba a los madrileños. Y no nos roba más que Italia a los habitantes del Véneto, el Reino Unido a los del Sudeste de Inglaterra o la propia Generalitat de Cataluña a los contribuyentes catalanes con rentas holgadamente superiores al promedio. Lo que no se acaba de entender, o quizás sí, es por qué en unos casos a esto se le llama redistribución y en otros expolio.

II. ¿QUÉ ES UNA BALANZA FISCAL Y

PARA QUÉ SIRVE?

El saldo de la balanza fiscal de una región con la Administración Central es la diferencia entre los beneficios que sus residentes derivan de la actuación de esta administración y su contribución tributaria al sostenimiento de la misma. Para calcular este saldo, resulta necesario coger todos y cada uno de los programas de gasto de la Administración Central y los múltiples tributos que los financian y repartir sus dotaciones y rendimientos entre las distintas regiones implicadas de acuerdo con algún criterio claramente definido de lo que le toca a cada una (más sobre esto más adelante).

Como el lector seguramente sospecha, además de aburridísimo, el ejercicio es trabajoso y complicado y está muy lejos de ser una ciencia exacta. Un problema importante son las limitaciones de la información que se recoge en los sistemas de información contable del sector público, que a menudo nos obligan a recurrir a indicadores indirectos para imputar partidas importantes de gasto e ingreso. Pero aún si dispusiéramos de información extremadamente detallada sobre quién paga cada impuesto y en qué y en dónde se gasta cada euro de los presupuestos públicos, el problema no estaría ni mucho menos resuelto si lo que pretendemos es aproximar el reparto de las cargas y beneficios relevantes. Entre otras complicaciones, ha de tenerse en cuenta que el que ingresa un tributo no es necesariamente quien lo soporta realmente y que muchas partidas presupuestarias benefician a ciudadanos que viven en regiones distintas de aquella donde se materializa físicamente el gasto o en la que se localiza el domicilio social de la entidad receptora de una subvención.

Además de no ser sencillo de calcular, el saldo fiscal agregado de una región es una magnitud particularmente poco informativa y en muchos casos engañosa porque se obtiene mediante la agregación mecánica e indiscriminada de partidas de gasto e ingreso que responden a lógicas muy diversas, procediendo de una forma que lleva casi inevitablemente a valorar el conjunto de la actuación de la Administración Central en términos de un único criterio -- su impacto territorial en términos netos-- cuya relevancia es más que dudosa y que tiene poco o nada que ver con los objetivos de la mayor parte de las políticas públicas. Los saldos fiscales miden la diferencia agregada entre lo que una administración determinada gasta e ingresa en cada territorio en el que opera, pero no nos dicen nada sobre de donde proviene esa diferencia y por lo tanto no ayudan en absoluto a determinar si su tamaño podría ser o no razonable. Para llegar a conclusiones sensatas sobre la equidad del reparto territorial de los recursos públicos sería necesario, como mínimo, clasificar los flujos de ingreso y gasto recogidos en una balanza fiscal en dos grupos: aquellos que responden a una lógica territorial, como pueden ser la financiación autonómica o la inversión en infraestructuras, y los que se pagan o reciben de acuerdo con criterios personales o sectoriales, como las pensiones, los impuestos o las ayudas agrarias de la Unión Europea. De esta forma, resultaría posible descomponer los saldos fiscales regionales en dos partes: una que no debería preocuparnos porque no refleja más que la aplicación de reglas uniformes de reparto a poblaciones con características diferentes, y otra que sí debería hacerlo por cuanto podría reflejar diferencias de trato entre ciudadanos con iguales derechos que exigirían al menos una justificación razonada.

Para avanzar en esta línea, sería necesario desarrollar instrumentos estadísticos que hagan posible un análisis de los flujos fiscales interregionales más rico y matizado que el que permiten los saldos agregados regionales. Lo que se necesita a los efectos que nos interesan no es una balanza fiscal en el sentido habitual del término sino unas cuentas públicas territorializadas que permitan realizar comparaciones válidas entre regiones para el mayor número posible de agregados homogéneos de ingreso y gasto y que nos ayuden a centrarnos en aquellas partidas presupuestarias que responden propiamente a una lógica territorial, separándolas de otras en las que la incidencia regional sólo puede ser, en su caso, una consideración secundaria.

La elaboración de un sistema de cuentas territorializadas en la línea de lo que estoy sugiriendo requeriría muy poco esfuerzo adicional. Habría que desarrollar una clasificación de las partidas de gasto en términos de su relación con el territorio que nos ayude a no mezclar peras con manzanas y pensar un poco sobre la mejor forma posible de neutralizar los efectos de las asimetrías competenciales (p. ej. entre comunidades forales y de régimen común) que tanto abundan en nuestro sistema y que pueden distorsionar las comparaciones interregionales. Pero el grueso del trabajo necesario – el desglose por territorios de cada partida de ingreso y de gasto—se realiza necesariamente cada vez que se elabora una balanza fiscal -- y se desaprovecha por entero casi siempre, dejando al usuario final sólo con un saldo neto muy difícil de interpretar y, en el mejor de los casos, con un puñado de agregados de ingreso y gasto más bien poco informativos.

¿A qué se debe tan ineficiente uso de la información? Básicamente, me temo, a un problema de contaminación política que permea toda la discusión sobre el tema y termina condicionando la metodología con la que se aborda la cuestión así como la interpretación de los resultados. A la mayoría de los que se dedican a elaborar balanzas fiscales lo que realmente les interesa no es contribuir al conocimiento y al análisis crítico de la dimensión territorial de la actuación de las administraciones públicas, o a la mejora del diseño de ciertas políticas, sino arrimar el ascua a su sardina. Esto suele querer decir maximizar el tamaño aparente del déficit fiscal propio con el fin de exigir mayores contrapartidas al Gobierno central o a otros territorios o de propiciar el voto nacionalista a base de estimular el sentimiento de agravio entre la población local. Y para eso cuanto menos detalle mejor, no vaya a ser que al destinatario del mensaje le parezca razonable que los ciudadanos de los territorios más ricos paguen más impuestos o que las regiones más envejecidas tengan saldos positivos con la Seguridad Social. Huelga decir que las balanzas fiscales elaboradas con esta lógica no son en absoluto ejercicios académicos rigurosos y sólo pueden entenderse como instrumentos de agitación y propaganda diseñados para cabrear al personal y mantenerlo movilizado contra el malvado opresor.

III. ALGUNAS CUESTIONES METODOLÓGICAS

Como cabría esperar, los saldos fiscales regionales son muy sensibles a los supuestos utilizados en su cálculo. Entre las opciones metodológicas con un mayor efecto sobre los resultados están los criterios de territorialización adoptados, especialmente por el lado del gasto, y la elección entre neutralizar o no el saldo presupuestario de la Administración Central con el fin de eliminar posibles distorsiones cíclicas en el cálculo de los saldos fiscales.

En relación con la imputación del gasto, los enfoques más comunes en la literatura son dos. En el primero de ellos (conocido como de flujo monetario) el gasto público se imputa en base a su destino geográfico, mientras que en el segundo (de flujo de beneficio) el criterio de imputación es la residencia de sus beneficiarios. La principal diferencia práctica entre los dos procedimientos tiene que ver con el tratamiento de aquellas partidas de gasto público que financian bienes y servicios públicos de ámbito nacional, tales como la defensa, las relaciones exteriores y la superestructura política y administrativa del Estado, que en principio nos benefician a todos los ciudadanos de la misma forma con independencia de dónde se localice físicamente su producción. En estos casos, el enfoque de flujo monetario atribuye el gasto únicamente a las regiones en las que éste se materializa directamente (lo que plantea un problema obvio en el caso del gasto realizado en el extranjero), mientras que el enfoque de flujo de beneficio lo reparte entre todas las regiones en proporción a algún indicador (generalmente la población) que intenta capturar la participación de cada una de ellas en los beneficios generados por los programas relevantes.

La Generalitat catalana siempre ha utilizado preferentemente el método del flujo monetario porque es el que genera la estimación de déficit más abultada en una región con pocas instalaciones militares y muy escasos organismos de una administración central que se concentra fundamentalmente en Madrid. Aunque el sentido común sugiere que lo lógico sería repartir los costes comunes a escote entre todas las regiones, el Gobierno regional catalán sostiene que lo más razonable es imputarle a cada uno lo que está en su territorio porque es lo que mejor captura los efectos del gasto estatal sobre la actividad económica. A mi entender, esto, además de ser irrelevante, es sólo una verdad a medias en el mejor de los casos. Es irrelevante porque el grueso del gasto estatal persigue objetivos específicos que poco o nada tienen que ver con el estímulo a la actividad económica. Los gobiernos no construyen bases militares para crear empleo sino para proteger el territorio, y por lo tanto las ponen en las zonas donde interesa estratégicamente, tengan o no tasas elevadas de paro. Si tal y como sostiene la Generalitat, lo único importante es dónde va físicamente el dinero, habría puñetazos por ver quién se queda con los vertederos, y no suele ser el caso. Por otra parte, no está nada claro que localización del gasto e impacto sobre la actividad económica vayan siempre de la mano. En muchos casos lo importante a estos efectos no es dónde se localiza físicamente el gasto sino dónde se realiza la producción –no dónde se aparca el avión militar, pongamos por caso, sino dónde se ha fabricado éste.

... (Resto del artículo) ...

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