Las dudas y vaivenes del presidente Obama en la gestión de la crisis de Siria han animado a actuar a sus opositores internos. Su estilo de poder cerebral, más propio de un académico norteamericano que de un negociador a ras de la arena política, ha dado alas a Vladimir Putin, convertido por unos días en aprendiz de estadista desde las páginas de opinión del “New York Times”.
La facción más radical del partido republicano se ha crecido ante las cavilaciones e idas y venidas del presidente y ha decidido echarle un órdago, al bloquear una vez más la aprobación del presupuesto, al menos mientras no acabe con la reforma sanitaria aprobada en 2010.
Se trata de una insensatez, cuya consecuencia inmediata ha sido el cierre de la mayor parte de los departamentos y servicios federales. Los mismos bárbaros amenazan con no autorizar el aumento del techo de deuda y dejar que el gobierno federal no pueda pagar a partir del 17 de octubre.
El desaguisado puede tener consecuencias muy negativas para el conjunto de la economía mundial. La responsabilidad sería de los cuarenta legisladores conectados a lo que queda del Tea Party, un movimiento cada vez menos basado en ciudadanos de a pie y más en donantes millonarios.
Su propósito es reducir a la mínima expresión al gobierno federal y conseguir libertad de actuación total en sus estados, un empeño desconocido en la historia constitucional de Estados Unidos. Es posible que la crisis desatada se vuelva contra ellos y Barack Obama, un presidente más pensativo que Bush, salga reforzado ante la opinión pública.
El problema de fondo es que este grupo no teme ser castigado por sus votantes: disfruta de distritos diseñados a medida, para que siempre ganen candidatos de su ideario. Tampoco parece importarle hacer casi imposible el retorno de un republicano a la Casa Blanca, una empresa en la que resulta vital atraer a votantes moderados. Creen que liquidan Washington, pero realmente están destruyendo al partido de Lincoln.
