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Miguel Sánchez Morón

Reformar el Estado: ¿Modificar la Constitución?. Apuntes para el debate

07/06/2013
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Las líneas que siguen toman pie del “Informe sobre España” publicado por el profesor Santiago Muñoz Machado y tienen por finalidad aportar algunas ideas al debate que ese libro ha abierto y pretende, sin duda, impulsar. Diré ante todo que la iniciativa de publicarlo me parece especialmente oportuna, pues aunque la crisis actual ha puesto en el orden del día tratar de los problemas de la España nuestra y en particular de los problemas institucionales, la mayoría de las opiniones que pueden leerse o escucharse carecen del rigor imprescindible. No sobran análisis autorizados como el del “Informe” de Muñoz Machado, que conoce como pocos la historia reciente y pasada de nuestro Derecho público y que tuvo un singular protagonismo –no de todos conocido– en la génesis de nuestro Estado de las Autonomías. Desde el enfoque que le es propio, su libro se suma a otros estudios que, en el campo de la ciencia política, la economía, la historia o inclusive la filosofía, van permitiendo identificar en profundidad las carencias y los excesos de nuestro sistema político, lo que constituye el primer paso –aunque solo el primero– para encontrar los remedios. Coincido con el punto de partida del “Informe sobre España”, en cuanto pone de relieve la amplitud y la hondura de la crisis de nuestras instituciones constitucionales. (. . .)

Miguel Sánchez Morón es Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Alcalá.

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 34 (febrero 2013)

1. Las líneas que siguen toman pie del “Informe sobre España”(1) publicado por el profesor Santiago Muñoz Machado y tienen por finalidad aportar algunas ideas al debate que ese libro ha abierto y pretende, sin duda, impulsar. Diré ante todo que la iniciativa de publicarlo me parece especialmente oportuna, pues aunque la crisis actual ha puesto en el orden del día tratar de los problemas de la España nuestra y en particular de los problemas institucionales, la mayoría de las opiniones que pueden leerse o escucharse carecen del rigor imprescindible. No sobran análisis autorizados como el del “Informe” de Muñoz Machado, que conoce como pocos la historia reciente y pasada de nuestro Derecho público y que tuvo un singular protagonismo –no de todos conocido– en la génesis de nuestro Estado de las Autonomías. Desde el enfoque que le es propio, su libro se suma a otros estudios que, en el campo de la ciencia política, la economía, la historia o inclusive la filosofía, van permitiendo identificar en profundidad las carencias y los excesos de nuestro sistema político, lo que constituye el primer paso –aunque solo el primero– para encontrar los remedios.

2. Coincido con el punto de partida del “Informe sobre España”, en cuanto pone de relieve la amplitud y la hondura de la crisis de nuestras instituciones constitucionales. En mayor o menor medida, todas las instituciones clave han sufrido un deterioro sensible, pues su funcionamiento deja mucho que desear desde el punto de vista de los propios valores y principios constitucionales que debían inspirarlo, y se han desprestigiado ante la opinión pública, lo que acaba por debilitarlas y por debilitar al Estado en su conjunto. Pienso, no obstante, que ese proceso viene de lejos, inclusive de los primeros años de vigencia de la Constitución, aunque se ha ido agravando con el paso del tiempo. Sucede que en otros momentos se ha dado menor importancia o no se ha querido ni sabido situar en el centro del debate esos problemas institucionales, ya sea porque todo se subordinaba a la consolidación de un sistema democrático básico, del que durante tanto tiempo carecimos, o porque el desarrollo y la bonanza económica diluían las preocupaciones de ese género en el ambiente de autocomplacencia general, relegándolas a un segundo plano. Ahora, la crudeza de la crisis económica y la impotencia de la política autóctona para afrontarla han evidenciado esa otra crisis institucional, a la que ya he hecho, por cierto, referencia en escritos recientes(2). Una crisis esta, la institucional, sin duda más duradera y difícil de resolver que la propia crisis económica, como subraya Muñoz Machado, que constituye un lastre para la estabilidad y el desarrollo del país y pone en cuestión la pacífica convivencia entre los españoles.

La referida crisis de las instituciones tiene muchas aristas. Afecta al modelo mismo de representación política, al sistema electoral, concebido –so capa de gobernabilidad– al servicio de los partidos mayoritarios y de su disciplina interna más que para reflejar adecuadamente la voluntad de los electores. Afecta al funcionamiento cotidiano de los Parlamentos, donde se grita y se gesticula demasiado y se dialoga demasiado poco, tan alejados hoy del núcleo de las decisiones fundamentales, a las que simplemente dan forma cuando procede. Afecta a la Administración Pública, en cuya organización y actividad priman en exceso los intereses clientelares de partido, de donde se sigue un notable desorden en el plano de las estructuras y de la distribución de competencias, una pérdida de eficacia y eficiencia general y un acentuado descontrol interno. Afecta a la Justicia, lenta, insegura, corporativa y ahora además cara; al Consejo General del Poder Judicial y al Tribunal Constitucional –que en sus orígenes incorporó a algunos de los más reconocidos juristas del país, no lo olvidemos–, en cuanto se ha dado preferencia paulatinamente a criterios de confianza en el nombramiento de sus miembros, al igual que ha sucedido en el Tribunal de Cuentas y otros órganos constitucionales y estatutarios. Afecta igualmente a esas instituciones paraestatales esenciales para el funcionamiento de la democracia que son los partidos y los sindicatos, opacos en su funcionamiento interno y todavía hoy en su financiación. Y ha alcanzado, en fin, a la propia Corona, entiendo que más como reflejo del desapego general hacia el conjunto de las instituciones del Estado que por otras causas.

El “Informe” de Muñoz Machado se centra, sin embargo, en uno de los frentes abiertos, el del Estado de las Autonomías. Es lógico si se considera que el problema de la organización territorial del Estado es el que, desde siempre, ha originado mayor tensión política, particularmente en lo que se refiere a la relación del País Vasco y Cataluña con el conjunto de España, y el que pone verdaderamente en cuestión la aceptación de la Constitución y su viabilidad futura. Además, como la crisis económica ha permitido evidenciar y comprender más allá del círculo de los especialistas, el modelo autonómico es claramente imperfecto en lo que se refiere a las reglas de reparto de las competencias, insuficiente en lo que atañe a las fórmulas de coordinación y cooperación intergubernativa, discutible y siempre polémico en el aspecto de la financiación de las Comunidades Autónomas y prolífico en la creación de órganos, entidades y estructuras políticas y administrativas de todo tipo, de manera que sus deficiencias han acabado por tener un alto coste para los ciudadanos. En consecuencia, por unas u otras razones –por defecto o por exceso– las críticas más acerbas son las que miran al sistema autonómico, con el que una parte creciente de la ciudadanía se siente en desacuerdo, según revelan los sondeos de opinión. Parecería, pues, que la crisis institucional es indisociable de la crisis del Estado de las Autonomías y que, si se pudiese afrontar y resolver ésta satisfactoriamente, podría recuperarse el consenso constitucional de fondo y solucionar aquélla.

Reflexiona, pues, el profesor Muñoz Machado sobre el error originario de nuestro sistema de organización territorial, que identifica con los defectos y ambigüedades del Título VIII de la Constitución y, particularmente, con la aceptación del llamado principio dispositivo. Principio implícito este que confiere en realidad a los Estatutos de Autonomía, adoptados a iniciativa de las propias Comunidades Autónomas, la facultad de concretar todo lo que la Constitución omite. De esta forma, el desarrollo del Título VIII se ha hecho a impulso de los políticos autonómicos y, muy en especial, de los partidos nacionalistas, deseosos de construir un germen de Estado propio e inclusive de desbordar hasta donde fuera posible el marco constitucional, tal como se ha podido comprobar con el tiempo. A lo que se ha añadido luego el espíritu de emulación del resto de las Comunidades Autónomas, que a su vez han interpretado con generosidad el ámbito competencial propio y han puesto en pie un complejo institucional desmesurado, a imagen del estatal, amen de multiplicar en el texto de los Estatutos las manifestaciones simbólicas e identitarias, las declaraciones de principios y los listados de nuevos derechos, carentes de verdadera sustancia normativa.

Desde el punto de vista del Derecho constitucional no es difícil compartir también esa tesis. Conviene, no obstante, distinguir aquel defecto congénito de la creación misma del Estado de las Autonomías por obra de la Constitución de 1978. A mi modo de ver, el régimen descentralizado que entonces se instauró era y sigue siendo una necesidad, en función de nuestra historia y de las características del país, que es un país plural, variado y extenso. Además del propósito de integrar a los nacionalismos periféricos, que no se ha conseguido de manera definitiva, la creación de las Comunidades Autónomas a lo largo de todo el territorio se entendía en la época de la transición y se sigue entendiendo como una vía para fomentar la participación política y para impulsar el desarrollo de cada una de las regiones y nacionalidades, de sus iniciativas económicas, de su riqueza cultural y ambiental. Y, desde este punto de vista, el Estado de las Autonomías ha cosechado un éxito notable, a mi modo de ver.

Los indudables excesos en que se ha incurrido y que ahora nos recreamos en comentar no deben empañar tales logros y, por lo que aquí interesa, no pueden atribuirse en puridad a los defectos del Título VIII de la Constitución. Cabe preguntarse, por otra parte, si en el momento en que se redactó, hubiera sido posible en términos políticos adoptar otro modelo. Pues no hay que olvidar que la Constitución toda y muy señaladamente ese Título es fruto de un consenso muy largo, en el que se quiso contar con partidos e ideologías de muy diverso signo e implantación territorial, y ello quizá no se hubiera conseguido de imponerse un modelo sustancialmente cerrado. El problema reside más bien en el modo en que el Título VIII se ha aplicado a lo largo del tiempo, puesto que en su aplicación y desarrollo han primado claramente los intereses territoriales y de partido –favorecidos, bien es cierto, por la falta de claridad de los límites constitucionales–, cuando hubiera sido indispensable mantener los consensos básicos, al menos entre los grandes partidos nacionales.

Abundan en tal sentido las críticas a los partidos nacionalistas vascos y catalanes y a los gobiernos que han sostenido y sostienen, por su falta de compromiso o de lealtad al modelo constitucional. Pero es claro que para esos partidos la Constitución de 1978 era un punto de partida desde el que desplegar sus aspiraciones nacionales o soberanas. Y no puede extrañar, por tanto, que hayan intentado esto último a través de diferentes estrategias, sea de confrontación directa con el Estado, sea mediante la ampliación paulatina de su ámbito de autonomía y el desplazamiento gradual de las instituciones estatales en su propio territorio, aparte del adoctrinamiento político que se ejerce en la escuela y desde los medios de comunicación públicos. Nada nuevo se ha planteado en el actual período constitucional que dichos partidos (o sus predecesores) no hayan pretendido antes, en otros momentos de nuestra historia. Otra cosa es que las opciones secesionistas tampoco tengan una hegemonía absoluta e incontestable –y mucho menos permanente– en sus propias Comunidades Autónomas, por lo que tropiezan una y otra vez con la realidad.

Lo que a mi juicio ha sido decisivo, en cambio, es la postura que han mantenido al respecto los principales partidos de ámbito estatal. Pues, en lugar de mantener un grado de acuerdo sustancial sobre la organización territorial del Estado, sobre la distribución de competencias, el desarrollo institucional de las Comunidades Autónomas y sus relaciones con el Estado –como hicieron en virtud de los Pactos Autonómicos de 1981 y, en cierto modo, en los de 1992– han hecho del modelo autonómico y del desarrollo del Título VIII un campo predilecto de batalla política. Sea para acceder a poder, en unos u otros niveles de gobierno, sea para desgastar al adversario, han dado rienda suelta a un cierto populismo autonomista, que ha exacerbado las tendencias centrífugas y ha reforzado, incluso dentro de los propios partidos, los intereses territoriales y a sus exponentes, en detrimento de la cohesión y de la dirección política estatal. Sucedió así –conviene recordarlo– desde la aprobación del primer Estatuto de Autonomía de Andalucía por la vía del artículo 151 de la Constitución, que desbarató el proceso autonómico ordenado que permitían predecir las disposiciones constitucionales y contribuyó de manera decisiva al hundimiento del Gobierno de UCD. Sucedió también en virtud de los acuerdos con los partidos nacionalistas que permitieron la investidura de José María Aznar en 1996, acuerdos que llevaron a la práctica en buena medida de aquella idea de la “administración única” –por supuesto, autonómica– sobre el territorio, que por entonces patrocinaba (con mayor o menor convencimiento) el Partido Popular. Y sucedió, claro está, cuando Rodríguez Zapatero se comprometió a aprobar en las Cortes cualquier proyecto de reforma del Estatuto de Autonomía que le fuera elevado por el Parlamento de Cataluña, con las críticas consecuencias que son conocidas. Eso por hablar solo de algunos hitos fundamentales de la historia reciente y sin mencionar otras muchas ocasiones en que el Gobierno central ha cedido a la presión de los barones autonómicos o ha subordinado sus decisiones o su misma agenda política a los intereses del partido gobernante en determinadas Comunidades Autónomas. Ha faltado también en los partidos nacionales un mayor sentido del Estado y el grado de responsabilidad necesaria. Pues, de hecho, tan solo en los momentos más difíciles, cuando está en riesgo la unidad de España –léase la propuesta del Plan Ibarretxe o, con matices, la actual apuesta soberanista de Artur Mas, amen del tardío acuerdo que ha permitido la práctica desaparición de ETA–, parece recuperarse un cierto entendimiento, aunque sea tácito y coyuntural.

Probablemente si los grandes partidos nacionales hubieran mantenido otra actitud, si hubieran sido capaces de acordar permanentemente en sus líneas esenciales el desarrollo del Estado de las Autonomías y hubieran evidenciado una firme voluntad de pactar y mantener la vigencia de los sucesivos pactos autonómicos, las tensiones territoriales hubieran sido menores e inclusive los partidos nacionalistas no hubieran encontrado tantas oportunidades ni alicientes para aventurarse por la senda de la autodeterminación.

Ahora bien, si el análisis que precede está en lo cierto, se cae en la cuenta de que la actual deriva del Estado de las Autonomías no es sino una manifestación –eso sí, especialmente grave– del verdadero problema de fondo, que son las debilidades de nuestro sistema político, monopolizado por un número reducido de partidos oligárquicos, demasiado sectarios, clientelares y muy poco transparentes, en continua y descarnada disputa por el poder. Un sistema que quizá sea consecuencia a su vez de la debilidad de nuestra cultura democrática, tan proclive a los radicalismos ideológicos como escasamente habituada al diálogo constructivo, al compromiso y al acuerdo entre posiciones diversas. En todo caso, la concentración absoluta del poder en los partidos gobernantes apenas ha encontrado límites, más allá de los que estrictamente derivan de las normas constitucionales de contenido concreto, y en vez de construir un modelo de check and balances, basado en valores de participación, transparencia y control independiente, se ha creado otro en el que el partido en el poder tiene un poder casi omnímodo, que no comparte con los partidos de la oposición –salvo cuando no queda mas remedio– y que aun menos se abre a la participación integradora de la sociedad. Eso explica, entre otras cosas, que los partidos hayan colonizado la Administración Pública poniendo a su frente a correligionarios y afines y desvirtuando gradualmente los principios de mérito y capacidad en favor de criterios de confianza política. Y explica asimismo su voluntad de controlar en lo posible las demás instituciones que tienen precisamente por finalidad el control del Gobierno y de las mayorías parlamentarias: el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial –y a través de él determinados nombramientos judiciales– los Tribunales de Cuentas, los órganos superiores consultivos...; por no hablar de los entes de regulación económica y otros organismos y órganos teóricamente “independientes”, o de la paulatina ocupación de las cajas de ahorro o de la creación de la densa red de entidades del sector público económico que conocemos.

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NOTAS:

(1). Ed. Crítica, Barcelona, 2012.

(2). Me refiero a algunos escritos relativos a la situación actual del empleo público y las limitaciones y ausencia de desarrollo del proyecto de reforma aprobado durante la pasada legislatura, uno de ellos publicado en el núm. 10 de esta misma revista con el título “La situación actual del empleo público”. También en “El empleo público en España: problemas actuales y retos de futuro”, publicado en la Revista Aragonesa de Administración Pública, XIII, 2012.

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