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Francisco Bautista

Justicia heroica: fuerza y Derecho en la épica medieval

10/01/2014
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En un emblemático trabajo, publicado en 1816, en el que se enfatizaban las raíces espirituales y simbólicas de la ley, Jacob Grimm defendía de forma elocuente que la poesía y el derecho habían compartido una misma cuna, y que habían sido en origen inseparables compañeros. Sin entrar en las implicaciones de esta conocida frase, podría decirse al menos que sí se mecieron en la misma cuna los modernos estudios históricos sobre el derecho y sobre la literatura, y que esa cuna se llama Romanticismo. Grimm, infatigable explorador de tradiciones populares y medievales, no hacía sino extraer las consecuencias de los postulados de su maestro, Friedrich Carl von Savigny (1779-1861), para quien la ley tenía su origen en las creencias y costumbres populares. Ello dio lugar a un buen número de trabajos sobre la simbología jurídica, extraída la mayor parte de las veces de textos literarios, donde se pretendía reunir todos aquellos gestos y actos simbólicos que constituirían formas del derecho más claras y mas vívidas que los preceptos escritos, y que representarían las creencias comunes del pueblo mucho mejor que la ley moderna (…).

Francisco Bautista es Investigador Juan de la Cierva de la Universidad de Salamanca.

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 40 (noviembre 2013)

INTRODUCCIÓN

En un emblemático trabajo, publicado en 1816, en el que se enfatizaban las raíces espirituales y simbólicas de la ley, Jacob Grimm defendía de forma elocuente que la poesía y el derecho habían compartido una misma cuna, y que habían sido en origen inseparables compañeros. Sin entrar en las implicaciones de esta conocida frase, podría decirse al menos que sí se mecieron en la misma cuna los modernos estudios históricos sobre el derecho y sobre la literatura, y que esa cuna se llama Romanticismo. Grimm, infatigable explorador de tradiciones populares y medievales, no hacía sino extraer las consecuencias de los postulados de su maestro, Friedrich Carl von Savigny (1779-1861), para quien la ley tenía su origen en las creencias y costumbres populares. Ello dio lugar a un buen número de trabajos sobre la simbología jurídica, extraída la mayor parte de las veces de textos literarios, donde se pretendía reunir todos aquellos gestos y actos simbólicos que constituirían formas del derecho más claras y mas vívidas que los preceptos escritos, y que representarían las creencias comunes del pueblo mucho mejor que la ley moderna. Este tipo de investigación llegó a convertirse casi en un pequeño género de la erudición histórica del siglo xix, en el que puede incluirse, entre nosotros, la Introducción a un tratado de política sacado textualmente de los refraneros, romanceros y gestas de la Península de Joaquín Costa, de 1881.

Por su origen, ligado a las corrientes intelectuales del Romanticismo, con su énfasis en lo popular y en lo medieval, no es de extrañar que la exploración de las conexiones entre literatura y derecho tendiera a privilegiar un corpus textual muy delimitado, en donde ocupaban un puesto destacado la épica y en general los relatos heroicos de tipo tradicional. Sin embargo, abandonados los prejuicios que sostienen esta perspectiva, ligados a la mistificación del pueblo y de lo popular, y de la épica como el género más representativo de todo ello, puede decirse que si en los cantares de gesta medievales encontramos elementos ligados con el derecho, lo mismo sucede con otros géneros medievales, desde la hagiografía, la historiografía o la novela (quizá con un mayor impacto en aquellos casos temáticamente más vinculados con la comunidad a la que se dirigen) hasta la poesía lírica, donde no es nada infrecuente el uso de un vocabulario jurídico. No hay duda de que los contenidos del derecho tenían un gran atractivo para el público literario medieval, constituido principalmente por una élite no demasiado amplia, entre otras cosas porque para tal grupo las discusiones sobre aspectos jurídicos eran cuestiones vitales, en las que podían desempeñar un rol activo, que afectaba no solo a su propia identidad y a cuestiones de honor, sino también a las relaciones con otros miembros de su clase y con otros grupos sociales, y a la participación en el poder político.

Por lo común, ya a distancia de la impronta romántica, estos estudios han tendido a moverse en un horizonte fundamentalmente descriptivo, empezando con el magnífico trabajo de Eduardo de Hinojosa sobre el derecho en el Cantar de Mio Cid (1898). Esto supone un tipo de investigación enormemente útil para los filólogos, ya que contribuye de forma decisiva a esclarecer la interpretación literal de los textos. Pero el predominio de esta orientación probablemente se deba a su íntima relación con los estudios históricos de corte positivista, y a la tendencia en estos a convertir los relatos en normas. Con ello se acaba por tratar la literatura solo como una fuente de datos, desentendiéndose de su densidad retórica y creativa para presentarla como un simple documento. Esta actitud, sintomática de la impaciencia de una cierta tradición historiográfica frente a los textos literarios, se justificó a menudo echando mano del consabido y supuesto carácter popular de la épica. Así lo hace el propio Hinojosa en su discurso de entrada en la Real Academia Española (1904), que trata justamente de poesía y derecho: “Si la epopeya nacional es reflejo fidelísimo del estado jurídico, y singularmente del estado social de la época a que pertenece, se debe a su carácter impersonal, a que es producto y manifestación espontánea e ingenua de la vida del pueblo”. La insistencia en la ingenuidad y en la espontaneidad sirve para despolitizar el texto y convertirlo en un testimonio transparente, carente de intenciones, espejo inmediato de la época en que nace, que puede ser entonces contemplado como un “reflejo fidelísimo” de esa misma época.

Esta perspectiva, de la mano de un enfoque fuertemente institucionalista, ha tenido un duradero arraigo, llegando a configurar un modelo que ha ejercido también una decisiva influencia sobre los propios filólogos. Tomemos, por ejemplo, un conocido y brillante trabajo de Erich Köhler, publicado en 1968, sobre las dos escenas del consejo en la Chanson de Roland, una en la que se designa a Ganelón para la embajada a Zaragoza, y otra en la que se decide que Roldán y los doce pares ocuparán la retaguardia del ejército carolingio. Aunque este investigador está muy lejos de considerar el poema como una obra popular e ingenua, y aunque trata de rescatar su dimensión política, construye una interpretación del mismo radicalmente normativa, presentándolo al cabo casi como si de un documento feudal se tratase. Para dar cuenta de la lógica del consejo, Köhler se obstina en encontrar una institución que explique punto por punto su desarrollo, desde una posición rígidamente formalista. Y para ello llega a suponer que el poeta ha mezclado dos instituciones distintas, el “consejo de los barones” y el “juicio de los barones”, recreando algo que nunca existió en la Edad Media. La inverosímil propuesta de Köhler lleva a desplazar un problema hermenéutico a un dominio técnico: el derecho, separado conspicuamente del texto, en una anterioridad que no se ve afectada por este, explica sin más el conflicto, una vez que el crítico es capaz de identificar cuál es la institución que se representa en el poema, aunque para ello haya que atribuirla a una invención del poeta. La concepción esquemática de Köhler sobre el consejo parece aún más estricta que las descripciones normativas, con un sentido que se agota únicamente en el nombre.

Lo que me interesa de estos ejemplos es la invocación de un derecho que no se debate, que no es objeto de interpretaciones, cuando en muchas ocasiones los textos épicos (y también otros textos narrativos y literarios) nos transmiten justamente esa dimensión fluctuante y flexible de la ley, sujeta a usos, contradicciones, negociaciones y acuerdos, que no pueden encerrarse por principio en una estructura jurídica ideal. A ello debe añadirse además que la dimensión literaria de las obras, pertenecientes a una tradición que cuenta con sus propias convenciones, complica la tarea de reducir a un paisaje descriptivo la narración que presentan, y en la que a menudo se ligan ambiguamente ley y conflicto. Tratando de dar cuenta de esta complejidad, comentaré en este breve trabajo, centrándome en dos conocidos cantares de gesta, una escena que aparece muy frecuentemente en este género, como es el juicio en la corte. Estos juicios imaginarios, como los ha llamado Stephen D. White, parecen llegar a configurar un motivo literario casi constitutivo de las narraciones de tipo heroico o caballeresco, que se extiende también a otros relatos. Aunque puede tratarse en ocasiones de una mera fórmula, otras veces hay un gran cuidado en la elaboración del juicio, constituyéndose en uno de los nudos fundamentales de la obra en que se encuentra. Los juicios de los poemas de los que trato están situados en ambos casos hacia el final de la trama, lo que sugiere ya de entrada su importancia dentro de ella.

FORMAS DE LA VENGANZA

Cuando la vanguardia del ejército de Carlomagno, con el emperador al frente, ha cruzado los Pirineos y se divisa ya Gascuña en el horizonte, resuena desde España el olifante de Roldán. Todos lo escuchan, y Carlos teme que los doce pares y los veinte mil hombres que han quedado en la retaguardia hayan sido atacados por los moros: “Nuestros hombres están batallando” (v. 1758), dice, en la sobria traducción de Martín de Riquer, que cito en adelante. Sin embargo, Ganelón responde que si otro lo dijera, lo tendría por una gran tontería, y a continuación trata de convencer al emperador de que seguramente Roldán está sonando el olifante por orgullo, o para envanecerse delante de sus amigos. El olifante sigue sonando, y Carlos repara en su fuerza; Naimón, su leal consejero, a quien el emperador ha confiado poco antes el temor de que Roldán fuera traicionado por Ganelón, no duda ya de su significado: “Un barón pone en ello su angustia. En mi opinión, está batallando. Quien os pide que lo disimuléis, éste lo ha traicionado. Armaos y gritad vuestra enseña, y socorred a vuestra gallarda mesnada. Harto oís que Roldán se desespera” (vv. 1790-1795). Acto seguido, Carlos ordena apresar a Ganelón y lo entrega a unos cocineros de su casa, quienes lo maltratan y lo encadenan. El ejército carolingio vuelve sobre sus pasos y encuentra el desfiladero de Roncesvalles lleno de muertos, entre ellos todos los franceses, incluidos los doce pares. Carlos combate ferozmente contra los moros y consigue una absoluta victoria, entrando en Zaragoza, y vengando así la pérdida de sus mejores hombres, sobre todo de su querido sobrino, Roldán, su mejor guerrero.

A la vuelta en Francia, tras haber dado sepultura, entre otros, a Roldán y Oliveros, entonces, dice el poema, comienza el proceso (“plait”) de Ganelón (v. 3704). El emperador convoca a los grandes hombres de sus tierras y reúne una asamblea en Aquisgrán; ordena traer ante todos a Ganelón, pide que lo juzguen y expone los cargos: le acusa de haber ocasionado la muerte de la retaguardia, de haberlos traicionado por dinero. Aquel se defiende diciendo que si es cierto que ha buscado la ruina de Roldán, no ha cometido ninguna traición, ya que desafió a este, a Oliveros y a sus compañeros ante el emperador: me he vengado, insiste, pero en ello no hay traición (v. 3778). En la corte hay más de treinta parientes de Ganelón, entre ellos Pinabel, prudente y valeroso, que asume su defensa: no hay francés, le dice al acusado, que os juzgue al que yo no desmienta (“desmente”) con mi espada (vv. 3789-3791). Ante tal caballero, la asamblea aconseja al emperador detener el proceso, con la excusa de que nada podrá hacer que regresen los muertos. Carlos, que ve cómo todos le fallan, baja la cabeza, pero en este momento se presenta un caballero, Terrín, delgado y moreno, para sostener la acusación: dice que aunque Roldán hubiera perjudicado en algo a Ganelón, el hecho de que aquel estuviera al servicio del emperador lo debería haber protegido. Entonces acusa a Ganelón de traición, juzga que se le debe castigar como tal, y dice que si algún pariente quiere desmentirlo (“desmentir”), él mantendrá el juicio con su acero. Pinabel, grande y fuerte, se adelanta para formular la defensa: “Veo aquí a Terrín, que ha emitido su juicio: se lo desmiento (‘jo si li fals’), y combatiré con él” (vv. 3843-3844).

La escena ha sido cuidadosamente preparada: la corte con representantes de todo el imperio, los familiares de Ganelón, la soledad de Carlomagno, el contraste físico, de resonancias bíblicas, entre Pinabel, grande y fuerte (vv. 3839-3840), y Terrín, delgado, ni muy alto ni demasiado bajo (vv. 3820-3822). El duelo entre los dos campeones se desarrolla con extrema dureza, y al sentir Pinabel la fortaleza de su contrincante, le ofrece ser su vasallo a cambio de que reconcilie a su familiar con Carlomagno. Pero Terrín no busca un acuerdo sino una sentencia: sufre una acometida casi mortal de la que Dios lo protege (v. 3923), pero se recompone y golpea a Pinabel por encima de su yelmo, lo atraviesa y da con él, muerto, en tierra: “Los francos gritan: ‘¡Dios ha obrado un milagro! Bien justo es que Ganelón sea ahorcado con sus parientes que han respondido por él’” (vv. 3931-3933). Entonces atan los pies y las manos de Ganelón a cuatro caballos que lo descuartizan, y el poeta dice que el emperador ha hecho su venganza (“venjance”, v. 3975).

El proceso no es ambiguo en su resultado, pero es complejo en su desarrollo y también en su sentido. Si lo quería Carlomagno era vengarse de Ganelón, vengar la traición de la que él no tiene dudas (tampoco el poeta), y que había costado la vida a sus mejores hombres, ¿no hubiera sido lo esperable que tomase la venganza por su mano, que hubiese acabado con el traidor sin someterlo a un proceso? ¿No sería esa la verdadera forma de la venganza de la sangre? ¿Puede atribuirse el proceso del poema simplemente al deseo del emperador de concitar un consenso y de seguir los cauces de la justicia? ¿Es indicio de la debilidad de Carlomagno el que deba plegarse al proceso y que este se sustancie en un juicio por batalla? Como muestra más tarde la legislación de Alfonso X, que aún integra el riepto como una forma de resolución de casos de aleve y traición, el duelo judicial, ciertamente sometido a crecientes controles y regulaciones, podía ser asumido dentro de la justicia regia. Ello implica que la aparición de duelos judiciales en las obras literarias no significa necesariamente que estas tengan un carácter exclusivamente aristocrático y que sus autores estuvieran defendiendo con ellos sus privilegios frente a las aspiraciones de la realeza.

En realidad, lo que parece perseguir Carlomagno no es solo la muerte de Ganelón, la desaparición de quien ha traído la ruina a su ejército y ha causado la muerte de Roldán, sino también su deshonra, su condena pública como traidor, que dentro de la lógica del poema tiene casi una mayor relevancia que la propia muerte. Ello explica la descripción de la corte, en la que se han reunido hombres que proceden de todas las partes del imperio, de modo que el juicio será universal e inapelable, extenderá la fama o la infamia de Ganelón por toda la tierra, y se convertirá en un ejemplo para el futuro. El proceso no empequeñece, pues, las dimensiones de la voluntad de venganza de Carlomagno, sino que sitúa esta en el marco en el que puede tener una mayor trascendencia.

Pero el juicio se revela también como una vía peligrosa e incierta. Cuando Carlos formula la acusación, ante la defensa de Ganelón y el apoyo de Pinabel, toda la corte duda y se inclina por detener el proceso. El emperador se queda casi completamente solo en su voluntad de juzgar el derecho (v. 3751). Pero realmente esto no hace sino mostrar un conflicto más profundo: mientras que a Ganelón le acompañan más de treinta parientes, que sostienen su causa, los muertos en Roncesvalles no parecen tener más familia, en sentido literal o figurado, que Carlomagno. Como señaló Köhler, podría entreverse aquí un conflicto entre dos sentidos de la relación entre el señor y sus hombres, entre dos grupos con sus propios intereses: unos que tienen un feudo y una familia, que gozan de autonomía y que no están tan implicados en los ideales del entorno de Carlomagno, y otros que viven en su compañía y que han hecho de la fidelidad el valor ético más alto. Entre los primeros se encuentra Ganelón, quien ha invocado al principio de la gesta a su feudo y a su familia (vv. 310-316), como valores que podrían interferir con su servicio al emperador, y el resto de la corte parece inclinarse por tanto a reconocer su posición y sus argumentos. Solo Terrín, que representa una figura próxima a la de los muertos, que ha servido mucho a Carlomagno (v. 3825) y asume el valor de la fidelidad, decide sostener la acusación, oponiéndose al curso que toma el proceso.

Ahora bien, ¿puede culparse realmente a Ganelón de haber cometido traición? ¿No es cierto que, tras ser designado por Roldán para la embajada a Zaragoza, desafió a este y a Oliveros y a sus amigos ante el mismo emperador? ¿No cabe reconocer que ese desafío exime a Ganelón del cargo de traición y convierte su venganza en algo legítimo? Este es, quizá, el nudo fundamental del conflicto, que opone un elemento formal, como es el desafío, a una forma verdadera de justicia. Ganelón no oculta sus intenciones, que a partir de la embajada fueron siempre descargar su ira contra Roldán y sus compañeros. Sin embargo, ¿hay un equilibro entre la ofensa que dice haber sufrido Ganelón, tenga que ver con su honor o con su dinero, y la reacción que le lleva a vender a toda la retaguardia del ejército carolingio? ¿Es legítima una venganza que se lleva a cabo mediante una alianza con los enemigos y que origina una enorme catástrofe para Carlomagno y su imperio? ¿Pueden anteponerse los intereses de un individuo a los del imperio y a la defensa de la cristiandad? ¿Qué valor legal ha de tener aquí el desafío? Aunque las implicaciones del conflicto no se hacen explícitas en la discusión, estas permean todo el desarrollo de la trama. Esa es la verdad que no puede surgir de un debate abstracto, sino que tiene que revelarse a través de las armas.

De forma significativa, Dios preside todo el duelo entre Pinabel y Terrín. Antes de que crucen sus espadas, el poeta dice que solo Dios sabe cómo terminará todo (v. 3870); cuando caen al suelo, Carlomagno pide a Dios que haga resplandecer la justicia (v. 3891); ante la solicitud de acuerdo de Pinabel, Terrín responde que Dios hará derecho entre ellos (v. 3898); y cuando este le vence, los franceses gritan que Dios ha obrado virtud (v. 3931). El énfasis en el carácter de ordalía del combate se pone de manifiesto de entrada con la diferencia física entre los dos contrincantes (Terrín delgado, Pinabel grande y fuerte), que evoca claramente, por otro lado, las figuras de David y Goliat. Y también en la dimensión cuantitativa: frente a la familia de Ganelón, e incluso frente a toda la corte, un solo hombre puede hacer resplandecer la justicia. El heroísmo va de la mano de la ordalía. Si Dios ha hablado a través de las armas, si ha dado la victoria a Terrín, es porque a este le asiste la verdad, de modo que se trata de una justicia absoluta. El conflicto entre el formalismo de Ganelón, que intenta defenderse alegando su desafío, y el derecho que reclama Carlomagno no puede ser resuelto de otro modo que con una prueba que haga posible la intervención divina, y que sancione la legitimidad de una de las partes. Se trata, pues, de una aporía legal, que ha de solucionarse con el concurso divino, y en cuyo resultado está en juego también una dimensión política, que antepone aquí el derecho de los fieles de Carlomagno frente a los grandes señores feudales como Ganelón.

LA HONRA Y EL DERECHO

Escondido en el Robledo de Corpes, Félez Muñoz aguarda a que pasen los infantes de Carrión con las hijas del Cid. Han salido todos juntos de Valencia camino de Castilla, y han pasado la noche en el bosque, no muy lejos de San Esteban de Gormaz. A la mañana, los infantes ordenan a toda la compañía que se adelante, mientras que ellos se detienen allí un momento con sus mujeres. Félez Muñoz, vasallo del Cid, desconfiando de las intenciones de los esposos, se separa del grupo, y, oculto en el bosque, observa ahora cómo los infantes retoman el viaje sin las hijas del Cid: “Sabet bien que, si ellos le viessen, non escapara de muert” (v. 2774). El caballero vuelve al lugar donde pasaron la noche, y encuentra a las hijas del Cid medio muertas, terriblemente maltratadas por sus esposos. Este encuentro es uno de los momentos más intensos y emocionantes del poema: “Primas, primas”, repite el caballero, reanimándolas y haciéndoles ver el peligro en que se encuentran, ya que si los infantes se unen al grupo y notan su ausencia, volverán a ese lugar y no podrán evitar la muerte, y además, si no salen ya del bosque, la noche pronto se les echará encima y quedarán a merced de las fieras.

Mientras golpean a sus esposas con espuelas y cinchas, para aumentar la afrenta, los infantes reclaman vengarse de “la desondra del león” (v. 2719, 2762), e incluso del mismo casamiento (v. 2758), presentado en sí como una ofensa para ellos. Después, cuando el Cid recibe las noticias de lo sucedido, y cuando se reencuentra con sus hijas, promete reparar la ofensa, vengándose de los infantes: “¡Aun veamos el día que vos podamos vengar!” (v. 2868). Rodrigo Díaz envía una embajada al rey Alfonso relatándole los hechos, le dice que a él le cabe una parte importante en ellos, pues suya fue la iniciativa de casar a sus hijas con los infantes, y solicita “derecho” (v. 2915, 2952). Alfonso muestra su pesar y reconoce las razones del Cid, por lo que decide convocar cortes en Toledo, a las que han de acudir barones de todos los lugares de su reino si no quieren incurrir en la ira del rey. El relato de las cortes está pautado por palabras y gestos simbólicos que tratan de hacer ver la cercanía del rey respecto del Cid, y su voluntad sincera de que se haga justicia.

En el momento en que el Cid entra en la corte, todos lo reciben con reverencia, excepto los infantes que no pueden mirarlo por vergüenza, señal de su culpa. Dispuestas las formalidades, Alfonso da la palabra a Rodrigo, quien se levanta y demanda las espadas Colada y Tizón, que él ganó en batalla y regaló a los infantes cuando estos dejaron Valencia. La demanda es justa para los alcaldes, y los infantes, tras rápido consejo, aceptan devolver las espadas, creyendo que con ello finalizará el proceso. Las espadas, de las que ellos no dudan en deshacerse, resplandecen ante la corte, y se inicia un movimiento de transferencia, por el cual el Cid va desposeyendo a los infantes de su honra y cumpliendo su venganza: “Assí s’irán vengando don Elvira e doña Sol” (v. 3187). Rodrigo entrega las espadas a dos de sus caballeros, Pero Vermúdez y Martín Antolínez, diciéndoles que ahora estarán en mejores manos (v. 3190). A continuación, formula otra demanda: solicita, pues los infantes han roto unilateralmente el matrimonio, que le devuelvan el dinero que el Cid les ha dado. Aquellos argumentan que Rodrigo debe darse por satisfecho con las espadas, pero los jueces y el rey aceptan la demanda y les piden que respondan a ella. Esto les pone en un gran aprieto, pues han gastado ya una buena parte del dinero, y deben pagar al Cid en “heredades”, todo lo cual deja en evidencia de nuevo a los infantes, como derrochadores, incapaces de aumentar su hacienda y ahora obligados a deshacerse de parte de las tierras que han heredado. Rodrigo ha asestado un nuevo golpe a la honra de los infantes, quienes, dice el poeta, “mal escapan jogados (‘burlados’), sabed, de esta razón” (v. 3249).

... (Resto del artículo) ...

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