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ELOGIOS CON OCASIÓN DE LA MUERTE DEL PROFESOR GARCÍA DE ENTERRÍA

Eduardo García de Enterría (27.4.1923 - 16.9.2013); por Javier Paricio, Universidad Complutense de Madrid

19/09/2013
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Quienes hemos tenido la fortuna de conocer de cerca a Eduardo García de Enterría sabemos que se trata no sólo del que quizá sea el mayor jurista que la vida nos ha puesto delante, sino de una figura humana de calidad tan excepcional que sería reductor tratar de adjetivarla.

EDUARDO GARCÍA DE ENTERRÍA (27.4.1923 - 16.9.2013)

La noticia de la muerte de Eduardo García de Enterría me la transmite José Iturmendi hacia las nueve de la noche de ayer 16 de septiembre. Doce horas después, apenas sin dormir y balbuciendo ahogadas palabras de recuerdos con Tomás Ramón Fernández, con Alfredo Montoya y con Amparo (“Javier, a Amparo la quiero inmensamente más que cuando nos casamos” me decía Eduardo pocos años atrás), pido paralizar la impresión del volumen de Seminarios Complutenses 26 (2013) para cerrarlo con esta apresurada nota.

“Quienes tenemos la fortuna de conocer de cerca a Eduardo García de Enterría sabemos que se trata no sólo del que quizá sea el mayor jurista que la vida nos ha puesto delante, sino de una figura humana de calidad tan excepcional que sería reductor tratar de adjetivarla”. Esa era la dedicatoria con que abrí en 2006 mi ensayo El legado jurídico de Roma, mantenida en la posterior de 2010. Y la segunda parte de la misma, que en sustancia se la tomé prestada un día a Loli, su leal secretaria, es tan importante o más que la primera. Porque el jurista moderno español más influyente y reconocido en el plano nacional e internacional (rozaría lo ridículo que yo tratara de reproducir aquí su deslumbrante curriculum) tenía una talla humana formidable. Formidable era un término que a él le gustaba.

García de Enterría era administrativista -“yo sólo sé de reglamentos”, decía a veces en broma- pero desbordaba no sólo su campo propio y el del derecho público en general, sino que era un jurista completo y un intelectual de primerísima magnitud. Amigo de poetas, de escritores, de artistas (“el caso de la obra de tu paisano Pablo Serrano es para mí histórico”), de filósofos, Salvador de Madariaga, casi cuarenta años mayor que él, le dedicó su fundamental volumen de memorias Amanecer sin mediodía. Memorias (1921-1936), al que agregaría luego un comentario de admiración tal que Enterría, a veces, no soportaba recordar. De inteligencia superior, valiente, entusiasta, trabajador infatigable (“la Biblia presenta el trabajo como un castigo, pero yo no concibo la vida sin trabajar”), amigo como uno recuerda haber tenido pocos en la vida -su propia vida era todo un canto a la amistad-, nunca jamás estuvo reunido cuando yo le llamé. Y esto que manifiesto, lo podrán refrendar multitud de sus amigos, lo cual implica que sus conversaciones telefónicas las mantenía, al menos muy a menudo, en presencia de personas de confianza.

Prejubilado “por una ley injusta” -como la definía siempre Juan Iglesias- en 1988, siguió asistiendo todos los miércoles, hasta hace dos años, a sus seminarios del Departamento de Derecho Administrativo de la Complutense, abiertos a problemas jurídicos y a juristas de todo tipo y condición. Gracias a una voluntad inquebrantable de desarrollo personal, trabajó con lucidez asombrosa hasta más o menos los ochenta y siete u ochenta y ocho años, cuando las fuerzas comenzaron ya a abandonarle; ante mis ojos tomó un día a Federico Carlos Sáinz de Robles, al que admiraba de veras, y le conminó -así, le conminó cogiéndole del brazo- a no jubilarse cuando él había tomado ya la decisión de hacerlo: por eso la muerte sorprendió a Federico trabajando. Aún aprendo fue uno de los últimos dibujos del Goya ya octogenario; Enterría, a una edad todavía mayor, reconocía: “me siguen interesando y divirtiendo los problemas jurídicos”.

La última vez que estuve con él, casi dos horas, fue a finales de mayo de este año. Como siempre desde 2011 le acompañaba Amparo. En mayo y junio de 2011 era todavía, al menos a mis ojos, el Eduardo entusiasta, con su risa abierta y su optimismo de siempre. En mi percepción, su declive comienza en septiembre de 2011 (“Javier, como ves ya no soy el que era”, expresó en baja voz anudando mi garganta). Alfredo Montoya me acaba de decir: “Ni tú ni yo hemos conocido a nadie como él, y no conoceremos a otro”. Quizá sea una buena frase de cierre para esta nota pobre y apresurada. No sé si en el futuro, con más calma, redactaré otra más amplia. Pero los recuerdos y sentimientos mejores, esos, esos no pueden quedar por escrito.

11 h.

17 de septiembre de 2013.

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